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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (67 page)

BOOK: Halcón
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No quiero dar a entender que no haya mucho que decir en contra del brutal acto del estupro, aunque lo cometa —supongo— el hombre más guapo y gentil, pero en mi caso concreto, pude al menos dar las gracias a tres atenuantes. Uno, el hecho de que, aunque Estrabón fuese tan potente y fértil como un uro, yo no temía quedarme encinta de un hijo con cara de pez, cara de rana o de otro tipo. Otra circunstancia feliz fue que en ningún momento tuve que mirar a los ojos de mi mancillador, pues, incluso cuando su rostro enrojecido, hinchado y tenso se encontrara sobre el mío, sus pupilas estaban desviadas a los lados y sólo le veía el blanco de los ojos, como si fuese un ciego quien me estuviese hollando; y, así, nunca tuve que ver si sus ojos brillaban de bestial regocijo o de triunfal refocilo, o si miraban a los míos para observar indicios de angustia, terror o envilecimiento u otra reacción que hubiese podido enaltecer sus sentimiento de dominio.

El tercer modesto paliativo durante el acto, fue que logré mantener a Amalamena en mi pensamiento. Antes de ello, sólo me había consolado el que hubiese tenido una muerte relativamente clemente atravesada por la espada en vez de una prolongada y repugnante agonía; pero ahora, realmente, me congratulaba de que hubiese perecido así, sin mancilla ni vergüenza. Y estaba muy seguro de que superaría aquella noche mucho mejor que ella —o cualquier otra mujer, Veleda incluida— lo habría podido hacer.

Debo recordar que, en aquellos días, no era para nada Veleda. Era Thorn —exclusivamente Thorn— sólo que con el aspecto y las ropas de Amalamena. Desde luego que para complementar mi disfraz comencé instintivamente a mostrar mis gracias y movimientos femeninos, pero no me sentía mujer. Puede que este distingo resulte trivial, pero realmente es muy importante. Y ello porque toda mujer, desde la niñez hasta la vejez, tiene fijada íntimamente en su ser una sola cosa, y en ella se complace y la persigue con orgullo si desde un principio decide que no ha nacido más que para ser esposa y madre; pero la desprecia, y tratará de rechazarla y olvidarla, si tiene otras aspiraciones, desde la castidad permanente como monja hasta las ambiciones más mundanas. Empero, sea cual fuere la mujer —aunque sea una emsóror stupra o emvirago o una amazona— esa idea está siempre presente: la noción de que emha sido emcreada por la naturaleza primordialmente como receptáculo con una cavidad con labios para ser emllenada.

Pero en aquel momento, como no era Veleda, la noción no llenaba mi consciencia y ni siquiera yacía recóndita en mi mente. Por consiguiente, no sentía mi feminidad violada y mancillada; aquella noche habría podido ser un observador que asistía indiferente a la escena de la violación de un ser inerte por el rijoso Estrabón, del mismo modo que, otrora, un observador podría haber visto los repetidos abusos del hermano Pedro del pequeño Thornula, un ser todavía sin formar, sin sexo y sin conocimiento. Ni que decir tiene que nada de esto sirvió para que la noche fuese menos indignante y ultrajante, pero sé que mi actitud de pura apatía la hizo menos placentera para Estrabón de lo que él habría esperado. Además, se evidenció algo más palpable que sirvió para mermar aun más su orgullo de amo y conquistador. Tras consumar el primer asalto, se apartó de mí y palpó rudamente mi entrepierna para mirarse la mano.

—¡Mercancía dañada, ya lo creo! —exclamó—. ¡Estrecha sí eres, pero no virgen! ¡Puerca fingida!

¡No hay sangre!

Yo me contenté con mirarle fríamente.

—Has estado engañando a tu confiado hermano, ¿verdad? Puedo asegurar que no ha habido muchos antes que yo, pero tiene que haber habido alguien. Sé que en Novae estabas bien guardada, pero últimamente has viajado mucho. ¿Quién te ha desvirgado? ¿Quién ha sido, emniu? ¿Ha sido ese emsaio Thorn que viajaba contigo?

No pude por menos de soltar la carcajada. Y mi inesperada reacción le desconcertó aún más que el haber descubierto que no era virgen.

—¡ emVái, mofeta asquerosa! Bueno, tu amado compañero de viaje, Thorn, ya ha muerto. Ya me ocuparé yo de que no tengas más caprichos. ¡A partir de ahora más te valdrá que aprendas a darme gusto!

¡Ahora mismo vas a empezar!

Dicho lo cual, me levantó y me dio la vuelta, poniéndome a gatas y me penetró por detrás con mayor violencia que antes. El martillo-cruz, el sello y el pomo que colgaban de la cadenita que llevaba al cuello, se balanceaban frenéticamente —cual si fuesen horrorizados testigos de un sacrilegio— al ritmo de sus bestiales empellones, pero a mí poco me importaban los amuletos. En particular el pomo de leche de la Virgen ya había comenzado a repudiarlo, pues no había servido de nada para salvar a mi emjuika-bloth, al viejo Wyrd, ni a Amalamena, y ahora tampoco servía de nada para paliar mi apurada situación. Lo que realmente me preocupaba era la faja que me aplastaba el miembro viril contra el vientre, pues si Estrabón, en su arrebato, la rompía y el miembro quedaba colgando —por pequeño y encogido que estuviese en aquella peculiar situación— difícilmente habría dejado de advertirlo.

Pero no la rompió. No lo hizo aquella noche ni después; pues no fue la única noche que tuve que soportar sus asquerosos asaltos. No lo atribuyo a que simplemente no se molestó en quitármela; creo que dejó deliberadamente que la conservara, pues, como ni una sola vez chillé, gemí ni supliqué compasión

—por horrendas que fuesen las cosas que me hizo y me obligó a hacerle— supongo que dejarme la

«banda del pudor» fue el único factor que le sirvió para convencerse de que violaba mi pudor. Y así, nunca descubrió la clase de ser que en vano trataba de mancillar; él sólo se imaginaba que saciaba su lujuria con la joven, hermosa y deseable princesa Amalamena, y yo, mentalmente, seguía siendo Thorn y mi única reacción al abuso fue jurarme que le haría arrepentirse de ello amargamente. Sólo una vez se lo dije, y seriamente; aquella misma noche. Cuando, por fin, no pudo más y se apartó de mí sin resuello, dijo:

—Qué curioso. Es la primera vez que me acuesto con una mujer y no huelo la suave fragancia de sus flujos. A lo mejor no los has tenido, perra seca; pero tampoco noto el conocido olor de los míos. ¿Por qué será, emniu? Lo único que huelo es un no sé qué débil pero nada fragante… una especie de…

—Es el olor de la muerte —dije yo.

CAPITULO 2

Cuando Estrabón se marchó, poco antes del amanecer, para irse a dormir a otro sitio, dejó abiertas las cortinas de la carruca y me ordenó dejarlas así; los dos guardianes se sonrieron al verme desnuda e imaginarse lo que había ocurrido. A mí esas naderías poco me importaban y no hice caso; me tapé con el cobertor y me quedé dormida. Pero por la mañana, saqué otro vestido de Amalamena del arca y me lo puse por los posibles mirones del camino.

Al final de la tarde llegamos a Serdica. Como sabría, no era una ciudad de Estrabón ni de ningún otro pretendiente, sino propiedad del imperio romano, e incluso estaba la emLegio V Alaudae guarneciéndola. Empero, como aquella legión era del imperio de Oriente y Estrabón gozaba del favor del emperador Zenón, la llegada de una nutrida tropa de ostrogodos no indujo a que nos repelieran los legionarios. En cualquier caso, Estrabón no iba para asediarla ni pillarla, sino para hacer un alto en el

camino hacia sus tierras. Así, dejó la mayor parte de los hombres acampados fuera de los muros y alquiló

habitaciones en un emdeversorium para nosotros dos y sus oficiales. El emdeversorium no tenía ni con mucho el lujo de los que yo había elegido cuando escoltaba a la princesa amala; me dieron una habitación muy mal amueblada, que no tenía ni puerta ni cortina que asegurase la intimidad. Y de nuevo me pusieron un guardián para vigilarme y acompañarme cada vez que tenía que salir al retrete. El cuarto de Estrabón tenía tan pocos muebles como el mío y se hallaba enfrente, de modo que me veía constantemente. (Aun en mi poco envidiable situación, consideré con cierto humor el hecho de que sólo podía verme con un ojo.)

Pero al menos no se negó cuando le pedí que me enviase un soldado a recoger una cosa del bagaje que sus hombres me habían arrebatado. Lo que quería era una de las alforjas que llevaba emVelox, y se la describí al soldado para que la encontrase; no me cupo duda de que la habían registrado para comprobar que no había ningún puñal, veneno o similares. Y no había nada de eso, aparte de que lo que contenía no habría llamado la atención, pues eran prendas y adornos femeninos de Veleda. Cuando un criado del emdeversoñum me trajo una jofaina con agua, pude quitarme el polvo del camino y las diversas manchas de la noche anterior, restos de la emmúxa, smegma y bdélugma de Estrabón, y el embromos musárós que me había impregnado desde que había comenzado a encarnar a Amalamena. Luego, me puse un vestido de Veleda y me sentí limpia por primera vez en mucho tiempo.

Cuando Estrabón y sus oficiales fueron al comedor para emnahtamats, tuve que quedarme en el cuarto, vigilada, y allí me trajeron la comida. La alimentación de la posada era igual que las habitaciones, pero la sensación de estar limpia me ayudó a disfrutar con la vista de Serdica que tenía desde la ventana; el criado que me trajo la comida me dijo que la ciudad había sido una de las residencias preferidas de Constantino emel Grande y que había estado a punto de elegirla como la Nueva Roma en lugar de Byzantium. No me extrañó, pues Serdica se asienta en una planicie elevada de los montes Haemus que le procuran una salubre atmósfera con clima agradable y un aire fresco casi constante que la limpia; la domina el pico más alto de la cordillera Haemus, que veía perfectamente desde mi ventana. Los lugareños le llaman emCulmen Nigrus, pero nadie supo explicarme por qué; yo creo que es un nombre inapropiado porque la cumbre está coronada de brillante nieve todo el año.

Aquella primera noche dispuse del cuarto para mí sola. Estrabón no vino a molestarme, probablemente porque necesitaba dormir bien tanto como yo; pero a la mañana siguiente, mi guardián me condujo al otro lado del patio a una sala en la que estaban Estrabón, un escriba militar, el emoptio Ocer y unos oficiales.

—Quiero que oigas esto, princesa —dijo él, con aquel tonillo sardónico habitual al pronunciar el título—. Voy a dictar las condiciones a tu hermano.

Y comenzó a enumerarlas, despacio, puesto que el escriba no era muy hábil y escribía con mucha menos soltura de la que yo lo habría hecho. En resumen, Estrabón exigía a Thiudareiks Amalo, hijo de Thiudamer Amalo, que evacuase la ciudad de Singidunum y la rindiese a las fuerzas imperiales que enviase el emperador Zenón; que cesase en y desistiese de importunar al emperador pidiéndole concesiones de tierras, títulos militares, la emconsueta dona en oro y otros privilegios; que cesase en y desistiese de llamarse rey de los ostrogodos, renunciase a todas sus reivindicaciones de soberanía y jurase debida fidelidad y sumisión al auténtico rey, Thiudareikhs Triarius. A cambio de su aceptación de estas condiciones, Estrabón consideraría qué disposición se adoptaría con Amalamena Amala, hija de Thiudamer Amalo, recientemente capturada por él en limpio combate y actualmente detenida como prisionera de guerra. Añadía Estrabón algunas sugerencias en cuanto a esa «disposición» de Amalamena en el sentido de que contrajese un matrimonio de conveniencia —sin especificar el esposo— para así

subsanar las viejas disensiones entre las ramas amalo divergentes de los ostrogodos y cimentar la concordia y una paz duradera.

—Advertirás —me dijo Estrabón, con una mueca de rana— que no me quejo del estado… ejem… defectuoso de la mercancía. Como estoy seguro de que habrás ocultado a tu hermano tu lamentable estado depreciado, no voy a desvelárselo, no sea que considere que no vale la pena acceder a mis demandas.

No me digné hacer ningún comentario; me limité a arrugar la nariz y mantener mi porte de princesa ofendida. Estrabón estiró la mano, me acercó a él de un tirón, enredó sus dedos en la cadenita de oro, me la quitó y sacó los tres dijes.

—Toma —espetó, devolviéndome la cadena y dos de ellos—, quédate con tus santos amuletos y que te aprovechen. Éste se lo enviaremos a tu hermano —añadió, cogiendo el sello de Teodorico y metiéndolo en el pergamino doblado que acababa de darle el escriba— para que se convenza, si es que necesita convencerse de que te tengo en rehén.

El escriba vertió unas gotas de cera sobre el documento y Estrabón imprimió en ellas su sello, formado por dos solas runas la emthorn y la emteiws, con el significado de Thiudareikhs Triarius, y entregó el paquete al emoptio, diciéndole:

—Ocer, llévate cuantos hombres creas necesarios por si hay bandidos o tenéis accidentes, y llégate al galope con este documento a Singidunum. Se lo entregas a ese necio pretendiente de Teodorico y le dices que tienes que aguardar una respuesta por escrito. Si quiere saber dónde está su hermana presa, le dices que, sinceramente, no lo sabes, que en este momento vamos de camino. Descansaremos aquí en Serdica una noche más y luego —hizo una pausa para mirarme— seguiremos hacia donde sabes. Llévame allí la respuesta. Irás mucho más de prisa que nuestra columna, así que llegarás aproximadamente al mismo tiempo que nosotros. ¡Puedes marchar!

—¡A la orden, Triarius! —exclamó el emoptio, poniéndose el casco y haciendo seña a los otros oficiales para que le siguieran.

—Tú —me dijo Estrabón— vuelve a tu cuarto—. Descansa… —añadió con su mueca de rana y sonrisa lujuriosa— que pronto anochecerá, y mañana emprenderás un largo viaje. Bien, pensé, sentada en mi cuarto mirando el Culmen Nigrus cubierto de nieve, el mensaje de Estrabón a Teodorico era más o menos lo que yo esperaba. Pero ¿qué respondería Teodorico? Aunque Swanilda no hubiese llegado con el empactum de Zenón, dudaba mucho de que Teodorico se aviniera a las exigencias de Estrabón. No, ni siquiera por el bien de su querida hermana; al fin y al cabo, era el rey de un pueblo y no iba a malograr sus esperanzas por una mujer. Aunque sí que le apenaría saber que Amalamena estaba presa y en peligro.

Y más le apenaría saber que la princesa ya había muerto, pero al menos eso le evitaría la preocupación de pensar en las posibles maneras de salvarla, poniéndose con ello él y otros en peligro.

¿Cómo podría hacérselo saber? No cedas, Teodorico; no pienses siquiera en fingir que vas a cumplir sus desmesuradas condiciones; tu posición es irreductible, Teodorico, y el documento auténtico de Zenón debe estar en alguna parte. Y no te apenes mucho por Amalamena. Tú no lo sabías, pero tenía los días contados y, en realidad, tuvo una muerte mejor de lo que cabía esperarse. Tenía que decirle todo eso, pero ¿cómo? Mañana reemprenderíamos el viaje y una vez que llegásemos al nido de águilas de Estrabón, estuviese donde estuviese, me vería más enclaustrada y vigilada que ahora. Serdica era mi mejor y quizá única oportunidad de enviar un mensaje a Teodorico. Sí, pero ¿cómo? ¿Ofreciendo mi cadenita rota a uno de los sirvientes del emdeversorium para sobornarle?

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