—No puede hacerse una ceremonia tan elaborada como yo quisiera por el simple hecho de que no hay más que una iglesia arriana para celebrarla, y ésa, que es el Baptisterio, antiguamente eran unos simples baños romanos. ¡Figúrate, Thorn! Eso es lo único que pudo adquirir el pobre obispo Neon para el culto arriano en una ciudad totalmente dominada por la Iglesia de Roma.
—¿Unos baños romanos? —contesté yo con sorna—. Pues las termas romanas nunca han sido precisamente pequeñas. Y el anciano Neon los ha adaptado magníficamente para el culto. El Baptisterio es bastante grande y suntuoso para el acontecimiento.
—No obstante, le he prometido a Neon construir una iglesia arriana mucho más suntuosa para que sea su catedral, y Neon está radiante de felicidad. En cualquier caso, la ciudad requiere un edificio de esas características, ya que los arrianos van siendo cada vez más numerosos.
—No entiendo por qué te empeñas en mantener la capital del reino en Ravena —repliqué yo malhumorado—. Es un lugar horrendo; húmedo, con nieblas, con olor a ciénaga y toda la noche, si no se oye el zumbido de los mosquitos, te aturde el croar de las ranas. Sólo se respira aire puro en el puerto de Classis, aunque puede uno desmayarse antes de llegar por el mal olor del barrio de los trabajadores.
—Ya tengo previstas mejoras —dijo él, bajando la voz, pero yo proseguí:
—Y el agua es peor que su fétido aire. Lo que el Padus vierte en los canales es agua salobre con suciedad de las marismas y a ello se mezclan los desagües de los retretes de la ciudad. Una porquería. Y
es el único lugar en el mundo en que los romanos beben el vino puro, tal como sale del ánfora, por miedo a mezclarlo con el agua de Ravena. Hace mucho tiempo que recitan esos versos de Marcial: emPrefiero tener en Ravena, una fuente que una viña, pues el agua vendería, más cara que el mejor emvino.
—Ravena ha sido la capital desde que la nombró el emperador Honorio —contestó Teodorico sin alterarse.
—A él lo único que le preocupaba era su invulnerabilidad como lugar de escondite. Pero ni él ni sus sucesores en los últimos noventa años han levantado un dedo para hacerla más habitable. Ni siquiera se ha reparado el acueducto en ruinas para tener agua decente. Ya sé que tú no necesitas un lugar para esconderte. Tú podrías asentar tu capital en cualquier lugar más salubre en que…
—Desde luego, tienes razón. emThags izvis, Thorn, por pensar en Audefleda.
—¿Qué? —exclamé asombrado—. Claro, Audefleda.
—Sí, ella me ha comentado —sin quejarse, no creas— que la humedad le desriza las trenzas, aunque, como siempre está de buen humor, dice también que esa humedad sienta bien a la piel de la mujer. De todos modos, Thorn, es muy de agradecer que hayas pensado en que no tengo consideración con Audefleda haciéndola vivir aquí. Pero no te preocupes; ella es más que feliz padeciendo los inconvenientes de Ravena en tanto me ocupo de solventarlos. Ya le he explicado mis planes para desecar las marismas, reconstruir el acueducto y arreglar la ciudad.
—Le has explicado tus planes —repetí malhumorado—. Pues tus generales, el otro mariscal y yo no sabíamos una palabra.
—Ya lo sabréis, ya lo sabréis. Claro, una mujer amante es feliz de vivir con su marido donde él disponga, pero no iba a esperar de vosotros que os comportaseis como buenas esposas. El comentario me irritó más que ninguna otra cosa que hubiera podido decir, pero sólo acerté a musitar que estaba dispuesto a vivir en donde él dijese.
— emNe, ya sé que te gusta vagabundear. Pero ahora ya he nombrado mariscales de sobra para destinarlos permanentemente a las localidades que proceda. Soas, por ejemplo, será mi delegado en Mediolanum; pero tú, Thorn, quiero que seas mi vicario ambulante, como solías serlo. Que viajes por Italia y a otros países; donde tú quieras, y que me envíes noticias o lo que juzgues interesante. Una misión tan variada será de tu gusto. ¿No es cierto?
Claro que lo sería. Lo era. Pero le contesté un tanto tenso:
—Sólo deseo que me ordenes lo que gustes, no tu real condescendencia.
—Muy bien, Thorn. Entonces, quisiera que viajes a Roma, ya que aún no he decidido a quién nombrar allí como representante, y yo de momento no pienso ir. Vuelve y dime… todo lo que deba saber sobre Roma.
—Parto de inmediato —dije, saludando y abandonando el salón.
Dije «de inmediato» como simple excusa para no tener que estar en Ravena el día de los desposorios. Pues, de otro modo, habría sido de esperar que el emherizogo Thorn, aguerrido mariscal y buen amigo del rey, participase en lugar relevante en los actos de tan fausta jornada. Al haberle ordenado salir de Ravena, Thorn no tuvo que asistir a las nupcias. Pero Veleda sí que estuvo. Es la manera que tiene una mujer de resolver una agobiante inquietud: como no la alivia rascándose, rascársela más y más hasta que duele a más no poder.
Asistí a la ceremonia entre otras mujeres de toda edad y condición en la izquierda de la nave del Baptisterio arriano, uniéndome a los rezos, pero no a los comentarios en voz baja que hacían las mujeres, principalmente a propósito de la novia y de lo hermosa que estaba. Sí, la princesa Audefleda lo era, y el rey Teodorico era un hombre regio como ninguno. Menos mal que el anciano obispo Neon resistió
heroicamente a la tentación de celebrar una misa larga e insoportable. Yo, durante los ratos más tediosos, me dediqué a contemplar los bellos mosaicos del templo, que, sin lugar a dudas, se habían añadido al reconvertir las termas romanas, pues eran todos de temática cristiana en vez de pagana. Por ejemplo, en el techo estaba representado el bautismo de Jesús rodeado de todos los apóstoles y desnudo en un río, con una leyenda que decía IORDANN. Lo extraordinario —casi increíble— era el verismo de las escenas —
hechas todas con piedras y vidrio de colores— y lo bien que se apreciaba la limpidez del agua, al extremo de que por debajo de ella se insinuaban las piernas y las partes pudendas del Señor. Partes pudendas dominando unos desposorios. em¡Liufs, cómo se me ocurriría pensar algo así en una iglesia! Llamé al orden a mi divagante mente y fruncí el ceño arrepentida, apartando la vista del mosaico. Y estoy segura de que debí ruborizarme como una amapola cuando posé mis ojos en las de un hermoso varón que había en el ala opuesta, que me sonreía con la mirada.
Cuando nos acostamos, reconocí en él a un emoptio de las emturmae de Ibba con quien a veces me había tropezado siendo Thorn; pero eso me tenía sin cuidado. De su nombre ya ni me acordaba ni me importaba. Él no me preguntó cómo me llamaba, pero tampoco eso me importaba. Y cuando intentó, casi sin aliento, hacerme cumplidos por mi ardor, le dije que callase, porque no tenía ganas de hablar. Cuando en la refriega, en medio de gritos y espasmos de éxtasis musité una y otra vez el nombre de otro,
mirándole a hurtadillas, tampoco me importó lo que pensase; y al cabo de un buen rato, cuando pidió
tregua, no se la concedí. Yo no quería parar. Y así continuamos hasta que él no pudo más y se apartó de mí para marcharse avergonzado y horrorizado, pensando quizá que me hallaba embrujada.
Un día de verano, cuando ya se había puesto el sol, llegaba con una reducida escolta a las afueras norte de Roma por la vía Nomentana. Hicimos alto en una taberna del camino en la que había un gran patio y establos para pasar la noche. Al entrar en la sala de la taberna, me sorprendió el saludo jovial del caupo:
— em¡Háils, saio Thorn!
Mi sorpresa fue mayor cuando vi que se me echaba encima, tendiéndome la mano y diciendo:
—¡Ya hacía tiempo que me decía cuándo empezarían a llegar más compañeros!
Y en aquel momento le reconocí, pese a que estaba mucho más grueso. Era el soldado de caballería Ewig a quien no había vuelto a ver desde que le envié a seguir a Tufa cuando salió de Bononia hacia el sur. Y me quedé de una pieza, porque en aquel entonces él me había conocido como Veleda; pero en seguida comprendí que, naturalmente, el joven conocía de vista al mariscal Thorn desde mucho antes. Nos dimos la mano a la manera romana y él siguió charlando animadamente.
—Me alegré mucho al enterarme de que el maldito Tufa había muerto, y sé que fue obra vuestra, tal como dijo la señora Veleda. Por cierto, ¿cómo se encuentra esa bella dama?
Le dije que estaba bien, y añadí que yo también le encontraba a él muy bien, para ser un soldado raso, que, probablemente, seguía en el servicio de emspeculator.
— emJa, la señora Veleda me ordenó quedarme por estos pagos y estar vigilante. Y desde entonces me ha ido muy bien, pero también me he dedicado a otras empresas. Al morir el caupo de este establecimiento, me apresuré a cortejar a la viuda y me casé con ella. Y, como veis, ella, la taberna y yo… hemos prosperado de lo lindo —añadió, dándose gozoso unas palmaditas en la barriga. Así, la taberna se convirtió provisionalmente en residencia mía y de la modesta escolta, y Ewig, que ya había aprendido bien latín y conocía la ciudad —o al menos las partes más accesibles al pueblo llano—, se convirtió en mi entusiasta guía de Roma; un guía instructivo y locuaz. Con él recorrí los principales monumentos y cosas memorables que todo forastero visita en la ciudad, y vi buen número de cosas que imagino pocos visitantes conocen, como fue el barrio del Subura en el que están concentrados todos los lupanares conforme a la ley.
—Como veréis —me dijo—, todas las casas tienen el número de su licencia bien expuesto y todas las emipsitillas son rubias, como también estipula la ley. Tienen que teñirse el pelo o llevar peluca; y nadie hace reparos, ni las mujeres ni los clientes. Como casi todos los romanos son de pelo oscuro, les gusta esa diferencia. Algunas putas se tiñen la melena y el conejo; y perdonad mi lenguaje. No me tomaré la molestia de describir las innumerables vistas y rincones de Roma que todo el mundo conoce, incluso gentes que no han estado allí. Por ejemplo, en todo el universo es conocido el anfiteatro Flavio, popularmente llamado Coliseo por la gigantesca estatua de Nerón que hay junto a él, y en el que se celebran juegos, exhibiciones, espectáculos y competiciones de luchadores y púgiles y combates entre hombres armados y fieras. Pero dudo mucho que cualquier viajero que se contente con acercarse a aquella magnífica fábrica para admirarla, se percate de algo que me dijo el grosero Ewig.
—Observad, emsaio Thorn, cuántas mujeres rubias acechan junto a las puertas cuando sale el público. Putas, claro, y siempre está lleno a la salida del espectáculo, que es cuando hacen más negocio al irse con los hombres que se han puesto lúbricos viendo todos esos ejercicios llenos de sudor y sangre.
El único espectáculo excitante que vi (aunque no provocó mi lubricidad) fue cómo combatían un incendio nocturno las brigadas de vigilancia especiales; bien sabe Dios que otras ciudades padecen incendios devastadores, pero un fuego tan horrorífico sólo puede producirse en Roma, porque sólo en Roma y en la colina Celia hay tantos edificios de cinco y seis pisos, y fue uno de ellos el que se prendió
fuego. La brigada de incendios lo rodeó inmediatamente con colchones de trapos embebidos en vino peleón a guisa de escudos para entrar a rescatar a los vecinos, mientras otros lanzaban al tejado cuerdas con garfios para que los de los pisos altos pudiesen deslizarse por ellas hasta mullidos colchones que pusieron abajo; entretanto, otro equipo de vigilantes luchaba contra el fuego con unas máquinas montadas en carros que llaman sifones de Ctesibio; dos hombres a ambos lados del carro se turnan dando vueltas a un manubrio que acciona un agua que sale con fuerza de un depósito conectado a una tobera que un tercer hombre dirige contra las llamas. Con aquellas máquinas que lanzan el agua hasta el tejado y los colchones mojados con vino, los vigilantes apagaron el fuego del edificio casi tan enteramente y rápido como se apaga un fuego de campamento orinando.
Ewig me llevó varias veces con él cuando iba al mercado con un carrito tirado por un asno para comprar lo que necesitaba para la taberna; empero, casi nunca nos llegábamos a las plazas de mercado, y en seguida me di cuenta de que las personas que me presentaba no eran precisamente de las más respetables. íbamos muchas veces a la calle de Jano, en donde están todos los usureros y prestamistas, y también al barrio de los almacenes, llamado el granero de Pimienta, aunque en ellos hay muchos otros productos además de pimienta; de vez en cuando íbamos también a la vía Nova, en donde están las mejores tiendas de Roma de mercancías más caras; pero allí, Ewig siempre hacía sus tratos por la puerta trasera. No pocas veces fuimos también a los muelles Emporium, a la orilla del río. Cierto día en que Ewig entró en un tinglado y salió furtivamente con unas bolsas de cuero que cargó en el carro, le comenté
sin severidad:
—Caupo, ¿es que únicamente aprovisionas la taberna robando?
— emNe, saio Thorn, yo jamás robo. Es que compro a los que roban. Estos pellejos tan estupendos de aceite de Campania y de vino se los compro a un marinero de un barco que trae barriles llenos de Neapolis, y durante la travesía el hombre desplaza un poquito uno de los aros y hace un agujerito con una barrena en una duela y va sacándolo de cada barril, y luego, a la entrega de la mercancía, esas mermas se achacan a «escapes». Espero que no hagáis objeción, mariscal… del mismo modo que no la hacéis al beber el vino de mi taberna ni al pagar los modestos precios a que estoy autorizado.
em—Ne, ne —contesté, riendo—. Siempre he admirado la iniciativa comercial. Siempre que nuestras andanzas nos conducían al centro de la urbe, no dejaba de acercarme a la parte del Foro que mira a la colina capitolina para leer el emDiurnal que exponían en el templo de Concordia. Ewig no ponía mucho empeño en acompañarme porque no sabía leer. El emDiurnal, que clava en el muro del templo cada mediodía el emaccensus del Foro (quien, al mismo tiempo, vocea «¡Meridies!»
para que se enteren los viandantes que no saben la hora que es), es un resumen escrito de todos los sucesos importantes del día anterior ocurridos en Roma y sus cercanías. En él aparecen las listas de nacimientos y muertes de las familias distinguidas, transacciones comerciales importantes, accidentes y desastres —como el fuego que he mencionado de la colina Cecilia—, avisos de esclavos fugados, y anuncios de próximos juegos, competiciones y cosas así.
En otras ocasiones deambulaba solo por lugares sin atractivo (o interés lucrativo) para Ewig, como el Argiletum o calle en donde se venden los libros; me gustaba tratar con esos vendedores, que suelen ser hombres muy excitables y malhumorados; me enteré de que actualmente sufren un acoso por parte del obispo de Roma, o, mejor dicho, por parte de sus emconsultores inquisitionis o sacerdotes que van a las tiendas a saquear los anaqueles y ver lo que venden. Aunque los emconsultores no tienen autoridad para incautarse de los libros prohibidos en el emIndex Vetitae de Gelasio, se empeñan en colocar marbetes en los ejemplares para que los clientes cristianos, al mirar la mercancía de códices y rollos, vean claramente los permisibles y los «perniciosos» según la apreciación doctrinal o moral.