—Quedarás confinada por el resto de tus días, Livia. La muchacha seres será tu única sirviente. Los guardias se encargarán de traer provisiones y cuanto necesites, o de llevar mensajes, pero no volverás a salir de esta casa ni se permitirá entrar en ella a nadie.
—Thorn, te digo que prefiero morir a estar presa.
—Esto no se parece en nada al Tullianum, que me imagino tú no has visto; yo sí.
—Thorn, déjame sólo un instante el cuchillito, te lo suplico. Por lo que fuimos…
—Livia, lo que fuimos queda lejos, muy lejos. Mira cómo somos: dos viejos. Yo mismo, pese a que siempre he andado de un lado para otro, seguramente no encontraría inaguantable estar confinado el tiempo que me queda.
—Creo que tienes razón —dijo, abatida de pronto.
—Y si alguna vez te resulta insoportable, Livia —el encierro o la vejez— no necesitas el cuchillo. Te bastará con besar a tu sirvienta.
—Yo no beso a las mujeres —replicó con una carcajada sarcástica.
Yo reflexioné un instante y dije:
—Ni siquiera a mí me besaste jamás.
La abracé y puse mis labios en los suyos. Durante un largo minuto se limitó a no resistirse, y, luego, me devolvió dulcemente el beso. Pero en seguida noté que temblaba levemente y me rehuía; sus ojos buscaron los míos, pero no vi en ella expresión de ofensa o disgusto, sino un gesto de perplejidad que poco a poco se transformó en asombro. Me marché y la dejé allí, plantada.
Hubo un tiempo en que consideraba con ironía el exceso de dioses y diosas en la Roma pagana; en nuestra antigua religión, los pueblos germánicos no tenemos más que una diosa de las flores, Nerthus, a la que se atribuyen poderes sobre casi todo lo que florece en la madre tierra. Por el contrario, los romanos tienen cuatro o cinco deidades de las flores: la llamada Proserpina rige las plantas cuando brotan, Velutia las protege cuando empiezan a salir las hojas, Nodinus se encarga de ellas cuando apuntan los capullos y luego se las cede a Flora cuando florecen. Si es una planta comestible, la que hace que germine es Ceres. A mí me hacía gracia que hubiese tantas diosas para cada ser del mundo vegetal, pero ahora he dado en reflexionar que aún hay una carencia, pues no tienen una diosa que se haga cargo de las flores que se marchitan ni de las hojas que amarillean y mueren de lo que antes fueron seres bellos y placenteros que adornaban el mundo.
Teodorico, durante toda la edad otoñal, había estado tan vigoroso y despierto como en sus mejores años, pero vi que se iniciaba el invierno de su vida al enfermar y morir la reina Audefleda; la pena le afectó mucho más profundamente que la pérdida de Aurora, probablemente porque él y Audefleda habían compartido la experiencia de envejecer juntos. He observado que eso crea muchas veces un vínculo mucho más fuerte entre hombre y mujer que el amor mismo, y eso que ellos dos se habían amado. En cualquier caso, en los cinco años transcurridos desde la muerte de la reina, Teodorico envejeció con mayor rapidez; su cabello y barba, antes de oro radiante y luego de brillante plata, eran ya de un blanco ceniciento, y, aunque aún se mantiene erguido sentado y al caminar, ha adelgazado y a veces le tiemblan las manos y le cuesta estar quieto demasiado tiempo; sus ojos azules, que otrora con tanta facilidad pasaban del alborozo a la ira y viceversa, no han perdido el color como sucede en los viejos, pero son ahora de un azul sin profundidad ni brillo, cual pizarra. Conserva su voz grave y tonante y no le tiembla, pero a veces es tan prolijo de palabra como Casiodoro de pluma.
En aquella ocasión en que Símaco se mostró preocupado por que el rey le hubiese enviado dos veces la misma misiva, el senador no hacía más que comentar lo que todos habíamos comenzado a advertir en la corte, haciendo como que no lo notábamos; yo lo noté por primera vez un día en que estaba en el palacio de Ravena hablando con el rey y, de pronto, entró la princesa Amalasunta con su hijo el príncipe Atalarico. No recuerdo de qué hablábamos Teodorico y yo, pero él prosiguió la conversación y dirigió a su hija y a su nieto una mirada tan vacua como si hubiesen sido criados que entraban a quitar el polvo. Sólo cuando el chambelán los anunció con voz sonora y modulada, parpadeó Teodorico, meneó la cabeza y les dirigió una débil sonrisa de saludo.
Yo, discretamente, me excusé y desaparecí; por lo que no sé por qué iría Amalasunta a visitarle; aunque en palacio la servidumbre rumoreaba que ella nunca visitaba a su padre más que para plantearle codiciosas demandas o malhumoradas quejas, del mismo modo que no iba a ver a «tío Thorn» si no era para conseguir un esclavo caro a «buen» precio. Ni el matrimonio, ni la maternidad, ni la viudez habían hecho que la princesa dejase de ser la Xantipa que siempre había sido.
Y había hecho del pequeño Atalarico un ser tan repelente como ella. La princesa mimada se había vuelto una madre tolerante, convirtiendo al príncipe en un mocoso de lo más odioso que se puede ser a los cinco años, un niño que casi no salía de las faldas de la madre y aun así no hacía más que gemir y
lloriquear. Por lo que, en aquella ocasión en que Teodorico no pareció reconocer a su propia hija, pensé
que lo fingía deliberadamente y que si le sonrió paternalmente, lo hizo forzado por hallarme yo delante. Pero era evidente que no era fingimiento. Poco después de aquello, hubo una noche en que me encontraba con otros muchos invitados en la fiesta que daba el rey a unos nobles francos que acababan de llegar; durante la cena, Teodorico entretuvo a los comensales con historias de las guerras pasadas, incluido el relato de cuando nuestro ejército se apoderó del edificio de la ceca de Siscia, reputado inexpugnable.
—Y sólo con avena, ¿os imagináis? —decía alborozado—. Con unas cuñas de estaño llenas de avena, imitando las trompetas de Jericó, una ingeniosa idea del joven mariscal… —añadió señalándome—
el mariscal…
—Thorn —musité yo, con cierta turbación.
— emJa, el joven emsaio Thorn, aquí presente —dijo, mientras continuaba el relato explicando cómo habían funcionado las trompetas, y los invitados se preguntaban sorprendidos por qué me llamaría emjoven. Todos se echaron a reír una vez concluido el relato, pero uno de los jóvenes francos dijo:
—Es curioso, yo he estado después en Siscia y el edificio no está deteriorado, y ninguno de los habitantes comentó nada de semejante suceso, que debió ser memorable…
—Seguramente las gentes de Siscia prefieren no recordarlo —terció Boecio, riendo y cambiando de conversación rápidamente.
Nadie de la corte se habría atrevido a corregirle en público, naturalmente, pero yo pensé que tenía suficiente amistad para comentárselo en privado.
—Fue en Singidunum donde empleamos las trompetas de Jericó. En Siscia cavamos un túnel, amenazándoles con hundir el edificio. Así fue como entramos.
—¿Ah, sí? —replicó él, algo aturdido—. ¿Y qué? —añadió indignado—. ¿De qué te quejas? Te he atribuido a ti el mérito de la idea, ¿no? Bueno, bueno —continuó, reprimiendo su risa—, una buena historia no hace falta contarla con toda exactitud. Y es una buena historia, ¿no, Soas?
—El mariscal Soas murió hace diez años —dije, abatido—, y Teodorico y yo somos amigos hace casi cincuenta años, pero ahora ya olvida cómo me llamo o no me llama por mi nombre.
—¿Cuál de ellos? —inquirió Livia, en tono de chanza.
—El de Thorn, desde luego. Él nunca ha sabido que soy Veleda. Y muy pocos lo han sabido, aparte de ti.
—¿Y por qué no se lo dices? —replicó ella, con la misma sonrisa traviesa de cuando era niña—. Por muy olvidadizo que sea, si sabe tus dos nombres, será capaz de llamarte por uno u otro. También yo sonreí entristecido.
—No, se lo he ocultado todos estos años y el secreto irá a la tumba con el primero que muera. De todos modos, hace mucho tiempo que no he sido Veleda, salvo contigo.
Y era cierto. Supongo que el hecho de haber cerrado la casa del Transtíber fue uno de los motivos
—al no tener un sitio en donde desahogar mi ser femenino— por el que comencé a ir a casa de Livia de vez en cuando. Ella nunca me cerró las puertas y hasta mostraba alegría al verme; y no creo que fuese tan sólo porque era la única persona que veía.
Pues, salvo mis visitas, jamás palié las severas condiciones del encierro de Livia. Nunca salía de casa y nadie podía verla; su único contacto con el mundo era yo, los guardias y su sirvienta, pero ella y la muchacha de Serica no hablaban el mismo idioma, la esclava sólo entendía las órdenes más simples y, de todos modos, no era muy predispuesta a la afabilidad; la servía bastante bien, pero lo hacía todo en lúgubre silencio, y yo creo que había quedado taciturna para siempre desde que yo le impedí realizar la función para la que había sido criada.
No me había sido difícil revelar a Livia mi doble naturaleza; sabía que al besarla aquel día ella había advertido algo de la verdad, de no haberlo sospechado años antes cuando era una niña. La
revelación no la sorprendió ni escandalizó, ni tampoco la horrorizó ni se la tomó a chanza; la asumió muy tranquila, cosa que no habría hecho de ser más joven. Afortunadamente para las dos, ya no teníamos la edad en que hombres y mujeres se consideran mutuamente como posibles aventuras amorosas, y en la que una mujer tan sensible como era ella habría aceptado el secreto con perplejidad, quizá con cierta decepción o con un perverso interés por «experimentar», pero, desde luego, sin ecuanimidad. Cuando le dije: «Soy un emmannamavi, un emandrogynus, un ser con los dos sexos», ella no profirió
exclamación alguna, ni preguntó nada; tan sólo aguardó con compostura a que yo le dijera lo que tuviese a bien decirle. Ni desde aquel día ha insinuado siquiera que siente curiosidad por ver mi anormalidad física; ni tampoco ha manifestado deseos por saber cómo ha sido la vida de un emmannamavi. Empero, con el tiempo, yo le he contado muchas cosas de mis dos seres, porque actualmente, siempre que estoy en Roma, voy a verla cada vez con más frecuencia.
Estamos a gusto juntos… los tres, puede decirse. Claro, siempre voy vestido de Thorn, pero, una vez dentro, hablo tranquilamente con Livia como hombre a mujer o de mujer a mujer. Y hablo de muchas cosas de las que no puedo o no oso hablar con otros. Al fin y al cabo, conozco a Livia hace mucho más tiempo que a nadie de los que trato actualmente. A ella la conocí antes que a Teodorico y en su casa de quien más hablo es de él.
—No te creas que te lo digo en broma —me dijo—. ¿Por qué no le cuentas la verdad sobre ti?
em—¡Liufs Guth! ¿Decirle que he estado engañándole casi medio siglo? Si no cae muerto de apoplejía seguro que manda matarme o algo peor.
—Lo dudo —replicó Livia, absteniéndose cortésmente de hacer hincapié en lo obvio: que seguramente a nadie le importa el sexo que tenía una vieja reliquia como yo—. Prueba. Díselo.
—¿Para qué? Bastante preocupados estamos ya en la corte con los lapsos mentales y de memoria del rey. Sería un desastre sorprenderle con…
—Me has dicho que esos lapsos se iniciaron durante la enfermedad de la reina y empeoraron al morir, y dices que la única mujer que tiene ahora a su lado es la hija, que sólo le causa aflicción; Teodorico mejoraría muchísimo con la compañía de otra mujer, una mujer de su edad, que le conozca bien, una mujer que, aunque de modo tan sorprendente, resulte ser amiga suya de toda la vida. Veleda es la amiga que necesita.
—¿Igual que tú lo eres para mí? —repliqué, sonriendo pero meneando la cabeza—. Gracias por la sugerencia, Livia, pero… em¡eheu! Tendría que ver a Teodorico en grave situación para romper mi silencio. Ya lo creo.
—Y entonces, tal vez sea demasiado tarde —añadió ella.
Ni los sacerdotes cristianos, los augures romanos ni los adivinos godos, que pretendían saber las tretas de toda clase de demonios, han sido jamás capaces de ahuyentar a los que se apoderan de la mente de un hombre que envejece, cruzando sus defensas. Si existe algo semejante al demonio del olvido, ése fue el primero que se infiltró en Teodorico cuando estaba desarmado por el dolor de la pérdida de Audefleda, los otros demonios estaban a la expectativa para aprovechar cualquier fisura en su coraza. Y
las hallaron, porque cada año desde entonces se ha producido algún evento que, cual ariete, ha batido las defensas del rey.
La reina murió en el 520 de la Era cristiana. En el año 521 llegó de Lugdunum la nueva de que su hija mayor, Arevagni, había muerto; la aflicción habría debido serle soportable, pues Teodorico supo que había muerto tranquila en su sueño, y Arevagni había tenido una vida digna, ya que cinco años antes de morir conoció el honor de ser proclamada reina de los burgundios, al haber sucedido su esposo Segismundo al padre en el año 516; además, Arevagni había dado a luz a Sigerico, otro nieto de Teodorico y heredero del trono burgundio.
Empero, menos de un año después, en el 522, llegaron otras noticias de Lugdunum, realmente espantosas. El rey viudo Segismundo había vuelto a casarse y su nueva esposa, deseosa de tener hijos que no tuviesen obstáculo a heredar el trono, había convencido a Segismundo para que matase al hijo habido de Arevagni, el príncipe Sigerico; supongo que nunca se sabrá si el rey Segismundo hizo algo tan
horripilante envanecido por su propia majestad, por ser el esposo más débil de la historia o por simple demencia. Si sabía la tendencia de Teodorico a perder memoria y contaba con ello para que el rey pasara por alto el atroz filicidio —o si pensó que los godos iban a dejar sin venganza semejante ofensa— estaba muy equivocado.
Teodorico nos llamó a consejo en el salón del trono y vimos que, dentro de su ira fulmínate, volvía a ser el rey que recordábamos; no tenía aquellos ojos mates de azul pizarra, sino azul brillante como los fuegos de Géminis; ya no le caía la barba lacia y larga, sino que la tenía erizada como ortigas. Cuando el emmagister Boecio le aconsejó que pospusiera cualquier acción de represalia «hasta hallaros más sereno, mi señor», Teodorico bramó: «¡Eso es una sugerencia de mercader, si no de traidor!» y Boecio se retiró
prudentemente de su vista; cuando el emexceptor Casiodoro aconsejó reprender a los burgundios con una dura misiva, el rey vociferó: «¿Palabras? ¡Al infierno con las palabras! ¡Que venga el general Thulwin!»
Creo que él mismo se habría puesto a la cabeza de las tropas de no haber sido porque se sabía incapaz de aguantar a galope tendido tal distancia, y lo que él quería era que el ejército partiese de inmediato. Así, al mando de Thulwin, se encaminó hacia el Oeste un formidable y furioso ejército formado a toda prisa. Empero, la Fortuna, en su veleidoso e implacable arbitrio, ya había vengado el filicidio, y antes de que Thulwin llegase a Lugdunum los burgundios se habían embrollado en una guerra con los francos y en una de las primeras batallas había perecido Segismundo; como había eliminado a su propio descendiente, la corona burgundia fue a parar a un primo de Segismundo llamado Godomero, y éste, al verse de pronto con la responsabilidad del trono y de la guerra con los francos, no quiso cruzar las armas con el ejército godo que llegó ante las murallas de Lugdunum; el rey Godomero se avino abyectamente a compensar al rey Teodorico por la pérdida de su nieto, cediéndole todo el sur del territorio burgundio, concesión que el general Thulwin aceptó complacido. Así, sin ninguna pérdida de vidas —salvo la del principito Sigerico—, el reino godo obtuvo un amplio territorio en su frontera occidental y se extendía hasta el río Isara en aquel lado de los Alpes.