Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (133 page)

BOOK: Halcón
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los hombres de la Iglesia, por el contrario, jamás se han abstenido ni han renunciado a ninguno de los títulos que se les han concedido, que reclaman o que se inventan. Al igual que Gelasio antes que él, Anastasio II siguió empeñado en darse el título de soberano pontífice, el honorífico de papa y la fórmula protocolaria de «muy glorioso patricio», como han hecho cuantos le han sucedido en Roma; igual que él, han vestido ostentosos atuendos, y cardenales y sacerdotes han ido adoptando cada vez más ricas vestiduras; del mismo modo, los ritos y las procesiones de la Iglesia se han ido adornando con profusión de cirios, incienso y flores, y cruces, báculos y cálices de oro.

Bien, ya en el momento de mi entrevista con Gelasio, yo había entendido sus motivos para desear que su Iglesia resultase más atractiva para la plebe y las clases altas. Antes de mi llegada a Roma, suponía yo que el corazón de la Iglesia Católica sería firmenente cristiano en todas las esferas; pero en seguida me di de cuenta que no era cristiano más que en el medio, tal como suena. Los fieles de la Iglesia de Roma eran casi todos personas que hacían cosas: herreros, artesanos, y todos los que (salvo los judíos, naturalmente) vendían y compraban: mercaderes, comerciantes, expendedores, tenderos, con sus respectivas esposas e hijos. Y ello me recordaba inevitablemente la afirmación del eremita gépido Galindo de que el cristianismo era una religión de comerciantes.

El emcaupo Ewig y muchos otros extranjeros residentes en la ciudad eran arríanos, emergo «heréticos», y casi todos los de las demás clases sociales que él me presentó, si es que profesaban alguna religión, creían en el abundante panteón romano de dioses, diosas y espíritus paganos; lo que más me sorprendió es que la gran mayoría de individuos de las clases altas que me presentó Festus, incluidos algunos colegas suyos del senado, eran también acérrimos paganos. En la época anterior a Constantino, Roma había reconocido

—además de su religión amorfa y pagana— lo que se llamaban emreligiones licitae, es decir el culto de Isis traído de Egipto, el culto de Astarté traído de Siria, el culto de Mitra traído de Persia y el culto judío de Jehová. Y ahora, me resultaba evidente que esas religiones, aunque el estado no las viera con buenos ojos y los clérigos cristianos las reprimiesen violentamente, no habían muerto ni mucho menos ni carecían de fieles.

No es que realmente la gente creyese en ellas; igual que las clases altas que había conocido en Vindobona, éstas de Roma consideraban la religión como una diversión más con la que ocupaban sus ratos de ocio; profesaban una u otra fe de un día para otro, aprovechándolas como pretexto para fiestas y emconvivía. Y, al margen de la religión que profesasen, los nobles de Roma mostraban tendencia a secundar los aspectos más indolentes, groseros o indecentes de la misma. Muchas puertas exhibían estatuas de la diosa pagana Murtia y para poner de relieve que era la patrona de la pereza y la languidez, los jardineros al servicio de la casa dejaban expresamente crecer musgo en ellas. Symmachus, un senador que era

además el funcionario de mayor importancia, el emurbis praefectus y un empatricius e emillustris muy respetado, tenía a la entrada de su villa una estatua de Bacchus con un emfascinum enhiesto y la leyenda «Rumpere, invidia», dando a entender que el que la mirase reventaría, muerto de envidia. Estuve invitado a un emconvivium en esta villa del empraefectus y senador Symmachus, durante el cual nos entregamos al simpático juego de componer palíndromos improvisadamente, por lo que difícilmente puede hacerse en el más puro latín; pero lo que más me sorprendió de tales juegos de palabras fue que tampoco eran de lo más ingenioso; el primero, obra de Boethius, el joven yerno del senador, me pareció

una falta de gusto citarlo mientras comíamos: emSol medere pede, ede, perede melos. El siguiente, obra de Casiodorus, otro joven, tenía al menos el mérito de ser el más largo de aquella velada: SÍ embene te tua laus emtaxat, sua laute tenebis; pero el tercero, emIn girum innus nocte et comsumimur igni, lo dijo una ilustre patricia, llamada Rusticiana e hija de Symmachus, recién casada con Boethius. Como no era ajeno a la falta de decoro ni pudibundo, disfruté mucho en compañía de aquellos nobles libres y desenfadados. Los tres hombres que he mencionado serían altos funcionarios en el gobierno de Teodorico y consejeros allegados, principalmente por sus méritos, pero también porque yo se los recomendé.

Anicius Manlius Severinus Boethius, como su nombre indica era hijo de una de las primeras familias romanas, los Anicios, y su esposa Rusticiana era una hermosa e ingeniosa mujer; aunque aquel Boecio tenía entonces la mitad de los años que yo, vi en él un prodigio de inteligencia y capacidad; lo demostró cuando se hizo cargo de la administración de Teodorico como emmagister officiorum, y por otras muchas cosas que hizo; tradujo al latín no menos de treinta obras griegas de ciencia y filosofía, entre ellas las de astronomía de Ptolomeo, de aritmética de Nicómaco, de geometría de Euclides, de teoría de la música de Pitágoras, así como las de Aristóteles sobre todos los ámbitos de la creación. La biblioteca de Boecio era la más completa de las que yo conocí (la sala principal estaba recubierta en sus paredes de marfil y vidrio para que fuese digna depositada de aquellos tesoros); pero Boecio no era un erudito recalcitrante apolillado, sino un ingenioso artesano. Para celebrar no recuerdo qué eventos, inventó, construyó y regaló a Teodorico una preciosa y complicada clepsidra, un ingenioso y complejo globo terráqueo y un reloj de sol en el que había una estatua del rey que, por medio de diestros mecanismos, siempre daba la cara al sol.

Puede que Boecio heredase su tendencia literaria del empraefectus y senador Symmachus, ya que éste también fue autor de una historia de Roma en siete volúmenes, pues Boecio, que había quedado huérfano de niño, se crió en casa del senador, que, como he dicho, más tarde fue su padre adoptivo, suegro y amigo y mentor toda su vida. El buen Symmachus ya ocupaba el cargo de empraefectus urbis de Roma en tiempos de Odoacro, pero al ser, además, de una familia noble, rica e independiente, no se sentía obligado con el gobernante, por lo que Teodorico le confirmó en el cargo, hasta que años más tarde fue nombrado emprinceps senatus o portavoz de aquel organismo y dedicó todo su tiempo a los asuntos senatoriales. El Casiodoro de que hablo fue uno de los dos que ostentaron ese nombre, padre e hijo, ocupando ambos importantes cargos en el gobierno. Casiodoro empater ya tenía el cargo en tiempos de Odoacro y fue otro de los personajes a quien Teodorico mantuvo en él, por la simple razón de que era el más adecuado para ello. De hecho, ostentaba dos títulos, generalmente otorgados a personas distintas, el de emcomes rei emprivatae y el de emcomes sacrarum largitionum, por lo que se hallaba al frente de las finanzas del estado, de los impuestos y de los gastos.

A Casiodoro hijo, exactamente igual que a Boecio, Teodorico le dio el cargo de emexceptor y emquaestor y escribió toda la correspondencia del rey y sus decretos; Casiodorus emfilias fue el autor del más largo de aquellos palíndromos que he citado, lo cual da cierta idea de su estilo prolijo y florido; pero eso era precisamente lo que Teodorico quería. La proclama em«non possumus» relativa a las creencias religiosas, que Toedorico había redactado con su estilo escueto, había sido recibida con tal frialdad por muchos, que el rey consideró necesario que sus posteriores decretos fuesen escritos en un lenguaje más elevado y fluido.

Y Casiodoro era el más indicado; recuerdo una ocasión en que Teodorico recibió una carta de unos soldados quejándose de que les habían pagado el emacceptum de enero en emsolidi con falta de peso;

Casiodoro escribió la contestación, que comenzaba así: «Los brillantes dedos argénteos de Eos, la joven aurora, comienzan a abrir trémulos las puertas de oriente en el áureo horizonte…» para a continuación esbozar unas reflexiones sobre la «naturaleza sublime de la aritmética, por la que se rigen cielo y tierra…»

No recuerdo lo que decía a continuación ni si se resolvió el pleito, pero sí que me he preguntado muchas veces lo que pensarían unos soldados curtidos en la milicia al leer aquella florida misiva. En cualquier caso, con romanos tan sabios y capaces como los que se sentaban a la mesa del consejo de Roma y Ravena (y había muchos más que esos que he nombrado), Teodorico disponía de un gobierno con más inteligencia, erudición y capacidad que cualquiera de los que había tenido el estado desde la época dorada de Marco Aurelio.

CAPITULO 3

Con buenos administradores romanos y buenos hombres de armas godos a su servicio, Teodorico pudo desde el primer momento concentrar sus esfuerzos en asegurar las fronteras del reino haciendo fraternas alianzas con posibles enemigos. En esa obra contó con la ayuda de buenas mujeres; ya el casamiento de su hija Arevagni con el príncipe Segismundo le había emparentado con la familia reinante en Burgundia, y su propia boda con Audefleda le convertía en cuñado del rey franco Clodoveo. A partir de ese momento, en poco tiempo, hizo a su hermana viuda Amalafrida esposa del rey vándalo Trasamundo, su hija menor Thiudagotha del rey visigodo Alarico III y su sobrina Amalaberga del rey turingio Hermanafrido.

Fue durante mi primer viaje a Roma cuando llegó a la ciudad eterna la hermana de Teodorico, camino de Ostia para reunirse con su futuro esposo; por lo que tuve el gusto de darla la bienvenida y procurarle el máximo de comodidades durante su breve estancia. Amalafrida y su séquito se alojaron en la recién adquirida embajada en el emvicus Jugarius y yo la presenté a mis amigos romanos (los del círculo de Festus, no del de Ewig), la acompañé a los juegos del Colosseum, al Theatrum Marcelli y a otros espectáculos, pues advertí que no estaba muy animada. Efectivamente, en su estilo formal de mujer madura, me confió lo siguiente:

—Como hija de rey, hermana de rey y viuda de emherizogo, estoy más que acostumbrada a las razones de estado. Así que, sin lugar a dudas, me desposaré gustosamente con el rey Trasamundo. Pero —añadió

con una tímida carcajada— aunque una mujer de mi edad, madre de dos hijos ya mayores, debería regocijarse ante la perspectiva de un nuevo esposo, y más un rey, pienso que dejo a mis hijos y marcho a un lejano país extranjero de otro continente y a una ciudad que tiene fama de ser una fortaleza de piratas. Por lo que he oído decir de los vándalos, no creo que Cartago sea una corte de lo más refinado ni Trasamundo el mejor de los esposos.

—Permitid que os tranquilice en lo que pueda, princesa —dije yo—. Yo tampoco he puesto el pie en el continente de Libia, pero me he enterado de ciertas cosas aquí en Roma; los vándalos son un pueblo marinero, es cierto, y muy belicosos por mantener el dominio de los mares con sus flotas, pero cualquier mercader podrá deciros que son muy comerciantes y que se han enriquecido con el comercio; riquezas que gastan en cosas más refinadas que barcos de guerra y fortificaciones. Trasamundo acaba de terminar en Cartago la construcción de un anfiteatro y unas inmensas termas, que, según me han dicho, son las más grandes de Libia, después de las de Egipto.

—No obstante —replicó Amalafrida—, mira lo que hicieron los vándalos en Roma hace cuarenta años. Aún se ven las ruinas en que dejaron a los más gloriosos monumentos y edificios del mundo.

—Han sido los romanos quienes lo han hecho en los años posteriores a la invasión de los vándalos

—contesté, meneando la cabeza, y pasé a explicarle el atroz pillaje de materiales de construcción—. Cuando entraron los vándalos, se dedicaron al pillaje de muchas cosas de valor transportables, pero tuvieron buen cuidado de no dañar a la ciudad eterna.

—¿Es eso cierto, Thorn? ¿Y por qué son conocidos en todo el orbe como espantosos destructores de todo lo bueno y hermoso?

—No olvidéis, princesa, que los vándalos son cristianos arríanos, como vos y vuestro real hermano, aunque, a diferencia de Teodorico, ellos nunca han tolerado a los cristianos católicos, y no han consentido que haya obispos católicos en sus tierras de África; por eso la Iglesia de Roma siempre les ha tenido rencor y cuando los vándalos sitiaron y pillaron la ciudad, los romanos aprovecharon la ocasión para atribuirles una fama peor de la que merecían. Es la Iglesia cristiana católica la que ha inventado y propagado esas mentiras sobre los vándalos. Yo espero con toda confianza que cuando estéis allí veáis que no son ni mejores ni peores que otros cristianos.

No sé si así lo vio, porque nunca fui a Cartago ni a ninguna ciudad de África, ni en realidad a ninguna ciudad del continente de Libia; pero sé que Amalafrida fue reina y esposa de Trasamundo hasta la muerte de éste, quince años después. Lo cual podría tomarse como prueba de que su nueva vida no sería tan intolerable.

Regresé a Ravena cuando la princesa Thiudagotha preparaba su viaje a Aquitania para desposar al rey Alarico de los visigodos. Así, solicité permiso a Teodorico para acompañar a su hija y al numeroso séquito hasta Genua y ver por primera vez el mar Ligur del Mediterráneo; durante el viaje, igual que cuando era una niña, me confió muchos de sus temores y sentimientos, en particular sus aprehensiones a propósito de ciertos aspectos del matrimonio. Y yo pude darle paternales consejos (no sé si más bien maternales) que no habría podido oír ni de boca de su cariñoso padre ni de sus atentas criadas (porque su padre no había sido mujer y sus criadas no habían gozado de mi gran experiencia como mujer). El rey Alarico no me dio las gracias, ni yo las esperaba, pero confío en que apreciase la extraordinaria habilidad de su joven cónyuge.

Cuando regresé de Genua a Ravena, Amalaberga, sobrina de Teodorico, se disponía a viajar a la septentrional Taringia para casarse con el rey Hermanafrido, y cuando salió con su séquito yo la acompañé parte del camino, porque tenía motivos propios para viajar en esa dirección; quería hacer una visita a mis tierras de Novae que tenía abandonadas hacía años. Como Amalaberga y yo nos conocíamos poco, y no éramos viejos amigos como sucedía con Thiudagotha, no hablamos de confidencias, y la muchacha llegó al matrimonio menos preparada que su prima; pero dudo mucho que Hermanafrido hubiese advertido sutiles habilidades eróticas en la novia. Los turingios eran un pueblo nómada, poco civilizado, y su capital de Isenacum, una simple aldea; por lo que imaginé que el rey sería un hombre rústico, simplote y sin gusto.

Conforme avanzábamos hacia el norte, al salir de Ravena, vimos complacidos que había brigadas enteras trabajando en los arreglos de la deteriorada vía Popilia, reponiendo las piedras de toba, cambiando las losas y echando mortero y marga en el firme, para que quedase como era propio de una calzada romana; desde la vía se apreciaban las nubes de polvo que se alzaban al oeste, donde se llevaban a cabo los trabajos para reconstruir el arruinado acueducto para volver a abastecer Ravena con agua potable. Amalaberga y yo nos separamos en Patavium; su séquito prosiguió en dirección norte y yo me dirigí al Este para rehacer la ruta que había seguido con los ostrogodos en la invasión de Italia. Cruzando sin prisas Venetia, vi que allí también se trabajaba en la reconstrucción de la fábrica de armas de Concordia, en ruinas desde tiempos de Atila. En Aquileia, en el puerto de Grado reinaba gran actividad y ya clavaban los pilotes y alzaban los puntales de las nuevas atarazanas y el dique seco de la flota romana; por cierto que la flota contaba con un nuevo empraefectus clasiarii, o comandante en jefe, recién nombrado por Teodorico, ascendiendo al que antes mandaba en la flota del Hadriaticus. Me refiero, naturalmente, a Lentinus, a quien rendí complacido visita en Aquileia; sus nuevas responsabilidades le habían hecho adquirir como más dignidad, pero cuando me confió lo feliz que le hacía «no estar ya atado por la neutralidad», comprendí que no había muerto su habitual entusiasmo.

BOOK: Halcón
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Death of a Liar by M. C. Beaton
Prophecy Girl by Melanie Matthews
Ferney by James Long
To the Limit by Cindy Gerard