Halcón (122 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—Ahora, desnúdate —dijo la mujerona.

Yo ya me lo esperaba, pero volví a protestar.

—Eso sólo lo hago si me lo pide un hombre.

—Pues hazlo, porque lo manda Tufa.

—¿Y quién eres tú, mujer, para ordenarlo en su nombre?

—Su esposa. ¡Desvístete!

—Curioso encargo para una esposa —musité, arqueando las cejas, pero hice lo que me decía; empecé por arriba y conforme me quitaba las prendas, la esposa de Tufa las examinaba por si escondía algo extraño en ellas. Cuando estuve desnuda hasta la cintura, frunció los labios y farfulló con desprecio:

—Muy pocos pechos tienes para lo que les gusta a los hombres, no me extraña que tengas que aumentarlos con trucos. Vale, vuelve a ponerte eso. Ahora las prendas de abajo. Cuando me las hube quitado todas, volví a protestar y dije:

—Ni ante un hombre me quito la faja de pudor.

—¿Pudor, dices tú? —replicó ella con una carcajada—. ¿Pudor a la manera clásica romana? Tú no eres más que una puta, y de romana tienes lo que yo. ¿Te crees que me divierte esto de hurgar en tus ropas de puta y registrar tus orificios anatómicos más asquerosos? ¡Dame esa faja y agáchate!

—Me consuela pensar que una puta es moralmente superior a una alcahueta. Y no digamos a una esposa que… —dije con desdén.

— em¡Slaváith! —vociferó congestionada—. ¡Te he dicho que te la quites! ¡Y agáchate!

Hice las dos cosas simultáneamente para que no me viese por delante y soporté resignada que su dedazo hurgara dos veces. Cuando acabó, no me devolvió la faja, sino que me zurró con ella en las nalgas. Mientras me la ceñía, me volví y dije:

—No sé las alcahuetas, pero las putas estamos acostumbradas a que nos paguen bien cuando…

em—¡Slaváith! Los guardianes te darán una buena bolsa con tus otras pertenencias.

—Pero emclarissima —añadí con voz dulce—, yo preferiría recibirla de tus tiernas manos…

— em¡Slaváith! ¡No quiero volverte a ver! —vociferó abandonando el cuarto.

Suspiré con gran desahogo, pues las sospechadas armas y mi descarada actitud habían servido para distraer a la mujer y no había dado con la verdadera arma.

Vestida de nuevo, me tendí en el lecho en pose seductora, y apenas lo acababa de hacer cuando la puerta se abrió de golpe y entró Tufa a grandes zancadas. Nos habíamos visto en Verona y yo le reconocí, pero tenía plena confianza en que él en mí no viera más que a Veleda. Vestía la toga romana, de la que ya se deshacía bruscamente y vi que no llevaba nada debajo. Yo ya sabía que era un buen emspecimen de hombre maduro, y ahora vi que estaba muy bien dotado, pues avanzaba con el emfascinum erecto. Sonreí, pensando que no sólo tenía ganas de placer lascivo, sino que le acuciaba holgar con la habilidosa Veleda, pero él se detuvo ante el lecho y dijo grosero:

—¿Por qué estás vestida? ¿Cómo es que no te has desnudado? ¿Te crees que tengo tiempo para bobadas? Soy un hombre ocupado. Vamos, vamos…

Yo me ofendí como cualquier mujer, y dije con frialdad:

—Excusad, emclarissimus. No he venido a solicitar los favores de un semental. He acudido en el convencimiento de que lo habíais pedido vos.

— emJa, ja —replicó él, inquieto—, pero tengo otras cosas que hacer —tiró la toga en el lecho y se quedó con los brazos en jarras, pateando impaciente el suelo con su pie calzado con sandalia—. Desvístete y ábrete de piernas.

—Un momento, emclarissimus —dije entre dientes—. Pensad que tenéis que pagar un buen precio y lógicamente querréis disfrutar lo que pagáis.

—¡ emVái, puta, ya ves que estoy dispuesto a ello! Pero ¿cómo voy a hacerlo si no te desvistes? ¡Date prisa que quiero metértela!

—¿Eso es todo? —repliqué con resentimiento femenino no fingido—. ¡Pues id a buscar un agujero en la pared!

em—¡Slaváith! Todas mis amistades se jactan de haberte fornicado y yo no voy a ser menos.

—¿Y eso es cuanto queréis? —volví a decir yo, enojadísima—. Pues os autorizo a que digáis que lo habéis hecho; así no perderéis nada de vuestro precioso tiempo y os prometo que no lo diré a…

— em¡Slaváith! —vociferó esgrimiendo ante mí un enorme puño—. ¡Cierra tu impúdica boca, emipsitillal

¡Quítate la ropa y los alambres y abre las piernas en vez de la boca!

No quería que me matase antes de que yo pudiera hacerlo (y creo que en aquel momento cualquier mujer ya habría sentido deseos de matarle) y le obedecí. Pero me puse a desvestirme despacio, prenda por prenda, para encandilarle; comencé por las cazoletas, que el había llamado «alambres», al tiempo que decía con voz seductora:

—Lo deseéis o no, emclarissimus, a mí me gusta que disfruten por el dinero que pagan e incluso más.

—Déjate de chachara o no verás ese dinero. He aceptado tu precio astronómico tan sólo para que no hubiera ninguna demora… de cortejo, negociación, regateo… El deber me llama a otras tareas y apenas puedo escatimar este rato.

Me detuve, desnuda hasta la cintura, y dije con gesto de extrañeza:

—¿De la más experta y celebrada emipsitilla que ha honrado a la ciudad, no queréis más que entrar, salir y santas pascuas?

— emAj, guárdate tus artilugios mercantiles. Ya te he dicho que te pagaré. Y, aparte de tu fama, en nada te diferencias de la más sucia ayudante de figón. Nada hay más corriente que un emkunte. Boca arriba todas las mujeres son iguales.

—Eso no es cierto —repliqué yo más que enojada—. Todas las mujeres tienen ahí lo mismo, emja, pero para un hombre entendido no hay dos mujeres que tengan igual lo de abajo. Y como todas tienen otras partes que no son ésa, hay una infinita variedad de placeres que…

—¿Vas a dejar de parlotear y a quitarte lo que te falta?

Fui dejando a un lado con displicencia todas mis prendas, menos la fajilla de pudor.

—Bien. Ábrete de piernas —dijo echándoseme encima, con su gran emfascinum casi ardiendo. Le miré y pensé que, indudablemente, haría buena pareja con su mujerona. ¿Y otras mujeres? ¿No le habría sugerido ninguna que había cosas mejores que poseerlas echándoseles encima? Yo necesitaba un preámbulo antes de que comenzase sus «entradas» y «salidas»; tenía que mantenerle entretenido y distraído mientras preparaba mi arma mortal; aparté aquel corpachón que me cubría — él me miró

sorprendido al notar mi fuerza— le empujé a mi lado y dije con voz quejumbrosa:

—Os ruego que esperéis un poco, emclarissimus, para que me prepare. El examen de vuestra buena esposa me ha magullado en mis partes bajas; pero ya os he dicho que una mujer tiene otras partes. Si dejáis que me recupere, os mostraré lo que soy capaz de hacer con las otras. Y antes de que pudiese decirme nada me puse manos a la obra. Y no debía haberle hecho ninguna mujer nada parecido, porque exclamó, escandalizado «¡Qué indecencia!» y se contrajo un poco, pero no me apartó, por lo que alcé un momento la cabeza, riendo, y le dije:

— emNe, clarissimus, esto es el prólogo; la indecencia viene después. Y volví a mis tejemanejes, que al poco le hacían crisparse y gimotear de placer. Placer culpable, quizá, pero placer.

A decir verdad, mimando con tanta dedicación un emfascinum ya tan turgente y palpitante —y más el emfascinum de un varón como Tufa, acostumbrado a la satisfacción rápida— me arriesgaba a activar el final antes de lo debido, pero su sorpresa ante mis «indecentes» mañas debió embotar un tanto su sensibilidad. Por mi parte, yo procuraba no estimularle demasiado, para lo que me hice la idea de que el emfascinum era el mío y asumía conscientemente su propia excitación; en tan íntima compenetración con el miembro, podía ponerle al borde de la eyaculación para inmediatamente cesar mis caricias cuantas veces fuese necesario para detenerla. Y para no faltar a la verdad, diré que esa actividad, inevitablemente, llegó a excitarme; pero resueltamente me retuve para que no mermara mi concentración, no fuese que mis manos actuasen torpemente en lo que hacían.

Las manos las tenía detrás de Tufa; detrás de sus piernas, concretamente. Supongo que las manos de una mujer cualquiera no habrían tenido la fuerza para hacer lo que las mías, que se dedicaban a desenroscar una de las varillas espirales de bronce de las cazoletas que me había quitado; sin necesidad de mirar lo que hacía y sólo a tientas, desenrosqué un trozo tan largo como el antebrazo —no recto como una flecha, pero lo suficiente— y sí que estaba aguzado como una flecha, porque hacía meses que lo había afilado por el extremo con la piedra de amolar.

Cuando consideré que el arma ya estaba lista, propiné a Tufa la última jugosa caricia bucal y su emjascinum creció y se puso más enhiesto que nunca, al tiempo que se le escapaban fuertes exclamaciones de «¡Sí! em¡Ja! ¡Liufs Guth! ¡Síii…!» Pero me detuve al oír aquel emsí y me aparté a un lado para tumbarme de espaldas y echármele encima. En estado casi delirante, se sobrepuso y me introdujo su enorme emjascinum y comenzó su presuroso y acuciante vaivén, penetrándome cada vez más; yo le pasé los brazos por la ancha espalda y ceñí mis piernas sobre sus robustas caderas, entregándome también a un enérgico vaivén, cual si me embargase un apasionado frenesí, y clavándole las uñas en la espalda. Para no mentir, debo consignar que mi ardor comenzaba a ser auténtico, pero las uñas se las clavé intencionadamente para que no se percatase del contacto de la aguzada varilla de bronce que sostenía con la otra mano. No esperaba más que el momento adecuado, ese momento en que cualquier hombre se halla tan vulnerable, desvalido y distraído, el momento del espasmo sexual definitivo y de la eyaculación, cuando al hombre le tiene sin cuidado emlo que suceda en el universo. Para Tufa, ese momento debió ser el más eufórico de su vida, teniendo en cuenta que se lo había ido provocando de una manera a la que él no estaba acostumbrado. Me apretó con fuerza, tapando con sus bigotudos labios los míos e introduciendo la lengua en mi boca, mientras ponía los ojos en blanco; luego, echó gozoso la cabeza hacia atrás y profirió

un furioso y prolongado aullido, al tiempo que yo sentía en mi interior el primer chorro de semen y le clavaba la varilla en la espalda, colocando con suma precisión la punta a la derecha de su columna vertebral, por debajo del omoplato entre dos costillas, y la hundía con fuerza con las dos manos, cual si estuviera trepando a ella, hasta que la punta atravesó su pecho y arañó el mío.

Aún tuvo tiempo de mirarme atónito, antes de que sus ojos se velaran completamente. Pero también sucedieron otras cosas durante aquel instante de agonía. Yo ya notaba el enorme emjascinum llenando mis entrañas, pero juro que aún creció en longitud y grosor, como si estuviera vivo e independiente del muerto, y siguió irrigando con fuerza mi vientre con su fluido al tiempo que otro fluido vital de Tufa me llenaba pegadizo los senos. Recuerdo que pensé de un modo vago: ha muerto más feliz que el pobre Frido.

Luego —no puedo evitar el recordarlo— sufrí un espasmo de alivio. (Claro, me dije posteriormente; era comprensible después de tanta excitación inevitable; fue sin duda motivado por el hecho innegable de que estaba excitada y no por aquella súbita remembranza del querido Frido.) Y

mientras se producía aquella explosión interna y mis profusos fluidos se mezclaban a los recibidos, rompí

a llorar de alegría.

Cuando, cesados mis temblores, recobré el sentido, la respiración y las fuerzas, el resto fue fácil. Tufa no había sangrado mucho; sólo le había hecho un orificio pequeño, que se cerró limpiamente y dejó

de sangrar al sacar la varilla. Me sustraje al peso del cadáver y me limpié con su toga la sangre de los senos y el fluido más claro del bajo vientre; me vestí, volví a enroscar la varilla en espiral lo mejor que pude y me puse las cazoletas; me dirigí a la puerta, con cuidado, pues aún me temblaban las piernas, y salí entre los dos guardianes. Les sonreí descaradamente como habría hecho una prostituta, haciendo un ademán displicente para señalarles a Tufa tendido en el lecho.

—El emclarissimus dux ha quedado saciado —dije con una risita—. Ahora duerme. Bueno… —añadí, abriendo la mano con la palma extendida.

Los soldados, sin mucho desdén, me devolvieron la sonrisa y uno de ellos me puso en la mano una bolsita de cuero tintineante. El otro me entregó la escarcela de cosméticos y las alhajas; yo, sin prisas, me puse el collar y prendí la fíbula en la hombrera de la túnica y, con la misma morosidad, cerré la puerta del dormitorio y dije con otra sonrisa maliciosa:

—Buenos mozos, el emdux ha quedado bien saciado, pero ya sabéis dónde encontrame si quiere volver a verme, y creo que querrá. ¿Me acompañáis a la salida?

Así lo hicieron, desatrancando las diversas puertas que habíamos cruzado al entrar y, entre sonrisas, me dijeron em«gods dags» ya en la calle. Yo me alejé paseando despacio y con gran prestancia, pero, interiormente, temiendo que la esposa de Tufa o sus criados osaran desafiar su furia y entrasen a ver por qué tardaba tanto en salir.

Pero me dio tiempo a alejarme y Hruth me esperaba ya con los caballos. Miró mi pelo despeinado y el emfucus y la creta corridos de mi rostro y puso cara de perplejidad, preocupación y un poco de repudio moral.

—Ya está —dije yo.

—¿Y el mariscal…?

—No tardará. Yo le guardaré el caballo. Tú ve por delante, que él te alcanzará. Thorn le alcanzó en cuanto yo pude cambiarme de ropas y limpiarme el rostro; el caballo de Hruth caminaba a un leve trote cuando emVelox se puso a su altura en la vía Aemilia; el joven taloneó al corcel para apresurar el paso y hasta que no dejamos atrás el arrabal oeste de Bononia, no aminoramos el paso y él me preguntó:

—¿La señora Veleda no viene con nosotros?

—No, se queda oculta… por si el rey Teodorico necesita otra vez de sus servicios.

—Curiosos servicios —musitó Hruth—. Y no parece que le repugne lo que hace por la causa del rey. Yo diría que merece elogios por su valentía y lealtad y por utilizar tan bien la única arma de que dispone una mujer. Pero, de todos modos, es una suerte que sea tan valerosa como un hombre y no una simple mujer, ¿no es cierto, emsaio Thorn?

CAPITULO 8

—Era yo quien tenía que haber matado a Tufa —dijo Teodorico con una voz mesurada, que daba a entender mayor cólera que un bramido—. Era una obligación y un privilegio mío, emsaio Thorn. Has contravenido la autoridad de tu rey, anteponiéndole la tuya. Sólo un rey puede ser emjudex, lictor et exitium a la vez.

Estábamos él y yo, con algunos de sus oficiales superiores, en la basílica de San Ambrosio, que Teodorico había requisado en Mediolanum para establecer su empraitoriaún. Los demás permanecían sentados quietos y en silencio, mientras nuestro soberano seguía reprendiéndome, y yo permanecía con la cabeza gacha, aguantando sus censuras humildemente porque sabía a lo que me había expuesto incurriendo en falta. Entretanto, recordaba lo brevemente que en otras ocasiones había expresado sus reprimendas Teodorico ante una transgresión; no se había detenido a reflexionar ni había gastado palabras para clavarle la espada a Camundos, emlegatus de Singidunum, ni al principesco Rekitakh; atribuía a una gran deferencia por nuestra vieja amistad que se contentara con castigarme sólo con reproches. Así, me limité a guardar silencio dejando que sus palabras cayeran sobre mí, pensando en cosas más agradables. Cada vez que volvía a verle tras largas ausencias, me sorprendía verle cada vez más regio de aspecto y apostura; su barba, dorada como un emsolidas recién acuñado, y que antes le confería un aspecto heroico, ahora le daba porte de magistrado; surcaban su frente las arrugas de quien reflexiona profundamente y en sus mejillas se marcaban las huellas del que ha sufrido, pero en el extremo de sus ojos se esbozaban los pliegues del hombre alborozado y sus hermosos ojos azules podían tornarse en un instante de alegres a graves o airados…

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