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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (31 page)

BOOK: Halcón
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no me apetecía demasiado perder el tiempo bebiendo con él y sus compañeros, escuchando sus profusos recuerdos, y me agradó quedarme en Constantia para verme con Gudinando cuanto podía. Así pude retozar, pasear y hacer travesuras con él, y disfruté enormemente, pues era el primer amigo que tenía con quien tanto congeniaba, aunque había cosas en él que me confundían. Él era un muchacho de dieciocho o diecinueve años, alto, bien hecho, guapo, inteligente y casi siempre de buen humor, y no había tenido nunca un amigo ni una amiga; claro que era hijo único y quizá yo fuese para él como un hermano más pequeño, pero no supe a ciencia cierta si es que él evitaba a los de su edad o eran ellos los que eludían su compañía. Lo único que sé es que nunca le vi juntarse con nadie más y que en nuestras travesuras y juegos no se nos unían nunca otros chicos o chicas. Además, mientras que yo había evitado cobardemente decirle que era aprendiz, él no me ocultó lo que era, algo aún más bajo socialmente que mi propia profesión, pues tenía el trabajo más despreciable y sucio en una de las tañerías de la ciudad. Cinco años llevaba en aquel establecimiento, trabajando de aprendiz en el obrador en que «curaban» las pieles recién compradas; es decir, las echaban a un baño de orina humana a la que se agregaban sales minerales y otras sustancias, todo ello removiéndolas, apretándolas y retorciéndolas constantemente.

Ése era el trabajo de Gudinando: estar todo el día metido hasta el cuello en una balsa llena de orina rancia y otros ingredientes apestosos, aparte del hedor de las pieles, pisándolas y removiéndolas con los pies y retorciéndolas con las manos. Por eso, al acabar su trabajo, pasaba un buen rato en una de las termas más modestas de la ciudad o se bañaba varias veces con jabón en el lago antes de reunirse conmigo para jugar. Y me prohibió terminantemente que fuese a verle a su trabajo, pero yo ya conocía la repugnante faena, por haberla visto en otros establecimientos peleteros de Constantia, y sabía lo que implicaba —¡ emIesus, seguramente Gudinando está curando pieles de mis capturas!, pensaba— y no ignoraba que tarea tan vil solían hacerla los esclavos menos útiles.

No entendía cómo él había podido aceptar aquel trabajo, por qué sus patronos no le habían ascendido a un puesto más agradable ni por qué llevaba cinco años haciendo aquello sin quejarse, y parecía resignarse a hacerlo para el resto de su vida. Lo repito: era un joven de buen aspecto, guapo, afectuoso, no era tonto, aunque no fuera muy hablador; no había ido mucho a la escuela y fue su difunto padre quien le enseñó a leer y escribir en gótico.

Cualquier mercader de Constantia le habría contratado de buena gana para recibir a los clientes y establecer el trato preliminar, predisponiéndolos debidamente, antes de que el dueño acudiese a efectuar la negociación más difícil; sí, Gudinando habría podido ser un recepcionista estupendo, y yo no entendía cómo no había optado a un puesto semejante ni como ningún comerciante había visto sus posibilidades. En cualquier caso, como él preguntaba pocas cosas de mí, yo tampoco quise abrumarle con preguntas sobre la vida solitaria que llevaba. Éramos amigos y bastaba. ¿Qué necesidad tienen los buenos amigos de saber cosas el uno del otro?

Sin embargo, había otra cosa que no sólo me dejaba perplejo, sino que me preocupaba. De vez en cuando —y a veces se producía cuando estábamos jugando alegremente— Gudinando se quedaba parado, adoptaba una actitud solemne e incluso preocupada y me preguntaba cosas como ésta:

—Thorn, ¿has visto el pájaro verde que ha pasado volando?

— emNe, Gudinando, no he visto ningún pájaro. Y en toda mi vida no he visto un pájaro verde.

O me hacía una observación sobre el viento caliente, o el viento frío que acababa de levantarse, cuando yo no sentía la menor brisa ni veía que se menearan las hojas de ningún arbusto o árbol próximos. Así, no fue hasta al cabo de varias veces en que él viera o sintiera algo imperceptible para mí cuando noté

esa otra cosa, y vi que en todas esas ocasiones hundía los pulgares de tal manera en la palma de la mano que parecía tener sólo cuatro dedos. Y si por casualidad se hallaba descalzo, los dedos gordos se le curvaban de tal modo bajo la planta que parecía tener pezuñas de animal. Y lo más inquietante para mí

era que, en el mismo momento y sin que mediara palabra, echaba a correr lo más rápido que podía con aquella especie de pezuñas y no volvía verle en todo el día. Luego, cuando volvíamos a vernos, nunca me daba una explicación ni se excusaba de su extraño comportamiento. Actuaba siempre como si se hubiera olvidado completamente de su acción, y eso era aún más inexplicable.

Desde luego, eso sucedía pocas veces y no enturbiaba nuestra amistad, por lo que tampoco en esto quise inmiscuirme; sí tengo que admitir que, por entonces, sentía extrañas emociones y tenía ideas y ensoñaciones de una naturaleza que yo no conocía, y que esa consciencia me causaba aún mayor perplejidad que las excentricidades de Gudinando.

En los primeros días de nuestra amistad admiraba a Gudinando como cualquier otro muchacho, por ser mayor, más atlético, más seguro de sí mismo y haberme concedido su amistad sin ninguna clase de altanería de hermano mayor, pero al cabo de un tiempo, en particular cuando nos quedábamos en taparrabos para echar una carrera o luchar, me daba cuenta de que le admiraba más como una adolescente embobada, por su belleza, sus músculos y su atractivo masculino.

Diciendo que eso me sorprendió, digo poco; yo pensaba que mi mitad femenina era blanda y pasiva y que iba en lento retroceso, pero ahora descubría que sentía apetitos e impulsos tan claros como mi mitad masculina. En este caso, igual que cuando mataron al pequeño Becga, me turbaba la inarmonía entre los componentes de mi naturaleza. Si entonces había logrado con cierta dificultad hacer prevalecer mi ser varonil sobre el sentimentalismo femenino, ahora dominaba la parte femenina, mientras que la masculina tan sólo era capaz de observar el hecho, por así decir, y ver con cierta alarma lo que me estaba sucediendo.

Me costaba retener mi mano para no alargarla y acariciar la piel bronceada de Gudinando o pasársela por el pelo leonado, y, finalmente, tuve que hacer un gran esfuerzo, pero logré ocultar mis impulsos y sentimientos. Sabía que Gudinando se habría quedado de una pieza, desconcertado e incluso asqueado, y yo valoraba demasiado nuestra amistad masculina para arriesgarla por una simple gratificación de mis caprichos pasajeros. Pero sucedió que no era un capricho pasajero, sino un anhelo que, transcurrido un tiempo, en vez de sentirlo de vez en cuando, se iba intensificando, aun cuando Gudinando y yo estuviésemos entregados a una actividad propia de muchachos. Cuando luchábamos, era yo casi siempre quien acababa tumbado vencido de espaldas; aunque era fuerte para mi edad y delgado, Gudinando era más fuerte y tenía más habilidad para las llaves y contorsiones de la lucha atlética; así, cuando ganaba, yo fingía malhumor y rabia por haber perdido, pero en realidad disfrutaba viéndole dominante encima de mí, atenazándome las muñecas con sus manos y mis piernas con las suyas, los dos jadeantes, dejándome casi sin respiración, sonriéndome y cayendo sudor de su cara sobre la mía. En las contadas ocasiones en que yo le tumbaba y sujetaba victorioso su cuerpo contra el suelo, sentía el impulso casi irresistible de tumbarme encima de él y achucharle cariñosamente y no con fuerza, haciéndonos rodar para que él quedase encima.

Comprendí —quizá con mayor consternación y casi horror de lo que habría sentido Gudinando de haberse dado cuenta— de que deseaba que me abrazase, que me sobase, que me besase e incluso que me poseyera sexualmente. Pero mientras que mi mente racional rehuía pensar en esas cosas absurdas, algún recodo menos racional de ella se emocionaba ilusionada cada vez que me imaginaba tal posibilidad. Y lo mismo sucedía con mi cuerpo, de un modo inopinado para mí.

Antes, cuando sabía que Deidamia y yo íbamos a acabar entrelazados —y en ocasiones más recientes, cuando he visto a alguna chica o alguna joven hermosa y deseable en las calles de ciudades como Vesontio o Constantia— la idea me producía una curiosa y placentera sensación en la garganta; la sentía debajo de la inserción de la mandíbula —no sé por qué— y debajo de la lengua notaba un exceso

de saliva que me hacía tragar repetidamente. No sé si esa clase de respuesta a la excitación sexual era peculiar en mí, y nunca le pregunté a otro si le sucedía igual, pero estaba seguro de que era una inequívoca reacción masculina.

Mientras que ahora, cuando estaba con Gudinando, sentía algo distinto, raro pero también placentero; lo sentía cerca de los ojos, y tampoco sé por qué. Me notaba los párpados pesados sin tener sueño y en tales momentos, si me miraba en un emspeculum, veía mis pupilas muy dilatadas, aún a plena luz del día; así que estoy seguro de que esta reacción debía ser la contraria a la sensación viril en la garganta. Sentía esas reacciones físicas en sitios más previsibles de mi anatomía: los pezones se me erizaban y se reblandecían tanto, que el solo roce de la túnica los hacía arrugarse de excitación, notaba que mis partes íntimas femeninas se sofocaban y humedecían. Pero lo curioso es que en tales ocasiones, aunque mi órgano masculino se hacía aun más sensible al tacto que mis pezones, no se hinchaba y se ponía enhiesto como un emfascinum como había sucedido cuando copulaba con el hermano Pedro y la hermana Deidamia.

Esta nueva y anómala situación —la presencia de turbación sexual sin que se me hinchara el emfascinum— no podía atribuirla más que al hecho de que cuando Pedro me acosó sexualmente yo me consideraba un chico y cuando retozaba con Deidamia, para mí ella era sin lugar a dudas una chica seductora; por ello, en ambos casos, mi miembro viril había reaccionado como es lo lógico en un muchacho, mientras que ahora sabía —y toda mi anatomía parecía saberlo— que Gudinando era un varón y yo lo deseaba igual que una mujer, por lo que mi parte femenina era la dominante. Al final, estaba tan obsesionado con mis ensoñaciones y tan frustrado por la imposibilidad de que se realizaran, que consideré muy seriamente despedirme de Gudinando y dirigirme al sur del lago en busca de Wyrd. Pero un día, un domingo —un día demasiado caluroso y agobiante para juegos enérgicos—

Gudinando y yo paseábamos por un campo de flores salvajes fuera de la ciudad; íbamos comiendo pan y queso que habíamos comprado, mientras hablábamos distraídamente qué travesuras haríamos —ir a las callejuelas de Constantia a asustar y molestar a los tenderos judíos—, cuando, de pronto, él dijo:

—Escucha, Thorn. ¿No oyes ulular un mochuelo? —¿Un mochuelo a pleno día en verano? —

repliqué riendo—. Creo que…

Pero Gudinando me miró con gesto angustioso y los pulgares se le doblaron hacia la palma de la mano. Esta vez sucedió algo distinto: antes de echar a correr, lanzó un grito de dolor, de auténtico dolor. Yo nunca le había seguido cuando le acometía esa extraña cosa, pero esta vez lo hice. Quizá le siguiera por aquel extraño ruido que había proferido, o tal vez porque últimamente las sensaciones femeninas que me abrumaban despertaran en mí un atisbo de solicitud maternal.

Gudinando me habría dejado atrás fácilmente, aun con sus pies contraídos, pero le di alcance en un bosquecillo cerca del lago, que es donde había caído en tierra; era evidente que únicamente había echado a correr para buscar un sitio en que esconderse antes de que le acometiera la convulsión que en aquel momento le atenazaba. Le encontré tumbado, sin agitarse, rígido, y únicamente cabeza, brazos y piernas daban leves sacudidas como la cuerda de un arco después de lanzar la flecha; tenía el rostro tan contorsionado que creí no reconocerle; estaba con los ojos en blanco y la lengua totalmente fuera entre salivajos. Desprendía, además, un repugnante olor porque se había orinado y cagado. Yo no había visto una convulsión como aquélla, pero sabía lo que era la epilepsia, pues en San Damián había un viejo monje, el hermano Philotheus, que padecía la enfermedad, motivo por el cual había tomado la cogulla, dado que los frecuentes ataques le impedían ejercer ningún oficio; nunca le había visto sufrir un ataque en mi presencia, y murió cuando yo era muy niño, pero nuestro enfermero, el hermano Hormisdas, nos explicaba cómo eran los ataques y nos dio unas instrucciones básicas para ayudarle si estábamos a su lado cuando le acometían.

Lo que hice fue seguir aquellos consejos; arranqué una ramita de un arbolillo y, venciendo la repugnancia del olor y el aspecto que presentaba Gudinando, me acerqué y se la introduje entre los dientes superiores y la lengua para impedir que se la mordiera, y de la escarcela en que llevaba la comida saqué sal y se la eché en la lengua con la esperanza de que le llegase a la garganta. Llevaba también el cuchillo al cinto; lo desenvainé y metí la hoja entre uno de los pulgares rígidos y la palma, porque el

hermano Hormisdas siempre nos decía: «Meted un trozo de metal frío en la mano del enfermo.» El puñal no estaba muy frío, pero era lo único de metal que yo tenía. Y, finalmente, respirando por la boca lo mejor que supe para no aspirar aquel hedor, me incliné sobre él y le puse las manos en el abdomen, apretando. El enfermero decía que con esas pequeñas intervenciones mejoraba el ataque. No sé si así fue, porque a mí me pareció estar una eternidad apretando el vientre de Gudinando, pero, finalmente y con la misma brusquedad con que había dicho lo del mochuelo, los tensos músculos abdominales se relajaron, sus extremidades dejaron de temblar, los ojos volvieron a su posición normal, metió la lengua y la ramita cayó al suelo. Había recuperado el aspecto del Gudinando de siempre, pero permaneció tumbado, recuperando aliento como si acabase de dejarse caer después de una esforzada carrera. Cogí un puñado de hierba y le limpié la saliva de la barbilla, el cuello y las mejillas; nada podía hacer con las otras excreciones porque las tenía bajo la ropa, así que, pensativo, me retiré a un lado, me senté apoyado en un árbol y esperé.

Progresivamente fue cediendo la respiración agitada y al cabo de un rato, abrió los ojos sin mover la cabeza, alzó la vista, miró a un lado y a otro, tratando de determinar dónde se hallaba y cómo había llegado allí, y, muy despacio, se irguió hasta sentarse y volvió la cabeza en derredor. Al verme apartado de él, me sorprendió su reacción, porque en lugar de hacer una mueca atribulado o avergonzado por haber sido yo testigo de su ataque, me sonrió satisfecho y, como si no se hubiese interrumpido la conversación que sosteníamos cuando estábamos almorzando, me dijo:

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