Halcón (92 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—Te he estado mirando.

—Mírame más. Hemos tardado toda una vida en encontrarnos. Mírame y dime lo contento que estás de que te haya encontrado y de que tú me hayas conocido. Dime cómo anhelas poseerme… mientras te desvisto… así. Luego, te miraré, Thorn, y te diré cosas tiernas.

Salvo las veces que había visto mi imagen reflejada en agua o en un emspeculum, aunque, naturalmente, no entera, nunca había tenido ocasión de verme como un emmannamavi enteramente desnudo. Durante nuestro anterior y breve encuentro, Thor me había dejado atónito enseñándome orgulloso exclusivamente lo que podríamos denominar esencial y yo, aunque con mayor reticencia, había hecho igual; así, los dos nos habíamos identificado mutuamente como dos emmannamavjos.

Ahora, viéndole totalmente desnudo, pensé que aquellos senos puntiagudos eran un poco más llenos que los míos y que tenían un pezón y una aréola más grande, más oscura y femenina; su ombligo era un hoyuelo tan imperceptible como el mío, pero el triángulo púbico era más marcado y tenía más vello rizado. Las nalgas no podía compararlas, al no haber visto las mías, pero esperaba tenerlas tan duras, sedosas y redondas como él. El miembro viril de Thor, que en aquel momento estaba erecto como invitando a inspeccionarlo, era más corto y grueso que el mío —podría decirse que achaparrado y más parecido a la protuberancia genital de la mujer pero extraordinariamente desarrollada— y el emfascinum se erguía más al frente que hacia arriba; detrás no había bolsa testicular, sino un abultamiento hendido, como el mío, y en aquel momento se entreabría en un mohín como una boca a punto de dar un beso… Ya estaba yo también desnudo y, desde luego, mostrando iguales síntomas de excitación, pero Thor sólo miraba extasiado a mi garganta.

—Cuánto me agrada ver que tú también tienes el collar de Venus.

—¿El qué?

—¿Es que no sabías que lo tienes? ¿No te has fijado en el mío?

—No tengo nada; simplemente la carne erizada por la excitación. No sé qué es un collar de Venus.

—Ese pequeño pliegue que rodea tu garganta por aquí —dijo él, rozándomela con la punta del dedo y excitándome aún más—. Los hombres no lo tienen; sólo algunas mujeres, y, al menos nosotros dos, felices emmannamajvos. No es una arruga, pues se advierte ya en el niño-niña pequeños mucho antes de que lo merezca.

—Merezca, ¿cómo?

—El collar de Venus es signo seguro de un prodigioso apetito sexual. ¿No has visto que hay mujeres que llevan una cinta en el cuello, ahí? Es para ocultar castamente esa señal —dijo riendo—, o para fingir que la tienen.

Aunque yo no había notado nuestros respectivos collares de Venus, no pude por menos de advertir una diferencia manifiesta en nuestros cuerpos. El mío sólo tenía pequeñas señales de infortunios pasados: la pequeña cicatriz qué me partía la ceja izquierda, infligida por el porrazo del campesino burgundio, y la cicatriz en media luna de mi antebrazo derecho, en donde Teodorico me había sangrado la mordedura de la serpiente; pero en la parte superior de la espalda de Thor, entre las escápulas, había una gran cicatriz blanca brillante y en relieve. Una cicatriz tan antigua debía ser de la infancia, tan grande como la palma de mi mano y no se debía a un accidente, pues tenía forma de «cruz gamada» con los brazos formando ángulo recto, símbolo del martillo de Thor girando. Me dolió tanto el verla como si hubiese notado la quemazón o el corte al practicarla en la tierna piel de Thor niño.

—¿Quién te hizo eso? —inquirí.

—El primer amante que tuve —contestó él, con la misma indiferencia por el amante y por la herida—. Era muy joven y poco fiel, y él era muy celoso y algo rencoroso. Y me marcó para humillarme.

—¿Pero por qué con el emgammadion?

—Humor irónico, imagino —respondió Thor, encogiéndose de hombros—. Porque el martillo de Thor se hace girar sobre los recién casados para propiciar fidelidad. Pero yo procuro disfrutar de todo lo que me sale al paso. Esa cicatriz me sirvió al menos para darme la idea de adoptar el nombre de Thor.

—¿Y dices que tu nombre femenino es Genovefa? ¿Desde cuándo?

—Desde siempre, que recuerde. Me lo pusieron las monjas de pequeño en memoria de la esposa del gran guerrero visigodo Alareikhs.

—Interesante —dije yo—. A mí me pusieron los nombres al contrario: el masculino, Thorn, de niño, y después yo elegí el femenino de Veleda.

Thor me dirigió una sonrisa incitante y me hizo una caricia íntima.

—¿Estás nervioso, Thorn-Veleda, y por eso no paras de hablar? ¡Thorn, cuántas ganas tenía de que llegara la noche! Vamos, tumbémonos y demostremos que nuestros collares de Venus no son en vano. Mientras nos echábamos en el lecho, dije con voz algo temblorosa:

—Yo me creía mundano y con experiencia, pero ésta es… la primera vez…

— emAj, también para mí. Y, emvái, que yo sepa, debe ser la primera vez en la historia. Bien… esta primera vez… ¿quiénes seremos? ¿Vas a ser Thorn o Veleda? Y yo, ¿Thor o Genovefa? —Pues… de verdad que no sé cómo empezar…

—Abracémonos fuerte y comencemos por besarnos y ya veremos lo que sucede… Llevábamos haciéndolo un breve rato, cuando a uno de los dos, he olvidado a quién, se le escapó la risa y musitó:

—Me cuesta abrazarte tan fuerte como quisiera.

— emJa, algo se interpone entre ambos.

—Dos cosas, en realidad.

—Quieren satisfacerse.

—Y mucho, ¿no es cierto?

—Tenemos que dar gusto a una de las dos.

— emJa, a ésta; la tuya.

— emJa… aaah…

Debo confesar, antes que nada, que cuando Thor y yo copulábamos, los habituales recuerdos de placeres ofrecidos por anteriores amantes comenzaban a desvanecerse y borrarse. Los placeres que hacía poco había estado saboreando con Swandila parecían insípidos en comparación con lo que saboreaba ahora. Y del mismo modo sucedía con las otras cópulas y parejas anteriores —Widemaro, Renata, Naranj, Dona, Deidamia y otras cuyo nombre he olvidado— e incluso con el persistente recuerdo de Gudinando. A cualquier persona, sea de un sexo u otro, debe resultarle evidente que los medios físicos de mutuo estímulo y satisfacción que poseen dos emmannamavjos no son muy numerosos pero sí capaces de variaciones y aplicaciones casi infinitas. Debe también resultarle evidente que esos placeres multifacéticos son de una duración casi infinita. Aunque nuestros órganos masculinos, igual que los de un varón normal, requieren intervalos de reposo y recuperación, las partes femeninas, igual que las de una mujer normal, pueden funcionar casi indefinidamente sin perder energía y capacidad de segregación y sensibilidad. Y puede que fuese, como había dicho Thor, que, por nuestros respectivos collares de Venus, ambos tuviésemos recursos femeninos más allá de lo corriente.

Lo que probablemente no resultará tan evidente es la intensidad de emoción, pasión, éxtasis, delirio y paroxismo que alcanzan dos emmannamavjos en la unión sexual; apenas hago honor a la verdad diciendo que debe ser tres veces superior a la máxima sensación sentida —o imaginable— en la cópula entre hombre y mujer, hombre y hombre o mujer y mujer. En mis juegos con otras parejas, a veces me he dejado llevar por la fantasía, imaginándome a mí o a ambos encarnando a otra persona o a varias, pero Thor y yo lo éramos realmente.

Cada uno era, por su parte, física y anímicamente dos personas. Por consiguiente, en aquellos momentos de gozo, ambos compartíamos el arrebato de las otras tres.

—Ahora vamos a hacerlo de otro modo.

— emJa. Así, ¿quieres?

— emJa… aaah…

Hubo una cosa que me impidió gozar plenamente de aquella noche; una leve perplejidad que no se iba de mi mente. Desde que Swanilda había comentado la similitud de los nombres Thor y Thorn, había

estado, cómo diría… ¿inquieto? ¿molesto? ¿excitado? ¿irritado?, cada vez que oía el nombre de Thor. Pero ¿por qué? Quizá fuese una premonición de lo que era realmente Thor, pero la perspectiva de descubrir que yo no era un caso único en el mundo no habría debido molestarme ni atemorizarme. Al fin y al cabo, desde la infancia, cuando supe cómo era, siempre había ansiado conocer a alguien como yo. Luego ¿sería posible que tuviese la premonición de algo más? ¿De algo terrible que fuera a sucederles a Thor y a Thorn? Me cuesta creerlo; si había dos seres humanos destinados por la naturaleza a darse mutuo placer, destinados a fundirse, nadie mejor que Thor y Thorn. Y, desde luego, a Thor no le había turbado recelo alguno; cuando por primera vez le habían insinuado mi existencia —diciéndole que podía haber otro emmannamavi contemporáneo en su mundo— él había salido ilusionado en busca mía. Todo había sido obra de Widemaro, el emisario de la corte visigoda de Tolosa, porque en su visita a su primo Teodorico en Novae había tenido unas horas felices con una mujer de la ciudad llamada Veleda, y después un extraño encuentro con un emherizogo llamado Thorn.

Las palabras con que Widemaro se había despedido de mí habían sido: «Lo pensaré… y lo recordaré…» Y es lo que había hecho, aunque, al parecer, nunca interpretó debidamente la relación entre Veleda y Thorn. En cualquier caso, tras un banquete en Tolosa, quizá en un momento de embriaguez, había hecho un comentario sobre las dos misteriosas personas que había conocido en Novae; quizá fuese una conjetura frivola o salaz sobre la naturaleza de esas dos personas, pero uno de los invitados, que oyó

el comentario, había captado en seguida lo que a Widemaro se le escapaba. Y, a la mañana siguiente, Thor montaba a caballo para dirigirse a Novae, donde supo que yo había salido a cumplir una misión, me había encontrado y, finalmente, allí estábamos entrelazados.

— emVái —dijo con buen humor—, esa última contorsión me ha causado un calambre. Me eché a reír.

—Debe ser a lo que se refiere el apóstol cuando dice que el espíritu es fuerte pero la carne débil.

—No tanto la carne, sino los músculos. Yo no soy tan atlético y resistente como tú que estás acostumbrado a vivir al aire libre. Descansemos un poco.

Mientras permanecíamos tumbados, levemente temblorosos por el ejercicio, le pregunté:

—Thor, ¿recuerdas qué es lo que dijo exactamente Widemaro?

— emNe, simplemente hizo una insinuación que no me daba certeza alguna. Mencionó a una tal Veleda que habría podido ser una mujer auténtica que engañaba a todos en Novae haciéndose pasar por un hombre llamado Thorn. Pero, no obstante, yo partí… lleno de esperanza…

—¿Y has hecho tan largo viaje, animado sólo por esperanzas? —inquirí yo, admirado.

—Y mira que me has hecho vagar. Yo siempre he vivido en la ciudad, me he criado muy delicado y no soy muy dado a la aventura ni me gustan las actividades rudas, viajar ni el campo.

—Si te disgusta viajar, ¿cómo es que tienes un caballo?

—No es mío. Lo he robado.

—¿Que lo has robado? —exclamé yo—. ¡Eso es un crimen grave! Te ahorcarán… te crucificarán…

—Sólo si incurro en la tontería de volver a Tolosa, que es donde lo robé —contestó él sin darle mucha importancia.

Yo no salía de mi asombro. Era la primera vez que oía a un delincuente confesar tan imprudentemente tan nefando crimen; cierto que yo tampoco había sido muy respetuoso con las leyes y había cometido pecados, pero nunca había hablado alegremente de mis transgresiones ni las había interiormente considerado tan a la ligera. A pesar de haber matado, no tenía sobre mi conciencia pesar tan vil como el de haber robado el caballo a un compatriota; una villanía que la ley y la tradición goda consideran un oprobio más reprensible que el asesinato. Y lo. que más me molestaba era que el malhechor en este caso, inconsciente y despreocupado por haber cometido tan grave inmoralidad, era la única persona en el mundo más parecida a mí en espíritu… mi gemelo… el compañero deparado por el destino… lo más parecido, en definitiva, a emmí mismo.

Posiblemente, al ver mi consternación y desaprobación, Thor se levantó y se puso a pasear por el cuarto, abrió el armario en que yo había guardado la ropa de repuesto antes de viajar con Swanilda por el delta y, al ver mis prendas de Veleda, las sacó y se puso a examinarlas. Las cazoletas de bronce que había comprado en Haustaths parecían fascinarle; se las puso y, desnudo como estaba, se acercó a la jofaina con agua para ver cómo le sentaban, moviéndose hacia uno y otro lado. Yo ya había visto las ropas femeninas que él llevaba —incluida una faja de caderas como la mía para ocultar su miembro viril— por lo que no quise reprenderle por jugar tan descaradamente con mis pertenencias. Además, viendo aquella cicatriz del emgammadion en su espalda, me sentía inclinado a la indulgencia; tal vez lo mal que le había tratado la vida de niño era el motivo por el que él no conservaba respeto por la propiedad ajena.

—¿Es que no piensas volver a Tolosa? —inquirí—. Supongo que, dado que asistes a banquetes de la corte, debes ser noble.

—Ojalá lo fuese. Soy, o era, cosmeta y emtonstrix de la reina Ragna, esposa del rey Eurico —contestó

él, sorprendiéndome otra vez.

—¿Qué? ¿Un varón cosmeta? ¿Una cosmeta que se llama Thor?

—Que se llama Genovefa. Y no varón. En mi Tolosa natal y en todas la tierras visigodas por las que he viajado acompañando a la reina, se me conoce y se me respeta como la hábil cosmeta Genovefa. Y me he esforzado por no manchar esa fama. Los pecadillos de Genovefa siempre se han realizado con discreción. Sólo cuando necesito satisfacer mis necesidades viriles me convierto en Thor, y en esos casos acudo a un lupanar en el que las mujeres preguntan poco a los hombres que las cubren.

—Interesante —volví a decir—. Yo también procuro proteger lo más posible mi identidad, sólo que al revés. Mi vida pública es de varón.

—Ya te he dicho que a mí me criaron en un ambiente delicado las monjas, y me enseñaron cosas propias de mujer, a coser, a limpiar, a guisar y el arte de aplicar cosméticos y teñir y rizar el cabello. Después, dejé el convento y me busqué por mí misma la vida.

—Y, mientras estuviste allí, ¿no hubo ninguna monja que notase… que… eras distinta?

—¿Qué saben las monjas de esas cosas? —replicó él, sonriendo con aire soñador—. Cuando era pequeño, me miraban compadecidas, pensando que era una pobre niña con una anormalidad lamentable pero que no me impedía. Cuando llegó la pubertad, descubrieron que la anormalidad era aprovechable. No sabrían cómo llamarla, pero todas la usaban a escondidas, desde la vieja priora a las novicias. Empero, mientras viví con ellas, siempre me consideraron una mujer rara. Y yo pensaba lo mismo.

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