Las tierras al norte del Danuvius se llamaban Antigua Dacia y todos los ciudadanos romanos que habitaban al sur del Danuvius las consideraban un vasto terreno salvaje y primitivo habitado por bárbaros; pero yo ya sabía que «bárbaros son todos los demás», por lo que no temía encontrarme con salvajes, y, de hecho, descubrí que la mayoría de los habitantes de aquellas tierras, aunque carecían de muchas de las comodidades y dones de la civilización, habían constituido islotes muy habitables en aquellas inmensidades, en los que vivían apaciblemente y contentos, produciendo lo que necesitaban. emAj, de vez en cuando nos tropezábamos con auténticos bárbaros, familias y tribus nómadas que vagaban de un lado a otro y vivían de la caza y la recolección; eran los descendientes de los llamados avaros y kutriguri, claramente afines a los hunos, pues eran de tez amarillenta, ojos hinchados, peludos, sucios y piojosos. Ninguno nos causó contratiempo alguno, salvo importunarnos pedigüeñeando, no dinero, sino sal, ropa o trozos de piel de las piezas de caza.
Las poblaciones por las que pasamos las habitaban una diversidad de gentes: eslovenos, godos de dos o tres linajes, o pueblos de otra ascendencia germánica; pero casi todos los pueblos eran de descendientes de los antiguos dacios, los indígenas de aquellas tierras, que ya llevaban mucho tiempo mezclados a los colonos romanos y a los legionarios retirados y ahora hablaban un latín corrompido pero comprensible y se llamaban rumanos. (Sus vecinos eslovenos y germánicos les daban el nombre peyorativo de wallaci, que significa «farfulleros».) En todas aquellas poblaciones, del tamaño que fuesen, había, naturalmente, un puñado de griegos, sirios y judíos, que siempre eran los más ricos, por dedicarse al comercio que discurría por el río Pyretus.
Nosotros nos deteníamos poco en los pueblos eslovenos porque, si disponían de algún lugar de alojamiento, éste no pasaba de ser un miserable emkrchma; las poblaciones germánicas siempre habían tenido emgasts-razn pasables, y las rumanas solían contar con un aceptable emhospitium (llamado em«ospitun» en dialecto rumano) y a veces disponían de una rudimentaria casa de baños. Yo no habría pasado una sola noche en ninguna de aquellas posadas, pero Genovefa se empeñó en descansar cuanto más mejor de «los rigores de la vida al aire libre», y yo accedí a alquilar una habitación para los dos. Maggot, naturalmente, dormía en el establo con los caballos; y yo resistí firmemente los frecuentes intentos de Genovefa por que nos quedásemos sin hacer nada en semejantes lugares, por mucho que lo imploró con zalemas o —a semejanza de una auténtica Xantipa— organizase tremendas rabietas.
De todos modos, el tiempo que pasamos en emgasts-razna y ospitune no fue del todo inútil, pues en varios sitios recogí datos para mi compilación histórica. Todas las hospederías, por supuesto, están situadas en caminos de mucho tránsito y, generalmente, existen desde el origen de dicha ruta y han estado
en manos de la misma familia durante generaciones. Como el dueño de un establecimiento semejante nunca sale de él, y tiene poco en qué ocuparse aparte de sus tareas rutinarias, su único entretenimiento es escuchar lo que le cuentan los viajeros que se hospedan; él, a su vez, lo cuenta a otros, y a los hijos que le sucederán al frente del negocio. En consecuencia, estas personas saben muchas historias, chismes y anécdotas, algunas recientes, pero otras de tiempos pasados e incluso antiguas, que se han transmitido de padres a hijos y, a veces, de generación en generación. Y si a esos aburridos posaderos hay algo que les guste más que escuchar, es que les hablen, por lo que pude obtener fácilmente datos y recuerdos de todos los dueños de establecimientos, godos y rumanos.
No todo lo que me contaron puede considerarse estrictamente histórico, muchas cosas ni siquiera eran verosímiles y otras ya las conocía. Empero, a veces me cautivaba de tal modo la chachara de un posadero, que me sentaba con él junto al fuego del emospitum durante horas después del anochecer, hasta que Genovefa se inquietaba y se ponía picajosa e interrumpía al hombre, diciéndole:
—Esa historia nada tiene que ver con la investigación, y ya es más de medianoche. Thorn, vamos a dormir.
Y me veía obligado a zanjar la conversación. Pero no solía perder gran cosa con ello, porque Genovefa muchas veces tenía razón. Era cierto que muchos de aquellos narradores rumanos sólo contaban variantes de antiguas fábulas y mitos paganos. En un emospitun, el dueño me aseguró muy solemne: «Joven, si lleváis una vida virtuosa, al morir iréis a las islas Afortunadas o Avalonnis y allí
viviréis la bienaventuranza. Pero está dispuesto que, pasado un tiempo, volváis a nacer encarnado en otro cuerpo. Naturalmente, nadie en su sano juicio dejaría las islas Afortunadas para hacerlo, por lo que os darán a beber el agua del olvido del río Leteo y así perderéis el recuerdo de la vida feliz del Avalonnis y os alegrará regresar a la tierra a sufrir las incontables tribulaciones de otra vida.»
—¡Avalonnis, bah! —farfulló un godo, dueño de un emgasts-razn—. Eso es una corrupción romana, y rumana, del Walis-Halla godo, la «residencia de los elegidos» de Wotan. Y, como siguen creyendo los paganos, los emwalr elegidos son los guerreros que murieron valientemente en combate, que ascienden allá
de la mano de las fieras pero hermosas doncellas llamadas emwaliskarja, «las encargadas de los muertos». Yo ya conocía todo aquello, pero los posaderos godos me contaron otras cosas que no sabía, historias más pertinentes para mi recopilación histórica; me dijeron que cuando los godos abandonaron sus tierras de origen en la costa del Ámbar, fue el rey Filimer quien los condujo hacia el sur para encontrar una nueva patria en las bocas del Danuvius. Y me dijeron que fue el rey Amalo emel Afortunado el creador del linaje amalo.
Me informaron también de costumbres y hábitos de aquellos primitivos godos.
—Antes de tener caballos y aprender a cabalgar —me dijo un anciano—, cuando aún cazaban a pie, nuestros antepasados mejoraron el venablo e inventaron la lanza giratoria. Los cazadores enrollaban una cuerda en espiral en el asta de la lanza, sin apretarla mucho, y asían la cuerda por el extremo, tiraban con todas sus fuerzas y la lanza salía impulsada de su mano por el movimiento de la cuerda y volaba más recta y con más fuerza hacia la presa.
—Luego —añadió otro anciano godo—, durante la larga migración, nuestros antepasados cruzaron las llanuras en las que llegaron a aprender los diversos usos del caballo y aprendieron a cabalgar. Y
después ya cazaban y combatían a caballo, con espadas, lanzas y arcos. Pero también inventaron un arma que jamás conocieron los mejores jinetes del mundo: los hunos. Se trataba del emsliuthr, una cuerda larga con un lazo corredizo en el extremo, que, a todo galope, un guerrero godo era capaz de lanzar a mucha distancia y apresar lo que persiguiera, animal, hombre o el caballo del enemigo, inmovilizándolo; y era la mejor de todas, un arma más silenciosa que la flecha, ideal para tender una emboscada a un jinete o tumbar a un centinela.
Y los godos, en su prolongada migración, adquirieron otras cosas además de armas.
—Aprendieron también las artes de los alanos y de los antiguos dacios y de la vieja cultura escita
—me dijo una anciana—. Esos pueblos ahora están dispersos, en decadencia o se han extinguido, pero sus artes perduran en la mente y de la mano de los artesanos godos; nuestros orfebres saben doblar y
entrelazar alambre de oro en preciosas filigranas, cincelar un dibujo en una hoja de metal y hacer dibujos con esmalte; engarzar piedras preciosas en plata y oro para hacer resaltar su brillo natural. Pero, parece ser que la progresiva culturación y formación refinada de los godos no les hizo abandonar sus códigos de costumbres, muchas veces severos.
—Ningún rey godo ha impuesto jamás una ley a sus subditos —me dijo otro anciano—. Las únicas leyes godas son las concebidas en la antigüedad y aprobadas por la tradición; a quien se sorprende cometiendo un delito es culpable del mismo. Si mata a uno de su tribu sin motivo justificado, su castigo es morir a manos de la parentela del que ha matado o resarcirlos pagándoles un emwairgulth satisfactorio. Por eso «culpa» y «deuda» son la misma palabra en el antiguo lenguaje. O si se comete un delito y no se atrapa al que lo ha cometido y sólo se le acusa de ello, lo mejor que puede hacer es demostrar su inocencia mediante una ordalía, aunque también puede recurrir a un juez y asegurar su inocencia con un número adecuado de lo que se llaman juramentados, que garantizan como testigos su probidad. El anciano hizo una pausa y sonrió.
—Naturalmente, cualquiera que conozca a los jueces civilizados, difícilmente creerá en ese testimonio, porque se les puede comprar. Pero eso nunca sucedía con los jueces godos; el asiento que tenía en el tribunal estaba forrado con una piel humana, arrancada a otro juez que se hubiese dejado corromper. Y debía ser costumbre tan antigua, que esa piel estaba gastada y destrozada… porque los que le sucedieron no olvidaban el recordatorio y eran justos y honrados.
Como creo que he dejado claro, los dueños de los emgasts-razna me dijeron cosas más útiles que los posaderos rumanos de los emospitune, pero tanto godos como rumanos coincidieron en una cosa, una advertencia. El primero en decírmela fue un rumano:
—Joven, tened cuidado de no saliros de la ruta que habéis seguido hasta ahora en dirección norte; o desviaros hacia el Oeste si acaso, pero en ningún caso os dirijáis al Este. A cierta distancia de aquí
llegaréis al río Tyras: manteneos en su margen oeste, porque en la orilla este comienzan las llanuras de Sarmatia y en sus pinares acechan los terribles emviramme.
—No entiendo la palabra rumana em«viramne» —dije.
—En latín romano se diría «viragines».
— emAj, ja —dije—. Esas mujeres a las que los antiguos historiadores griegos llamaban amazonas. ¿Es que existen realmente?
—Si son o no las amazonas, no sabría decíroslo, pero puedo aseguraros que son una tribu de crueles mujeres guerreras.
Genovefa asistía a la conversación y preguntó, como cualquier mujer interesada en hacerse una idea de la posible competencia:
—¿Y son tan bellas como de ellas se dice?
—Tampoco puedo afirmarlo —contestó el rumano, abriendo las manos—. Yo nunca las he visto, ni sé de nadie que haya podido verlas.
—Entonces, ¿por qué tenerles miedo? —inquirí—. ¿Cómo sabéis siquiera dónde están?
—De vez en cuando, algún viajero se ha extraviado en sus tierras y tan sólo muy pocas veces alguno ha salvado la vida y ha podido contar historias espeluznantes de lo que le han hecho padecer. Yo no he hablado nunca con ninguno de esos supervivientes, pero sí que he oído los relatos. Y es bien sabido que un grupo de colonos rumanos que buscaban tierras para asentarse, en cierta ocasión se aventuró
desesperado a cruzar el Tyras con idea de hallar un lugar en Sarmatia, y desde entonces no se ha vuelto a saber de ellos, ni siquiera los familiares que dejaron atrás.
— emVái, simples rumores —comentó Genovefa con desdén—. No hay pruebas.
—A mí me bastan los rumores —replicó el posadero, mirándola muy serio—, y me tiene sin cuidado que no haya pruebas. Si sois prudente, no os arriesguéis a constituiros en prueba.
—Sí que he oído relatos de esa tribu de viragos, pero en ninguno se da una explicación de cómo propagan la especie si sólo son mujeres.
—Se dice que abominan de todo acto sexual y de concebir hijos, pero lo hacen como un deber para que se mantenga la tribu. Por consiguiente, recurren a ciertos contactos con varones de otras tribus sármatas, los miserables kutriguri, quizá. Pero cuando dan a luz, a los hijos los dejan morir y sólo crían a las niñas. Por eso ningún rey ha enviado nunca fuerzas para exterminar a las emviramne. ¿Qué guerreros irían voluntariamente a combatirlas? Si no mueren en la lucha, no les queda esperanzas de salvar la vida con un rescate. ¿Puede esperarse algo de unas mujeres que matan a sus propios hijos?
—¡Qué absurdo! —exclamó Genovefa airada—. ¿Por qué escuchas estas embalgs-daddja que nada tienen que ver con nuestra indagación? Ya es muy tarde, Thorn. Vamos, retirémonos.
—Aquí tenemos un dicho —añadió el rumano, mirándola otra vez, molesto—. No es hombre honrado quien se quema la lengua en la mesa y no dice a los demás que la sopa abrasa. Y yo procuro ser honrado.
—De todos modos —añadí yo en broma—, me gustaría saber si esas viragines son hermosas. Genovefa me dirigió una mirada provocativa y el rumano la miró a ella pensativo.
—La sopa más apetitosa puede abrasar —comentó el hombre.
Esa misma advertencia nos la hicieron los hospederos godos, quienes llamaban a las amazonas embagaqinons, «mujeres guerreras». Un día, me detuve incluso en un pueblo esloveno exclusivamente para preguntar si conocían allí la existencia de esa tribu de mujeres; la conocían y, por lo que pude entender, el vocablo esloveno con que se las describe es algo así como empozorzheni, que viene a significar «mujeres de cuidado». Y todos los que me hablaron de ellas me dijeron que vivían en las praderas al este del río Tyras, previniéndome solemnemente que no fuese allí.
Una vez que recorrimos unas ciento ochenta millas romanas por el valle del Pyretus, el río dirigía bruscamente su curso hacia el Oeste; lo abandonamos para seguir en dirección norte, atravesando millas de ondulantes colinas hasta alcanzar el valle del Tyras, cuyo curso remontamos en dirección noroeste. Nos mantuvimos en la orilla oeste, no tanto por hacer caso de las advertencias, sino simplemente porque no teníamos necesidad de cruzarlo.
Estábamos ya al norte de las montañas Carpatae, mucho más al norte de lo que nunca ninguno de los tres habíamos estado, y vimos muchas cosas nuevas. Entre la fauna salvaje de aquellas tierras, vimos el que debe ser el ciervo más grande que existe: el gran alce del norte, un animal enorme que tiene cornamenta palmeada con más envergadura que algunos árboles; y también el caballo más pequeño que hay: un animal bajo color pardo, que los eslovenos de allí llaman emtarpán. Como los lugares de alojamiento de viajeros eran escasos y mucho más distanciados, pasábamos muchas noches acampados al aire libre y reducidos a nuestros propios recursos para cenar; no maté ningún alce para comérnoslo porque habría sido un gran desperdicio de carne y es algo que no hace un cazador, pero sí que cenamos dos o tres veces carne de emtarpán, que Genovefa asó apetitosamente; en las aguas del Tyras, Maggot pescó toda clase de peces de los que yo conocía y hasta lo hizo más fácilmente sin anzuelo y en buena cantidad, con una red improvisada, capturando pequeñas carpas plateadas y otros pececillos muy sabrosos. Aunque Genovefa era más que capaz para guisar, no le gustaba la tarea y constantemente la hacía refunfuñando. Así, siempre que llegábamos a alguna hospedería, aunque sólo fuese un emkrchma esloveno, se empeñaba en que lo aprovechásemos; yo habría cedido de buena gana, de todos modos, para que Maggot y yo no tuviésemos que escuchar sus continuas quejas. Los eslovenos del Norte se alimentaban básicamente de sopas espesas, y poco más servían a los huéspedes, aparte del otro plato básico consistente en una sustancia de leche de oveja cuajada llamada emkiselo mleko. Así, comíamos sopas de