Halcón (139 page)

Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
10.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Debió conocer en uno de aquellos viajes al patricio Justiniano y él quedó prendado de ella. Y ahora, Teodora, a la edad de diecinueve años, se había «retirado», haciéndose «respetable», lo que significaba que sólo era concubina de Justiniano. Pero aun aquéllos que más la detestaban tenían que admitir que era inteligente, astuta y calculadora; es decir, que se discernía su mano en muchos de los decretos que Justiniano promulgaba cual si fuesen obra del emperador Justino.

Teodora quería casarse con Justiniano para ser emperatriz, y él quería casarse con ella porque, como devoto cristiano ortodoxo, ansiaba legitimar la unión. Pero una de las leyes más antiguas del imperio romano impedía a los nobles desposarse con «mulieres scenicae, libertinae, tabernariae», es decir, de la escena, la calle o las tabernas. Los dos amantes querían modificar la ley de modo que una mujer viciosa que tuviera un «arrepentimiento notorio», quedase legalmente limpia y pudiese casarse con quien quisiese; para que la nueva ley no pareciese una farsa, el arrepentimiento debía ser pasablemente creíble y

¿quién podía dar fe de que el arrepentimiento era «notorio», sino la Iglesia? No es de extrañar que Justiniano y Teodora hiciesen todo lo posible por la avenencia del clero cristiano. Sus esfuerzos dieron fruto. Uno de los más elogiados logros del reino de Justino fue la «hazaña diplomática» de acabar con el cisma que durante tanto tiempo había enfrentado a la Iglesia de Roma y de Bizancio. Indudablemente, para los creyentes de las Iglesias hermanas era un acto encomiable, pero, sin embargo, al aliarse tan abiertamente con aquellas dos sectas cristianas, Justino se enfrentaba tácitamente con las otras religiones que existían en el Imperio, incluida la «herejía» cristiana del arrianismo. En otras palabras, el emperador de Oriente era ahora enemigo de religión del que reinaba en el Imperio de Occidente, y eso confirió cierto peso y estímulo a la Iglesia de Roma para que siguiera vilipendiando a Teodorico.

Durante muchos años, los frecuentes venablos de los hombres de la Iglesia sólo algunas veces le molestaban y la mayoría de las veces le divertían, pero aquella implacable oposición a su reinado tenía otros aspectos preocupantes. Impedía que los romanos y los extranjeros llegasen a esa integración completa y amigable que el rey había previsto para todos sus subditos; a los romanos los hacía desconfiados y les impedía apreciar los esfuerzos en ese sentido, y al mismo tiempo hacía que los godos murmurasen que era demasiado complaciente con aquellos indígenas desagradecidos. Teodorico no era un hombre dado a preocuparse, pero tenía que mantenerse avizor ante los enemigos que surgiesen dentro y fuera del reino; si cualquier monarca cristiano hubiese aspirado a invadir el reino godo, o un cristiano desafecto hubiese querido sublevarse, en cualquiera de los dos casos se habría sentido respaldado por el hecho de que la Iglesia de Roma podía incitar a sus fieles a unirse al bando del «liberador cristiano» y a

tomar las armas contra el invasor «hereje». Fue en cierto modo por ese motivo por el que Teodorico, al principio, eliminó a los romanos de alto rango del ejército y posteriormente decretó que nadie que no perteneciera al ejército tuviese armas.

Desde la fulminante derrota de los gépidos en Sirmium y la huida de las galeras de Anastasio de los puertos del Sur, los dominios de Teodorico no habían vuelto a sufrir acoso alguno. Pero no tardó en presentarse una amenaza imprevisible; me llegaron los primeros rumores un día que arribó a Roma una expedición de esclavos de mi escuela, acompañados por Artemidoro. Me sorprendió que fuese el griego en persona quien trajese a los esclavos, pues él casi nunca salía de la finca de Novae; ya no era joven ni podía presumir de perfil clásico, pues, como les sucede a los eunucos, había engordado mucho y los viajes le molestaban. Pero comprendí por qué había venido, cuando, nada más llegar, me hizo un aparte:

— emSaio Thorn, os digo esto tal como me lo han contado, pero no lo confiéis a ningún mensajero. Entre los hombres de más confianza del rey Teodorico se prepara una traición.

CAPITULO 6

Una vez que Artemidoro me lo hubo explicado, yo le contesté, glacial:

—Me he hecho comerciante de esclavos para rendir un buen servicio a los de las clases altas, no para tener escuchas en sus casas.

Con la misma frialdad, el griego me replicó:

—Yo también, emsaio Thorn. A mis alumnos les prevengo con gran severidad para que no escuchen tras la puerta y cuenten chismes. Y hasta las mujeres aprenden a ser discretas y decentes. Pero en esta ocasión no son simples chismorreos.

—Ya lo creo que sí; afectan a la reputación del ostrogodo Odoin que tiene rango de emherizogo, igual que yo, y cuyo cargo de general es equivalente al mío de mariscal. ¿Vas a creer a un esclavo contra su palabra?

—De mi esclavo —replicó Artemidoro, con suma frialdad—. Un producto de mi escuela. Y el joven Hakat es del Quersoneso, un pueblo que tiene fama de honrado.

—Le recuerdo. Se lo vendí a Odoin para que le sirviera de emexpector, pues, pese a todos sus títulos y honores, el general no sabe leer ni escribir. Pero él reside aquí, en Roma. Si es un asunto tan importante,

¿por qué no ha venido a decírmelo a mí el esclavo Hakat? ¿Por qué te ha enviado aviso a ti y a Novae.?

—Los del Quersoneso tienen una peculiaridad racial, una exagerada reverencia por sus mayores. Hasta un hermano más pequeño, cuando uno mayor entra en la habitación, se pone en pie de un salto y no habla hasta que no lo ha hecho su hermano. Para mis pupilos del Quersoneso, yo soy como un hermano mayor y a mí vienen con sus cuitas.

—Muy bien. Pues entonces le daré al joven Hakat una hermana mayor para que contribuya a averiguar la verdad. Hazle saber que, en cuanto pueda, cruce el Tíber y busque la casa de una dama llamada Veleda…

El general Odoin y yo no habíamos sido muy amigos, pero nos habíamos visto bastante en la corte de Teodorico. Así, como quería infiltrarme como emspeculator en su residencia, tenía que hacerlo sin que me reconociera. Cuando Hakat se presentó en mi casa del Transtíber, le dije:

—Tu amo seguramente no sabrá cuántos esclavos tiene, ni le preocupa. Incluyeme entre ellos durante un tiempo; los demás esclavos no cuestionarán la autoridad del emexceptor del amo, y puedes decirles que soy tu hermana mayor, viuda y sin recursos, que está sin trabajo.

—Excusad, Caia Veleda —dijo el joven, tosiendo discretamente. Era un joven muy bien parecido, como lo son todos los del Quersoneso, hombres y mujeres, y procuraba no hacer gala de los buenos modales que le había enseñado Artemidoro—. La cuestión es… que no hay muchos esclavos, en ninguna casa, de la elegante y distinguida… edad de la señora.

Aquello me picó en mi amor propio y le repliqué:

—Hakat, aún no estoy dispuesta a quedarme arrinconada en una cocina. Y puedo simular la humildad de una esclava con la bastante abyección para engañarte hasta a ti.

—No he querido faltar al respeto —se apresuró él a decir—. Y, desde luego, la señora es lo bastante bella para pasar por mi hermana mayor. Mandadme, Caía Veleda. ¿En qué preferís servir?

— emVái, ponme en la cocina, en la despensa, en el fregadero; me da igual. Sólo quiero estar en un sitio en que pueda ver las visitas de tu amo y prestar atención a lo que hablan. Y así, unos cincuenta años después de mis primeras experiencias en la cocina, volvía a encontrarme haciendo la faena de fregona; pero esta vez lo hacía con un propósito que valía la pena, y aunque pronto obtuve lo que buscaba, debo señalar que hacer de espía resultó más fácil que hacer de esclava. Lo que recordaba de mis trabajos menestrales en San Damián no me ayudó mucho allí, pues que en la casa de un noble romano se trabaja con mucho mayor eficacia y la cocina funciona con más orden que la de una abadía cristiana. Mis compañeros esclavos no hacían más que regañarme e insultarme.

—¡Vieja imbécil, así no se lleva una bandeja! ¡Cógela por debajo, no con los dedos por el borde!

—¡Vieja eslovena asquerosa! ¡Tu casucha la limpiarías de cualquier manera, pero en esta cocina se limpia también entre las losas! ¡Si acaso, hazlo con la lengua!

—¡Vejestorio inútil! Cuando cruces el umbral del emtriclinium, deja de arrastrar los pies. ¡Delante del amo se anda sin hacer ruido por muy cansada que estés!

Los otros esclavos decían que me reprendían por el celo que ponían en dar buen servicio y les apenaba verlo entorpecido por mis torpezas y negligencias, pero pronto me di cuenta de que les complacía despreciarme, dándose importancia con ello. Es evidente que entre los esclavos hay tanta competencia como en un gallinero y muy poco respeto mutuo. Son seres que sólo pueden despreciarse entre ellos, y es lo que hacen. Artemidoro diría que un buen esclavo es de superioridad innata a un hombre libre, pero yo ahora percibía el único aspecto degradante de ser esclavo: no es el hecho de serlo, sino el tener que vivir toda la vida en compañía de otros esclavos. Como en aquella casa era la última, tuve que soportar los vituperios de los demás esclavos. Y hasta Hakat, dada su alta condición de emexceptor, se creyó con derecho a criticarme a veces:

—¡Vieja! ¿Tú crees que esas plumas puedo aprovecharlas para escribir? ¡Vuelve al corral a traerme unas que tengan buenos cañones!

Nuestro amo, Odoin, probablemente jamás apreciara el meticuloso servicio que le daban y seguramente no habría advertido los pequeños lapsus; era un militar fornido, con barba y rudo, más acostumbrado a la vida en el campo de batalla que en una refinada mansión romana. Pero, como pronto supe, tenía en la cabeza cosas de mayor importancia que el cuidado de una casa. No obstante, él era también más joven que yo y, en cierta ocasión en que se tomó la molestia de corregirme, se dirigió a mí

por lo que se había convertido en mi nuevo nombre:

—¡Vieja! emVái, ¿no puedes limpiar las mesas sin hacer ruido? ¡No nos dejas oír lo que decimos!

Cierto; aquella noche hacía mi tarea distraída porque estaba poniendo toda la atención en la identidad de los invitados que había en el emtriclinium y en lo que decían; en el plazo de una semana aproximadamente pude acechar unas cuantas de aquellas reuniones, y luego anotaba todo lo que había visto y oído. Naturalmente, para cubrir mi impostura, no podía dejar que los otros esclavos me vieran escribir, y así, muy tarde, todas las noches, Hakat me acompañaba mientras yo cenaba parcamente mendrugos y restos y él anotaba todo lo que le decía.

Finalmente llegó una noche en que dije:

—Tenemos pruebas de sobra de su culpabilidad. Has hecho bien, joven hermano, en confiar tus sospechas a Artemidoro.

Y al día siguiente, sin avisar, salimos de la casa de Odoin y fuimos a la de Veleda y mandé a Hakat hacer una copia decente de los papiros que habíamos recopilado, mientras yo tomaba un largo baño para quitarme la mugre y la grasa de cocina. Una vez lista la copia, se la entregué a un emisario y le envié a galope.

—Tú quédate aquí, joven hermano, hasta que yo vuelva —dije a Hakat—, que fuera de esta casa correrías peligro.

Regresé a mi casa de Thorn, me puse mi atavío de jabalí de mariscal, di órdenes a varios guardias y me dirigí de nuevo a casa de Odoin; en la puerta me dirigí cortésmente a un mayordomo que el día anterior me había llamado «vieja» y que ahora se mostraba obsequioso a más no poder, y solicité

audiencia con el general. Cuando Odoin y yo estuvimos tranquilamente sentados ante un ánfora de falernio, saqué los papiros y dije sin preámbulos:

—Esos documentos te acusan de fomentar la traición contra nuestro rey Teodorico y de conspirar para destronarle.

Odoin se mostró sorprendido, pero fingió fría indiferencia.

—¿Eso decís? Llamaré a mi emexceptor Hakat para que me lo lea.

—No está aquí. Ha sido él quien ha escrito esas páginas y de ahí su ausencia. Tengo a Hakat a buen recaudo para que sea testigo, si preciso fuere, de que esas palabras han sido proferidas por ti y los otros conspiradores.

El rostro del general se ensombreció, la barba se le erizó y bramó:

—Por nuestro Padre Wotan, fuisteis vos, Thorn, quien me vendió ese guapito y refinado extranjero. Ya que hablamos de conspiración y traición…

—Como el emexceptor no está —continué, sin prestarle atención—, permite que te lo lea. Conforme lo hacía, el color del rostro de Odoin pasó de blanco a ceniciento; cosas que había hablado con sus invitados ya se sabían antes de que Artemidoro me advirtiese. Por ejemplo, era de dominio público que el general creía que le habían engañado en cierta transacción de tierras y, aunque había llevado el asunto ante los tribunales, éstos habían dictaminado en contra suya y él había apelado en instancias superiores sin recibir satisfacción, hasta que el propio Teodorico había tenido que negarse a sus pretensiones. Era un caso muy similar al ocurrido en cierta ocasión con Teodoato, sobrino de Teodorico. Pero mientras que el taciturno Teodoato se había retirado malhumorado y frustrado, Odoin —ahora estaba claro— había decidido desquitarse de la «injusticia».

—Has reunido a todos cuantos conocías que tenían una querella o algún motivo de rencor —dije—. Estos documentos atestiguan las reuniones sostenidas con ellos bajo tu propio techo; los nombres son de godos descontentos como tú, de ciudadanos romanos disidentes y de numerosos cristianos católicos adversarios de Teodorico, incluidos dos diáconos del propio patriarca obispo. Odoin hizo un movimiento con la mano y vertió algo de vino; no sé si es que quería tirármelo a la cara o arrebatarme bruscamente los papiros.

—En este momento ya hay una copia de estas hojas camino de Ravena —añadí—, y todos los conspiradores están detenidos.

—¿Y yo? —inquirió con voz ronca.

—Deja que acabe de leer tus propias palabras: «Con la edad, Teodorico se ha vuelto blando e indolente como el depuesto Odoacro. Ya es hora de que le sustituya alguien mejor.» Dime, Odoin, ¿ese hombre eras tú? ¿Qué crees que sentirá Teodorico cuando lea esto?

Odoin no contestó a mi pregunta, pero dijo:

—Thorn, no habéis venido aquí solo y desarmado a detenerme.

—Has sido un guerrero valiente, un buen general y, hasta ahora, fiel servidor del rey —dije mirándole a los ojos—. Por todo eso, he venido a darte la oportunidad de que te adelantes y evites tu desgracia pública.

En la emHistoria Gothorum de Casiodoro se dice que el emherizogo Odoin, junto con sus numerosos cómplices, fue decapitado tres días después en el Foro. Y así fue. Pero sólo Artemidoro, Hakat y yo —y mis dos fieles guardianes que le sostuvieron camino del tajo— sabíamos que Odoin llevaba tres días muerto. El mismo día de mi visita, a la manera de un noble romano, y en mi presencia, había desenvainado la espada y se había atravesado el pecho, clavándosela hasta la empuñadura al echarse sobre el suelo de mosaico.

Other books

The Vanishing Point by Mary Sharratt
Last Kiss Goodbye by Rita Herron
Painted Cities by Galaviz-Budziszewski, Alexai
The Grand Tour by Rich Kienzle
Wanted by Shelley Shepard Gray
Band Room Bash by Candice Speare Prentice
Rejoice by Karen Kingsbury
Reflex by Dick Francis