Halcón (136 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Como he dicho, él no actuó como los conquistadores de la antigüedad, que imponían al vencido su moral, sus costumbres y su religión; él hizo cuanto pudo por que los ciudadanos romanos adquiriesen mayor conciencia de su legado histórico y lo respetasen más, como fue el caso cuando impidió el deterioro de los monumentos antiguos y fomentó su restauración.

Reformó algunas de las leyes tradicionales de Roma sólo para hacerlas menos severas y dictó otras más estrictas. Por ejemplo, según el código romano, independientemente del castigo que se aplicase a un delincuente, ello conllevaba casi siempre la confiscación de sus bienes, y no sólo los suyos, sino los de sus parientes más lejanos. Teodorico atemperó la ley, dejando exentos de confiscación a todos los familiares del culpable a partir del tercer grado de consanguinidad.

Por el contrario, el delito de soborno —que se castigaba con blandura, desterrando al culpable, y eso cuando se castigaba— era tan frecuente entre los que ostentaban algún cargo, que nunca se denunciaban unos a otros. Era, efectivamente, un delito tan generalizado como cosa natural, que los funcionarios habían establecido un sistema de condiciones para todos los niveles de la administración, y si un ciudadano acudía a un emtabularius para obtener la licencia de un puesto en el mercado, pongamos por caso, aparte de la suma que se estipulaba para ese permiso, el funcionario consultaba la escala de sobornos para saber lo que tenía que pedir como dádiva. Cuando Teodorico legisló que el castigo por soborno fuese la pena capital, la incidencia del delito disminuyó rápidamente. La muerte era el castigo estipulado por la ley romana para los culpables de falsa acusación a otra persona; y se pensará que no existe un castigo más draconiano que la muerte, pero Teodorico pensó que este delito merecía un castigo aún más ejemplar y decretó que el castigo de tan despreciable actitud fuese morir en la hoguera.

Teodorico halló en las tierras romanas una clase de fraudulencia desconocida fuera de Italia: tanto el que producía algo como el que lo necesitaba estaban acostumbrados a ser engañados por el intermediario, el mercader que compraba y vendía; eso era debido a que todos los comerciantes tenían la costumbre de pagar el producto en moneda con falta de peso o de ley, y al mismo tiempo, vender con falta de peso al comprador. Así, Teodorico y el inteligente Boecio establecieron nuevas leyes severas de acuñación y de pesas y medidas; los monederos de la ceca hicieron nuevas monedas y Boecio instituyó

inspectores en los mercados para que se cumpliera la ley.

Para erradicar la atroz corrupción y favoritismo de los altos círculos de Roma y la «amicitia», que no era más que un vocablo cortés para definir la complicidad y la falta de honradez, Teodorico no se avino a contemplaciones ni con sus más allegados; su sobrino Teodoato fue acusado de turbias prácticas para hacerse con una inmensa finca en Liguria. A mí no me sorprendió, pues era aquel hijo de Amalafrida que ya desde pequeño no me gustaba nada. No se llegó a demostrar que hubiese fraude en la transacción, por lo que Teodoato no recibió castigo, pero la simple sospecha bastó para que el rey le ordenase devolver las tierras a los antiguos propietarios.

La decisión de Teodorico de impartir equitativamente justicia a todos sus subditos le llevó a decretar otra modificación de la ley romana, aunque sabía que le granjearía vituperios de sus detractores; quizá parezca un simple cambio, una cuestión de vocabulario —por el que se estipulaba que los tribunales debían tratar con imparcialidad incluso a «los que erraban en la fe»—, pero ello bastó para provocar la ira entre los romanos acérrimos y la Iglesia de Roma. «Los que erraban en la fe» incluía al propio Teodorico, puesto que él no era cristiano católico, y todos los arrianos considerados herejes y paganos; pero más concretamente, la frase daba cobertura jurídica hasta a los judíos, pero en la Iglesia de Roma causó un

enorme escándalo y se consideró gravemente injuriada. «¡Ahora, los detestables judíos podrán atestiguar contra los sinceros cristianos!», clamaron todos los sacerdotes desde el pulpito. em¡Y los creyeron!

Empero, una de las innovaciones de Teodorico fue admirada y aprobada incluso por los que en otros aspectos le maldecían. Él y su firme administrador del erario, el emcomes Casiodoro padre, pusieron fuerte freno a los recaudadores de impuestos del gobierno; anteriormente, esos emexactores no cobraban del estado por su trabajo, sino que sus emolumentos consistían en todo lo que podían extorsionar al contribuyente por encima de lo legalmente establecido; cierto que el sistema había servido para que Roma recaudase hasta el último emnummus necesario, pero también había dado lugar al enriquecimiento de los recaudadores, provocando a veces entre los contribuyentes sangrientos disturbios. Ahora, los emexactores cobraban un emstipendium fijo y eran escrupulosamente supervisados para que no abusaran de su cargo; es muy posible que fuesen menos rigurosos en la recaudación y el tesoro dejase de ingresar alguna cantidad, pero el pueblo estaba mucho más contento. En cualquier caso, Casiodoro padre fue tan hábil en la administración de las finanzas del estado, que habitualmente existía un superávit del tesoro, lo que permitió a Teodorico, a veces, mitigar los impuestos o eliminarlos en regiones en las que se habían dado malas cosechas o habían padecido alguna otra calamidad.

A él siempre le preocupaba más el bienestar del pueblo que el de la nobleza y la clase mercantil, y molestó a muchos de éstos al establecer precios fijos en los alimentos básicos y otros artículos de necesidad; pero los comerciantes eran pocos comparados con el cuantioso número de la emplebecula que se benefició con el decreto. Una familia podía adquirir un emmodius de trigo, suficiente para alimentarse una semana, por tres denarios, y un emcongius de vino bastante bueno por un sestercio; sólo en contadas ocasiones la preocupación de Teodorico por las clases humildes le llevó a errores de juicio. Probablemente su acto menos acertado fue prohibir a los mercaderes de trigo exportarlo de Italia para ganar más en el extranjero; sus consejeros Boecio y Casiodoro padre se apresuraron a decirle que tal medida redundaría en ruina de los agricultores de trigo de Campania, y él derogó de inmediato el decreto. A partir de entonces siempre tuvo buen cuidado de consultar al emcomes Casiodoro y al emmagister Boecio en asuntos de buena intención que pudiesen producir efectos adversos, y ellos impidieron que cometiese errores.

Aunque Teodorico se interesaba personalmente por muchos de los asuntos secundarios relativos al bienestar de sus subditos, dudo mucho que viese el documento, que llevaba su sello, nombrando emmagister de un emhorno de cal:

«El pájaro volandero ama su propio nido. Las fieras de presa siempre vuelven a su guarida en la maleza. El voluptuoso pez que surca los océanos regresa siempre a su cueva habitual. ¡Cuánto tiempo seguirán amando los blancos y lustrosos edificios de Roma sus hijos! No puede dudarse de que la cal, que es blanca como la nieve y ligera como la esponja, es útil en los edificios más impresionantes. En la medida en que se desintegra por la aplicación del fuego confiere resistencia a las paredes; es una piedra soluble, de suavidad pétrea, un guijarro arenoso que arde mejor cuanto más agua la disuelve, y sin la cual las piedras no quedan fijas ni las minúsculas partículas de arena se convierten en piedra de hierro. Por consiguiente, te encargamos, a ti que eres famoso por esa industria de la cal viva, de que haya abundante cantidad para las obras públicas y privadas, y para que así los arquitectos estén más predispuestos a emprender más construcciones. Hazlo bien y serás digno de más elevados cargos. ¡Que así sea!»

En el discurso que pronunció Teodorico ante el senado romano, decía que «conservar reverentemente lo antiguo es más encomiable que erigir lo nuevo»; pero él hizo ambas cosas. Y en poco tiempo, no sólo en Italia sino hasta en las provincias lejanas, hubo nuevos edificios y otros antiguos cuidadosamente reparados, con placas de cerámicas de agradecimiento de la población: REG DN THEOD FELIX ROMAE. Pero cuando algún dignatario extranjero, recién llegado a Italia, daba la enhorabuena al rey por sus cuantiosas contribuciones a la felicidad del imperio romano, Teodorico se complacía en relatar una irónica anécdota:

«Había en la antigüedad un gran escultor a quien se le encargó un monumento al rey, y él esculpió

uno fastuoso, pero en el pedestal grabó una frase de elogio a sí mismo, la cual recubrió con piedra de hierro en la que iba grabada la frase de elogio al rey. Al cabo de los años, la piedra de hierro se

desmoronó dejando al descubierto la otra inscripción, de modo que el nombre del rey cayó en el olvido y el del escultor, también ya muerto, no significaba nada para ninguno.»

Me da la impresión de que quizá Teodorico no pensaba de un modo muy halagüeño respecto a su propio reinado.

Después del nacimiento de su última hija, Amalasunta, ya no tuvo más hijos. Podría pensarse que el rey, desesperando de engendrar un hijo, abandonase el lecho de la reina, pero yo sé que no lo hizo, pues él y Audefleda siempre se amaron tiernamente, y yo los veía con frecuencia en privado y en público. No obstante, por la razón que fuese, la reina no volvió a dar a luz. Mientras tanto, la hija, en un aspecto, resultó excepcional al ser producto de dos excelentes razas y de unos padres excepcionalmente hermosos, y Amalasunta creció y se hizo una mujer más hermosa de lo que yo habría pensado. Lamentablemente, al ser la única hija de aquel matrimonio, la emúltima hija, estuvo muy mimada por padre, madre, nodrizas, criados y cuantos la rodeaban e, inevitablemente, fue una jovencita altanera, exigente, petulante y engreída, que se hizo desagradable a pesar de sus encantos físicos.

Recuerdo que en cierta ocasión, en que no tendría más de diez años, dio en mi presencia una fuerte reprimenda a una criada de palacio por una nadería; como no estaban allí sus padres, y como yo tenía edad de sobra para ser su padre, me tomé la libertad de reprenderla:

—Niña, tu real padre jamás hablaría así ni al más humilde esclavo. Y menos habiendo alguien delante.

Ella se envaneció de un modo desmedido y, aunque no tenía más que una naricilla, me miró de arriba a abajo y contestó con frialdad:

—Puede que mi padre olvide, a veces, que es rey y descuide exigir el respeto que a un rey se debe, pero yo no pienso olvidar que soy hija de rey.

Cuando la intolerancia natural de Amalasunta se hizo evidente a sus propios padres, éstos lo lamentaron preocupados, pero ya no había nada que hacer para cambiarla. Y yo creo que a Teodorico debe perdonársele en cierto modo por haberle consentido aquella manera de ser que la hizo una virago. Sus otras dos hijas se desposaron con reyes extranjeros, y, por lo tanto, ésta sería su sucesora, Amalasunta emregina o incluso Amalasunta emimperatrix. Ella y su eventual consorte —y habría que elegirle con sumo cuidado— serían quienes prolongasen la línea sucesoria de Teodorico emel Grande. En algunas de las empresas más ambiciosas de Teodorico, destinadas a desarrollar la producción y el comercio en sus dominios, yo fui su principal agente. Dirigía una tropa de legionarios y emfabri militares al sur de Campania para volver a poner en funcionamiento una antigua mina de oro abandonada y reclutar trabajadores indígenas; y también otra por la costa de Dalmacia para hacer lo mismo en tres minas de hierro en igual estado. En ambas localidades, nombré un emfaber para dirigir los trabajos, dejé una emturma de soldados para mantener el orden y yo me quedé el tiempo necesario para asegurarme de que la mina producía cuando yo me marchase.

Aunque Roma en su gran época había sido el centro de una red de vías de comercio que se esparcían por toda Europa, prácticamente la única ruta de comercio que perduraba en tiempos de Teodorico era la de la sal entre Ravena y Regio Salinarum. Naturalmente, deseoso de reactivar el otrora próspero tráfico comercial, el rey me encomendó el proyecto de rehacer las antiguas vías, trabajo que me tuvo ocupado varios años.

La reapertura de los corredores este-oeste no fue muy difícil, porque todos discurrían por naciones y provincias más o menos civilizadas desde Aquitania hasta el mar Negro. Algunas de las antiguas vías romanas necesitaban reparación, pero en general estaban transitables y seguras para el viaje gracias a los puestos de guardia bien provistos de alojamiento y comedores para los mercaderes y sus caravanas. El río Danuvius constituía la ruta fluvial alternativa y también se hallaba bien vigilada por las flotas romanas de Panonia y Moesia, a la par que contaba con pueblos y puestos de comercio a lo largo de su curso. Meirus el Barrero quedó muy complacido cuando le nombré praefectus encargado de supervisar el terminal de Oriente de aquellas rutas; precisamente en su ciudad de Noviodunum concluía la ruta fluvial y era él quien regulaba el transporte de llegada y de salida a las otras ciudades portuarias —Constantiana,

Kallatis, Odessus y Anchialus— que eran término de las vías terrestres; no me resultó muy extraño que Meirus realizara una irreprochable tarea manteniendo aquel terminal sin descuidar, a la par que sus negocios y el abastecimiento de esclavos a mi escuela de Novae.

La reapertura del corredor comercial romano norte-sur fue mucho más arduo y me llevó mucho más tiempo, porque las tierras al norte del Danuvius no eran romanas ni habían conocido a fondo su civilización o habían sido hostiles; pero pude organizado y así Italia tuvo un acceso al mar Sármata más seguro que el que antaño tuviera el imperio. Para trazarlo seguí aproximadamente la misma ruta por la que yo y el príncipe Frido habíamos llegado desde la costa del Ámbar, con la salvedad de que elegí

caminos y vías adecuadas para los carros y carretas y yuntas de tiro.

En mi primer viaje llevé una considerable fuerza de caballería, no de legionarios, sino de ostrogodos y otros guerreros germánicos, pues de haber parecido una invasión romana habríamos encontrado aún mayor oposición; pero logré convencer a los reyezuelos y jefes tribales de aquellas regiones de que éramos parientes de raza y representantes del gran compatriota Teodorico (o Dieterikh af Bern, como muchos de ellos le llamaban), cuyo único propósito era trazar una ruta segura por sus tierras para mutuo beneficio; sólo tres o cuatro de aquellos gobernantes rústicos hicieron objeciones, y tan sólo un par de ellos amenazaron con resistirse por la fuerza, en cuyo caso nos limitamos a dar un rodeo a sus pequeños territorios. Yo dejaba a intervalos destacamentos de tropas, dándoles instrucciones para que dispusieran puestos de guardia y alistasen a guerreros indígenas para que les ayudasen. En mi segundo viaje por aquella ruta —un viaje muchísimo más lento— llevé no sólo otra tropa de caballería, sino un notable contingente de ciudadanos y campesinos con sus familias que deseaban probar fortuna en lugares remotos, y los fui dejando en grupos de dos o tres familias en sitios esparcidos para que comenzasen a edificar las tabernas y establos de la ruta, establecimientos que quizá en el futuro constituyesen el núcleo de poblaciones mayores.

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