— emAj, no las menospreciéis. Es una tierra rica y vasta. Ahora nos encontramos a más de cuarenta millas romanas del punto en que las numerosas bocas desaguan en el mar Negro. Y estas marismas se extienden muchas más millas en ambas orillas. En total, el delta tiene una extensión superior a una provincia romana, y es más rico que muchas de ellas. —No en belleza —musitó Swanilda.
—Creo, señora —replicó secamente el anciano—, que nuestros antepasados daban preferencia a otras cosas. En primer lugar buscaban sustento, y estas Bocas del Danuvius se lo procuraban bien. Mirad cuántas barcas surcan estos canales debido a la abundancia de suculentos peces: percas, carpas, siluros y cien variedades más. ¿Y no habéis advertido las inmensas bandadas de aves? Hay emgarza real, garceta, ibis, pelícano… Y en los islotes y montículos viven animales salvajes, como el jabalí, el glotón y la marta, que se alimentan de peces y aves.
Su entusiasmo era convincente. Miré de nuevo en derredor y contemplé el lugar con los ojos de aquellos antiguos godos que habían llegado allí cruzando el norte de Europa, en busca de un lugar habitable para asentarse, y que lo más seguro es que llegasen hambrientos.
— emJa, los godos se criaron grasos y felices en estas tierras —prosiguió el patrón—. Los excedentes de carne los ahumaban y salaban, y con las pieles y plumas hacían un próspero comercio por las orillas del mar Negro… y hasta Constantinopla y más allá. Los godos nunca habrían abandonado estas tierras de no haber sido por la invasión de los hunos que los desplazó y los empujó hacia el oeste.
—Pues ¿quiénes son los que navegan con esas barcas? —inquirí.
—Los pobladores actuales son en su mayoría taurios y khazares, que también saben escoger un buen sitio para vivir, pero algunos de los antiguos godos se ocultaron cuando la invasión de los hunos, o regresaron cuando éstos desaparecieron. emJa, hay esparcidas algunas familias de godos —quizá una emsibja o un emgau, pero no llegan a formar una tribu— que se dedican a la pesca, a la caza con trampas, tienen aves de corral, comercian y viven bien. Si os quedáis aquí un tiempo, los conoceréis.
—¿Y dónde íbamos a quedarnos? —inquirió Swanilda, dado que no se veía otra cosa más que barcas de pesca.
—En Noviodunum —contestó el anciano—. Llegaremos mañana. Antes era una ciudad bastante grande, pero los hunos la saquearon y la incendiaron. Pero aún es próspera, porque allí el río es profundo y pueden anclar los barcos mercantes del mar Negro. Así que hay varios emgasts-razna con alojamiento decente —hizo una pausa y se echó a reír—. Y es algo notable contemplar la llegada de uno de esos barcos a la ciudad.
Y tenía razón, porque, al día siguiente, vimos uno al mismo tiempo que avistábamos Noviodunum, todo ello a gran distancia. Las aguas, las riberas y los islotes son igual de llanos, y las casas de Noviodunum son de un solo piso; por lo que el enorme navio de dos mástiles parecía una montaña desprendida, desplazándose a nivel de tierra, abriéndose cautamente paso por el canal, y su tamaño resultaba aún más exagerado al lado de las pequeñas barcas de pesca y otras embarcaciones menores con las que se cruzaba, y no menos imponente era su mole al acercarse a la ciudad. Era una visión tan extraña que parecía un sueño.
Cuando nuestra embarcación llegó a la ciudad, el gran navio mercante ya había atracado en el muelle y lo vimos rodeado de pequeñas barcas que traían y llevaban mercancías. Nuestros marineros amarraron en un embarcadero y yo les ayudé a desembarcar los dos caballos. Luego, salté a tierra y eché
un vistazo al animado muelle. La multitud estaba formada en su mayor parte por gentes de pelo negro y tez oscura: los khazar y los taurios, que eran racialmente muy parecidos a los khazar; pero había unas gentes rubias y de piel clara de evidente origen germánico; además, como era de esperar en un puerto tan próximo al mar, había personas de casi todas las nacionalidades: romanos, griegos, sirios, judíos, eslovenos, armenios y hasta negros nubios o etíopes. Y se hablaban otras tantas lenguas; algunas, de esos pueblos que he mencionado, pero lo que más se oía (y bien fuerte) era una especie de emsermo pelagius, o lenguaje de mercaderes portuarios, formado por palabras de todos esos idiomas; la lengua que debía hablar y mejor entender la mayoría.
Entre los navios atracados cerca de nosotros había un dromo de la flota de Moesia, así que me acerqué al emnavarchus que lo mandaba, que, naturalmente, hablaba latín, y le pregunté si podía recomendarme algún emhospitium o taberna. Mientras Swandila y los marineros cargaban el bagaje en los caballos, pagué al patrón, le di las gracias por el agradable viaje y le dejé buscando por el muelle un posible cargamento para el viaje de retorno. Luego, conduje a Swandila y a los caballos al alojamiento que me habían aconsejado. Se llamaba un empandokheíon, pues los dueños eran griegos, pero no era nada lujoso y adolecía de falta de limpieza, pero el emnavarchus me había dicho que era lo mejor que había en Noviodunum. Así que tomé una habitación para nosotros y sitio en el establo para los caballos. El empandokheíon, desde luego, no tenía terma, por lo que Swanilda mandó a los criados que trajesen agua caliente para las jofainas y preparasen el baño. Mientras, pregunté al dueño si en la ciudad había un empraefectus —un emkúrios, un magistrado o cargo similar— a quien hacer una visita de cortesía como mariscal del rey. El griego reflexionó un instante y contestó:
—No hay nadie oficialmente designado como autoridad de la ciudad, pero podéis visitar a Meíros el Barrero. —Curioso nombre —musité.
—Probablemente es el habitante más antiguo de la ciudad, y uno de los mercaderes más distinguidos. En Noviodunum es la persona más respetada. Le encontraréis en su almacén del muelle del que venís.
El almacén era como cualquier otro de los que yo conocía, salvo que en su oscuro interior flotaba un olor rancio, casi como de cuadra; me detuve en el umbral, escrutándolo y tratando de localizar el motivo de aquel olor, cuando de la oscuridad surgió un hombre, diciendo «Bienvenido, extranjero» en seis u ocho idiomas, algunos de los cuales entendí. Era un anciano exuberante y pensé que sería un khazar dada su tez olivácea, nariz aguileña y poblada barba rizada, tan negra que desentonaba con su edad. Le contesté en dos idiomas: em«Salve» y «Háils», y le tendí mis credenciales. Pero en cuanto estuvo junto a mí, a la luz de la puerta, pareció reconocerme, pues dijo muy amable: —Ah, sí, emsaio Thorn. El rey Teodorico envió mensaje anunciando vuestra llegada, y hace una hora que me avisaron que había amarrado el barco. Permitid que me presente: Meirus Terranius en latín, Meíros Terástios en griego, o en mi lengua nativa, Meir ben Terdion.
Yo le espeté en el antiguo lenguaje: — em¿Iudaíus, niu?
— emIk im, ja. ¿Sentís aversión por los judíos? — emNi allis —me apresuré a decir—. emNequáquam. Pero es que es… extraño que un judío sea el decano de una población del imperio romano.
—Una anomalía, emja. O quizá una eminelegancia, como dirían los khittim.
—¿Los khittim?
—Los romanos en mi idioma. Y me apostaría algo, mariscal, a que habéis oído que se me llama con otro nombre. —Pues… emja, es cierto. Pero no acabo de decidirme a llamar a nadie el Barrero, pues imagino que ese emagnomen no es precisamente elogioso.
—Puramente descriptivo —replicó él, conteniendo la risa—. Comercio con esa materia.
—¿Con barro?
—Sin duda notaréis el olor. Tengo el almacén lleno.
—Pero… ¿a quién vendéis ese barro? ¿Y a dónde? ¿Es que hay algún lugar en el mundo que no tenga su propio barro?
—El mío, como habréis advertido, es especialnente oloroso.
—Y me inclinaría a pensar que eso, precisamente, le hace perder valor.
— emAj, carecéis de imaginación y no pensáis en el valor que ese ingrediente añade a cualquier cosa.
—Supongo que no la tengo, al no saber de qué me habláis. —¡Imaginación, joven! Casi todos los mercaderes comercian simplemente con cosas; son simples buhoneros. Yo comercio con la fantasía. Sabed que no siempre fui mercader. En los días errantes de mi juventud fui poeta, juglar, cuentista… y en momentos difíciles, hasta emkhazzen, un augur o adivino. Pero fueron oficios mal pagados y con la edad tuve que establecerme en un sitio. Así, hace mucho, mucho tiempo, me encontré aquí, en las Bocas del Danuvius, y me puse a pensar; vi que había mucha gente rica que comerciaba con pieles, pescado o plumas. Lo malo era que todos los productos que daban beneficio ya estaban explotados y en las marismas no quedaba más que el barro.
Hizo una pausa y, arqueando las cejas, repitió: —El barro, emja. El barro tan particularmente apestoso del delta. Un buhonero cualquiera no se habría molestado en olerlo, pero yo tenía imaginación y, además, mi actividad de augur me había dado experiencia en cuanto a la credulidad humana. Así que compré
tarros, los llené con ese barro y comencé a ofrecerlo como cataplasma para las articulaciones reumáticas y las verrugas. Y la gente lo compraba —mujeres vanidosas y viejas, hombres aquejados de dolores— por aquello de que la medicina más eficaz es la menos apetecible. Incluso tuve la audacia de poner al asqueroso barro un nombre no menos asqueroso — emsaprós pélethos, basura podrida— y de venderlo a un precio exagerado. El nombre desagradable y el precio desorbitado lo hicieron totalmente irresistible. Y
hace años que vendo este repelente légamo a los emkhittim ricos de Roma o Ravena, a los emyevanim ricos de Atenas y Constantinopla, y los ricos de todo el imperio. El emsaprós pélethos me ha hecho tan rico como ellos. ¡ emAj, os digo que la imaginación es un ingrediente mágico!
—Enhorabuena por vuestra imaginación.
— emThags izvis. Naturalmente, una vez que puse en juego mi imaginación, no he tenido necesidad de hacer nada más. Vender barro no requiere gran concentración ni esfuerzo y no tengo que vivir, como la
mayoría de los mercaderes, en un estado continuo de ansiedad y desesperación. Por eso tengo mucho tiempo para ocuparme de asuntos cívicos y provinciales, y, a veces, efectuar un augurio para los que lo requieren; y muchas veces hago también favores a notables como nuestro emmagister militar Teodorico… y a su mariscal. Permitidme, emsaio Thorn, que os obsequie con un tarro de mi barro milagroso. Sois muy joven para tener reúma, pero quizá tengáis alguna amiga afectada…
— emThag izvis, aún no es mayor. En cualquier caso, pienso recorrer las marismas y, en caso necesario, ya recogería yo mismo el barro.
—Claro, claro. Bien, ¿en qué puedo serviros, mariscal? El mensaje de Teodorico dice que sois un historiador y que se os facilite cuanto necesitéis. ¿Indagáis la historia en estas marismas?
—Y en donde pueda hallar sus rastros —contesté—. Sé que aquí habitaron los primitivos godos antes de ser empujados hacia el Oeste por los hunos, y me consta que mientras vivieron aquí, aparte de las pacíficas ocupaciones de la pesca, la caza y el comercio, se convirtieron también en guerreros navales e hicieron incursiones a muchas ciudades, desde Trapezus a Atenas.
—No exactamente —replicó el Barrero, alzando un dedo—. Los godos fueron siempre guerreros a pie y a caballo, por tierra; los navegantes eran los cimerios, como los denominan en las historias antiguas, que, en realidad, eran los pueblos que hoy llamamos alanos, que también habitaban las riberas del mar Negro. Los godos convencieron a los alanos para que llevasen guerreros suyos en esas expediciones, del mismo modo que vos habéis dispuesto de una barca con tripulación para venir aquí. Los alanos eran los marineros y los godos combatían y saqueaban.
—Tomaré nota de la corrección —dije.
—Esos godos que atacaban por mar eran famosos —prosiguió Meirus— por la brevedad y la crueldad del mensaje que enviaban siempre de antemano a la ciudad que iban a atacar. En la lengua que empleasen, el mensaje siempre constaba de tres palabras: emTributum aut bellum. Gilstr aühthau baga. Tributo o… guerra.
—Pero ¿no concluyó esa situación cuando los godos establecieron una alianza con Roma, aceptaron la paz y comenzaron a adoptar la cultura y las costumbres romanas…?
— emJa, los godos gozaron por entonces de una época dorada de paz y prosperidad de cincuenta años, hasta que llegaron los hunos al mando de Balamber —añadió Meirus, meneando entristecido la cabeza—. Antes de eso, los romanos solían decir de los godos: «Dios los envió como castigo a nuestras iniquidades», y luego fueron los godos los que decían de los hunos: «Dios los ha enviado en castigo de nuestras iniquidades.»
—Y, desde entonces, se conoce la historia de los godos —dije—. Lo que yo deseo es averiguar lo que hicieron los godos, y dónde, antes de asentarse en torno al mar Negro. El Barrero lanzó un profundísimo suspiro. —Cierto que soy viejo, oh, emvái, pero no tanto. Y mis poderes de adivinación exploran el futuro, no el pasado. Decís que vais a recorrer las marismas. Bien, en ellas hallaréis los pocos godos diseminados que quedan. Quizá encontréis hombres viejos que recuerden lo que les contaron sus padres y abuelos. Permitid que os asigne un buen guía, emsaio Thorn. ¡Ven aquí, Maggot! —añadió
volviéndose y llamando a uno que trabajaba con un grupo en el oscuro almacén. —¿Maggot? em(gusano en emingles) —repetí yo, casi riéndome. —En realidad se llama Maghib, pero es él a quien envío en busca de la materia prima y siempre logra encontrar el légamo más pegajoso y más nauseabundo. Come barro —
añadió Meirus, encogiéndose de hombros—. Maggot, acércate. El hombre era un armenio bajito de piel grasicnta casi color de barro y se humilló casi como un gusano, agachándose en cuclillas mientras el Barrero le decía algo en su propio idioma, y él contestaba en gótico con un fuerte deje:
—A tus órdenes, emfráuja —y añadió algo más para mí incomprensible.
—Hecho —dijo Meirus, dirigiéndose a mí—. Cuando queráis hacer una excursión al interior, venid aquí y Maggot os acompañará. Dice que sí que conoce a viejos godos de todas las sectas, visigodos, ostrogodos y gépidos, que pueden saber cosas de la antigüedad.
— emThags izei —les dije, mientras Maggot retrocedía servilmente hacia la oscuridad—. Mientras tanto, buen Meirus —añadí—, ya que parece que sabéis todo lo relativo a nombres, ¿no sabríais de dónde procede el apelativo gépido de los godos?
—Naturalmente —contestó, riendo.
—¿Seríais tan amable de decírmelo? —añadí, tras una pausa.
— emAj, pensé que queríais probarme. ¿De verdad que no lo sabéis? La palabra «gépido» procede del vocablo godo «gepanta», lento, lánguido, apático.