Halcón (132 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Yo tomé nota de éstos y de informaciones que recogí del emDiurnal que pensé podrían serle útiles a Teodorico, y escribí, además, unas observaciones sobre el estado de Roma, que enviaba periódicamente

con un emisario a caballo hasta Ravena. Sabía que una de aquellas observaciones le sería de especial interés.

Los dos habíamos visto lo mal que había quedado la ciudad de Verona por la vanidad de los últimos emperadores al erigir sus monumentos triunfales en lugar de buenas murallas de defensas; habíamos observado otras muchas ciudades en las que los gobernantes indolentes y los funcionarios habían permitido la ruina de los vitales acueductos y sabíamos el estado de deterioro en que se encontraban la vía Popilia y tantas otras, así como puentes, avenidas y canales; ahora me competía el triste deber de informarle de que la propia Roma, la Ciudad Eterna, se hallaba hacía tiempo en lamentable estado y pronto no merecería ya ese título de eterna.

Durante la mejor parte de aquel milenio y un cuarto, Roma había sido una hermosa urbe en continua expansión llena de elocuentes monumentos de su grandeza, pero en determinado momento no muy lejano se había detenido ese auge; ello no habría importado en demasía —porque una ciudad tiene un límite— si esos bellos logros se hubiesen mantenido y conservado, pero tanto gobernantes y administradores como los ciudadanos parecían haber caído en la indolencia. No sólo no se hacía nada por preservar sus tesoros arquitectónicos de los estragos del tiempo y los elementos, sino que muchos de aquellos irreemplazables recuerdos del pasado de Roma se estaban desmoronando o, lo que era peor, se desmontaban y demolían poco a poco; algunos de los impresionantes edificios, arcos y pórticos eran ya simples canteras, y quienquiera que lo desease podía abastecerse de materiales para la más baladí

empresa; ricos mármoles, sillares, columnas y frisos, labrados y pulimentados, estaban a merced de quien quisiera llevárselos.

En algunos lugares de la ciudad, las depredaciones permitían ver en retrospectiva los doce siglos y medio de existencia de aquella Roma; se podía observar cómo determinadas estructuras, sencillas y modestas en su origen, habían sido mejoradas y ampliadas conforme había crecido la prosperidad de la urbe y se perfeccionaban las técnicas constructivas. Pero era un espectáculo triste y lamentable. Debo mencionar un caso, el del modesto pero encantador templo de Eos próximo a la plaza del mercado de hortalizas. De haberlo podido ver cuando Roma estaba en su apogeo, aquel templito a la aurora habría debido ser un paradigma exquisito —en el más puro mármol de Paros— de la perfección arquitectónica. Pero ahora había perdido casi todo el mármol, por deterioro o por sustracción, y quizá

adornara la fachada de la villa de algún nuevo rico o quién sabe si las placas estaban amontonadas formando un cobertizo para el vigilante de noche del mercado; en el templo de Eos se aprecia dónde estaba el mármol por el material artificial llamado piedra de hierro, hecho seguramente en una época en que la ciudad no podía permitirse el lujo de acarrear buenos mármoles; pero hay porciones de esa piedra de hierro que se han desprendido o se han arrancado, tal vez para rellenar el socavón de alguna calle cercana, y bajo ella aparece un templo aún más antiguo construido con piedra local de toba gris, sin duda levantado en los tiempos anteriores al invento de la técnica de la piedra de hierro. Pero también se han arrancado bloques de toba —quién sabe si para apoyar las mesas de venta del mercado de hortalizas— y bajo los restos de la toba aún subsiste lo que debió ser el templo primitivo, construido con modestos ladrillos marrones de suma perfección, que tal vez daten de los tiempos en que los rasna aún llamaban al lugar Ruma y a la aurora la decían Thesan.

Empero, pese a su lamentable abandono, Roma no había perdido su magnificencia; buena parte de ella está muy bien construida —y lo sigue estando— para sucumbir a manos de seres menos firmes y artísticos que los dioses. Gran parte de la ciudad era tan esplendorosa, y lo sigue siendo, que yo creo que hasta a los bestiales hunos les habría avergonzado derruirla; subsistían indemnes tantos edificios públicos sublimes y tantos palacios, que yo —aunque ya conocía Constantinopla— no pude por menos de sentir asombro y alborozo. No ya en aquella primera visita, sino cada vez que volvía a Roma, me era imposible adoptar la actitud del viajero indiferente que ya ha visto mucho mundo; por muchas veces que entrara en una inmensa basílica de altas bóvedas, en unas termas o en un templo —sobre todo en el impresionante Panteón— siempre me sentía empequeñecido como una hormiga y al mismo tiempo enaltecido de admiración y orgullo porque unos simples mortales hubiesen sido capaces de hacer aquello.

Siempre preferí Roma a Ravena, aun después de que Teodorico efectuara la drástica transformación de ésta. Y, aunque no puedo negar que Constantinopla es una metrópolis suntuosa, a mi parecer —incluso en este momento en que Roma se acerca a su segundo milenio— es un simple cachorro comparado con la venerable antigüedad del original, la eterna y única Roma. Desde luego, debe tenerse en cuenta que vi por primera vez Constantinopla cuando era muy joven y Roma no la conocí hasta cuando ya mi vida iniciaba su declive.

Cuando Ewig me hubo mostrado todas las partes de la ciudad que mejor conocía, presentándome a toda suerte de personas del pueblo llano, desde marineros ladrones hasta prestamistas y emlenae de lupanar, decidí que había llegado el momento de conocer las clases altas romanas; pregunté dónde podía encontrar al senador Festus y me dijeron que vivía en una de las fastuosas villas de la vía Flaminia. Y allí fui a visitarle. La palabra «villa» significa en puridad finca campestre, y quizá la mansión de Festus tuviese un terreno en derredor cuando se construyó, pero ya hacía tiempo que Roma en su expansión había rebasado las murallas y la casa se alzaba en lo que aún llamaban campos de Marte, aunque el terreno que quedaba entre la vía Flaminia y el río ya no eran campos, sino viviendas de lujo muy juntas. El senador me recibió afablemente —llamándome «Torn», naturalmente— y no paró mientes en enviar a sus esclavos a por dulces y bebida; él mismo me sirvió vino de Massicus, que mezcló con canela de Mosylon, la variedad mejor de esa especia, un polvo rojizo que no había probado desde que era niño. La villa estaba lujosamente amueblada, al estilo de un palacio; abundaban las estatuas, muchas colgaduras de seda y las ventanas eran de celosía en mármol y los innumerables orificios estaban cubiertos por vidrio cerámico azul, verde y violeta. El salón en que conversábamos tenía mosaicos en las cuatro paredes representando las estaciones: las flores de la primavera, la siega del verano, la vendimia del otoño y el vareo invernal de la oliva. Pero tampoco faltaban detalles más corrientes y, como la más humilde choza del barrio bajo de los muelles, la villa contaba con cortinas humedecidas en las puertas para refrescar el cálido aire estival.

Festus se ofreció amablemente a ayudarme a buscar una residencia adecuada a mi condición de mariscal y embajador del rey, cosa que hizo al cabo de unos días. Era una casa en la ciudad, en el emvicus Jugarius, que había sido la calle de las embajadas antes de su traslado a Ravena; no era un palacio ni una villa, pero sí lo bastante lujosa para mi gusto, y disponía de vivienda aparte para los esclavos domésticos, quienes también me ayudó a comprar el senador. (Poco después, y sin ayuda de Festus ni de Ewig, compré también una casa más modesta en el barrio residencial del Transtíber, al otro lado del puente Aureliano, que sería la residencia romana de Veleda.)

Entretanto, el senador se aprestó a presentarme a romanos de su alcurnia y durante las semanas que siguieron conocí a muchas personas; también me llevó un día a la Curia para que asistiera a una sesión del senado, diciéndome que sería una ocasión única. Supongo que acudí, como un provinciano pasmado, esperándome una sesión solemne y espectacular; sin embargo, salvo por un aspecto, la encontré

aburridísima. Los discursos trataban de asuntos que para mí no tenían la menor transcendencia, y hasta las más fatuas y enrevesadas peroratas eran acogidas con exclamaciones de «¡Bien dicho!» em(«¡Veré diserte!»

em«¡Nove diserte!») desde todas las gradas y escaños.

Una de las cosas que impidieron que me aburriese del todo en la sesión fue el momento en que el senador Festus se puso en pie para hacer una propuesta:

—Solicito el acuerdo de vosotros, quintes, y de los dioses…

Por supuesto, la verborrea preliminar era interminable, como en los otros discursos que había escuchado, pero culminó con la propuesta de una votación para reconocer el gobierno de Roma de Flavius «Theodoricus» Rex. El discurso recibió las aclamaciones de rigor em«¡Nove diserte!» «¡Veré

emdiserte!» de todos los presentes, e incluso de algunos senadores que luego votaron en contra de la propuesta cuando Festus reclamó que se mostrase «la voluntad de los senadores y de los dioses». No obstante, la propuesta se aprobó por un cómodo emplurimum (aunque sólo de senadores, ya que los dioses no votaron). Por poco que valiese la sanción del senado, a mí me complació porque fastidiaba al obispo de Roma, como supe cuando otro día Festus me preparó una audiencia con el personaje.

Al llegar a la catedral de Gelasio, la basílica de San Juan de Letrán, me recibió uno de los diáconos cardenalicios que conocía de Ravena, quien, mientras me acompañaba al salón de audiencias del obispo, me dijo muy serio:

—Dirigios al soberano pontífice con la cortesía de em«gloriosissimus patricius».

—No lo haré —contesté.

El cardenal contuvo un grito y farfulló algo, de lo que hice caso omiso. Cuando de niño era emexceptor de don Clemente, había escrito muchas cartas a patriarcas y obispos y conocía la fórmula tradicional de «Vuestra autoridad», que sería la única cortesía que pensaba dispensarle.

— emAuctoritas —le dije—, os traigo saludos de mi soberano, Flavius Theodoricus Rex. Tengo el honor de ser su representante en la ciudad, y os ofrezco mis servicios para hacerle llegar cualquier comunicado que deseéis…

—Devolvedle mis saludos —me interrumpió con frialdad, y comenzó a recogerse las haldas como dando fin a la conversación.

Gelasio era un anciano alto y esquelético, con faz apergaminada y de mirada ascética, pero su atavío no era de austeridad en consonancia; llevaba unas vestiduras nuevas y ampulosas de ricas sedas con profusos bordados, muy distintas a la sencilla arpillera de campesino que vestían los hombres de la Iglesia cristiana que yo conocía, desde el monje más humilde hasta el patriarca de Constantinopla. Y al pensar en aquel patriarca, me vino a las mientes la polémica entre él y Gelasio, por lo que repliqué:

em—Auctoritas, mi rey quedaría sumamente satisfecho si le llegaran nuevas de que vos y el obispo Akakiós habéis resuelto vuestras diferencias.

—No lo dudo —contestó Gelasio entre dientes—. Eso facilitaría su reconocimiento por parte del emperador. emEheu, ¿para qué necesita eso Teodorico? ¿No ha recibido ya el reconocimiento del pusilánime, rastrero y servil senado? Debería lanzar mi anatema sobre todos los senadores cristianos de ese organismo. No obstante, si Teodorico desea complacerme, no tiene más que denunciar conmigo a Akakiós por su negligencia en el asunto de los nocivos monofisitas.

— emAuctoritas, sabéis que Teodorico se niega a inmiscuirse en asuntos de religión.

—Igualmente, yo me niego a aceptar una opinión doctrinal de un obispo inferior.

—¿Inferior?

Con el mayor tacto posible le dije que Akakiós era titular del patriarcado casi diez años antes de que él hubiese alcanzado el suyo.

— em¡Eheu! ¿Cómo osáis compararnos? ¡El suyo no es más que de Constantinopla, y el mío el de Roma! ¡Y ésta es la Madre Iglesia de la cristiandad! —añadió, señalándome el edificio en que nos hallábamos.

—¿Habéis adoptado por eso unas vestiduras litúrgicas más ostentosas? —inquirí, moderando el tono de voz.

—¿Por qué no? —replicó enojado, cual si hubiese hecho una crítica mordaz—. Aquellos singularizados por la gracia de su virtud deben singularizarse por la riqueza de su atuendo. Yo no contesté, y él añadió:

—También mis cardenales y sacerdotes, conforme den prueba de devoción al Papa, se verán honrados con mejores vestiduras litúrgicas.

Tampoco hice comentario alguno y él prosiguió en tono pedante:

—Hace tiempo que pienso que la cristiandad es demasiado gris comparada con el paganismo, en vestiduras, en rito y en galas eclesiásticas. No es de extrañar que el paganismo seduzca al pueblo llano, a quien le complace ese boato y ostentación que anima su pobre existencia. ¿Y cómo cabe esperar que las clases pudientes acepten consejos y admoniciones de sacerdotes vestidos como pobres campesinos? Para que el cristianismo atraiga más que el paganismo y los cultos heréticos, sus iglesias, clérigos y

ceremonias deben tener mayor magnificencia. Fue el santo patrón de esta basílica quien nos lo sugirió: que los que miran comenten maravillados y admirados «Habéis conservado el buen vino hasta ahora». Tampoco tenía nada que decir a aquello, y estaba claro que nada que yo alegase serviría para mitigar la animosidad que Gelasio sentía contra su hermano el prelado y contra el hereje Teodorico. Así, me despedí y no volví a verle más.

Ni me condolí cuando, un año después, supe que había muerto; su sustituto era un hombre menos rencoroso, y si él y Akakiós tenían alguna diferencia doctrinal se avinieron a conciliaria. Me atrevería a decir que fue tan sólo coincidencia que aquel nuevo patriarca de Roma adoptara el nombre de Anastasio II, aunque dudo que ello halagase al emperador del mismo nombre. Empero, al poco, el emperador Anastasio de Constantinopla proclamó el reconocimiento del rey Teodorico y, en prueba de ello, le envió

los atributos imperiales —la diadema, la corona, el cetro, el orbe y la victoria— y los emornamenta palatii que Odoacro había rendido a Zenón trece años antes.

El reconocimiento universal de Teodorico no le causó vanagloria alguna; no adoptó más título que el de Flavius Theodoricus Rex, es decir, que nunca afirmó ser rey de nada, de ninguna tierra ni de ningún pueblo. En las monedas acuñadas durante su reinado y en las placas conmemorativas de los edificios construidos durante el mismo, nunca se le nombra rey de Roma, rey de Italia, rey del imperio de Occidente, y ni siquiera rey de los ostrogodos. Teodorico se contentaba con manifestar su condición de gobernante real con actos y obras.

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