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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (94 page)

BOOK: Halcón
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—Mi ayudante Thor y yo hemos hablado del asunto que os interesa y, aquí entre nosotros, hemos decidido que Maggot nos acompañe y le llevaremos sano y salvo hasta la costa del Ámbar.

— emThags izei a los dos —farfulló Meirus.

Yo seguí comiendo y bebiendo tranquilamente hasta que él cedió en su malhumor y dijo:

— emThags izvis, saio Thorn. Espero buenas ganancias de esa empresa, y estoy seguro de que a Maghib le vendrá bien ver nuevos horizontes. Sólo espero que él y vuestro nuevo amigo Thor sean la mitad de buenos compañeros para vos como lo ha sido la joven Swanilda.

No me digné hacer comentarios y me levanté de la mesa.

—Vayamos a decirle a Maggot que se prepare para el viaje; y me gustaría examinar el caballo que le habéis prometido.

—Maghib está en el almacén esperándoos. Voy a decirle al criado que traiga varios caballos para que escojáis.

—Bien —dije—. Thor vendrá también aquí y tendréis ocasión de volver a veros.

— emBiy yom sameakh.

—¿Cómo?

—«Gozoso día», he dicho —rezongó, desapareciendo por una puerta trasera mientras yo me dirigía a la principal.

Maggot estaba en la puerta del almacén, como si me aguardara con impaciencia, pero no noté que se alegrara al verme; sostenía las riendas del caballo de Swanilda, que estaba ensillado y cargado, por lo que imaginé que también ella debía estar allí dentro para decirnos adiós a todos.

—¡ emHails, Maggot! Tengo buenas noticias para ti. Si aún tienes ganas de aventura, Thor y yo te invitamos a que nos acompañes.

No me dio las gracias con entusiasmo, ni dio saltos de alegría, sino simplemente dijo:

—La señora Swanilda…

—Sí, ya sé, le diremos adiós —dije.

—¿Lo sabéis? —inquirió él con una especie de chillido, abriendo mucho los ojos.

—¿Qué es lo que te pasa? —añadí.

—¿A mí? —replicó con una especie de balido, señalando hacia el interior del almacén. Crucé el umbral sin hacerme idea de lo que sucedía, hasta que mis ojos se hicieron a la oscuridad y vi lo que quería decirme. De la alta viga de un rincón colgaba un enredo de arreos de cuero muy tensos porque del extremo inferior pendía por el cuello su pequeño cadáver.

CAPITULO 7

Saqué inmediatamente la espada, corté las correas y sostuve el cuerpo en mis brazos, pero vi en seguida que nada se podía hacer. Dejé con cuidado aquel cuerpo caliente sobre un fardo, y, medio para mí, medio para Maggot, dije:

—¿Cómo puede una persona pasar de un día soleado tan hermoso como el que hace afuera para entrar en un lugar tan maloliente como éste y hacer una cosa tan horrorosa?

—Debió pensar que lo aprobaríais —contestó.una voz ronca, y comprendí que Meirus había llegado allí—. Swanilda estaba siempre dispuesta a hacer lo que pudiera complaceros. Había mucho de verdad en ello, y no pude contradecirle, por lo que me escudé en la ambigüedad, girando sobre mis talones y replicándole indignado:

—¿O no será que ha hecho sencillamente lo que predijisteis, Barrero? ¿A qué tratar de reprochármelo cuando habríais podido evitarlo?

—Yo sólo predije que cesaría de quereros —contestó el judío sin ceder un ápice—, pero no predije que sucedería… con un acto filial de cariño. O de abnegación. Os ha dejado, emsaio Thorn, pero ¿a cambio de qué?

—De su deber y su misión, quizá —se oyó decir a otra voz, dulce y profunda—. Un hombre con una misión que cumplir no tiene por qué arrastrar el peso inútil de una simple…

—¡Calla, Thor! —bramé, al tiempo que Meirus dirigía al recién llegado una hostil mirada. Estuvimos un instante callados, mirando el pobre cadáver, y de nuevo dije para mí:

—La iba a enviar sola a Novae, y había olvidado que en cierta ocasión me había dicho que sin ama o amo estaba perdida y como huérfana. Supongo que es lo que la impulsó a… —alcé la vista y vi los ojos burlones de Thor clavados en mí, como desafiándome, y procuré poner cara de viril resignación.

—Bien, sea cual haya sido el motivo —dije con la mayor frialdad posible—, ojalá no lo hubiese hecho… —mi voz estaba a punto de quebrarse, por lo que me volví hacia el judío—. Como cristiana que era, ha pecado gravemente contra la voluntad de Dios; deberá ser enterrada sin sacerdote, ceremonia ni absolución; de un modo execrable, en tierra no bendecida y en tumba anónima.

— em¡Tsephníwa! —exclamó Meirus con desprecio, y a mí me pareció un terrible vituperio—. Quizá

desdeñéis el judaismo, mariscal, pero no es una religión tan fría y cruel como el cristianismo. Dejad a esa pobre muerta en mis manos, que yo me ocuparé de que sea enterrada con la compasión, decencia y dignidad que el cristianismo le niega.

—Os lo agradezco, buen Barrero —dije con auténtica sinceridad—. Si en algún modo puedo devolveros el favor, no es necesario que deis un caballo a Maggot. Si aún deseas acompañarnos —añadí, dirigiéndome al armenio—, puedes cogerla montura de Swanilda que ya está ensillada. Maggot miró indeciso a Meirus, a Thor y a mí, hasta que su amo le dijo:

—Cógelo, Maghib. Ese caballo es mejor que ninguno de los que yo tengo.

El armenio hizo un gesto de aceptación resignada.

Luego, Meirus hizo algo que me extrañó, y preguntó a Thor en vez de a mí:

em—Fráuja Thor, ¿queréis examinar este pergamino que he redactado y ver si está correcto? Es una acreditación a nombre de Maggot para que se ocupe de mis intereses en el comercio del ámbar. Thor se apartó del pergamino que le ofrecían, algo ruborizado, pero en seguida recuperó la actitud que Meirus había llamado «arrogante» en repetidas ocasiones y contestó altanero:

—Nada sé del comercio del ámbar ni de escribanía; es decir, que nada sé de la monótona faena clerical de la lectura.

—¿Ah, sí? —gruñó Meirus, tendiéndome el rollo de pergamino—. Yo pensaba que la habilidad de la lectura era algo necesario en un emisario del rey Eurico que va a efectuar una compilación histórica. Fingiendo indiferencia a aquel enfrentamiento, desenrollé el documento, lo examiné, asentí con la cabeza y me lo guardé en la túnica. Pero lo cierto es que estaba más turbado que lo que aparentaba el propio Thor, emy, aunque no era augur como el Barrero, pensé que habría debido asegurarme de las dotes de mi «historiador ayudante» antes de haberle atribuido el cargo. Había dado por cierto que una persona tan bien hablada como Thor sabría leer; pero, claro, una cosmeta que oye constantemente las conversaciones de las damas de la corte adquiere fácilmente maneras cortesanas y cultivadas. Me limité a decir a Maggot:

—Tal vez puedas aprovechar algunas cosas del bagaje de Swanilda, como la piel de dormir y la capa invernal de viaje; no eres mucho más alto que ella. Además, hay algunos utensilios de cocina.

—Perdonad, emfraúja, no sé guisar —respondió Maggot apocado.

—Pero Thor sí que sabe —añadí, malévolo, dando a entender que poco más sabía y viendo con satisfacción que contenía su indignación—. Thor nos hará los guisos durante el viaje —dije, dando mi primera orden.

Me incliné para dar a Swanilda un último beso, recibiendo otra mirada de indignación de Thor; pero lo que le besé fue la mano, porque el rostro de una persona que ha muerto ahorcada da repugnancia besarlo. Le di mi callado adiós, prometiéndome que si salía con bien del viaje y completaba la historia de los godos y la escribía para que otros la leyeran, se la dedicaría a ella. Después de que Maggot hiciera un hatillo con sus cosas, salimos los tres de Noviodunum. No volví

a dejar al armenio montar a emVelox, y opté por que aprendiera a cabalgar sin estribos. Pensé, además, que como partíamos tarde y sólo cabalgaría media jornada, no estaría tan dolorido y se recuperaría por la noche para poder montar al día siguiente.

Como ya había visto de sobra las monótonas tierras herbosas del delta, me alegró que Maggot escogiera un camino que no iba directamente hacia el Norte y nos llevara remontando el curso del Danuvius hacia el Oeste; nos señaló que en un par de días encontraríamos un afluente procedente del Norte, el Pyretus, cuyo curso seguiríamos aguas arriba para viajar por un valle bien arbolado con un agradable paisaje verde y variedad de caza.

Advertí que, aunque Maggot montaba con torpeza digna de un saco de leña y no era capaz de mantener al caballo a paso uniforme, siempre se las arreglaba para cabalgar a mi lado, haciéndome ir entre él y Thor. Ese evidente recelo por el nuevo compañero me hizo pensar en Thor y lo poco que sabía de él.

Y ese poco que sabía no era muy halagüeño. Tenía conmigo a un villano insolente, arribista y egoísta, descarado al extremo de alardear de ignorancia y lo bastante presuntuoso para haber adoptado el nombre de un dios; un ladrón, carente de decencia, irrespetuoso para con la autoridad, la ley y las costumbres, que menospreciaba la propiedad, los derechos y los sentimientos de los demás; una persona

de buen aspecto físico capaz de hacer amistad con cualquiera, pero de una manera tan poco airosa que infundía recelos. Me veía obligado a admitir que a nadie le gustaba aquella persona llamada Thor. ¿Podía, incluso, decir que a mí me gustaba?

Cual si me hubiese oído decir su nombre, Thor dijo con toda naturalidad:

—El nombre de deidad que llevo me ha resultado muy útil hasta ahora, pues parece que infunde temor a los demás. Ni me han atacado salteadores, ni me han robado, ni ha habido ningún posadero que intentara engañarme. Y supongo que será porque el temor que infunde me precede; ya te he dicho que yo procuro aprovecharlo todo al máximo. Quizá debiéramos enviar a Maggot por delante anunciando la llegada de Thor para evitarnos encuentros desagradables.

Yo me negué.

—Thor, he viajado mucho por este continente sin necesidad de esa salvaguarda. Creo que no es necesario, y así le ahorraremos a Maggot la humillación de hacer de esclavo nuestro. Él dio un bufido con gesto ofendido, pero no insistió, y yo seguí entregado a mis pensamientos. Su carácter resultaba repelente para los demás, yo incluido; no me atraía su personalidad, pero tenía que admitir que, aunque no me gustara su carácter, no iba a romper la relación con él. Y eso mismo era exponente de mi propio carácter. Como un borracho, o el viejo ermitaño Galindo —a quienes seguramente no gustaban el vino barato ni la detestable hierba, salvo por los efectos que producían— yo tampoco podía ya prescindir de Thor. Por muy de oropel que fuese la hermosura de Thor, por muy cuestionable que fuese su moral, la lujuria me tenía esclavizado a aquel Thor, como si no existiera nadie más en el mundo; incluso en aquel momento, me pesaba no haber enviado a Maggot por delante de nosotros, pues me resistía a perder una sola noche sin tener a Thor en mis brazos, pero no quería que Maggot viera ni oyese nada. Empero, pronto supe que a Thor no le inhibía recato alguno.

— emVái —dijo con desdén cuando nos detuvimos para acampar y yo le hice saber mis inhibiciones—, deja que se escandalicen los patanes; no emes más que un armenio, y yo no renunciaría a mis placeres aunque fuese un obispo.

—Tú, emja —musité—, pero yo quiero seguir pasando desapercibido. No ignorarás lo que les gusta chismorrear a los armenios.

—Pues déjame que me disfrace. Mientras él se ocupa, apartado de aquí, de los caballos, me vestiré

de Genovefa y vestiré así el resto del viaje. Le diremos que iba disfrazado de hombre por motivos de secreto de estado.

Me pareció una buena argucia y pensé que hasta era un gesto generoso, hasta que Thor añadió con sorna:

—Me asignaste la tarea de guisar; pues deja que me vista en consonancia y actúe tan servilmente como corresponde al inferior de un mariscal.

—Bueno —añadí en broma—, por la noche nos turnaremos en el papel.

Pero ninguno de los dos reímos la gracia, sintiéndonos avergonzados de la vulgaridad. La argucia dio buen resultado y, cuando Maggot volvió con una brazada de leña para el fuego, no se sorprendió mucho al verme conversando con una joven en lugar de Thor. Dirigió una cortés inclinación de cabeza cuando le presenté a «Genovefa» y, si alguna duda le infundió la historia que le contamos, no la manifestó y se limitó a decir:

—Como no hemos cazado nada, pues no hemos visto ninguna pieza, os complacerá saber, emfraúja Thorn y emfráujin Genovefa, que tomé mis precauciones y me traje carne ahumada y pescado en salazón de la cocina de emfraúja Meirus.

Los dos nos congratulamos y le dimos las gracias por su previsión, y Genovefa se entregó a la tarea del guiso con ganas, yendo al río con un puchero a por agua. Ni ella ni Maggot se mofaron ni dijeron nada de mí por no haber pensado en las provisiones como jefe de la expedición, pero yo me di cuenta de que aquella negligencia era un signo más de mi obnubilación, y decidí pensar menos en mi compañero y poner más atención en mis responsabilidades.

Una vez que dimos cuenta de la improvisada cena, después de que Genovefa limpiara con arena los utensilios y yo cubriera el fuego, nos dispusimos a extender las pieles de dormir y Maggot llevó la suya a una prudente distancia a la orilla del río, donde no nos veía; pero dudo que no nos oyera, pues GenovefaThor y Thorn-Veleda profirieron no pocos gritos alegres y estentóreos a lo largo de la noche. Al día siguiente, y todos los días sucesivos —al menos durante las horas diurnas—, Thor siguió

disfrazado de Genovefa, Maggot le hablaba tratándole de emfráujin y yo le llamaba Genovefa; llegué a considerarle exclusivamente hembra —al menos durante las horas diurnas— y descubrí que tanto de pensamiento como de palabra le trataba como a una fémina. Hasta entonces, ni de palabra ni pensamiento había hecho la distinción entre «él», «ella» o «ello» ni utilizado pronombre con género alguno, porque no existe en el antiguo idioma —ni en latín, griego, ni, que yo sepa, en ninguna lengua— un pronombre aplicable a un emmannamavi.

Como bien sabía por haber recorrido aquel tramo del Danuvius, el curso del río daba tantas revueltas y cambios, dividiéndose muchas veces en canales divergentes y flanqueado por tantas lagunas y marismas, que no habría reconocido el afluente al que nos encaminábamos de no haber sido por Maggot. Aunque era menos imponente que el ancho Danuvius, el Pyretus no dejaba de ser un río importante por el que circulaba un considerable tráfico de barcazas; a ratos se veían, a través de los bosques que lo bordean, buenas granjas y de vez en cuando un pueblo, a veces de respetable tamaño. Había mucha pesca y Maggot resultó ser diestro pescador; los bosques nos daban abundante caza y casi podía elegir la carne que deseaba para la cena.

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