—¿Por qué no te quitas eso que te queda; ese cintillo?
Yo, muy pudibunda, repetí lo que en cierta ocasión me había dicho Wyrd:
—Una mujer cristiana decente debe siempre conservar una prenda de ropa interior. No nos entorpecerá el placer, Gudinando. Anda, vamos a darnos gusto mutuamente —añadí, abriendo los brazos.
—Yo… es que… no sé —musitó, con la vista gacha—. No sé… cómo se hace.
—No te turbes. Ya me lo ha advertido Thorn. Ya verás como todo sucede fácilmente de un modo natural. Primero… —Le abracé y suavemente nos tumbamos en la tierna hierba, de costado y muy apretados.
Y, cosa curiosa, inmediatamente, con la simple excitación de estar tan cerca, Gudinando experimentó lo que debió ser su primer alivio sexual. No me quedó otro remedio que pensar que nunca había caído en lo que los monjes de San Damián execraban como «el vicio solitario» ni tampoco había tenido ningún sueño inspirado por un súcubo que le produjera la polución, pues su emfascinum golpeó con fuerza mi vientre y me salpicó casi los senos con un chorro increíble de líquido caliente casi ardiente, al tiempo que emitía un fuerte y prolongado grito de sorpresa, alivio e innegable gozo. Pero es que, además, yo también grité sin necesidad de ningún otro estímulo —por el simple hecho de comprobar que era una hembra y que había dado semejante placer a aquel joven— y mi cuerpo replicó
a su manera a la reacción que él sentía; noté dentro de mí un indescriptible y poderoso frenesí, y sacudió
todo mi cuerpo una convulsión parecida a un ataque de epilepsia, secundada por aquella especie de aullido que arrancó de mí. Yo no había estado tanto tiempo privado de gozo sexual como Gudinando, pero era la primera vez desde el último retozo con Deidamia.
A esto siguió una pausa larga y plácida, en la que permanecimos tumbados sin movernos y fuertemente abrazados —a decir verdad, casi pegados mutuamente por el sudor— hasta que poco a poco cesó el estremecimiento de nuestros cuerpos y nuestro jadeante respirar. Finalmente, Gudinando musitó
en mi oído:
—Así es como se hace, ¿eh?
—Bueno… —contesté con una risita—, es una manera de hacerlo. Pero se puede hacer mucho más agradable, Gudinando. Como era la primera vez, has sido demasiado, digamos… impulsivo. Ahora necesitamos descansar un poco antes de volver a hacerlo, pero te prometo que la segunda vez será mejor que la primera. Mientras tanto, vamos a juguetear… mira… déjame que te enseñe, y tú me haces a mí lo mismo más o menos.
Y así, le enseñé todas las clases de estimulación sexual que habíamos aprendido Deidamia y yo —y las innumerables variantes y graduaciones que habíamos descubierto—, aunque en esta ocasión mi papel era el contrario: yo era la hermana Deidamia, por así decir, y él era el hermano Thorn. Para mí, aquel encuentro fue un verdadero gozo, por el simple hecho de ser la primera vez que actuaba como mujer, pero creo que la posibilidad latente de que Gudinando y yo intercambiásemos nuestra identidad en la abigarrada relación —al menos en mi imaginación— procuró un acicate más a mi éxtasis. Tras un buen rato de dedicarnos a hacerlo todo menos la cópula convencional entre hombre y mujer, le aparté con los los brazos y le dije:
—Tu fuente es inagotable, pero guárdate algo para otra cosa que voy a enseñarte. Estas variantes son muy placenteras, sí, pero…
—Placenteras… —musitó, jadeante— es poco decir.
—Sí, pero no dejan de ser variantes. Según lo que le contaste a Thorn y me ha explicado él, tu enfermedad sólo se curará con tu iniciación sexual; lo que yo interpreto por lo que los esposos cristianos y los sacerdotes consideran como la única modalidad normal, ortodoxa, decente y permisible de cópula sexual. Si esa modalidad convencional es la única necesaria para librarte de tu mal, tenemos que probarla al menos una vez.
— emJa, Juhiza. ¿Cómo se hace?
—Mira —dije, señalando—. Esto mío, en donde tú ahora tienes puesto el dedo… Cuando tu miembro se haya hinchado como un emfascinum, lo metes ahí, pero despacio, con suavidad, hasta el fondo. Y luego… bueno… emaj, Gudinando, seguro que has visto a perros y aninales hacerlo.
—Claro, claro. Bien… a ver… te pondrás de rodillas y yo…
— em¡Ne, ni allis! —repliqué, bastante enojado, por ser la postura a que me había obligado el vicioso hermano Pedro—. ¡No somos perros callejeros! emAj, claro que, con el tiempo, si seguimos acostándonos, probaremos también esa variante. Pero, de momento, voy a enseñarte cómo lo hacen los hombres y mujeres que son devotos cristianos, en cuanto estés otra vez preparado.
—En seguida —dijo, sonriendo como un bendito—. Con sólo pensarlo… mira ya se me pone y…
em\Aj, Juhiza!
Lanzó aquella exclamación porque le había obligado con un brazo a echarse sobre mí, mientras el otro orientaba su miembro tumescente que se iba endureciendo.
— em¡Liufs Guth! —exclamó cuando se lo introduje, enderezándose aún más. Yo también lancé varias exclamaciones enardecidas, aunque no recuerdo si eran palabras coherentes; sentí un profundo bienestar con toda mi alma al tenerlo dentro, y no sé decir si experimenté
semejante placer por sentir tanto afecto y deseo por él o si era simplemente porque ya sabía lo que estaba haciendo y quería hacerlo.
Además, en aquella postura concreta con el varón encima de la hembra —tan nueva para mí como para Gudinando— gozaba de dos nuevos estímulos para mi excitación. Aunque él procuraba no echarme todo el peso encima. Su pecho rozaba de vez en cuando mis pezones erizados, y sentía, como nunca lo había sentido con el hermano Pedro en aquella postura a lo perro que él siempre imponía, el pesado saco escrotal de Gudinando golpeándome vuluptuosamente el frenillo debajo de mi orificio. Además, y eso era lo que más me gustaba, al tenerle encima, con sus envites rozaba su bajo vientre contra la banda en que ocultaba mi circunstancial miembro viril; en aquel momento no era varón y estaba inerte y pasivo, pero se había vuelto blando y sensible a un extremo casi intolerable, y el rítmico roce de Gudinando acrecentaba de tal manera los otros estímulos, que pronto me hallé al borde del delirio y casi pierdo el sentido. Pero no lo perdí; comencé a sentir aquella sensación interna de una acumulación de fuerzas indescriptibles, pero esta vez inmensamente acrecentada, no ya en las zonas sexuales sino en todo mi cuerpo, y luego el delicioso arrebato de una ebriedad mareante. La funda interna de mi cavidad femenina, sin que interviniese mi voluntad, sentía aquella especie de espasmo anegante y absorbente con el que los músculos internos de Deidamia solían atenazar mi propio emfascinum.
Mis muslos, abiertos sobre las caderas de Gudinando, eran presa de un espasmo también desconocido; sus músculos y tendones se estremecían convulsos e incontenibles. Y todo ello se prolongó
hasta que, en mi éxtasis, alcancé el orgasmo más arrollador y maravilloso del que jamás había gozado en el acto sexual.
A Gudinando debió sucederle lo mismo, aunque yo estaba excesivamente inmersa en mi propio placer para sentir el gésier de su eyaculación dentro de mí. En cualquier caso, su explosión de alivio fue simultánea a la mía, pues juntos proferimos unos gritos tan fuertes y prolongados y unos gemidos tan extemporáneos, que debieron oírnos los que estaban en el lago pescando en sus emtomi. Cuando acabó, Gudinando se derrumbó sobre mí como si se hubiese desvanecido, pero no sentí su peso; me notaba ligera como una pluma, incorpórea, eufórica, y no me habría sorprendido que me hubiese puesto a ronronear como una gata satisfecha. Pero, de pronto, hubo algo que me sorprendió. Sin intervención alguna por parte de Gudinando —su miembro se había vuelto flaccido dentro de mí, sin que notara si realmente seguía allí— experimenté otra vez aquel arrebato y aquella fuerza incoercible de descarga placentera; era más suave, menos acuciante y no tan brutal como la de antes, pero la sentí y, dada su espontaneidad, me gustó mucho.
Reflexionaba al respecto, y me sorprendió aún más que minutos después volviera a sucederme, y más aún, cuando se produjo de nuevo al cabo de un rato. Era cada vez menos intensa, pero igual de
agradable. Finalmente, aquellos inexplicables episodios disminuyeron y cesaron del todo, pero me habían enseñado algo más sobre mi naturaleza femenina. Tenía el don de sentir placer secundario tras un arrebato profundo de descarga sexual, una sensación que sólo puedo describir como el eco de un palmoteo, el reverberar continuo e intermitente, que se va apagando tras el estallido de un fuerte trueno. No sabía si aquella excelsa capacidad de gozar de aquel maravilloso bienestar era algo peculiar en mí o potestad de todas las mujeres; nunca se lo he preguntado a ninguna, pero lo que sé es que nunca lo experimenté haciendo de varón en la cópula.
Y aprendí algo más —no sólo respecto a mi naturaleza de mujer, sino de las hembras en general—: que hay una cosa que ninguna mujer puede fingir o simular.
La mujer, por el motivo que sea —por halagar a su amante, incitarle o engañarle— puede simular que experimenta toda clase de sensaciones placenteras; puede hacer que su rostro exprese falsamente arrobamiento, puede hacer que sus pezones se ericen incitantes, o pueden erizársele sin querer porque sienta frío o por el simple hecho de que se los mire el hombre; puede hacer que los labios de la vulva se abran incitantes y se humedezcan tentadores, manoseándoselos furtivamente, o ellos mismos pueden hacerlo por sí solos con arreglo a la época del mes y a la fase de la luna. Una mujer puede fingir cualquier grado de excitación sexual, desde el rubor femenino hasta los escandalosos gemidos finales, y puede hacerlo convincentemente al extremo de engañar a su propio marido o al más experto seductor. Pero hay una cosa que no puede fingir por mucho que quiera: el espasmo de los tendones de la cara interna de los muslos, ese estremecimiento convulso que he dicho anteriormente. La mujer es incapaz de dominar a voluntad esa manifestación concreta; no puede ni detenerla cuando se produce ni simularla cuando no se experimenta. Sólo se da cuando está en brazos de un hombre capaz realmente de causarle ese paradisíaco arrebato final de la descarga sexual.
Ya era noche cerrada cuando Gudinando y yo dimos fin, exhaustos, a nuestros furores físicos y a nuestros juegos imaginativos, después de haberle enseñado yo todo lo que sabía sobre la cópula. Mientras nos vestíamos en la oscuridad —tarea dificultada por nuestro estado de debilidad y nuestros temblores—, Gudinando no cesaba de repetirme enardecido qué chica tan maravillosa era, lo increíblemente bien que lo había pasado y lo profundamente agradecido que estaba. Yo traté de expresarle, con la misma gratitud, pero con el natural recato de mujer, que él tanbién me había complacido enormemente. Añadí que esperaba que hubiésemos logrado la cura de su epilepsia.
Seguimos caminos distintos para volver a la ciudad y nos despedimos con un beso; yo —y él probablemente también— regresé a Constantia temblándome las piernas. Fui directamente a unas termas exclusivas para mujeres. En el emapodyterium me desvestí igualmente sin quitarme la banda de las caderas; nadie hizo comentarios, pues había otras mujeres con una u otra prenda. Unas se tapaban las partes pudendas, otras los senos, y yo pensé que sería por simple modestia, pero había otras que ocultaban partes inocuas del cuerpo —un pie, el hombro o un muslo— y me imaginé que sería por velar algún defecto o antojo de nacimiento, o quizá la marca de algún mordisco de sus amantes; entre los esclavos de servicio había algunas mujeres y también eunucos, pero todos eran de una discreción ejemplar. Cuando en el emunctuarium me untaron aceite y luego me lo rascaron en el emsudatorium, ninguna de las sirvientas dijo nada de las diversas incrustaciones que un cuerpo humano no suele acumular normalmente durante la jornada.
En la última sala de las termas, mientras chapoteaba plácidamente en las cálidas aguas del embalineum, miraba a otras mujeres que hacían lo propio; las había de todas las edades, tallas y grados de belleza o fealdad, desde niñas y doncellas en ciernes hasta viejas obesas o escuálidas, y di en pensar cuántas de ellas habrían acudido a los baños a recuperarse de una sesión de amorosas frivolidades como la que yo acababa de tener.
Había al menos una en la piscina que era lo bastante atractiva para hacerme pensar que también estaría allí por el mismo motivo, y que se dejaba flotar perezosa y lánguidamente como si viniera de lo mismo; era una mujer, quizá de edad suficiente para haber sido mi madre —o la de Gudinando—, pero era morena, de ojos negros, hermosa y con un buen cuerpo sin marcas del paso del tiempo y se mostraba
orgullosa de ello. Aun allí, rodeada de otras mujeres, mostraba sus encantos como si quisiera enseñarlos a una legión de amantes, pues era una de las pocas que se bañaba desnuda.
Sin duda dejé vagar mi inquisitiva mirada un buen rato sobre ella, porque se me quedó mirando y se vino nadando sinuosa hacia mí; yo esperaba que fuera a recriminarme por haberla mirado con aquel descaro, pero no lo hizo, sino que se contentó con decir unas graciosas trivialidades, como lo agradable que resultaba ver una cara nueva allí… lo maravillosamente estimulante que era el baño para los sentidos… que se llamaba Robeya, y me preguntó cómo me llamaba yo. Luego, sin dejar de charlar, me cogió la mano y me la puso en uno de sus senos, mientras con la otra mano acariciaba uno de los míos (mucho menos desarrollados). Yo ahogué un grito ante tanta audacia y más pasmada me quedé aún cuando, inclinándose hacia mí, me susurró al oído una explícita invitación.
—No necesitamos salir del agua —añadió—. Podemos irnos a aquel rincón oscuro para hacerlo. Si hubiera sido Thorn, habría aceptado de buena gana, pero, siendo Juhiza, me contenté con sonreír con dulzura diciéndole:
—Gracias, Robeya, pero acabo de pasar maravillosamente la tarde con un amante muy masculino. Me soltó como si se hubiera escaldado, farfullando algo —sin duda una exclamación helvética que yo aún no conocía—
y nadó enfurecida hacia el otro extremo de la piscina. Yo seguí sonriendo y aún sonreía cuando me vestí y salí de las termas, y seguí sonriendo hasta llegar al cuarto de mi emdeversorium, y creo que estuve sonriendo toda la noche, durmiendo el profundo sueño de la mujer bien satisfecha sexualmente. Al día siguiente estaba como nuevo; ya no me temblaba el cuerpo, ni tenía a flor de piel los recuerdos sentimentales de aquellas emotivas horas pasadas con Gudinando. Habiendo ya experimentado aquella descarga tan trascendental y saciado mis deseos femeninos, creo que mi mitad hembra cayó —al menos transitoriamente— en una especie de soñolienta claudicación y mi mitad viril volvió a imponerse. Me vestí de Thorn, actué como Thorn, pensé como Thorn y era Thorn otra vez cuando acudí al bosquecillo del lago a reunirme con Gudinando después de su habitual tarea en el estanque de la peletería. Le saludé y le miré, no con sensaciones ni añoranzas femeninas, sino con la simple camaradería entre muchachos que sentía cuando nos hicimos amigos y compañeros de juegos.