Halcón (90 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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¿por qué vives aquí en esta desolación, buen Galindo, cuando tienes inteligencia sobrada para estar en la civilización?

Él volvió a escupir antes de contestar.

—Ya he visto mundo de sobra en el ejército romano durante casi treinta años.

—Pero podrías vivir retirado sin estar tan aislado y con tantas privaciones.

—¿Aislado? ¿Privaciones? ¿Teniendo la compañía de Mitra y Thor y los beneficios de su calor y su lluvia? Tengo huevos de las aves, ranas, langostas y verdolaga para alimentarme. Y tengo humo de emhanaf para comodidad. ¿Qué más necesita un hombre de mis años?

—¿Humo de emhanaf?

—Una de las pocas herencias que nos dejaron los escitas. ¿No lo habéis probado? Hay leña seca dentro de la choza, mariscal. Tened la bondad de encender fuego en el hogar y os lo mostraré. Mientras encendía el fuego, dije:

—He oído muchas cosas interesantes de los godos cuando se asentaron en estas Bocas del Danuvius, pero ¿no puedes decirme cómo vivían y cómo viajaban en sus largas migraciones antes de llegar aquí?

—Nada —contestó alegre—. Tomad, poned este puchero al fuego y echad en él el emhanaf —añadió, sacando de la piel de lobo, con que volvía ya a cubrirse, un puñado de algo reseco y desmenuzado. Lo eché en el puchero y vi que eran hojas secas y semillas de la planta que en latín se llama emcannabis.

—Pero os diré una cosa —prosiguió Galindo—. Lo mejor que les sucedió a los godos —a todos los godos— fue que les expulsaran de aquí los hunos.

—¿Por qué dices eso? —inquirí mientras las semillas se tostaban por efecto del calor, desprendiendo humo.

—Aquí vivían demasiado bien, y establecidos como buenos ciudadanos romanos que adoptaron las costumbres y maneras de Roma, y pronto se volvieron indolentes, presumidos y complacientes, olvidando su tradición de independencia, su fuerza de voluntad y su audacia.

Se inclinó sobre el puchero e inhaló con fuerza el espeso humo que brotaba de las semillas tostadas, haciéndome seña de que hiciera igual. Lo hice y aspiré una bocanada agridulce que no era desagradable del todo, pero sin entender por qué Galindo lo había denominado «comodidad».

—Esos godos sedentarios e indolentes —prosiguió— imitaron a los romanos hasta en su conversión a la religión cristiana, y ése fue su más grave sometimiento.

—¿Por qué lo dices? —inquirí de nuevo casi sin pensarlo. A decir verdad, hablaba con cierta dificultad, pues el humo me había embotado levemente los sentidos.

Galindo volvió a aspirar con fruición el humo antes de contestar.

—¿Qué necesidad tenían los godos de adoptar una religión oriental? El cristianismo es una fe idónea para comerciantes… que buscan el intercambio para hacer beneficio, una religión que predica

«Haz el bien y serás recompensado».

No habría podido rebatírselo de haber querido, porque comenzaba a sentir una especie de vacío embriagador; aunque Galindo estaba sentado delante de mí, sus palabras parecían llegar de lejos, sonaban a hueco y resonaban en ecos, como si se empujasen unas a otras.

— emAj, mariscal, estáis tumbándoos —me dijo, sonriendo—. Empezáis a sentir el efecto del humo del emhanaf. De todos modos, es mejor sentirlo en un sitio cerrado —añadió, haciéndome seña para que volviese a inhalar, pero yo meneé la cabeza aturdido. Esta vez, cuando se inclinó sobre el recipiente, se tapó la cabeza con la piel de lobo al acercarla al puchero y efectuó varias inhalaciones. Cuando volvió a destaparse, tenía los ojos brillantes y una sonrisa difusa y bobalicona; pero siguió hablando de aquella manera que a mí me sonaba tan distante.

—Felizmente para los godos, los hunos les expulsaron de estas tierras y hasta hace pocos años los perseguían y acosaban por todas partes. Pasaron hambre, sed y toda clase de padecimientos, y los que no murieron en combate perecieron por enfermedad o inanición. Pero eso también fue bueno.

—¿ Por qué ?

Me di cuenta de que repetía como un bobo la misma pregunta por tercera vez, cual si no fuese capaz de decir otra cosa; y mi trabajo me había costado pronunciar esas dos palabras con una pausa, pues lo que decía también me daba la impresión de que resonaba dentro de mi cabeza.

—Fue bueno porque los que murieron eran los débiles y apocados, y los que sobrevivieron eran los fuertes y audaces. Ahora que el imperio romano está tan deplorablemente fragmentado, ha llegado el momento de un resurgir de los godos. Podrían ser una fuerza más poderosa que nunca. Podrían ser los emnuevos romanos…

El anciano ermitaño sufría sin duda los efectos embriagadores del humo de emhanaf y desbarraba; pero apenas me sentía con ánimo de decírselo porque mis facultades de raciocinio y habla estaban casi tan alteradas como las suyas.

—Y si los godos suplantan a los romanos como amos del mundo occidental… pues… el mundo quedará agradecido por que los godos hayan adoptado el cristianismo arriano y no el atanasiano como han hecho los romanos.

Para mi gran horror, ya que temía no ser capaz de volver a decir nada, me oí preguntar por cuarta vez:

—¿Por qué?

—A través de la historia, los europeos de distintas religiones han luchado, matándose entre sí, por uno u otro motivo, pero en el mundo occidental, hasta la llegada del cristianismo, la gente nunca se había matado por cuestiones de fe… o por imponer una religión concreta —dijo Galindo, haciendo una nueva pausa para inhalar su horrendo humo—. Aun así, los cristianos arrianos son tolerantes, al menos, con otras religiones, con el paganismo y con los que no profesan ninguna religión. Por consiguiente, si se impone el poder de los godos, no exigirán ni esperarán que todos tengan sus creencias. em¡Saggws emgaliuthjon!

Sus últimas palabras me produjeron un sobresalto, pues las cantó a voz en grito:

«Saggws was galiuthjon, ¡Haífsís was gahaftjon!»

Con toda evidencia, era un recuerdo de su pasado militar: «¡Se cantó la canción y comenzó la batalla!» Ahora estaba convencido de que Galindo, por muy sensato que me hubiera parecido al principio, debía llevar mucho tiempo enviciado con el humo de aquellas semillas y se había vuelto loco. Nos despedimos sin gran ceremonia, me puse en pie torpemente y le dije adiós. Él me contestó con el saludo romano, pues seguía cantando a gritos, y yo me dirigí tambaleante hasta el foso en donde aguardaba Maggot con los caballos. Cerré los ojos con fuerza para concentrarme antes de hablar, y oí con alivio que no volvía a decir «¿Por qué?», sino, en una especie de graznido:

—Volvamos a casa de Fillein.

—¿Estáis bien, emfráuja? —inquirió Maggot, mirándome extrañado.

—Eso espero —fue cuanto pude contestar, pues no sabía si los efectos del humo del emhanaf serían permanentes.

En cualquier caso, el aire puro y fresco por la lluvia reciente y el ejercicio de cabalgar a paso lento, fueron disipando aquel letargo mental y ya me sentía sobrio y bien cuando, poco después del atardecer, llegamos a casa de Fillein y Baúths. Maggot desmontó no tan precipitadamente como había montado y, al verle caminar con paso vacilante y torpe, fui yo quien preguntó:

—¿Estás bien?

— emNe, fráuja —contestó con un hilo de voz—. Creo que se me han quedado arqueadas las piernas. Y despellejadas. ¿Sienten siempre los jinetes estos dolores y escozores cuando cabalgan?

—Sólo la primera o la segunda vez. O la tercera.

— emAj, espero no tener que volver a montar. A partir de hoy me consideraré satisfecho con correr junto a mi amo, como creo que están dotados para hacerlo los armenios por naturaleza.

— emBalgs-daddja —repliqué yo, riendo—. Ve a arrancar un rábano picante, te lo restriegas por las partes doloridas y ya verás cómo mañana te sientes mejor.

Fillein y Baúths habían esperado amablemente para cenar con nosotros, aunque volvieron a obsequiarnos otra vez únicamente con tocino de jabalí y verduras. Como de costumbre, Maggot se llevó

su ración a comérsela afuera y fue a desensillar y dar de comer a los caballos. Me senté con Swanilda y el viejo matrimonio, y durante la cena conté parte de lo sucedido en la choza de Galindo, incluida su adopción del hábito escita de inhalar aquel humo que inducía la locura.

—Ya os dije que era menos inteligente que yo —comentó Fillein con maligna satisfacción—. Al fin y al cabo, él es gépido.

CAPITULO 5

Cuando a la mañana siguiente emprendimos el regreso, Maggot fue trotando entre mi caballo y el de Swanilda, hablando todo el tiempo y paliando el tedio de la travesía de la herbosa llanura. Durante un rato, su charla se redujo a mero comadreo sobre los variopintos habitantes de Noviodunum, pero, finalmente, como era de esperar, abordó el tema de viajes futuros.

—¿A dónde os dirigís a continuación, emfráuja?

—Después de hacerle a Meirus unas preguntas, descansaremos en el empandokheíon una o dos noches y, luego, recogeremos el bagaje que hemos dejado allí y nos encaminaremos al norte, hacia las tierras de Sarmatia. Todos los testimonios señalan que fue de allí de donde vinieron los primitivos godos.

—¿Y después iréis a la costa del Ámbar?

—No he olvidado tu nariz, Maggot —contesté, riendo.

—¿Su nariz? —inquirió Swanilda perpleja.

Como ella desconocía las ambiciones del armenio, la puse al corriente.

—Buscar ámbar —le dijo a Maggot— es una ocupación mucho más noble que buscar barro, pero

¿no se apenará tu emfráuja Meirus cuando le digas que le dejas?

—Más bien se pondrá furioso, señora —contestó el armenio—. Y dudo mucho que siquiera tenga que decirle palabra. Meirus es lo que en mi idioma se llama un emwardapet y en su lengua un emkhazzen, un adivino.

A decir verdad, cuando llegamos a la ciudad poco después del atardecer y fuimos al almacén de Meirus, el grueso judío estaba en la puerta como esperándonos. Nos dirigió a Swanilda y a mí un breve

«haíls», y dio unas bonachonas palmadas en la espalda al armenio, diciéndole con voz meliflua:

—Me alegro de que hayas vuelto, muchacho. He echado mucho de menos tu nariz, pues estos últimos días los dragadores me han traído un emsaprós que no es nada empélethos, y no he tenido más remedio que darme cuenta de que mi experto Maggot merece mejor paga —el armenio abrió la boca para decir algo, pero no tuvo ocasión—. Ve ahora a descansar a mi casa, Maghib, que has hecho una larga caminata. Ya hablaremos de tu nueva paga en cuanto haya dado la bienvenida al mariscal y a la señora. Maggot, con gesto alicaído, se alejó arrastrando los pies por la calle hacia nuestros caballos, mientras el Barrero se volvía hacia nosotros, abriendo efusivo los brazos.

—Bien, emwaíla-gamotjands, salo Thorn —dijo, haciéndonos ademán de que entrásemos en el almacén, donde nos sentamos en unos fardos de heno—. Estoy seguro de que estaréis ansioso por saber…

—En primer lugar —le interrumpí— si ha habido algún mensaje de Teodorico.

— emNe, nada que no sean asuntos rutinarios. Nada a propósito del esperado levantamiento de Estrabón y sus aliados rugios, si a eso os referís.

—Exacto. ¿Nada, eh? No sé qué les hace esperar.

— emAj, apostaría cualquier cosa a que puedo decíroslo. Lo más probable es que esas fuerzas no se pongan en marcha hasta estar bien aprovisionadas. Cuando llegue la siega, emja. Yo preveo que se pondrán en camino en septiembre o más adelante, después de la siega. Antes de que llegue el invierno.

—Parece lógico —dije yo, asintiendo con la cabeza—. Si es así, podré acabar mis indagaciones y regresar con Teodorico…

—Vamos, vamos —dijo él, insistente—, ¿no tenéis preguntas más apremiantes que hacer?

Yo sabía a lo que se refería, pero no quise darle el gusto de oírme pedir las últimas noticias sobre el siniestro Thor, y le pregunté:

— emJa, tengo una pregunta que haceros de… ¿historia?, ¿teología?… En fin, decidme, ya que fueron los judíos quienes nos dieron a Jesús…

Meirus se balanceó sobre los talones, exclamando em«¡Al lo davár!», que yo interpreté como expresión de sorpresa.

—Y como fue Jesús quien nos dio el cristianismo —proseguí—, quizá podáis confirmarme algo que me han dicho hace poco. Meirus, yo creo, a juzgar por la Biblia, que los judíos emprendieron muchas veces guerra por el judaismo, tratando de convertir a la fuerza a otros pueblos de Oriente.

— emAj, efectivamente, emja. Pueden citarse para ilustrarlo las hazañas de Macabeo, cuyo apellido significa «martillo», precisamente. Uno de los macabeos, al derrotar a otra nación, ni siquiera aguardó a que se convirtiera, sino que los circuncidó inmediatamente.

—Y tengo entendido que los judíos también luchaban entre sí por imponer interpretaciones de su religión.

—Efectivamente, emja —contestó él—. Como dice el libro de Amos, «¿Han de caminar dos juntos salvo si están de acuerdo?» Hubo, por ejemplo, una rivalidad de siglos entre los perushim y los tsedukim.

—Me han comentado, sin embargo, que nosotros, en Occidente, aunque hemos sostenido muchas guerras, no ha sido por motivos religiosos.

—Para los judíos —respondió secamente Meirus—, nunca habéis tenido religión.

—Quiero decir que no hicimos la guerra por esa clase de motivos hasta que el cristianismo se impuso como religión.

—Para los judíos, los emgoyim siguen sin tener religión.

—Por favor, escuchadme. Los primeros conversos al cristianismo fueron perseguidos y ejecutados, estrictamente por su religión. Luego, cuando el cristianismo se difundió y adquirió predominio, comenzaron a perseguir no sólo a quienes no eran cristianos, sino los mismos cristianos entre sí.

—Nunca habíamos tenido guerras santas hasta la llegada del cristianismo. Yo nací en Oriente y vine aquí. En Oriente, como acabáis de decir, las guerras santas no son una novedad. Jesús era judío, así

que…

El Barrero se asió la cabeza con las manos y lanzó un quejido:

— em¡Bevakashá! He oído a muchos cristianos ruines vilipendiar a los judíos por matar a Jesús. Sois el primero que nos acusa de habéroslo impuesto.

—Bien… ¿No sería una herencia de Oriente?

— em¡Ayin haráh! ¡Preguntadme algo que pueda responder!

—No tengo más que preguntar —dije, meneando la cabeza.

—Yo sí —terció Swanílda—. Quiero preguntaros algo, señor Meirus.

—Decid, hija —dijo el Barrero, volviéndose hacia ella con evidente alivio.

—Hace poco estuve reflexionando sobre una cosa, de la que hablé con Thorn, y él me dijo que os lo preguntase.

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