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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (129 page)

BOOK: Halcón
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—¿Y bien?

—Tal cual exige Teodorico. Odoacro capitula —contestó, no muy alborozado.

em—¡Enax! —exclamé—. ¡ emGratulatio, arzobispo Juan! Habéis hecho una buena gestión por vuestra ciudad y por vuestro país. Pero permitid que haga una conjetura taimada. Odoacro estaba a punto de rendirse, ¿no es cierto? Y que ahora pretenda hacerlo por deferencia a su querido san Severino le permite salvar la cara y hasta le confiere un algo de noble sacrificio. ¿No lo veis vos así?

—No —contestó el prelado bastante condolido—. Teodorico tenía razón. Odoacro no habría accedido simplemente por Severino. Tuve que ofrecerle algo más que un santo.

—Luego utilizasteis otro segundo argumento. Bien, si sirvió para que Odoacro se aviniera, alabo vuestro poder de invención.

El prelado continuó cabalgando un buen rato sin decir nada, por lo que añadí:

—No parecéis muy contento de vuestro éxito.

Él siguió callado, por lo que, algo amoscado, porfié:

—Arzobispo, ¿qué le habéis ofrecido a Odoacro? ¿Salvar la vida? ¿El destierro? ¿Un cargo?

Decidme.

El hombre lanzó un fuerte suspiro que hizo temblar sus carrillos.

—La corregencia. Compartir el trono con Teodorico. Que reinen los dos codo a codo como los reyes-hermanos de los burgundios.

Detuve a emVelox y agarré las riendas del otro caballo para pararlo, diciendo enfurecido:

—¿Estáis loco?

—Teodorico dijo —y vos que estabais allí pudisteis oírlo— que le tenía sin cuidado lo que propusiese.

Me le quedé mirando estupefacto.

—Teodorico pensó erradamente que teníais sentido común. Cuando sepa su craso error su consternación será tremenda. Y la vuestra. emEheu. Ya lo creo.

—He empeñado mi palabra —añadió, temblándole el grueso labio inferior— y Odoacro ha aceptado. Igual que debe hacer Teodorico. Al fin y al cabo soy arzobispo de la Santa…

—¡Sois un imbécil! Más le valdría a Teodorico haber enviado al senil chorlito de Severino. ¿Pero dónde se ha visto que el vencido dicte condiciones al vencedor? ¿Es que no lo veis? Ahí tenéis a Teodorico que se ha apoderado triunfalmente de todo el país y ahí dentro Odoacro, abatido, encogido, aplastado, que se permite esgrimir el puño, gritando: «¡Soy tu igual, por orden del arzobispo Juan!»

Vamos, pues —añadí, soltando enfurecido las riendas—, estoy deseando ver en qué queda esto.

—He empeñado mi palabra. La palabra de un reverendo arzo… —volvió a repetir, temblando.

—Un momento —añadí, deteniendo otra vez a emVelox—. Habréis acordado algún encuentro de estos dos extraños reyes-hermanos… para que sellen su insólito acuerdo. ¿Qué habéis convenido?

—Pues un acto de gran pompa y ceremonia, naturalmente. Teodorico entra en Ravena a la cabeza de sus tropas, celebra el triunfo con los formalismos correspondientes. Yo le impongo el laurel y la emtoga empicta; las fuerzas de la ciudad le juran y le rinden armas y la gente se postra en la calle en señal de sumisión. Después de la acción de gracias en la catedral, Teodorico se llega al palacio de Odoacro, el Lauredal, para celebrar un banquete en el que ambos se abrazan amistosamente y…

—Está bien —dije yo, y permanecí en silencio un instante pensándolo—. Sí, está muy bien —

añadí—. Teodorico entra en la ciudad, los defensores y los habitantes se someten. Eso es lo que él espera; porque no le diréis más que eso, arzobispo Juan. Dejadle creer que cuando se encuentre con Odoacro es para aceptar la rendición.

—¿Estáis sugiriendo que un arzobispo cometa pecado? —replicó él espantado—. ¡Sería mentirle!

¡Faltaría a mi palabra a Odoacro!

—No haréis ni una cosa ni otra. Sugiero que os detengáis al borde de la mentira. Si le dijerais a Teodorico las condiciones absurdas que habéis negociado, estoy seguro de que os abriría en canal. Pero es que, además, es un hombre de honor y se negaría a entrar en la ciudad aunque Odoacro se la ponga en bandeja. Por consiguiente, arzobispo, limitaos a omitir esa cláusula de la corregencia y derrochad elocuencia en los preparativos de la ceremonia, para acabar con que después de entrar en la ciudad y recibir la sumisión del pueblo, se dirige al palacio para encontrarse con Odoacro. Y nada más. No digáis otra cosa. Si, llegado ese momento, sucede algo que empaña vuestra palabra… no será culpa vuestra.

—Seguís pidiéndome que cometa el pecado de omisión, y soy arzobispo de la Santa…

—Consolaos con lo siguiente: un sabio abad me confió en cierta ocasión que la Santa Madre Iglesia permite a veces a sus ministros ayudar a su causa mediante un piadoso artificio.

—Me estáis pidiendo que ayude a la causa de Teodorico… —replicó el arzobispo en los últimos estertores de resistencia—. Un arriano, un hereje. ¿Cómo voy a convencer siquiera a mi conciencia de que ayudo a la Iglesia?

—Evitando el que tenga que buscar un nuevo arzobispo para la diócesis de Ravena —repliqué

aceradamente—. Vamos, decidle a Teodorico que le traéis la rendición incondicional que desea. Y así, asegurándome de que mi rey nada sabía de aquella «corregencia» que se había acordado con Odoacro, sucedió que el reinado de Teodorico se inició con un lamentable hecho. Yo habría debido preverlo, porque sabía cómo había reaccionado sin vacilación ni contemplación alguna en ocasiones como aquélla; y después, considerándolo en retrospectiva, muchas veces deseé haberle podido impedir de algún modo su impulsivo proceder. Pero en aquel entonces sólo pensé en que a Teodorico le asistía toda la razón para hacerlo.

Un día de marzo del año 493 de la era cristiana, Flavius Theodoricus Rex hizo su entrada triunfal en Ravena, pero lo que hizo aquel día de primavera arrojaría una sombra otoñal en los años que siguieron. Una vez concluidas las ceremonias rituales y ovaciones, procedió con su séquito al palacio del Lauredal para encontrarse cara a cara por primera vez con Odoacro. Éste era un hombre viejo, encorvado, calvo y, al parecer, no exento de hipocresía, pues nos recibió con una sonrisa y los brazos abiertos para el fraternal abrazo. Pero Teodorico hizo caso omiso del gesto y desenvainó la espada.

Aquel año 1246 de la fundación de Roma, renació el imperio romano de Occidente, que florecería espléndido bajo el reinado de Teodorico, pero nunca se olvidó lo que mi rey hizo. Teodorico desenvainó

la espada y Odoacro retrocedió sorprendido y aterrado, musitando: em«¿Huar ist gudja? ¿Ubi-nam

emIohannes? ¿Dónde está el obispo Juan?», buscando con la mirada al prelado por el salón, pero el cómplice se había abstenido prudentemente de acompañarnos, permaneciendo en la catedral. En aquel día de marzo comenzó el reinado más loable que ninguna de las naciones de Europa había gozado en muchos siglos. Pero Teodorico tendría detractores, adversarios y enemigos, y éstos nunca olvidarían —y se encargarían de que otros lo recordaran— lo que hizo aquel día. Alzó la espada como un hacha, con las dos manos, y rajó a Odoacro desde el cuello hasta la cintura. Y, mientras el hendido cadáver se desplomaba en tierra, se volvió hacia nosotros y dijo:

—Herduico, tenías razón aquella ocasión en que dijiste que a Odoacro se le habían reblandecido los huesos de puro viejo.

Desde aquella remota fecha hasta ahora, aquel acto sería una nube que ensombrecería los claros cielos del eximio reinado de Teodorico emel Grande.

XI. El reino godo
CAPITULO 1

Ni los más íntimos amigos y partidarios de Odoacro habrían podido negar que merecía la ejecución; ni los adversarios más críticos de Teodorico podrían haber negado que un monarca victorioso tiene, con sus enemigos derrotados, todo el derecho a ser emjudex, lictor et exitium. Y, desde luego, nadie elevó queja alguna cuando el traidor Georgius Honoratus fue llevado desde Haustaths y Teodorico condenó al canalla a un castigo mucho más severo que la muerte. No, lo que hizo que muchos mirasen con recelo a Teodorico después de matar a Odoacro en Ravena, fue una circunstancia concreta: el arzobispo Juan difundió una ultrajante mentira.

Aunque el prelado se mostró abyectamente remiso a tergiversar la verdad cuando yo se lo pedí, posteriormente incurrió en una mentira peor por voluntad propia, a pesar de que, conforme a su fe cristiana, ello supusiera un grave riesgo para su alma. Esto fue lo que sucedió: Apenas había Teodorico descargado del caballo su equipaje en Ravena, cuando llegó una delegación de dignatarios de Roma; pero no formaba parte de ella el obispo Gelasio, pues se consideraba de condición muy por encima de un rey. La embajada de «diáconos cardenales» manifestó que él les había autorizado a hablar en nombre de «toda la Santa Iglesia». Al principio sus manifestaciones fueron obsequiosas, casi rastreras, y hablaron tan largo rato con enrevesados circunloquios, que Teodorico tardó

un poco en entender qué era lo que decían. Finalmente, comprendió que ellos y la Iglesia estaban preocupados, por no decir furiosos. ¿Y por qué? Pues porque él, Teodorico, había derrocado a un rey que era cristiano católico, y él, el nuevo rey, era arriano; los diáconos ansiaban saber si se disponía (como habría hecho un monarca emcatólico) a imponer su religión como religión de estado. Teodorico se echó a reír.

—¿Por qué iba a hacerlo? No me preocupan la religión ni las supersticiones que quieran abrazar mis subditos, mientras ello no genere revueltas. Y aunque me preocupase, no puedo legislar para que cambie la mente de los hombres.

Eso tranquilizó a los diáconos; tanto que abandonaron su serviles modales y pasaron a los halagos. Si a Teodorico no le importaba la fe de sus subditos, ¿tenía inconveniente en que la Iglesia hiciera cuanto pudiese por convertir a los nuevos arríanos y paganos a la religión predominante en el país, a la emverdadera fe?

—Podéis probar —contestó Teodorico, tolerante, encogiéndose de hombros—. Os repito que no puedo imponerme a lo que piensen las personas.

Y a partir de esto, los diáconos pasaron del halago a la impertinencia, diciendo que ayudaría enormemente a la campaña de conversión de la Iglesia y satisfaría profundamente al papa Gelasio —ya que a Teodorico no le importaba lo que hiciera la Iglesia— que él sancionara lo que hacía. Es decir, que proclamara públicamente que permitía a los evangelistas católicos moverse libremente entre sus subditos arríanos y paganos con la intención de sembrar trigo santo en donde sólo crecían malas yerbas y…

—Un momento —interrumpió Teodorico tajante—. Os he dado permiso, pero no os concederé

privilegio alguno. No apruebo vuestro proselitismo del mismo modo que no lo haría con el de los adivinos de la antigua religión.

A lo cual, los enviados comenzaron a darse golpes en la frente, a retorcerse las manos y gimotear; cosa que algunos habrían podido interpretar como sincera aflicción, pero a Teodorico simplemente le molestó; despidió a los clérigos con cajas destempladas y eso les causó dolor. Teniendo en cuenta cuán preocupados habían llegado, habrían debido marchar con alivio, pero partieron refunfuñando y diciendo que habían sido despedidos de mala manera sin ser escuchados.

De toda evidencia, Teodorico no olvidó el incidente ni le restó importancia, pues, poco después, publicaba un edicto que sería vigente durante todo su reinado. Desde entonces, no pocos gobernantes, prelados y filósofos han manifestado su admiración por la novedad de que un monarca manifestara de aquel modo su sentir, de la misma manera que otros muchos han sacudido apesadumbrados la cabeza por considerarlo una locura:

em«Religionem imperare non possumus, quis nemo cogitar ut credat invitus. Galáubeins ni mag weis emanabudáima; ni ains galáubjáith withra is wilja. No podemos imponer la religión; a nadie se le puede obligar a creer contra su voluntad.»

La Iglesia de Roma, por supuesto, estaba emcomprometida a hacer que toda la humanidad adoptase y abrazase su religión. Luego si hasta entonces sus clérigos habían desconfiado de Teodorico en su condición de no creyente e intruso, su «non possumus» tuvo por efecto que le detestasen y le condenasen como enemigo mortal de su misión en el mundo, de su santa vocación, de su sustento y de su misma existencia; citaban las palabras de Jesús: «Quien no está conmigo está contra mí», y a partir de entonces, la Iglesia cristiana católica no cesaría en sus maniobras para derrocarle y se opondría impertérrita a su autoridad real.

Por eso, cuando el arzobispo Juan de Ravena cayó súbitamente enfermo, hubo muchos que se dijeron que había sido envenenado por sus superiores eclesiásticos en castigo por la parte que había tomado en facilitar el advenimiento del reinado de Teodorico; si así fue, Juan no dudó en perdonar al envenenador, porque en su lecho de muerte contó una mentira con ánimo de desacreditar al enemigo de la Iglesia, Teodorico. Juan repitió a los sacerdotes que le administraron los santos óleos lo que me había dicho a mí: que había logrado que Odoacro rindiese Ravena a condición de compartir la soberanía reinando los dos como iguales. Pero a ello añadió una mentira: emque Teodorico lo había aceptado. Luego, murió y es de suponer que fue al infierno; pero la mentira hizo camino yendo de boca en boca —con los buenos oficios de la Iglesia— y a partir de entonces la acusación se dio por cierta: Teodorico había dado su palabra a un santo hombre y un monarca como él para entrar en Ravena y matar traicioneramente a un anciano desarmado y desprevenido que había confiado en él.

Sólo Teodorico y yo refutamos la acusación; pero nuestra palabra tenía poco peso frente a la de un alto prelado que había de responder de ella en el día del Juicio; pocos estaban dispuestos a creer que Juan hubiese mentido, buscándose la condena eterna. Por bien de su Iglesia, Juan había hecho una cosa que, aunque reprensible, era un valeroso acto de sacrificio; le valió un enterramiento en sarcófago con todos los honores de la Iglesia, y aun creo que le recibirían con indulgencia en el infierno. Entretanto, algunos actos bienintencionados de Teodorico dieron pábulo a los católicos para hallarle en falta o imputársela aunque no la hubiera. Cuando mandó que sus tropas demoliesen en Verona la ruinosa iglesia de San Esteban, los hombres de la Iglesia pusieron el grito en el cielo, y no cejaron en sus vituperios pese a que se les explicó pacientemente que era necesario demolerla para reforzar las murallas. Y aun se alzaron más clamorosas protestas cuando Teodorico comenzó a emplear a judíos en su administración, una serie de mercaderes que le gestionaran algunas partidas del tesoro, por la simple razón de que los judíos, por muy astutos que sean con los números en sus propios negocios, son ciertamente escrupulosos y honrados en las cuentas y él quería tener las cuentas bien llevadas. Eso hizo que Laurentius, el obispo católico de Mediolanum, se llegase a Ravena hecho una furia, clamando:

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