Mientras los procesos legales se eternizaban en Roma, Teodorico en Ravena nos escuchó
atentamente a mí, a Casiodoro, a Símaco y a la valiente esposa de Boecio, Rusticiana, y a otros muchos que a él recurrieron en nombre del preso; pero a ninguno dejó traslucir Teodorico sus sentimientos en aquel asunto. Yo pensaba que sin duda comprendería que se había producido una monstruosidad legal y que tendría en cuenta todos los años de irreprochable servicio de Boecio; no podía ignorar que era inocente, intachable, que no se le podía reprochar nada y que su encarcelamiento era injusto, una crueldad tenerle angustiado en espera de una sentencia que pendía sobre su cabeza como la espada de Damocles; y que, probablemente, se hallaría aún más cruelmente atormentado por su impotencia para paliar la angustia de su esposa e hijos. De todos modos, Teodorico era el rey y tenía que dar ejemplo de que acataba las leyes del reino. Así, a mí y a todos los que intercedían, nos dijo:
—No puedo anticiparme al senado de Roma. Tengo que aguardar su voto a ver si se ratifica la sentencia o no, para abordar la posibilidad de la clemencia.
Yo visité a Boecio en alguna ocasión y pude ver que durante aquel año su cabello había encanecido; pero él lo soportaba todo, gracias a su inquebrantable capacidad mental. Como he dicho, había escrito muchos libros anteriormente, sobre variados temas, pero éstos los habían apreciado principalmente las personas relacionadas con los temas en cuestión, aritméticos, astrónomos, músicos y otros. Su emDe emConsolatione Philosophiae tuvo mayor resonancia universal porque trata el tema de la desesperación y el
modo de superarla, y pocas personas hay en el mundo que no sepan lo que es la desesperación; pocas que no puedan repetir las palabras de resignación de Boecio:
«Recuerda, mortal, que si la Fortuna fuese invariable, ya no sería Fortuna.»
Cuando concluyó el libro, el alcaide de la prisión no sabía si consentir la publicación, y yo le ordené
que se encargase de hacerlo llegar intacto a manos de la esposa de Boecio; la valiente Rusticiana lo hizo llegar a todos cuantos podían leerlo y que tuvieran deseos de hacer una copia; los ejemplares se multiplicaron y proliferaron y fue un libro muy discutido, elogiado y cotejado, que finalmente —de modo inevitable— atrajo la atención de la Iglesia.
Quiero advertir que Boecio podía haber utilizado el libro como alegato para suplicar el perdón, pero no lo hizo; en él se limita a deplorar concisamente la triste situación en que se halla su autor, pero no hace un solo reproche en ningún párrafo a persona alguna; presenta a la Filosofía como una especie de diosa que visita al autor en la celda de la cárcel cada vez que su espíritu cae en la melancolía y le aconseja una u otra fuente de consuelo. Entre ellas, se cita la teología natural, los conceptos platónicos y estoicos, la meditación y muy repetidas veces la gracia de Dios.
Pero ni la Filosofía, ni Boecio, ni el libro dicen que se pueda hallar solaz en la religión cristiana, por lo que la Iglesia desacreditó el libro, lo calificó de «pernicioso» y, mediante el Decretum Gelasianum, prohibió su lectura a los fieles. En tal tesitura, difícilmente pudo ser coincidencia que el senado votase, por un emplurimum que reflejaba casi con exactitud la mayoría católica de sus miembros, la ratificación de la sentencia de muerte de Boecio, dejando en manos del rey la última decisión. Yo me atrevería a decir que el libro de Boecio sobrevivirá largo tiempo, a pesar de la condena de la Iglesia. Boecio no sobrevivió.
—Tu fuerte mano derecha, Teodorico —dije amargamente—, ha cortado a tu mano izquierda.
¿Cómo has podido permitirlo?
—El tribunal del senado dictaminó culpable y el senado en pleno confirmó el veredicto.
—Por una mayoría de viejos afeminados —repliqué, con desprecio—, timoratos ante el imperio de Oriente, presuntuosos de autoridad e intimidados por la Iglesia. Tú sabes que Boecio no era culpable de nada.
A lo que Teodorico respondió, enunciando las palabras despacio, como para convencerse a sí
mismo:
—Si se sospechó que Boecio había cometido traición, se le acusó de traición y se ha dictaminado traición, es evidente que era capaz de cometer traición. Por consiguiente…
—¡Por la Estigia! —le interrumpí temerariamente—. Estás razonando como un clérigo cristiano. Sólo en un tribunal eclesiástico se acepta la difamación como prueba, acusación y convicción.
—Ten cuidado, emsaio Thorn —bramó él—. Recuerda que he tenido motivo de cuestionarme la lealtad de Boecio desde el asunto de Segismundo.
—Me han dicho que Boecio ha muerto con una cuerda prieta en el cuello —continué yo, sin amilanarme—. Dicen que estuvo con los ojos salidos de las órbitas hasta morir. Una ejecución de tamaña crueldad debe haber sido obra de un verdugo cristiano, me imagino.
—Tranquilízate. Sabes que a mí me son indiferentes todas la religiones, y por supuesto que no siento simpatía alguna por los cristianos de Atanasio. Y menos ahora. Acaba de llegar este documento de Constantinopla. Léelo y verás que los senadores quizá no eran tan pusilánimes ante el imperio de Oriente. Estaba escrito en griego y en latín y estaba firmado por el burdo monograma del emperador Justino y la rúbrica más culta del patriarca obispo Ibas. Como era costumbre, el texto era prolijo en exagerados saludos y parabienes, pero el contenido podía resumirse en una sola frase. Decretaba que todas las iglesias arrianas del imperio fuesen confiscadas inmediatamente y consagradas al culto católico.
—Esto es una pretensión inadmisible y un insulto flagrante a tu persona —dije, atónito—. Justino y los que en él influyen deben saber que no vas a obedecer… y que están provocando una guerra. ¿Piensas complacerles?
—Todavía no. Tengo otra guerra primero, para lavar un agravio más personal… El tratamiento que los vándalos han dado a mi hermana. La flota de Lentinus está casi a punto en los puertos del sur de Italia para que embarquen las tropas y zarpen hacia Cartago.
—¿Es prudente en este momento comprometer tantas tropas tan lejos…? —atiné a decir.
—Ya me he comprometido —replicó él tajante—. Un rey no puede desdecirse.
Lancé un suspiro y no dije nada. Teodorico, en el pasado, jamás habría adoptado una altanería tan inflexible.
—En cuanto a esto —dijo con desdén, dando un papirotazo al documento—, de momento me contentaré con que los clérigos luchen entre sí. He enviado tropas a Roma para que arresten a nuestro obispo, y lo escolten con toda dignidad o lo arrastren por la tonsura, lo que él prefiera. Y le enviaré a Constantinopla en un dromo rápido a que exija la derogación del decreto.
—¿Qué? ¿Enviar al altanero obispo de Roma a que se humille ante el obispo de Constantinopla?
¿Enviar a quien se dice sumo pontífice a suplicar en nombre de los herejes? Si Juan tiene el menor resto de virilidad y el más mínimo apego a la fe que profesa, antes preferirá sufrir martirio.
—Lo que él prefiera —repitió Teodorico, taciturno—. Supongo que el papa Juan recordará, ya que él intervino en el asunto, lo cruelmente que murió Boecio. Si es necesario, se desorbitarán cuantos ojos sean necesarios —los de Juan y los de sus sucesores— hasta que haya un soberano pontífice que haga lo que quiero.
—No hizo falta desorbitar ojos, y bastó con un solo pontífice —le dije a Livia—. El papa Juan no iría de muy buen grado, pero fue. Teodorico actúa irracionalmente a veces, pero sí que tuvo suficiente lucidez para comprender que los obispos, como el común de los mortales, prefieren vivir en este mundo antes que probar el otro. Y Juan, no sólo fue a Constantinopla, sino que hizo lo que el rey le encomendó.
¿Me sirves un poco más de vino?
Estaba cansado, lleno de polvo y seco, pues acababa de regresar a Roma. Mientras la criada me llenaba el vaso, Livia dijo:
—¿El papa realmente ha pedido que las iglesias arrianas de Italia no se entreguen a los católicos? Si habrían sido para él… Le habrían llovido del cielo.
—Eso fue lo que le exigió Teodorico y eso es lo que Juan pidió. Y se lo concedieron, pues trajo a Ravena otro documento, firmado por Justino y el patriarca Ibas, que corrige el anterior decreto. La confiscación se llevará a cabo sólo en el territorio del imperio de Oriente, y por dispensa del emperador, todas las propiedades arrianas en el reino godo quedan exentas.
—Es casi increíble… que un obispo se avenga a llevar a cabo tal misión. Y menos que lo logre. Pero no pareces muy contento.
—Ni Juan. Casi inmediatamente de su regreso a Ravena, Teodorico le ha hecho encarcelar.
—¿Qué? ¿Por qué, si ha hecho exactamente lo que le pidió…?
—Livia, tú misma has dicho que es increíble. Y es lo mismo que piensa el rey. Ahora sufre otro de esos ataques de negras sospechas. El documento está autentificado, y los templos arríanos no corren ningún peligro, pero Teodorico sospecha que el papa Juan habrá negociado algo para obtener la exención. Quizá la promesa de que la Iglesia de Roma y sus fieles ayuden al imperio de Oriente si estalla la guerra. Juan, naturalmente, jura por la Biblia que no ha hecho nada de eso, pero Teodorico considera que metiéndole un tiempo en la celda de Boecio en Ticinum le ayudará a recordar.
—¿Y tú qué crees?
em—Iésus —contesté, encogiéndome de hombros—. Yo pensé que el rey había perdido el juicio enviando al obispo a semejante misión, y pienso que ha perdido el juicio con su última decisión, pero podría equivocarme. En cualquier caso, yo sería el último en confiar en la palabra de un clérigo. Ni de Justino, Justiniano y Teodora, que no son más que un ignorante débil, sombra de lo que ha de ser un emperador, una puta arrepentida y Justiniano, que será el próximo emperador, un hombre que no come carne ni bebe vino. ¿Qué se puede pensar de una persona así?
—Pero, de todos modos… eso de que Teodorico encarcele al obispo de Roma… Juan será menos poderoso e influyente de lo que él se cree, pero muchos miles de personas le consideran el papa santo. Y
esos innumerables subditos de Teodorico se enfurecerán al saber lo que ha hecho.
—Ya sé… ya sé… —dije con un suspiro—. Por eso he vuelto a Roma. He venido a recabar consejo de hombres más sabios que yo; sólo me he detenido aquí a descansar un instante después de tan largo viaje, y a apoyar mi dolorida cabeza en tu blando hombro, por así decir —añadí, poniéndome en pie y sacudiéndome el polvo—. Ahora voy a ver al anciano senador Símaco; el más indicado para hallar alguna solución para aplacar…
—No le encontrarás —dijo Livia, meneando la cabeza.
—Oh, emvái. ¿No está en Roma?
—Ni en el mundo. Hace unos días que el mayordomo se lo encontró muerto en el jardín, junto a la horrible estatua de Bacchus. Me lo ha contado el guardián de la puerta.
Yo proferí un gruñido de decepción, y Livia añadió:
—Los guardianes tampoco tienen con quién hablar y a veces conversamos.
—Supongo que Símaco ha muerto de viejo —dije, aunque sin creérmelo.
—No. Murió de varias puñaladas —hizo una pausa—. Por orden de Teodorico, dicen los rumores. Era lo que yo me temía, pero me puse a discutirlo como si convencer a Livia sirviera de algo.
—Teodorico y ese noble anciano se tenían el máximo respeto mutuo.
—Cierto. Hasta que Teodorico dejó matar a Boecio.
No necesitaba recordarme que Símaco había criado, enseñado y querido a Boecio como si fuera un hijo; durante aquellos últimos meses, el anciano había estado sumido en amargo dolor y corría el rumor de que podría haber provocado una sublevación.
—Así pues, Teodorico lo ha eliminado —musité—. em¡Eheu! Cierto o no, es un desastre. Me preocupaba por que Teodorico hubiese agraviado a los católicos aquí y en todo el mundo, pero esto pondrá en contra suya al senado, a sus familias y a la emplebecula, y hasta sus godos más fieles sentirán la cabeza insegura sobre los hombros —añadí, dirigiéndome moroso a la puerta—. Voy a ver lo que dice la gente de la calle. Volveré, Livia. Seguramente precisaré de nuevo de tu amable hombro.
—¿Comentarios? —exclamó Ewig—. Claro que se hacen comentarios, emsaio Thorn, y poco más. La gente piensa que el rey Teodorico se ha vuelto loco de remate. Os habréis dado cuenta de que el menor detalle de su locura se sabe en todo el país. Y los campesinos, sobre todo, tienen medios de comunicación mucho más rápidos que los caballos de posta y los dromos. Yo mismo os podría contar cualquier suceso de ayer en el palacio de Ravena.
—¿Es que ha sucedido algo? —inquirí con aprehensión.
—El rey cenó un buen pescado del Padus a la parrilla y…
em—¡Liufs Guth! ¿Es que se sabe hasta lo que come? ¿Pero qué interés puede tener…?
—Aguardad, aguardad. El rey apartó el plato horrorizado, pues no veía una cabeza de pez, sino el rostro de un muerto. La cara de su viejo amigo y consejero Símaco, que le miraba, acusador, con expresión de reproche. Dicen que Teodorico salió dando gritos del comedor.
—Dicen. ¿Y la gente lo cree?
—Lamento deciros que sí —contestó Ewig, con un fuerte resoplido—. emSaio Thorn, a nuestro querido rey y compañero ya no le llaman «el Grande». Ya no es Theodoricus Magnus, sino Madidus, borracho perdido.
—No será por esas historias del pescado.
—Claro que no, sino por las muchas pruebas. Este mediodía llegó al galope un emisario del rey con un nuevo decreto. ¿No habéis estado en el Forum?
—Aún no. Sabía que tendrías mejor información que cualquier senador y…
—¿Recordáis cuando íbamos al templo de Concordia para que vos leyeseis el emDiurnal? Bueno, yo sigo sin saber leer, pero allí está expuesto el decreto; no para de llegar gente de todos los rincones de la ciudad y cada vez se enfurecen más. Espero saber pronto de qué mala noticia se trata…
—No podemos esperar —dije, cogiéndole de la manga—. ¡Vamos!
Como Ewig era algo más joven que yo y mucho más gordo, hizo de ariete para abrirnos paso por la muchedumbre congregada alrededor del templo; la gente murmuraba y gruñía, y no por nuestra expeditiva manera de abrirnos paso, sino sorprendida y consternada, o perpleja, al leer el emDiurnal. El decreto público constaba de numerosas hojas de papiro, por supuesto, pues lo había redactado el prolífico Casiodoro, pero, dada mi experiencia, hice caso omiso de la paja y fui entresacando la esencia. Di un codazo a Ewig y él volvió a abrirse paso entre la multitud.
Cuando ya, bastante desarreglados, nos detuvimos en un espacio sin gente del Foro, dije con firmeza: