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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (117 page)

BOOK: Halcón
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Teodorico, acompañado del joven rey Freidereikhs y sus respectivos oficiales, aún no había entrado en combate y seguía ordenando el ataque; allí estaba yo con ellos cuando un jinete nuestro llegó al galope desde las otras puertas para anunciar que las habían abierto y que por ellas surgía un torrente de fugitivos.

—Pero no son soldados —añadió—. Es el pueblo que huye.

Teodorico lanzó un gruñido, ordenó al jinete que regresara a su puesto y dijo:

—Eso significa que Odoacro va a resistir calle por calle y casa por casa. Eso nos costará muchos muertos y heridos. Qué modo más poco regio de combatir.

—Como una puta que se abre de piernas y araña y muerde al mismo tiempo —musitó Ibba.

—En otras guerras, Odoacro siempre se mantuvo erguido —comentó Herduico—. La edad debe haberle reblandecido los huesos.

—Me sorprende que el general Tufa se avenga a luchar de esa manera —dijo Freidereikhs—. Al fin y al cabo es rugió.

—Como no retiene a la población como rehenes —añadió Pitzias—, ¿por qué no estacionamos fuerzas que bloqueen las puertas, los encerramos en Verona y proseguimos victoriosos la marcha sin derramar sangre? Al final, morirán de hambre y se pudrirán.

—No basta con confinar a Odoacro —replicó Teodorico, meneando la cabeza—. Debe quedar claro para todos los romanos, y para Zenón, que le he infligido una rotunda derrota. Así pues, compañeros —

añadió, cogiendo el escudo y la espada como un soldado más—, si él y Tufa quieren un combate palmo a palmo, vamos a dárselo.

Y así lo hicimos. A pie, reyes, oficiales y soldados, luchamos con lanzas o emcontus mientras tuvimos espacio para manejarlas, en las numerosas plazas de Verona y en las arcadas y gradas de su inmenso anfiteatro; luego, combatimos cuerpo a cuerpo con espada en las calles y callejones, y, finalmente, algunos tuvimos que echar mano al puñal, tan apiñada era la lucha en callejas y en los vestíbulos de los edificios públicos, y hasta en las viviendas. Los legionarios de Odoacro debieron sentir tanto despecho por aquella modalidad de combate como nosotros, pero no por ello lucharon con menor ardor y tesón; si el acero de nuestras espadas no hubiera sido superior al del emgladius romano —por ser más penetrante, de filo más resistente y menos dobladizo— no les hubiéramos vencido. Fuimos haciendo retroceder al enemigo de calle en calle, de casa en casa, de una plaza a otra, dejando en tierra tantos cadáveres como él. Cumpliendo las órdenes de Teodorico, a Verona no se le causó ningún daño estructural, pero se ensució

repugnantemente de sangre y otros fluidos y sustancias esparcidas por los hombres que habían sufrido perforaciones.

Una cosa aprendí en Verona, durante los combates casa por casa, y es que todas las escaleras de caracol son iguales en todo el mundo, con la espiral ascendente hacia la derecha, de manera que la columna central entorpezca al brazo derecho, que es el que maneja la espada, y así el intruso tropieza con dificultades para ascender, mientras que al defensor le queda espacio de sobra para repeler el ataque. Así, en una casa del centro de la ciudad recibí un tajo en el brazo izquierdo; no fue una herida que me incapacitara, pero sí un corte que me hizo sangrar tanto, que tuve que abandonar el combate para que me la emplastara un emlekeis; me consolé pensando que así estaría «compensado» de heridas y llevaría una en el brazo izquierdo, a juego con la que tenía en el derecho de cuando Teodorico me curó la picadura de la serpiente.

No sé hasta dónde habrían penetrado nuestras tropas en la ciudad cuando el emlekeis me atendió; me apresuré a volver al centro del combate con el brazo encogido, pensando en si podría volver a sujetar con firmeza un escudo, y llegué a una placita en la que un grupo numeroso trababa furioso combate cuerpo a cuerpo, y en el suelo de la cual yacían ya varios cadáveres y había heridos retorciéndose. Cuando me disponía a intervenir, aparecieron dos hombres por el fondo, con las manos alzadas sobre la cabeza y dando gritos para hacerse oír. Uno de ellos, el de voz menos estentórea, era Freidereikhs, y el de voz más fuerte era un hombre alto vestido de romano. Los dos vociferaban: em«¡Tregua! ¡Indutiae! ¡Gawaírthi!»

Los soldados romanos, obedeciendo al alto, bajaron las armas, e igual hicieron los nuestros, obedeciendo a Freidereikhs, quien inmediatamente ordenó a unos cuantos que buscasen a toda prisa a Teodorico y lo trajeran allí. Cuando el joven rey vio que me acercaba, dijo alborozado:

—¡ emAj, saio Thorn! Estás herido; espero que no sea grave. Permite que te presente a mi compatriota rugió, el magister emmilitum Tufa.

El general me saludó con un gruñido y yo hice igual. Y mientras en derredor la ciudad se apaciguaba, al difundirse la orden de armisticio, Freidereikhs me dijo muy ufano que su «compatriota» le había solicitado un cese provisional de hostilidades. Tufa lucía la lujosa coraza de su cargo y la llenaba muy bien; pese a que tendría la misma edad que Teodorico o yo, unos treinta y cinco años, ostentaba una espléndida barba, más poblada que ninguno de nuestros aguerridos oficiales, cosa que significaba flagrante desdén con el reglamento militar romano. Y desdén era, en efecto, pues cuando Teodorico llegó, Tufa renegó de su obediencia al ejército romano.

—En el fragor de la batalla vi al rey de los rugios y le supliqué una tregua, para tener audiencia con vos, rey Teodorico —dijo en latín, haciéndole una reverencia—. No he venido a rendirme —añadió en lengua rugia, como poniendo de relieve la afinidad con Freidereikhs—, no se trata de rendirme, sino de juraros emauths y abrazar vuestra causa.

—O en palabras más simples —replicó Teodorico con aspereza—, de dimitir de vuestro cargo y abandonar a vuestros hombres.

—Mis hombres me seguirán, aunque sean poco más que mi guardia de palacio… rugios como yo, que se sentirán orgullosos de servir al rey Freidereikhs. El resto del ejército seguirá fiel a Roma, pese a lo poco que estimen al rey Odoacro.

—¿Y por qué el emmagister militum del ejército romano hace esto?

—¡ emVái, mirad en derredor! —contestó Tufa con repulsa—. ¡Un combate por esquinas y recodos!

Estoy con Roma, emja, y la defendería, pero ¿es esto forma de luchar? Esto es cosa de Odoacro, como lo fue la ignominiosa retirada del Sontius. Vosotros, al menos, combatís valientemente en descubierto, atacando. Vuelvo a repetir que estoy con Roma. Por eso, como espero que la defendáis virilmente cuando sea necesario, estoy con vos.

—Razones te sobran. ¿Y yo? ¿Por qué habría de aceptar tus emauths?

—Primero, porque puedo revelaros algo importante. Os diré que Odoacro ya ha escapado de aquí. Cuando dejó que el populacho abandonara la ciudad por las puertas que dan al río, se mezcló a la gente como un viejo cualquiera, y en este momento, mientras vuestros guerreros se hallan atascados en estas

calles, enfrentándose simplemente a una retaguardia condenada, el grueso de las tropas de Odoacro abandona la ciudad por esas puertas.

—Eso me ha comunicado un mensajero —replicó Teodorico sin alterarse—. No es ninguna novedad; y he querido dejarles esa vía de escape.

—Desde luego, pero os habría gustado hacerlo sólo después de haberle infligido una victoria aplastante e inequívoca. Y no lo habéis logrado. Odoacro abandona despiadadamente a los muertos y heridos para que su ejército pueda retirarse lo más rápido posible y enlazar con otro ejército cerca de aquí. Verona ha sido una trampa que os ha tendido, Teodorico. Lo que no le habéis hecho a él, él se propone hacéroslo a vos. Yo había recibido órdenes de manteneros aquí enzarzados mientras él vuelve con tropas para encerraros aquí y acabar con vos tranquilamente.

Mi colega el mariscal Soas y el general Herduico se nos habían unido, sin duda para preguntar a Teodorico, llenos de perplejidad, por qué había cesado el combate, y ahora escuchaban atentamente.

—Bien, Tufa —añadió Teodorico con frialdad—. Ahora que me has revelado el plan, ¿qué me impide darte las gracias atravesándote con la espada en vez de con un abrazo fraterno?

—Mi fraternal consejo puede serviros —replicó Tufa—. Creo que es innecesario que sigáis luchando en Verona. Ya la habéis conquistado y no es necesario que entréis más tropas en ella. Que los que están fuera sigan fuera, para tener libertad de movimientos. Y dudo mucho que seáis tan inclemente como Odoacro. Así, mientras estáis aquí, enterrad a los muertos y curad a los heridos, pero no acuarteléis el ejército en la ciudad; que acampe en torno a ella; los emspeculatores de Odoacro, al verlo, le comunicarán que no estáis tan fácilmente enjaulado y así renunciará al plan y no estaréis a merced de…

—¡Basta! —exclamó Teodorico—. Lo que más me preocupa no es evitar el peligro, sino poner en peligro al enemigo.

—Exacto. Eso es lo que os propongo. Dejadme hacerlo.

—¿Tú? —inquirió Teodorico con desdén.

—Conozco el lugar al que con toda probabilidad se dirige Odoacro, y puedo adelantarme…

— emAj, no será muy difícil adelantar a Odoacro. Mi caballería, que le persigue, estará diezmando sus flancos, y se puede seguir el rastro por los cadáveres.

—No por ello avanzará más despacio. No tenéis esperanza de avanzar lo bastante rápido con vuestro ejército para impedir que Odoacro haga una o dos cosas. Se apresura a llegar al río Addua, al oeste de aquí, en donde le aguarda el otro ejército. No obstante, cuando sepa que su plan de encerraros en Verona ha fracasado, seguramente continuará hacia el Sur para llegar a Ravena. Y si la alcanza, probablemente nunca le daréis alcance hasta el día del Juicio, pues esa ciudad rodeada de marismas es imposible de cercar. Os digo que me dejéis partir inmediatamente y alcanzarle antes de que llegue a uno de esos dos lugares.

—¿Tú? —repitió Teodorico—. ¿Tú y tus pocos guardias de palacio?

—Y cuantos de vuestros hombres queráis confiarme. Los que ya van persiguiéndole y otros de los que están aquí. Necesito una fuerza rápida de ataque… no muy numerosa, para avanzar rápido, pero lo bastante importante para causar bajas en el ataque; no cuento con derrotar a todo ese ejército, sino obligarle a detenerse y a defenderse, dando así tiempo a que vuestro ejército le dé alcance. Teodorico, cededme simplemente parte de vuestra caballería, o venid vos si es que…

—¡Ate, déjame ir a mí! —exclamó entusiasmado el joven Freidereikhs—. Fuera de las murallas, mis jinetes están tan deseosos de actuar como sus corceles. Teodorico, deja que Tufa y todos los rugios persigamos a Odoacro.

Como Teodorico no contestase de inmediato y considerara pensativo la propuesta, Herduico terció, diciendo:

—Cuando menos, debería desalentar a Odoacro ver a su comandante en jefe y a toda la nación rugia volverse contra él.

—Caerá en la desesperación —añadió Freidereikhs entusiasmado—. Seguro que alza las manos y se rinde.

—No puedo prometerte eso —dijo Tufa—, pero suceda lo que suceda, ¿qué puedes perder enviándonos, Teodorico?

—Una cosa es cierta —terció Soas en tono solemne—. Cuanto más discutamos el asunto más se aleja Odoacro.

—Tienes razón —dijo Teodorico—. Todos tenéis razón. Ve, pues, Freidereikhs, con diez emturmae de tu caballería. Tufa, acompáñale para guiarle, pero recuerda que eres un aliado a prueba. Esta incursión va al mando del rey de los rugios. Enviad mensajeros que me tengan informado de lo que ocurre… y dónde.

¡Habái ita swe!

Igual que Freidereikhs, Tufa saludó al estilo germánico y ambos se apresuraron a salir por la puerta por la que habíamos penetrado.

—No hace mucho especulabas con las posibilidades de que Tufa se pasara a nosotros —le dije yo a Teodorico—. ¿Cómo es que ahora has estado tan reticente?

—Quiero algo más que su palabra. Veremos si demuestra su lealtad con lo que ha propuesto. Aun así —y él lo sabe—, nunca se puede confiar en un traidor, y menos respetarle. Vamos, mariscales, pongamos orden en esta ciudad para que la población regrese y reanude su vida normal. Verona es un precioso lugar para que consintamos este desorden.

En años sucesivos he oído a muchos viajeros hacer las alabanzas del «arrebol» de Verona, debido a que gran parte de sus edificios, estatuas y monumentos son de piedra rojiza y rosada y de ladrillo y teja, que ha adquirido una pátina. Si Verona era tan pintoresca cuando yo estuve allí, confieso que estaba demasiado ocupado para advertirlo, pero no puedo evitar el preguntarme si tan loado «arrebol» no sería simplemente consecuencia de la sangre que la manchó durante aquel combate; un combate librado en tantas esquinas, recovecos y resquicios, que sus huellas fueron mucho más evidentes que si hubiera tenido lugar a campo abierto. Empero, cuando contamos y recogimos a los caídos, vimos que ascendían a más de cuatro mil en el ejército romano y a casi igual número en el nuestro. No sabíamos con qué gravedad aquellas bajas mermaban las fuerzas de Odoacro, pero, contando las bajas que nosotros habíamos tenido hasta aquel momento, nuestro ejército había quedado reducido a dos tercios de cuando salimos de Novae. Bien, aquella terrible carnicería nos había servido para conquistar Verona, y podíamos congratularnos de haber penetrado en profundidad en las tierras de Roma, habiendo cubierto un tercio de la anchura de la península de Italia. De todos modos, aquella batalla —y todos los combates hasta entonces— no eran concluyentes, pues no habíamos derrocado a Odoacro, no le habíamos obligado a pedir la paz ni nos habíamos ganado a la población a título de liberadores. La conquista de Verona no parecía pesar en la balanza.

Debido a la súbita tregua en la lucha, no todos los legionarios que quedaban en la ciudad estaban muertos o inválidos; los supervivientes, unos tres mil hombres, quedaron prisioneros; pese a su animosidad contra Odoacro que los había sacrificado en la retaguardia —y quizá aún más apesadumbrados de no haber muerto noblemente en sus puestos— ninguno emuló a Tufa en abjurar la lealtad al ejército romano y pasarse al nuestro; naturalmente, Teodorico no les devolvió las armas ni les dejó libres, aun en el caso de emfides data; pero era consciente de que aquella tropa, como todas las legiones de Roma, algún día estarían a sus órdenes y por ello ordenó que se les tratase con respeto, cortesía y dándoles bien de comer mientras estuvieran cautivos. Esto resultó una carga más para nuestras exhaustas fuerzas, que ya estaban atareadas construyendo un campamento, atendiendo a los heridos, enterrando a los muertos y evacuando la ciudad para que la población reanudara la vida normal. Con tanto por hacer, quizá no sea de extrañar que ninguno de nuestros generales comentase preocupado que Friedereikhs y Tufa no enviasen mensajeros de dónde estaban y lo que hacían.

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