cosmeta. Y, cuando se ponía el sol, yo iba sin que me viesen desde mi casita a la suya, con espada, coraza y casco para fingir que dormía en el umbral de su puerta o al pie de su cama. Como he dicho, dormía en su cama y la abrazaba cada noche hasta que se quedaba dormida; además, la ayudaba a bañarse, pues las aguas minerales, cálidas y astringentes minaban sus fuerzas más que cualquier ejercicio. Al principio no quería usar la terma, alegando que un simple baño con esponja era suficiente.
—Vamos —le dije—, todos los que han venido a Pautalia, desde el propio emperador Trajano han ponderado la virtud curativa de estos manantiales. Bañarte en estas aguas no puede dañar tu salud.
—No es por el baño, Veleda. No puede haber nada que me haga empeorar. Lo que no quiero es destapar mi… mancha y que tengamos que verla las dos tanto tiempo.
—Muy bien —dije, contento por no tener que quitarme la faja—. Nos bañaremos las dos con arreglo al pudor romano, y después te cambiaré la venda por otra seca.
Cuando la tercera noche salíamos de la terma, la princesa dijo como embelesada:
—No acabo de creérmelo, Veleda, y quizá no debiera decirlo, no sea que el destino me castigue, pero creo que las aguas me benefician. Aún estoy débil, pero me siento mejor… de cuerpo y de espíritu. Y
el dolor ha cedido bastante… ¿Sabes que hoy no he tomado ninguna mandragora?
Yo sonreí y me congratulé.
—Creo que es el baño de agua caliente lo que hace que estés más rosada y contenta. Y me parece que la úlcera es más pequeña y tiene mejor aspecto.
Lo cierto es que pensaba que la úlcera se había reducido y cerrado algo por efecto de la astringencia de las aguas, aunque el embromos musarós no había disminuido. No obstante, decidí decirle a Daila al día siguiente que íbamos a quedarnos unos días más para ver si la princesa seguía mejorando. En cualquier caso, aquella noche se metió en la cama conmigo muchísimo más animada que de costumbre y fue en plena noche cuando ocurrió lo imprevisto.
— em¡Saio Thorn! —tronó una voz fuera de la casita. Yo me desperté inmediatamente y vi que había amanecido. Casi simultáneamente salté de la cama y corrí a vestirme apresuradamente con mis ropas y la coraza.
—¡Ya voy, Daila! —grité, al reconocer la voz, y, mientras me ponía una bota con una mano, metí la otra bajo el colchón, buscando el pergamino para guardármelo. Pero no estaba. Sorprendido y aún medio despierto, levanté aquel trozo de colchón para mirar bien y comprobé que no había ningún pergamino.
—¡Amalamena! —musité, y vi que estaba despierta, sentada en el lecho, tan sobresaltada como yo y tapándose los pechos con la sábana—. ¡El pergamino! ¿Lo has cogido tú o lo has cambiado de sitio?
— emNe, yo no —contestó con voz débil.
—Pues, haz el favor de vestirte de Swandila, y, como los hombres no te pueden ver bien por estar lejos, déjate ver como si fueses la criada.
Sin aguardar a que me dijese nada, me embutí el casco sin peinarme y me llegué a la puerta, abrochándome aún. El emoptio me aguardaba con gesto furioso, pero —los dioses sean loados— con el pergamino sellado en la mano. Y no estaba solo. Le acompañaban otros guerreros y dos de ellos sujetaban a otro que parecía desmayado o herido.
—Saio Thorn —añadió Daila con aspereza—, si has dormido con un ojo abierto, te aconsejo que le dejes descansar y utilices el otro durante un tiempo.
Difícilmente podía reprenderle por falta de respeto a un superior, y me limité a preguntar anonadado:
—¿Cómo lo han robado?
—Un traidor en nuestras filas —contestó Daila, señalando al que sostenían los otros dos. Tenía el rostro tan golpeado y ensangrentado, que tardé un momento en reconocer a uno de mis dos arqueros. El emoptio me apartó del grupo para hablarme a solas.
—Los otros centinelas siguen siendo leales y vigilan con los ojos bien abiertos. Ellos le vieron entrar y salir del alojamiento de la princesa y le atraparon antes de que pudiera romper los sellos y descubrir que se había apoderado de una imitación.
Sus palabras me tranquilizaron, pero aún seguía atónito y por dos motivos. No sólo mi propio guardia había estado a punto de echar por tierra lo que con tanto esfuerzo había elaborado, sino que debía saber que yo, el emsaio Thorn, no era lo que decía, pues se había apoderado del pergamino de debajo del colchón en la cabecera, y, aún a oscuras, habría debido darse cuenta de que el emsaio Thorn y «la criada de Khazar» eran una misma persona. Bien, tanta culpa tenía yo como el ladrón. La relación de hermanas entre Amalamena y Veleda se había vuelto tan íntima y cálida que me había dejado caer en la molicie y la complacencia de un modo reprobable. Ahora, Thorn y Veleda corrían peligro de ser descubiertos y puede que castigados y desterrados o ajusticiados; pero Daila aun no había dicho nada en tal sentido, ni me había dirigido una mirada inquisitiva ni equívoca —tan sólo aquel gesto de desaprobación— y, así, yo sólo comenté el asunto que más nos preocupaba.
—¿Qué puede haber inducido a un ostrogodo a traicionar a su propio rey, a su país y a un compatriota?
—Se lo hemos preguntado —respondió secamente el emoptio—, y ya ves que con bastante energía, y ha confesado que se enamoró de una de las criadas de Khazar en Constantinopla y ella le indujo a traicionarnos.
Otra cosa de la que yo tenía la culpa, porque había sido yo quien había mandado a los arqueros dormir dentro de la residencia y no en el patio con los demás.
—He sido muy negligente —dije con un suspiro.
— em¡Ja, waila! —gruñó Daila.
—Sí que me imaginé que las criadas del emxenodokheíon serían espías, pero no pensé que podrían persuadir a uno de mis hombres para que nos traicionase.
—Y por tan sórdido motivo —bramó el emoptio—. ¡Nada menos que por amor! Por enamorarse de un objeto de posada ya utilizado por muchos huéspedes. No se le concederá la muerte del guerrero —añadió
Daila, llegándose al traidor y abofeteándole repetidas veces—. ¡Despierta, desgraciado! ¡Despierta para que podamos colgarte!
—Cierto que lo merece —dije yo—. Pero no demos un espectáculo que llame la atención de la gente y puedan preguntarse a qué se debe esta disensión en nuestras filas. emNe, optio. Eliminémosle ahora mismo y hagamos un bulto para cargarlo en las acémilas y ya tiraremos el cadáver en algún lugar solitario.
Daila lanzó un gruñido, pero finalmente dijo:
— emJa, tienes razón —y se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. ¿Lo haces tú, emsaio Thorn, o yo?
—Un momento —añadí, preocupado de pronto por una idea, llevándole aparte—. ¿No habrá
contado el arquero a su enamorada que hemos enviado un mensajero por delante?
—No puede haberlo hecho. Eso no lo sabe nadie más que tú y yo, emsaio Thorn. Fui yo quien acompañó a la muchacha hasta la puerta de la ciudad. Este traidor no puede habérselo dicho a nadie; ni tampoco que llevamos un empactum falso.
Como Daila seguía tratándome de hombre, me atreví a preguntar:
—Y, al confesar, ¿no ha contado nada más…?
—Simples barboteos —contestó el emoptio, encogiéndose de hombros—. Creo que le sacudí
demasiado fuerte.
Como si el comentario le hubiese despertado, el flaccido prisionero se rebulló y levantó la cabeza. Nos miró a Daila y a mí con el ojo sano que le quedaba, dejándolo malévolamente clavado en mí, mientras farfullaba con los labios partidos, escupiendo sangre:
—Tú… no eres… mariscal… ni guerrero… ni Thorn —dijo atragantándose y respirando con dificultad—. No hay ningún Thorn.
—¿No oyes? —dijo Daila—. Barboteos.
—Ningún Thorn… y la princesa no tiene cria…
No dijo nada más, porque desenvainé rápidamente la espada, me acerqué y le corté la garganta.
—Quitadle de en medio —dije a los que le sujetaban—. Envolvedle en una manta y cargadle en una acémila.
Por fin había estrenado mi nueva espada gótica, pero no podía sentirme muy orgulloso de que la primera víctima fuese un compatriota ostrogodo. Y le había matado, no realmente por habernos traicionado, sino para evitar que descubriese mi secreto… porque aquello habría sido una revelación más terrible para los ostrogodos que la propia traición. Pero me dije que tampoco le había matado totalmente por eso, pues en aquel momento el principal motivo de mantener el secreto era permitir que Veleda siguiese cuidando a la princesa enferma, y por el bienestar de Amalamena valía la pena matar a varios canallas como aquél. De todos modos, ojalá mi espada hubiese tenido un bautismo de sangre con un guerrero enemigo.
Mientras arrastraban al muerto, el emoptio dijo:
—Dudo mucho que fuese a desertar, llevando el pergamino a Constantinopla, pues se imaginaría que le perseguiríamos y le daríamos alcance. Lo más probable es que fuese a entregárselo a alguien. Y, como ha esperado hasta ahora para robarlo, ese alguien debe rondar por aquí.
—Exacto —dije—. Pues si tenemos un enemigo o varios al acecho, vamonos en seguida de aquí. Ahí está la cosmeta de Amalamena cogiendo flores para su ama (y advertí, complacido, que se tapaba el rostro con las flores), así que la princesa ya debe estar levantada. No saldremos hasta que haya desayunado. Ocúpate de que coman los hombres y los caballos y que todos estén preparados para marchar.
Se lo expliqué todo a Amalamena mientras desayunábamos y me alegró el corazón ver que comía con verdadero apetito.
—Me habría gustado quedarme algo más —dijo—. La terma me ha sentado maravillosamente y hoy he desayunado con ganas. Pero, tienes razón, tenemos una misión que cumplir. Estoy preparada y me siento con bastantes fuerzas para continuar.
—Pues viste tus galas de princesa para el viaje —dije—. Y esta noche, cuando acampemos, vuelves a vestirte como Swandila. Y yo —añadí sacando el pergamino de la túnica—, creo que dormiré con esto entre los dientes.
Una vez formada la columna, mientras los caballos piafaban impacientes, el emoptio se llegó hasta la carruca, junto a la cual yo montaba en emVelox, y dijo:
—Podemos tomar por dos caminos, emsaio Thorn. El traidor muerto esperaba que siguiésemos la misma por la que habíamos venido, la que va directamente a Naissus y a Singidunum.
—Comprendo. Luego su cómplice o banda de cómplices nos estarán esperando en ésa. Gracias por la observación. ¿Y cuál es el otro camino, Daila?
—El que sigue el curso del río Strymon desde aquí y lleva en dirección más al norte a la ciudad de Serdica.
—Serdica nos desvía mucho —comenté—, pero seguiremos ese camino hasta que estemos bien lejos de aquí. Luego, esperemos que haya otra ruta hacia el oeste que nos vuelva a situar en el itinerario. De acuerdo; da la orden de marcha.
Debíamos ser los únicos viajeros que utilizaba el camino del río aquel día, pues no pasamos ni nos cruzamos con nadie, salvo algunos rebaños de ovejas y unas piaras de cerdos, lo que me causó cierta inquietud —y a Daila— en cuanto a la seguridad de aquel tramo.
Lo que más me preocupaba era que, al apartarnos del camino más recto a Singidunum, ya no seguíamos el itinerario de Swanila. Hasta entonces, en todos los altos que habíamos hecho, yo había
preguntado discretamente y nadie recordaba que hubiese pasado por allí un jinete pequeño de pelo castaño, lo cual era buen signo, pues nadie había visto ni oído que el jinete se hubiese visto detenido, hubiera caído o sufrido un accidente. Podía dar por sentado que Swanila había llegado a Pautalia sin incidentes, pero hasta que no volviésemos a situarnos sobre su itinerario, no me quedaba más remedio que esperar hubiese continuado su ruta hasta Teodorico y ansiaba con todo mi corazón que ya hubiese dado con él, entregándole el empactum.
En cualquier caso, pronto dejé de preocuparme por la suerte de Swanilda, pues Daila y yo encontramos más motivos de inquietud por la nuestra dado que el terreno comenzó a cerrarse por los lados. Estábamos en un lugar montañoso en el que el río Strymon había ahondado un profundo desfiladero por el que discurría también el camino, bordeado de altos acantilados que nos hacían temer una emboscada.
Empero, cuando el emoptio y yo intercambiábamos tales temores, la columna ya se había internado mucho en el desfiladero como para hacerle dar la vuelta y salir de él antes de que anocheciera, y fue preciso seguir adelante con la esperanza de salir de la garganta antes de que oscureciera. No fue así, pero no sufrimos ningún asalto ni incidente mientras había luz. Así, cuando ya estaba demasiado oscuro para seguir avanzando, aprovechamos el lugar más espacioso que encontramos para apartarnos del camino y acampar.
—No quiero que nos echen peñascos encima —dijo Daila. Y lo primero que hizo fue enviar dos hombres a trepar a las alturas y establecer turnos de vigilancia nocturna. Luego, envió dos guerreros a observar el camino en ambas direcciones a considerable distancia del campamento y situó centinelas a intervalos en la orilla del río.
Mientras el resto de los hombres atendían a los caballos, encendían los fuegos y sacaban las provisiones, yo me aseguré de que Amalamena fuese vista, y dos veces, por quien tuviera interés. Primero, descendió de la carruca vestida de princesa y estiró brazos y piernas sin recato; volvió a montar en la carruca y —al cabo de un rato, cuando ya había oscurecido del todo— salió vestida de «criada de Khazar» y tocada con la pañoleta, se dirigió al río con un aguamanil, lo llenó y volvió a meterse en la carruca.
Luego, por si los centinelas de las alturas no podían impedir un deslizamiento de tierras provocado por nuestros enemigos, tomé las riendas de los caballos de la carruca y la hice retroceder hasta cerca del centinela que vigilaba el camino y que estaba apoyado en su lanza, dejé allí el vehículo, llamé a otro soldado y, mientras desenganchaba los caballos para llevarlos con emVelox y los otros a pastar, entré en la carruca y pregunté a la princesa qué tal había viajado aquel día.
—Estupendamente —contestó, más alegre y animada que nunca—. Otro día que no he tenido necesidad de tomar la droga.
—Sí que parece una recuperación milagrosa. Y no quiero dudar como santo Tomás. Recomendaré
esas aguas a todos los enfermos que conozca.
—Y tengo más hambre que una loba —añadió ella, riendo—. He venido comiendo fruta todo el camino, pero ahora me gustaría algo más sólido.
—Ya están haciendo la cena. Deja que te cambie las vendas mientras la acaban. Cuando abrió sus ropas de Swanila y destapé la úlcera, no se deprimió como antes, sino que dijo eufórica: