Quizá se crea que una tierra mediterránea como Italia no tiene inviernos crudos que impidan a un ejército moverse y combatir con eficacia, pero en sus provincias septentrionales, de noviembre a abril, la cadena de los Apeninnus detiene casi todo el aire cálido del Mediterráneo y los fríos vientos que soplan desde los Alpes las azotan cruelmente. Si bien es cierto que el invierno en Mediolanum es clemente comparado con el de Novae en el Danuvius, por ejemplo, un comandante militar prudente debe optar por
mantener acuartelado su ejército y no tenerlo en campaña. Así, como no iba a haber más combates hasta la primavera, decidí quedarme en donde estaba.
Debo confesar que, aunque a veces me reconcomía el ocio en Bononia, no me aburría mucho, pues, gracias a mis disposiciones, tenía cuantas diversiones quería.
Al principio y hasta poco tiempo después, Kniva siguió al pie de la letra mis instrucciones y fue de un lado para otro bebiendo y comentando en voz alta las virtudes (si es que «virtudes» es la palabra adecuada) de la dama Veleda, recién llegada a la ciudad. Desde luego, al principio, los que acudieron eran hombres bastos y patanes de los que frecuentan las bodegas, a quienes rechacé desdeñosa. Luego, conforme Kniva siguió proclamando mi hermosura y mis proezas —y a medida que los rechazados difundían mi hermosura y mi aborrecible presunción— comenzaron a rondarme pretendientes de más alcurnia, a quienes también rechacé, hasta que, finalmente, comenzaron a llegar los criados de hombres importantes solicitando mis favores de parte de sus amos. También despaché a esos emisarios, sin malos modales, diciéndoles que tenía que ver yo misma al pretendiente para juzgar, por muchos títulos que tuviera; los criados desfilaron retorciéndose las manos, convencidos de ser recibidos a patadas por sus señores.
Transcurrió un tiempo hasta que los notables se dignaron comparecer, pues eran hombres acostumbrados a que las mujeres de mi condición acudieran a un mero ademán de ellos o cuando simplemente hacían sonar la bolsa. Comenzaron a llegar, generalmente por la noche; pero venían. Antes de la primera nevada, ya elegía entre los más emclarissimi y lustrissimi de Bononia, y, al haber alcanzado una gran fama por mis desaires, ello me hacía tan irresistible que a los que aceptaba, les pedía —y me la daban— una increíble remuneración por el más pequeño favor.
Lo que yo pretendía era alcanzar una notoriedad que llegase a oídos de Tufa, para que, cuando regresase a la ciudad, sintiese el acuciante deseo de ver en persona a tan célebre hembra. Por consiguiente, al elegir entre aquel alud de pretendientes a mis favores, seguía una reglas muy estrictas. Por ejemplo, algunos de los que acudían con la bolsa plena eran hombres jóvenes y lo bastante bien parecidos para haber sido deseables aun vistiendo harapos, pero yo los rechazaba; del contingente de pudientes y notables, sólo recibía a los que adivinaba que podían ser del círculo íntimo de Tufa, y como eran muy numerosos, sólo admitía a los que encontraba físicamente atractivos. Había otra cosa que exigía. Como ya he dicho, muchos de ellos acudían por primera vez al anochecer, bien embozados y seguramente entrando por la puerta trasera del emhospitium; pero no volvían, pues siempre que nos veíamos después era en sus casas. Los dignatarios habrían preferido visitas furtivas y de tapadillo en sus tratos conmigo, pero yo me negué; quería que Tufa comprendiera, desde el primer momento que oyese hablar de mí, que tenía que recibirme en su palacio. Así, me negué a recibir a nadie en mis aposentos del emhospitium y establecí la condición de que si un hombre deseaba divertirse conmigo, había de ser siempre en su propia casa. Algunos protestaron —casi todos los casados—, pero sólo unos cuantos apocados dijeron que era imposible y no insistieron. Otros, como el emjudex Diorio, inventaron diligencias para alejar a sus familias; otros me llevaron a su casa y desafiaron a sus esposas amenazándolas, y hubo uno, el emmedicus Corneto, que me llevó a su casa y descaradamente planteó a su esposa la siguiente opción: que nos dejase holgarnos o se uniese a nosotros. Hasta el venerable obispo Crescia me llevó a sus aposentos en pleno día en el presbiterio de la catedral de San Pedro y San Pablo de Bononia, con gran escándalo (o admiración) de su ama de llaves y sacerdotes y diáconos. Aparte de tener acceso a aquellas suntuosas mansiones y palacios —y ver la singular reliquia de la catedral, la jofaina en que Pontius Pilatus había hecho su célebre lavado de manos— hallé otras ventajas en mis visitas; un hombre siempre se halla más predispuesto a hablar con mayor libertad en la casa en que está habituado que en el lupanar más lujoso o en un dormitorio que no es el suyo, y aquellos hombres eran íntimos de Tufa. Así fue como me enteré de los viajes que hacía mejor de lo que hubiera podido saberlo por otros medios y oí conjeturas sobre lo que hacía aquí y allá por toda Italia. Como no había ya necesidad de que Kniva siguiese proclamando a los cuatro vientos las proezas de Veleda —pues ya estaba demostrándolas en la práctica— y como el pobrecillo se había embriagado tanto que iba dando traspiés de taberna en taberna, le ordené que descansase. Luego, cuando estuvo de nuevo
sobrio y estable, le envié al Norte a reunirse con Teodorico en Mediolanum y le confié un mensaje explicando todo lo que había sabido respecto a los periplos de Tufa y las deducciones que de los viajes había sacado. No sabía si la información sería de utilidad a Teodorico, pero con ello me convencía de no estar allí perdiendo el tiempo.
Hasta finales de abril no me trajo Hruth otro mensaje interceptado de las comunicaciones por el sistema de Polibio, el cual no era más que una reiteración de que TH seguía estacionado en MEDLAN. Yo supuse que era algo distinto a los otros, por ser el primero que no comenzaba con el acostumbrado
em«thorn, thorn, thorn». Empero, era lo único que resultaba evidente, pues el resto me resultaba incomprensible. Decía así: VISIGINTCOT. Era una retahila de letras que podía dividirse de múltiples maneras, pero no le extraía el sentido.
Musité en voz alta:
—Las primeras letras… ¿se referirán a los visigodos? Pero tampoco tiene sentido. Los visigodos más próximos están en la lejana Aquitania. Humm. Vamos a ver. em¿Vis ignota? ¿Visio ignea? ¡Skeit!
Hruth, estáte atento a otras señales y me las traes inmediatamente.
Pero los siguientes mensajes que me llevó eran igual de impenetrables: VISAUGPOS y VISNOVPOS. ¿Significaría POS igualmente «possidere»? Y en ese caso, ¿posesión de qué? Después, Hruth me trajo el siguiente: VISINTMEDLAN. Fuese lo que fuese, el asunto se refería a Mediolanum, en donde Teodorico continuaba invernando. Era lo único que interpretaba.
La siguiente noche era una de las tres que tenía mensualmente reservadas el emjudex Diorio. Tras darle una buena ración de placer, me tumbé boca arriba, sin otra cosa que mi faja de pudor, y dije en tono juguetón:
—A ver si me recomiendas a tus amigos.
—¿Qué dices? —replicó él sonriente, sin alterarse—. Mis amigos me cuentan que a ellos les dices esas mismas palabras. ¿Eres insaciable, mujer?
—Hay uno a quien aún no conozco. Tu amigo Tufa —repliqué yo con risita de muchacha.
—Pronto tendrás ocasión. Me han dicho que el emdux va a regresar de su viaje al Sur.
—¡ emEuax, desde tan lejos para conocer a la irresistible Veleda! —exclamé yo, fingiéndome la vanidosa y la simple.
—No te des esos aires. El emdux ha reunido un ejército en las provincias suburbicarias y viene hacia aquí de paso para enfrentarse a tus primos los invasores y sus nuevos aliados.
—Cómo sois los hombres —repliqué con un mohín femenino—. Que yo sea de ascendencia germánica, querido Diorio, no quiere decir que sea prima de los invasores ni me interesen para nada. A mí sólo me interesan los hombres por separado.
em—¡Eheu! —exclamó él, fingiendo consternación—. Así que ahora que me has dejado seco, tus intereses se centran en mi señor Tufa. ¡Pérfida puta!
—Sólo una puta corriente puede creer que estás seco —repliqué maliciosa—. Pero esta puta tan diestra aún es capaz de ahondar en ti el pozo… y sacar agua…
Una vez que lo hube hecho, hábilmente, volví a tumbarme de espaldas, aguardando a que Diorio dejase de jadear y se dispusiera a dormir. Luego, fingiendo que me adormilaba, pregunté como sin darle importancia:
—¿A qué nuevos aliados te referías?
—A los visigodos —musitó él con voz pesada.
—Qué bobada, no ha habido un solo visigodo en Italia desde las incursiones de Alarico.
—Es emotro Alarico —balbució él—. Y nunca, nunca, querida —añadió, incorporándose ligeramente, y en tono severo pero burlón—, le digas a un magistrado que dice tonterías, aunque sea cierto. Pero en este caso no lo es. Te hablo de Alarico segundo, el actual rey de los visigodos de Aquitania.
—¿Y está en Italia?
—En persona, no creo, pero me han dicho que ha enviado un ejército. Por lo visto ese Alarico cree que tus primos ostrogodos van a lograr la conquista y querrá unirse a ellos y por eso ha mandado tropas desde sus tierras allende los Alpes.
Mentalmente recomponía el último mensaje —VISIGINT-COT— visigodos, el verbo emintrare, el paso de las montañas llamado Alpis Cottia.
—Por lo que me han dicho —prosiguió Diorio—, han conquistado la ciudad fortificada de Augusta Taurinorum en la frontera noroeste y luego la ciudad de Novaria, y se ha recibido noticia de que recientemente se han unido a tus primos en Mediolanum. Esa noticia —y no tu famoso atractivo, querida Veleda— es lo que motiva el regreso de Tufa del Sur. ¿Quieres hacer el favor de dejarme dormir?
—¿Dormir? —repliqué yo altiva—. ¿Cuando tu país se ve así amenazado? Te lo tomas muy a la ligera.
Él contuvo la risa con gesto somnoliento.
—Mira, jovencita —contestó—, yo no soy para nada patriota ni héroe; soy licenciado en las cortes de litigio, lo que quiere decir que estoy de parte del mejor postor, sea quien sea. Los invasores bárbaros me son tan indiferentes como cualquiera de los miserables que me pagan, y bien, por defender su causa. He apoyado al mal y al culpable cuando el precio lo valía, con el mismo entusiasmo que al bien y al inocente. Y ahora que estamos en guerra, como mi vida es lo que más vale, estaré a favor del litigante que mayores probabilidades tenga de ganar, sea malo o bueno. A diferencia de Odoacro o de Tufa, no necesito preocuparme con desazón por saber quién va a ser el próximo rey de Roma. Mi clase siempre perdurará.
—Me alegra saberlo —contesté, fingiendo ironía y haciendo otro mohín entre suspiros—, porque con tantas preocupaciones, el emdux Tufa no tendrá tiempo para esta pobre mujer.
—Yo que le conozco bien… —replicó el emjudex, riendo.
—¡Claro que le conoces! ¿Me recomendarás a él? ¡Júrame que lo harás!
—Sí, sí… Todos tus amigos te recomendarán a él. Ahora, por favor, déjame que descanse un poco. Al regresar a mi emhospitium, me encontré con Hruth que me esperaba muy excitado, con un montón de cortezas. Antes de que tuviera tiempo de hablar, dije:
—A ver si lo adivino. Por primera vez ha habido señales desde el Sur.
—¿Cómo lo habéis sabido, señora? —dijo él, perplejo.
—El mensaje ha llegado antes que tú, pues debe haber otros grupos interesados que envían mensajes. Pero enséñame las tablillas para confirmar lo que sé.
—Esta vez han hecho varias señales —dijo Hruth, poniendo las cortezas en orden—. Y sólo el primer mensaje vino del Sur. Después, las antorchas de Ravena hicieron una señal muy larga que nunca había visto. Luego, creo que las antorchas del noroeste repitieron esa misma señal.
— emJa, para hacerla llegar cada vez más lejos —comenté yo, al tiempo que comenzaba a descifrar los mensajes, que confirmaban lo que Diorio me había dicho. El mensaje del Sur daba cuenta de la inminente llegada de Tufa a la región de Bononia, y el de Ravena iba dirigido a las tropas del norte de Roma que, como las de Teodorico, habían pasado el invierno acuarteladas; se les comunicaba que resistiesen, que el general Tufa llegaba con refuerzos—. No, si yo puedo impedirlo —dije, hablando conmigo mismo—. Hruth, ya no tendrás que estar de observación en las marismas, a partir de ahora quiero tenerte cerca; pasea por fuera del emhospitium y en cuanto veas que los sirvientes del palacio de Tufa me acompañan en dirección a él, vas a las caballerizas que te indiqué, me traes el caballo de Thorn ensillado y con el equipaje, te traes también tu caballo y esperas. Nuestra misión, y la del mariscal Thorn, pronto habrá
concluido.
La invitación de Tufa no fue un cortés requerimiento de mis favores, sino una citación perentoria. Vinieron a buscarme dos rugios armados de su guardia, y el más grande me dijo sin contemplaciones:
—Al emdux Tufa le complacerá recibiros, dama Veleda. Ahora mismo.
Sólo tuve tiempo de ponerme la ropa de trabajo. Es decir, mi mejor vestido, polvos, pintura y perfume, un buen collar y una fíbula, y antes de salir cogí mi escarcela de cosméticos. Caminamos por la calle a buen paso y, en palacio, desatrancaron un portón para dejarnos entrar y volvieron a atrancarlo a mis espaldas. Los guardianes me condujeron a un cuarto sin ventanas al fondo del edificio, en el que no había más que un amplio lecho y una mujer rugia de mi edad, bien vestida pero con cara de boba y casi tan grande como el lecho. Los guardianes la saludaron y después se apostaron fuera de la habitación. La mujer cerró la puerta y me espetó:
—¡Dame esa bolsa!
—No tiene más que adminículos femeninos para estar más guapa —alegué tímidamente.
— em¡Slaváith! No estarías aquí si no fueses guapa de sobra. Nadie lleva a presencia del emclarissimus Tufa nada que pueda resultarle ofensivo. ¡Dámela! —hurgó en ella y lanzó una exclamación—. Conque sólo adminículos femeninos, ¿eh? em¡Vái! ¿Y esta piedra de amolar?
—Para las uñas, mujer. ¿Qué, si no?
—Hasta una piedra puede ser un arma. Y déjame ver tus uñas —se las enseñé y lanzó un bufido desdeñoso al ver que eran cortas y romas como las de un hombre—. Muy bien. Los guardianes te retendrán la bolsa hasta que salgas, y les dejas también las alhajas; un collar puede servir para estrangular y una fíbula para apuñalar. Quítatelas.
Así lo hice. No había protestado más que por conservar las apariencias, y la bolsa y las alhajas únicamente las había llevado para que los que velaban por la seguridad de Tufa confiscasen algo, y así
infundirles la falsa confianza de que me dejaban desarmada.