Halcón (115 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¿Y los nuestros han oído o visto algo interesante? —Una cosa al menos. Odoacro es, desde luego, un militar capaz y con experiencia, pero tiene… sesenta años o más. Lo interesante es que he sabido que ha confiado el mando a un hombre más joven, aproximadamente de nuestra edad. Ese hombre es Tufa, y es de origen rugió.

— emAj, entonces Tufa conocerá las estrategias y tácticas de combate germanas; el ataque en manada de jabalíes, etcétera. —Bueno, Odoacro también. Ha luchado de sobra contra tribus germánicas en sus buenos tiempos. emNe, eso no me preocupa mucho. Lo que he pensado es que… como ese general Tufa es compatriota de nuestro rey Freidereikhs, si no se dejaría convencer por un rugió…

—¿Para traicionar a Odoacro y ceder en las defensas? ¿O incluso pasarse a nosotros?

—Es una posibilidad interesante, pero no voy a tomarla en cuenta —contestó Teodorico, dejando el tema, pues habíamos alcanzado, río arriba, el cuerpo de tropas que se preparaba a talar árboles en caso necesario—. Decurio —añadió, dirigiéndose al oficial—, que empiecen a cortarlos. Si el río es menos profundo en algún punto, será demasiado al norte para que el vado nos sea de utilidad. Que los hombres tengan una buena provisión de troncos por si los necesitamos.

El decurio se alejó a dar órdenes en la oscuridad y momentos después oíamos los primeros hachazos. Casi inmediatamente, Teodorico me dijo:

—Fíjate, Thorn —y señaló al otro lado del río, en donde rasgaba la oscuridad un punto luminoso, seguido al poco de otros y algunos más. —Antorchas —dije yo.

—Señales de Polibio —añadió él—. Las lanzan desde esas plataformas que nos indicaron. Vamos a salir de la arboleda —dijo, bajándose del caballo— para acercarnos a ver mejor qué es lo que dicen.

—Yo nunca pude leer ni las señales del empharós de Constantinopla —comenté mientras nos sentábamos en la orilla.

—El sistema de Polibio es muy sencillo. Con antorchas de noche o humo de día, se expresan las palabras; las veinte letras del alfabeto romano se dividen en cinco grupos de cuatro. A, B, C, D, E, F, G, H y así sucesivamente. Las cinco antorchas de la plataforma de la izquierda indican el grupo. ¿Ves? Una de las antorchas se eleva un momento sobre las demás. Y en la plataforma de la derecha se alza una de las cuatro para señalar qué letra es del grupo en cuestión.

— emJa, entiendo. Han alzado la segunda antorcha en la izquierda, y en la derecha la primera. Ahora están todas al mismo nivel. Ahora, otra vez la primera de la izquierda y la cuarta de la derecha.

—Sigue repitiendo los movimientos —dijo Teodorico agachándose—, que yo voy a tomar notas con ramas.

—Muy bien. Cuarta antorcha de la izquierda; tercera de la derecha; tercera de la izquierda… tercera de la derecha. Cuarta de la izquierda, segunda de la derecha.

—¿Qué más? —inquirió Teodorico al ver que no decía nada.

—Eso es todo. Ahora están repitiendo la misma secuencia. Me da la impresión de que es una palabra de cinco letras.

—Vamos a ver si descifro las ramas. Hummm… segundo grupo, primera letra… la E. Primer grupo, cuarta letra… la D.

— emMacte virtute —musité admirado—, sí que da resultado.

—Y P… y L… y O. Edplo. ¿Edplo? Humm… me parece que no da resultado. Edplo no es ninguna palabra latina, gótica o griega.

Yo estaba mirando de nuevo las antorchas, y dije:

—Pues siguen repitiendo la misma señal. Es la quinta vez.

—Pues, entonces, lo tenemos bien —gruñó Teodorico impaciente—. Pero, maldita sea, ¿en qué

lengua…?

—Espera —dije—. Creo que lo tengo. Sí que es latín, pero no es el alfabeto romano. Muy astutos. Emplean el emfuthark, el antiguo alfabeto rúnico. No es A, B, C, D, sino emfaihu, úrus, thorn, ansas… A ver: segundo grupo, primera letra… sería radia. Primer grupo, cuarta letra… emansus. Así que tenemos R y A… luego emteiws… y emeis… y emsauil. La palabra es emratis. ¡Sí que es latín!

— em¡Ja! —exclamó Teodorico, riéndose como un niño—. em¡Ratis es balsa!

—Han oído los hachazos y señalan a Odoacro que preparamos balsas río arriba.

—Bueno —dijo Teodorico mientras regresábanos a donde habíamos dejado los caballos—. Si Odoacro y Tufa son tan tontos como para creerse que somos tan necios como para construir balsas para más de veinte mil hombres y la mitad de caballos, que se lo crean.

—Y entretanto, ¿qué haremos?

—Atacar con todo el ímpetu posible —contestó él, mientras montábamos y regresábamos hacia el campamento—. He decidido que sea mañana, antes de amanecer. Gritaré el desafío y comenzará la guerra.

—Bien. ¿Dónde quieres que combata?

—¿A caballo o a pie esta vez?

— emAj, mi emVelox no me lo perdonaría si le dejara atrás —dije, dándole una palmadita en el cuello.

— em¿Velox? —repitió Teodorico pensativo, inclinándose a columbrar en la oscuridad—. Pensé que sólo Wotan tenía un corcel inmortal, Sleipnir. Vamos a ver, Thorn, no puede ser el mismo caballo que montabas cuando nos conocimos hace… ¿quince años?

—No debería aclarar tu perplejidad —dije yo riendo—. No, éste es emVelox Tercero. He tenido la suerte de que los descendientes han salido tan buenos como el padre.

—Ya lo creo. Aunque te retires de la vida militar, debes dedicarte a la cría de caballos. Pero como aún eres guerrero y con un buen corcel, mañana irás con la caballería de Ibba en vanguardia.

—¿No prefieres que cabalgue con el joven Freidereikhs?

—No va a cabalgar. Tal como ordené, él y sus rugios manejarán las catapultas, las balistas y los onagros. Sus soldados ha estado recogiendo piedras y proyectiles desde que llegamos.

—Proyectiles ¿para qué, Teodorico? ¿Vas a demoler el empons Sontii?

—¿Cómo diablos iba a hacer eso? Lo necesito para cruzar el río.

—¿Para qué, entonces? Como dijo Freidereikhs, no hay barricadas ni bastiones que batir.

— emAj, sí que la hay, Thorn. Lo que pasa es que no la ves porque no es de hierro y madera. Únicamente espero que Odoacro y Tufa piensen igual que tú que no hay necesidad de utilizar máquinas de asedio. Pero todo lo que me impide el paso, yo lo considero una barricada y tengo que arrasarla. Al día siguiente, al amanecer, comprendí lo que quería decir: la barricada a demoler era de carne, hueso y músculo.

No fue Odoacro, sino el rugió romanizado Tufa quien acudio al puente Sontii a enfrentarse a Teodorico. Después de que ambos cumplieran con los formalismos y Teodorico gritara su desafío y Tufa le replicara, los dos declararon: «¡Es la guerra!» Tufa volvió grupas hacia su extremo del puente y Teodorico permaneció donde estaba, desenvainó la espada e hizo el ademán enérgico que indica

«¡Ímpetus!». Pero no fue Ibba quien lanzó la carga de caballería, y, en lugar de oírse el retumbar de los cascos de los caballos, oímos fuertes trallazos a nuestra espalda, una serie de crujidos como de terremoto y, a continuación, ruidosos silbidos sobre nuestras cabezas, cual un nutrido batir de alas inmensas, y la luz perlada del amanecer se iluminó de pronto con una a modo de lluvia de meteoros ígneos que abrasaban el cielo desde nuestra retaguardia y caían a tierra entre explosiones y chispas al otro lado del puente. Los ardientes objetos, que escupían humo y chispas, no eran, desde luego, bólidos celestes, sino proyectiles lanzados por las balistas y onagros dispuestos en el bosque en retaguardia; piedras envueltas en maleza seca, mojada en aceite, prendidas antes de ser catapultadas, que siguieron volando sobre nuestras cabezas, pues los hombres de Freidereikhs cargaban una y otra vez las máquinas de asedio. Una balista liberada de la potencia acumulada en sus cuerdas tensas en torsión puede lanzar una piedra de doble peso que un hombre a una distancia de dos estadios, y un onagro grande, con la fuerza de sus vigas en torniquete, lanzaba una piedra con el doble de peso a una distancia de cuatro estadios. Así, las balistas apuntaban al extremo del puente y a las legiones desplegadas en la orilla de norte a sur, y los onagros lanzaban sus proyectiles aún más lejos, sobre la infantería y la caballería concentradas en el terreno talado frente al río.

No sé si estas máquinas, pensadas para batir despacio y sucesivamente sólidas fortificaiones, se habrían empleado antes en alguna guerra contra carne, huesos y músculos, pero era evidente que Odoacro y sus tropas no esperaban semejante ataque. Muchos hombres y caballos perecían aplastados por las piedras, pero el efecto más espectacular de la lluvia de meteoros fue la consternación que causaban. Cuando un proyectil caía sobre los legionarios bien formados, la unidad se deshacía como un ascua que salta en chispazos y sus soldados se dispersaban; cuando un proyectil caía en una unidad de caballería, la formación se convertía en un caos de caballos encabritados, jinetes derribados, coces a mansalva y hombres que intentaban en vano calmar a los animales enloquecidos. Y cuando una piedra caía en un corral o en una pocilga, aquello era una turbamulta de relinchos, balidos y gruñidos que se diseminaba en estampida; y cuando un proyectil encendido alcanzaba el lienzo de las tiendas de abastecimiento y pertrechos, el incendio añadía más humo y chispas al desorden. Las tiendas en forma de mariposa para ocho legionarios, al ser de cuero, no ardían, pero sus paneles desgarrados se agitaban al viento y se enrollaban en los pies de los soldados y en las pezuñas de los animales enloquecidos. Tal era el caos y el desconcierto que, cuando las formaciones de arqueros lanzaron una lluvia de flechas corrientes e incendiarias, las tropas romanas diezmadas y desbaratadas no pudieron devolver la andanada. Todo aquello lo veía yo desde donde estaba, y sin duda igual destrucción se producía al sur, al norte y al oeste donde mi vista no alcanzaba. En aquel momento, el escudero de Teodorico llegó corriendo al puente con el caballo real; el rey montó de un salto, volvió a agitar su espada señalando el ataque y esta vez Ibba y los que íbamos en su caballería taloneamos a los corceles. Tal como debía haber sido dispuesto, las balistas ligeras de Freidereikhs cesaron de disparar al tiempo que Teorodico e Ibba cruzaban el puente, de manera que no corriésemos peligro de ser alcanzados por los proyectiles al ganar la otra orilla; pero sobre nuestras cabezas siguieron volando llamas y oyéndose silbidos. Es decir, que los onagros seguían machacando las fuerzas enemigas más en retaguardia.

En un ataque frontal, son siempre los que van a la cabeza los que tienen más bajas y sufren mayor daño. Pero en este caso, al cargar contra aquellas tropas desbaratadas y revueltas al otro lado del puente, casi no encontramos resistencia y organizamos una acendrada carnicería sin mucha dificultad, cual si estuviésemos segando; la única resistencia que hallaban nuestras lanzas eran el pecho del enemigo; luego, continuamos machacándole con las hachas de guerra y con las espadas serpentinas y los soldados caían como espigas. Detrás de nosotros llegó el resto del ejército, una vez desbrozado el terreno y, mientras las catapultas y los arqueros cubrían el cielo sobre sus cabezas con una lluvia de flechas, turmas, décadas y centurias de caballería y de infantería, en movimiento envolvente desde el Sur, el Norte y el Este y atravesando el río por el puente, desbordaron al enemigo.

Desde luego, nuestra irrupción no tardó en encontrar resistencia. Aquel día no combatíamos contra una bandada indisciplinada de nómadas ni a atacábamos las apresuradas defensas de una ciudad hostil. Nos enfrentábamos al ejército romano. A pesar de sus espantosas pérdidas iniciales y haber cedido a nuestro primer embate, no estaba en modo alguno derrotado ni en retirada. Por encima del estruendo del combate —gritos humanos y animales, choque de armas, escudos y corazas, golpazos de los proyectiles, rumor de botas y cascos— se oía el sonido estridente de las trompetas romanas tocando el «¡ordinem!»

para comenzar a reorganizar sus turmas, décadas y centurias, reagrupadas en torno a sus estandartes y comandantes; se oían trompetas más distantes pidiendo refuerzos de las largas formaciones en la orilla del Sontius; así, una vez que los romanos reaccionaron al primer retroceso, lucharon con valor y habilidad y fiereza inhabitual (al estar lógicamente irritados de haberse tenido que encoger ante la lluvia de proyectiles). Estábamos librando una importante batalla; no cabía duda.

Pero habría podido irnos peor de haber efectuado el ataque al amanecer del modo tradicional y esperado, pues habríamos tardado una eternidad en abrirnos paso por el puente, o tratando de cruzar el río en balsas, nadando en la oscuridad, haciendo pontones, esperando a que se helara en invierno o por cualquier otro medio imaginable. Pero el empleo inaudito, quizá sin precedentes, que hizo Teodorico de las catapultas y los proyectiles incendiarios nos dio dos ventajas inestimables, pues puso fuera de combate a parte del enemigo antes del cuerpo a cuerpo y tanto sorprendió y desbarató a sus tropas, que no pudieron oponer una considerable resistencia antes de verse con un nutrido contingente de nuestros guerreros en medio de ellas. Una vez logrado aquello, no nos quedaba más remedio que luchar hasta el fin. Si hubiésemos permitido que el enemigo repeliese el ataque, no habríamos podido retroceder porque éramos demasiado numerosos para volver a cruzar el puente sin crear un atasco que nos habría dejado inermes. La única alternativa habría sido echarse al agua, lo que habría equivalido a nuestro exterminio. Teníamos que seguir luchando y vencer.

Los libros de historia dicen que la batalla del río Sontius fue uno de los más arduos choques entre dos ejércitos de nuestro tiempo, y un episodio crucial en los anales del imperio romano, tan trascendente que influiría sobre el destino futuro del orbe occidental. Pero los libros no cuentan lo que fue aquella batalla, ni yo me siento capaz de ello.

Ya lo he dicho antes: el que participa en una batalla sólo puede relatar con sinceridad su escueta experiencia personal de la misma. Al principio de ésta, cuando cargábamos a la lanza con la caballería… y después, cuando asestaba tajos con la espada, después de dejar clavada la lanza en la coraza de un emsignifer al que había atravesado… y aun después, cuando combatía a pie después de haber sido desmontado, aunque sin resultar herido, por un mazazo de un emcenturio… y en todo momento, sólo era consciente del alboroto a mi alrededor, salvo cuando a veces y un escaso instante veía a mi lado un rostro conocido. Atisbé a Teodorico en medio de la refriega, a Ibba y a otros guerreros que conocía, entre ellos el joven Freidereikhs, una vez que, concluida su misión con las catapultas, cruzó el puente para unirse a nosotros. Tal vez en algún momento cruzara mi espada con adversarios relevantes como Odoacro y Tufa, pero si lo hice, estaba demasiado abstraído en el combate para percatarme de ello. Como cualquier otro soldado, desde el rey hasta los cocineros y los armeros, lo único que me animaba era una cosa, y no precisamente que aquella batalla fuese digna de figurar en los libros de historia, se incorporara a los anales del imperio romano o afectase al futuro de Occidente. Me animaba un deseo menos enaltecedor, mucho más apremiante, lo único que todos los combatientes compartíamos aquella jornada. Hay muchas maneras de matar a un hombre, sin aguardar a que lo hagan la enfermedad o la vejez. Se le puede privar de comida, de agua o de aire, o de las tres cosas, pero es una manera de matar lenta; se le puede quemar, crucificar o envenenar, pero tampoco muere rápido; se le puede dar un fuerte golpe, con una maza o un proyectil de catapulta, pero no se tiene la certeza de haberlo matado. No, la manera más cierta y rápida de matar a un hombre es hacerle un orificio y dejar que por él se escape su espíritu y su sangre. El orificio se le puede hacer con algo tan corriente como una estaca aguzada o algo tan extraño como lo que yo usaba con mis primeras víctimas: el pico de un emjuika-bloth. No dice la Biblia el arma que usó el primer asesino, pero sí habla de sangre; luego Caín hizo un orificio a Abel. Empero, desde entonces, a lo largo de la historia, el hombre se ha valido de su ingenio para inventar medios para hacer orificios en sus semejantes: lanzas, venablos, espadas, cuchillos, flechas, haciendo cada vez versiones

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