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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (110 page)

BOOK: Halcón
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Pitzias.

—Zenón debe estar atónito y furioso por la ofensa —barbotó Soas.

Pero Teodorico me saludó alborozado.

em—¡Háils, saio Thorn! Llegas a tiempo de verme convicto y condenado.

—¿Qué? ¿Por qué?

— emAj, por nada importante. Esta mañana he cometido un leve homicidio.

CAPITULO 2

—¿Homicidio? ¡Qué bobada! —exclamó Zenón con desdén—. Está más que justificado. Ese hombre no era más que una deyección.

Mariscales y generales respiramos con alivio. Creo que todos menos Teodorico pensábamos que nos iba a ejecutar y a exponer nuestro cadáver en las murallas de la ciudad. Teodorico dijo al emperador sin el menor tono de excusa:

—Sólo he querido borrar de la faz de la tierra el último resto de la ofensa a mi hermana. Él mismo me había contado que se había tropezado con el joven por la calle, que había reconocido al «cara de gobio» de Rekitakh y que, sin parar en mientes, había desenvainado el puñal, matando al hijo de Estrabón.

—No obstante —dijo Zenón, con su semblante de ladrillo muy serio—, ha sido un acto impropio de quien el año pasado revistió la toga y el cíngulo de cónsul romano. La púrpura no confiere impunidad, Teodorico. Y no puedo consentir que mi pueblo crea que en la vejez me he vuelto indulgente. Y eso es lo que pensarían si os vieran seguir viviendo libremente en la capital del imperio.

—Lo comprendo, Sebastos —dijo Teodorico—. Me expulsaréis de Constantinopla.

—Eso es. Os enviaré a Ravena.

Teodorico arqueó las cejas.

—Un hombre de naturaleza tan belicosa como la vuestra merece un adversario de mayor valía que un anodino príncipe sin corona como Rekitakh.

—¿Un rey, quizá? —inquirió Teodorico de buen humor—. ¿Queréis que ensarte en mi espada al rey de Roma?

—Al menos, pincharle sus abultadas ambiciones —respondió Zenón, al tiempo que nosotros nos mirábamos unos a otros. Por fin, el emperador, después de tanto tiempo sin decidirse, hablaba claro—. Odoacro ya ha puesto demasiado a prueba mi tolerancia y últimamente se ha apropiado de la corona y de un tercio de los grandes estados de Italia. O, más bien, digamos que se ha incautado de tierras propiedad de familias, haciendo exenciones a las propiedades de la Iglesia para no poner en peligro su destino en el más allá. Eso es un robo flagrante de tierras a sus justos propietarios, sin beneficio alguno para campesinos sin tierra; pues que ningún campesino va a recibir un solo emyugerum de esas propiedades, ya que Odoacro piensa repartirlas entre los emmagistri, praefecti y emvicarii sometidos a su voluntad. Es un comportamiento vergonzoso. ¡Vergonzoso!

Nadie sonreía, aunque sabíamos perfectamente que Zenón no hacía más que fingirse profundamente ofendido; a él le importaba un emnummus que Odoacro robase a los romanos ricos, no repartiera tierras a los desheredados o fuese en demasía generoso con sus fieles cortesanos. Lo que le vejaba era darse cuenta de que aquellas medidas de exacción acrecentarían la popularidad de Odoacro; los propietarios a quienes había usurpado eran pocos para que pudieran inquietarle, y el mayor propietario de todos, la Iglesia, al quedar exenta, le daría su bendición, y los legisladores y funcionarios a quienes entregase las tierras le apoyarían y consolidarían su poder. Y, lo que era más importante, todo el pueblo de Italia alabaría su nombre pues, en cualquier lugar, las clases bajas se regocijan al ver despojados y desposeídos a los que están por encima, aunque ellos no ganen nada.

—He reprendido severamente a Odoacro —prosiguió Zenón— por haberse excedido de tal modo en su autoridad, y, por supuesto, me ha respondido con fervientes protestas, manifestándome su absoluta lealtad y subordinación, enviándome como prueba de ello todos los emblemas imperiales —la diadema púrpura, la corona estrellada, el cetro con piedras preciosas y el orbe y la victoria—, esos adornos palaciegos de precio incalculable, patrimonio de los emperadores romanos en los últimos quinientos años. Supongo yo que para darme a entender que no aspira a ser emperador; y me complace tener esos tesoros, pero no por ello me apaciguo, porque él sigue enseñándome los dientes con insolencia y se niega a derogar la orden de confiscación de tierras. Ya he aguantado demasiado su presunción y quiero derrocarle. Y es mi deseo que lo hagáis vos, Teodorico.

—No será fácil, Sebastos. A Odoacro le son fieles todas las legiones romanas de Occidente y ha establecido buenas relaciones con otras naciones, como los burgundios, los francos…

—Si fuese fácil —añadió Zenón con aspereza—, enviaría a mi esposa Ariadna o al eunuco Myros. O al gato de palacio. Precisamente porque no va a ser fácil encomiendo la empresa a un valeroso guerrero.

—Y creo que lo lograré, Sebastos. Sólo quiero que sepáis que no es empresa que se logre de la noche a la mañana. Mi ejército ostrogodo, aun con el refuerzo de los rugios del rey Feva, será

insuficiente. Necesitaré más tropas, y Odoacro, que no lo ignorará, se rodeará…

—Voy a ponéroslo aún más difícil —le interrumpió el emperador—. Esas tropas de que habláis no podréis esperar que procedan de las legiones que tenéis a vuestro mando en el Danuvius.

—Claro que no —replicó Teodorico, hierático—. No podemos lanzar legiones romanas contra legiones romanas, pues sería el fin de lo que queda del imperio, y no conviene reventar un grano del cuerpo para que ese cuerpo muera.

—Por eso mismo —añadió Zenón—, he de haceros otra advertencia. Cuando vuestras tropas salgan de Novae hacia Italia, mientras pisen suelo del imperio oriental, no han de abastecerse del pillaje, y mientras crucéis las provincias orientales no exigiréis tributo ni sustento a la población. Hasta que no entréis en el imperio occidental, en Panonia, no comenzaréis a avituallar el ejército confiscando alimentos.

Teodorico frunció el ceño.

—Eso significa que hemos de transportar alimentos y provisiones para una marcha de unas trescientas millas romanas, y acumular tal avituallamiento implica aguardar a la cosecha. Luego, cuando alcancemos Panonia, será ya invierno y tendremos que invernar hasta la primavera. Después, tenemos desde allí unas cuatrocientas millas hasta la frontera de Italia. Según que nos enfrentemos a las primeras tropas de Odoacro, o que las envíe a nuestro encuentro, tal vez no entablemos combate hasta el verano.

—Me habéis advertido que no espere un triunfo de la noche a la mañana —replicó Zenón, encogiéndose de hombros.

—Muy bien —añadió Teodorico, poniéndose firme—. Entiendo la misión y el objetivo y comprendo las restricciones. Ahora bien, Sebastos, ¿permitís que inquiera qué gano si venzo?

—Todo. La península de Italia; el venerable suelo del Lacio en donde surgió y prosperó el mayor imperio que han visto los tiempos. La ciudad eterna de Roma, la urbe que antaño fuera el mundo. La capital imperial de Ravena; todas las prósperas ciudades de Italia y las ricas tierras que las circundan. Derrocad a Odoacro Rex y os convertiréis en Theodoricus Rex.

—Rex… rex… —repitió Teodorico pensativo—. Es un título redundante; mi propio nombre, Thiudareikhs, ya incluye el rex. ¿Y qué seré entonces, Sebastos, vuestro aliado, vuestro subordinado o vuestro fiador?

El intérprete de Zenón ya había vacilado algo al traducir la primera frase, y ahora se le notaba nervioso al traducir la osada pregunta de Teodorico.

Zenón miró un buen rato con dureza a mi rey, pero, finalmente, su rostro de ladrillo se relajó y dijo afable:

—Como habéis señalado, los títulos son cosas ambiguas, fáciles de otorgar. Y ambos somos conscientes de que sois el único capaz de quien dispongo para llevar a cabo la empresa. Así que no me llamo a engaños. Si arrebatáis a Odoacro la península de Italia, gobernaréis en mi nombre a título de representante, vicario, delegado de confianza y sin que yo intervenga. Convertidla, si queréis, en la nueva patria de los ostrogodos. Es mucho más fértil, más bella, más valiosa que las tierras que vuestro pueblo habita actualmente en Moesia. Y cuanto más provecho obtengáis de lo que conquistéis, mejor para vos. Incluso si restauráis el antiguo esplendor y grandeza del imperio de Occidente. Reinaréis en mi nombre, pero… reinaréis.

Teodorico estuvo considerándolo un buen rato. Luego, asintió con la cabeza, sonrió, hizo una reverencia al emperador, nos hizo seña de que hiciéramos lo mismo y dijo:

— emHabái ita swe. Eíthe hoúto naí. Que así sea.

De camino hacia Moesia, viajamos juntos sólo hasta Hadrianopolis. Allí, Teodorico, Soas, Pitzias y Herduico, cada uno de ellos al mando de parte de las tropas, se desplegaron en distinta dirección de este a oeste para ir enrolando hombres para el ejército en todas las tribus, emgaus y emsibjas; yo, con sólo dos ayudantes, continué hacia Novae, pues Teodorico me había encomendado reanudar mi trabajo en la historia de los godos, alegando que, si iba a ser el monarca de más subditos de los que tenía, necesitaba imperiosamente que el archivo de los pueblos y su genealogía estuviesen ordenados para que pudieran leerlos y apreciarlos los monarcas contemporáneos.

Así, me retiré a mi casa de campo y me apliqué a redactar la historia de un modo coherente. Y, desde luego, hice lo que es de esperar del biógrafo de un hombre notable, añadiendo cierto brillo y relevancia a los antecedentes, por innecesario que sea; exageré algunos hechos históricos, modifiqué

también algunos, omití otros y algunos acontecimientos que habían tenido lugar muy espaciados en el tiempo los reuní. Así, entretejí en la historia de los godos un linaje Amalo que convertía a Teodorico en descendiente directo del rey Ermanarico, el Alejandro Magno, y a Ermanarico le hice descendiente directo del dios-rey Gaut.

Escribiéndola, me di cuenta de algo que me resultaba instructivo y divertido a la vez; trazar la línea de antepasados de alguien vivo implica doblar el número de madres y padres contributorios en cada una de las generaciones. Si podía reconstruir todo el linaje de Teodorico, el mío o el de otra persona hasta, digamos, la época de Cristo -—unas quince generaciones atrás—, esa persona tendría unos 32.768

hombres y mujeres contributorios en la genealogía; aun en el caso inverosímil de que alguien pretendiese ser descendiente directo de Jesucristo, ¿quiénes eran esas 32.768 personas? Tendría que haber habido un guerrero, sabio o sacerdotisa relevante aquí y allá, pero desde luego que en tal multitud se habrían dado necesariamente muchos más humildes cabreros, publícanos y probablemente dañinos criminales e idiotas babosos. Y comprendí que cualquier contemporáneo que quisiese alardear de ilustres antepasados tendría que elegirlos bien cuidadosamente.

emAj, bien, me dije sonriendo, mientras transcribía la historia en hojas del más fino vellón, en este caso he hecho cuanto he sabido; y aunque los futuros historiadores pongan reparos a ciertos detalles de mis reconstruidos anales de los godos, nadie podrá objetar lo que escribo en la primera página: «¡Leed estas runas! Están escritas en memoria de Swanilda, que me ayudó.»

El tiempo que pasé en el palacio de Novae antes de que llegase Teodorico solía pasarlo con sus hijas Arevagni y Thiudagotha, últimos vastagos del linaje Amalo. La princesa Arevagni se había convertido en una adolescente distinguida, gordita y rubicunda como su madre, y la pequeña Thiudagotha se parecía más a su difunta tía Amalamena por su tez blanca, cabello rubio claro y esbelta figura; otro residente de palacio cuya compañía frecuentaba era el príncipe rugió Frido, que ya era un muchacho fuerte de trece años. Aunque el rey Feva tenía acampado su ejército cerca del pueblo de Romula, había enviado al muchacho a Novae para que aprendiese con los mismos preceptores de palacio que educaban a las dos princesas ostrogodas.

Era muy amigo de aquellos jóvenes, pero el trato era muy distinto con cada uno de ellos; aunque a veces Frido aún se dirigía deferentemente a mí con el título de «saio», cada vez me trataba más como un hermano mayor a quien se admira. Arevagni me llamaba afectuosamente «awilas», tío, y, aunque tenía esa edad extraña y caprichosa de quien se va haciendo mujer, era tan modesta y tímida en mi presencia como lo era con Frido y otros hombres. Thiudagotha, al contrario, seguía siendo una niña y, como otra a quien había conocido años atrás, parecía considerarme instintivamente más como tía que como tío. Yo no hacía objeciones; al fin y al cabo yo había sido en cierta ocasión, por así decir, su tía Amalamena. Por ello, Thiudagotha me hacía partícipe de todos sus caprichos y confidencias infantiles, una de las cuales era que cuando fuese mayor esperaba casarse con el «guapo príncipe Frido». No parecía molestar a ninguno de los jóvenes que separadamente me vieran distinto, pero a mí, a veces, sí que me hacía sentirme, como en otras ocasiones en mi vida, algo inseguro de mi propia personalidad; en tales ocasiones, regresaba a mi finca campestre para vivir mi vida y reafirmar mi condición de emherizogo y mariscal Thorn. O me retiraba a mi casa de la ciudad y vivía cierto tiempo en la identidad de la independiente dama Veleda.

Teodorico y sus oficiales estuvieron fuera bastante tiempo, pues su misión de leva no era tan sencilla como antaño, cuando la simple mención de una guerra a emprender habría hecho que cualquier ostrogodo apto se enrolase inmediatamente bajo los estandartes; el pueblo de Teodorico habitaba hacía tanto tiempo esas tierras de Mesia, que muchos antiguos guerreros se habían convertido en campesinos, pastores, artesanos y mercaderes, hombres asentados y con un oficio y familia, y eran, al modo de los legendarios emcincinnatus, lógicamente reacios a dejar el arado y su casa. Así, los primeros que acudieron bajo las banderas de Teodorico fueron principalmente tribus no ostrogodas sin tierras, tribus nómadas y hasta tribus bárbaras; luego, naturalmente, al saber que no se trataba de una guerra cualquiera, sino de la conquista de Italia, ni los más sedentarios pudieron resistir la tentación de hacerse más ricos con un botín como nunca se les había ofrecido. Y así, los guerreros abandonaron sus pacíficas obligaciones, salieron de su letargo y dejaron a sus mujeres para volver a empuñar las armas.

Muchos de los reclutados —entrenados y experimentados como soldados— procedían de las legiones romanas, algo sin precedentes. Y, aunque Teodorico había convenido en que no participasen legiones romanas en combate contra sus propios hermanos, era un hecho que todas las legiones fuera de Italia estaban formadas en su mayor parte por descendientes de germanos; en las fuerzas del Danuvius al mando de Teodorico se contaban las legiones Itálica I, Claudia VII y Alaudae V, y entre sus legionarios muchos oficiales y aún más soldados acudieron a sus superiores para abandonarlas, pedir permiso o que les eximieran de servicio —o simplemente desertaron— para incorporarse al ejército ostrogodo. Se

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