—No somos hunos —les dijo Teodorico— y no hemos venido a arrasar la ciudad; sólo queremos aprovisionarnos para proseguir la marcha. Abrid el edificio y dejadnos coger lo que necesitemos. Os aseguro que no tocaremos el oro, las doncellas y las pertenencias de valor.
—Oh, emvái —musitó uno de ellos, sin dejar de sonreír—, si hubiésemos sabido vuestra magnanimidad, habríamos tomado nuestras disposiciones, pero ahora los guardianes tienen órdenes estrictas y no pueden abrir las puertas hasta que vean por las troneras que los invasores han abandonado la ciudad.
—Te sugiero que deis contraórdenes.
—No puedo; ni yo ni nadie.
— emAj, me imagino que alguien podrá —replicó Teodorico sin alterarse— cuando os abrase los pies.
—De nada serviría. Los guardianes han jurado no obedecer orden alguna ni ceder a ruegos ni presiones, aunque mandaseis quemar a sus madres.
Teodorico asintió con la cabeza, como admirando tal terquedad, pero replicó:
—No os lo pediré otra vez. Si tenemos que abrir nosotros el edificio, mis hombres querrán recompensa por el esfuerzo y les dejaré apoderarse de todo lo que haya dentro, incluidas las doncellas.
—Oh, emvái —respondió el anciano sin inmutarse—. Simplemente rogaremos por que no podáis penetrar.
—Pues vuestra será la responsabilidad —dijo Teodorico— cuando rompamos la cascara y nos comamos la almendra. Id a rezar a otro sitio.
Los cuatro ancianos se alejaron complacidos y emsaio Soas nos musitó:
—El orgullo y el honor nos impiden aceptar semejante intransigencia. Pero es que, además, necesitamos lo que hay ahí dentro. Nos hemos quedado sin provisiones y a partir de aquí ya no tenemos depósitos, porque en el Savus ya no hay calado para nuestras barcas.
—Dejad que mis hombres utilicen las máquinas de asedio —dijo Freidereikhs animoso— y les lanzaremos gruesas piedras…
— emNe —gruñó Ibba—. La anchura de esos muros es mayor que tu altura, joven rey. No los abatiríamos en todo el verano. —Bien, pues entonces tengo arqueros que pueden lanzar flechas encendidas por las troneras —dijo Freidereikhs con entusiasmo—. Una auténtica lluvia que los defensores no podrán apagar. Los abrasaremos vivos.
—¿Y lo que hay dentro, emniu? —replicó Pitzias nervioso—. No queremos destruir lo que hay sino apoderarnos de ello. —¿No podríamos probar con tus trompetas de Jericó, emsaio Thorn? —inquirió Soas.
—Podríamos —contesté, meneando la cabeza—, pero creo que sería inútil. Esas puertas no son dobles como las de Singidunum, sino pequeñas y muy sólidas, sin fisuras que puedan ceder. Dudo que las trompetas las rompieran.
—Y aunque las derribemos —añadió Herduico—, la abertura es pequeña para lanzar un asalto y los del interior abatirían a los pocos que pudieran cruzarlas.
Teodorico había callado cortésmente mientras descartábamos las posibilidades, pero ahora se dirigió a Freidereikhs: —Joven, si quieres dar trabajo a tus hombres, manda que empiecen a excavar.
¿Ves esa esquina del edificio que se asienta sobre una roca? Que tus rugios hagan un túnel por debajo de los cimientos.
—¿Para socavarlos? —inquirió Freidereikhs indeciso—. ¿No es una misión suicida, Teodorico? Si los cimientos ceden, las piedras aplastarán a los excavadores.
—Que corten maderos y apuntalen los cimientos conforme vayan excavando; pero no de troncos verdes que se doblen, sino de madera bien seca.
—No lo entiendo —replicó el muchacho—. ¿Para qué socavar el edificio y dejarlo en pie?
—Sé buen chico y ordena eso que te digo —respondió Teodorico con un suspiro—. Y di a los excavadores que ellos serán los primeros en probar las vírgenes que hay dentro. Cuanto más prisa se den, antes gozarán de ellas. emHabái ita swe. — emHabái ita swe —repitió Freidereikhs, sin entenderlo, alejándose a dar las órdenes.
—Pitzias, Ibba, Herduico —añadió Teodorico—, que vuestros oficiales distribuyan a la tropa entre la población y que esta gente inhospitalaria les dé alojamiento. No vamos a acampar en tiendas al aire libre pudiendo hacerlo cómodamente mientras esperamos.
La excavación fue trabajosa, pero se realizó sin peligro. Los hombres de Freidereikhs no tuvieron que soportar lluvia de flechas, piedras ni líquidos hirvientes y, como excavaban junto a una roca no tenían que acarraear la tierra a distancia y la iban apartando a un lado; no obstante, los muros eran muy gruesos y los hombres estaba excavando, más que un túnel, una cueva para que los que no cavaban fuesen apuntalando la cavidad con las vigas de madera que iban cortando.
Al iniciarse el trabajo, se acercaron los mismos cuatro ancianos a ver lo que hacíamos, pero observé
que mostraban la misma indiferencia que cuando habían conversado con Teodorico, y me imaginé que sabrían que el suelo del edificio era tan impenetrable como los muros y el tejado y no les angustiaba que pudiésemos perforarlo.
—¿Cuánto quieres que profundicemos, Teodorico? —preguntó Freidereikhs el quinto o sexto día de la excavación—. Ahora debe tener un cuarto de estadio de largo y de ancho y ya nos está costando encontrar madera resistente para apuntalarlo.
—Nos bastará con esas dimensiones —contestó Teodorico—. Ahora, envía hombres a que recojan todo el aceite de oliva que encuentren.
—¿Aceite de oliva?
—Baña con él la madera y préndele fuego. Y que tus hombres se aparten a una distancia prudente.
—Aaah —exclamó Freidereikhs, al comprender de lo que se trataba, alejándose presuroso. También los de Siscia comenzaron a comprender cuando vieron salir humo del socavón, y los cuatro ancianos volvieron junto a Teodorico, ya no tan impasibles, sino bastante inquietos.
—¿Es que intentáis asar a nuestros jóvenes en un horno de piedra? —gimió uno de ellos—. Los guardianes y los hombres capaces para el combate… sería aceptable, según las reglas de la guerra. Pero las mujeres, las doncellas y los niños…
—No hemos prendido fuego para asar a nadie —replicó Teodorico—, aunque sí que sudarán un poco antes de que se quemen los maderos. Luego, la esquina se desmoronará y…
—¡Oh, emvái, peor aún! —dijo el anciano, retorciéndose las manos—. ¡El único edificio decente que queda en la otrora gloriosa Siscia! Incluso Atila nos lo dejó. Poderoso conquistador, os ruego que apaguéis el fuego. Os abriremos las puertas. Vamos a acercanos más para hacer una señal convenida a los guardianes.
—Ya me lo imaginaba yo —dijo Teodorico con sequedad—. Pero ya os di una oportunidad y yo no me desdigo fácilmente. Nuestros hombres han trabajado mucho por culpa de vuestra terquedad y ahora tienen que recibir su recompensa. Las mujeres, doncellas y niños lamentarán no haber perecido asados. Los ancianos clamaron em¡aj! y em¡aj! y profirieron otros gritos de consternación, pero, tras breve conciliábulo, uno de ellos dijo:
—No derrumbéis el edificio y os entregaremos todo lo que hay dentro.
—Supongo que no sois más que los padres de la ciudad —dijo Teodorico, mirándoles airadamente—, y no los padres de nadie de los que hay dentro. No cabe duda de que habéis mirado por la ciudad a expensas de la gente, pero ¿qué tenéis para negociar? ¿Qué podéis entregarme si ya voy a arrebatároslo?
— ¡Os rogamos que os apiadéis! La ceca es lo único que da a Siscia dignidad de ciudad.
—Cierto. Y yo también tengo respeto por la ciudad. Cuando el imperio de Occidente sea mío, también lo será Siscia, y no debo atentar contra mis propiedades. Bien, acepto vuestro ofrecimiento. Conservamos la cascara y nos quedamos con la almendra. Da la señal.
Mientras lo hacían, vigilados estrechamente, Teodorico llamó a un mensajero.
—Di al rey Freidereikhs que rodee el edificio y cuando se abran las puertas que apague el fuego; que deje a los hombres abandonar sin armas el edificio. Luego, como he prometido, que sus guerreros hagan lo que quieran con las otras personas.
—Me parece bien que hayáis salvado el edificio, Teodorico —dijo Soas—, pero esos cuatro viejos que primero han cacareado y luego se han arrastrado, yo no los perdonaría.
—No voy a hacerlo. Soas, da la orden de que todos los habitantes de Siscia salgan a la calle y sean testigos de lo que sucede cuando abran el edificio. Luego, anuncias que de la orgía son culpables los padres de la ciudad, y creo que los verdaderos padres, esposos y hermanos de la ciudad les darán a esos cuatro el castigo que merecen; y probablemente más horrible que el que hubiésemos aplicado nosotros. Así, proseguimos el avance aprovisionados y recorrimos unas cincuenta millas rio arriba antes de dar con otro tropiezo. Esta vez era un ejército de sármatas y estirios con cascos cónicos y lorigas, no preparándonos una emboscada, sino dispuestos en línea de combate y aguardando a que los divisaran nuestros vigías. Digo que era un ejército sólo porque alcanzaría unos cuatro o cinco mil jinetes, aunque en realidad era un conglomerado de guerreros de distintas tribus sármatas y estirias, incluidos los veteranos y supervivientes de otras victorias de los ostrogodos, la de Teodorico en Singidunum, y la anterior a ésa del padre y el tío de Teodorico. Aquellas gentes tenían dos motivos para movilizarse contra nosotros; habiendo sido tantas veces vencidos y escindidos, se veían obligados a llevar una desgraciada existencia nómada, y ahora esperaban —igual que el desventurado rey Thrausila de los gépidos— retrasar nuestro avance hacia Venetia para obtener del agradecido Odoacro territorios y una mejora de su condición de nómadas. Además, como había muchos guerreros que aún se resentían de los antiguos fracasos, querían sinceramente vengarse de los ostrogodos.
Empero, tenían pocas posibilidades de vengarse y aún menos posibilidades de causarnos graves bajas o retraso como el rey Thrausila. Éste al menos había sido el único rey y comandante de una tropa gépida unida, mientras que aquella tropa dirigida por pequeños jefes de tribus, que, como pronto veríamos, se habían negado a obedecer a un solo mando, era un conjunto sin experiencia ni conocimiento de tácticas integradas; lo que nos hacía frente no era más que una bandada valiente y belicosa, pero incapaz de actuar como una sola fuerza. Lo comprobamos en la primera escaramuza. Cuando nuestras columnas de vanguardia alcanzaron el límite del campo en que el enemigo nos esperaba, a unos tres estadios de distancia, nuestras tropas iniciaron inmediatamente el despliegue a derecha e izquierda para formar una línea de combate similar. Nuestros adversarios continuaron sentados en los caballos, aguardando —conforme a la costumbre cortés del combate— mientras llegaban al lugar más tropas nuestras y tomaban las posiciones previstas; nuestros dos reyes y los oficiales superiores, yo entre ellos, cabalgamos hasta un altozano para estudiar la situación y, tras un breve examen, Teodorico ordenó que una sola emturma de caballería dirigiera una finta sobre la primera línea del enemigo para juzgar
la disposición y reacción de esas tropas. Si los jinetes adversarios hubieran estado bien entrenados y bien mandados, no se habrían movido del sitio, contentándose con levantar los escudos y bajar las lanzas cual un erizo que se enrolla. Pero no lo hicieron, sino que unos cuantos rompieron la formación para atacar a los nuestros, que, por supuesto, en seguida volvieron grupas y galoparon hacia el flanco.
—Mirad eso —gruñó Pitzias en tono despreciativo—. Excitados e indisciplinados. Han roto filas antes de que los nuestros estuvieran a su alcance.
—¡Qué necios! —exclamó entusiasmado Freidereikhs—. Teodorico, sé que no vas a ordenar el ataque hasta que no tengas la infantería y la caballería dispuesta a tu entera satisfacción. Deja que entretanto vaya con mis rugios a la retaguardia enemiga y…
—Calla, muchacho, y aprende —replicó Teodorico hosco pero sin enfurecerse, volviéndose en su caballo a dar órdenes a Pitzias, Ibba y Herduico para que situaran sus centurias, cohortes y emturmae aquí y allá; el joven rey apenas podía contener su impaciencia y retenía a su inquieto corcel, mientras los generales saludaban uno tras otro y se dirigían a su puesto. Finalmente, Teodorico se volvió hacia el muchacho.
—Voy a explicarte lo que hago y por qué para que…
— ¡Si ya lo he entendido, Teodorico! —le interrumpió el muchacho excitado—. Una vez que los generales hayan reunido, desplegado y dado las órdenes a sus tropas y comiencen el avance, ordenarás el ataque principal a la caballería de Ibba, cabalgando en manada de jabalíes, la formación triangular creada por el dios Wotan cuando en la antigüedad bajó a la tierra a divertirse un poco haciendo de Jalk el matador de gigantes y vio cómo una manada de jabalíes galopando así por el bosque arrasaba cuanto se le ponía por delante —tras aquel torrente de palabras, el muchacho tuvo que hacer una pausa para respirar—
. Además, has situado fuerzas para proteger los flancos de la caballería de Ibba y otras tropas para rechazar cualquier contraataque, y más tropas de reserva y, por descontado, tropas de diversión para acosar al enemigo y distraerle del ataque en punta de lanza de la caballería —el joven volvió a quedarse sin aliento y tuvo que hacer otra pausa—. ¡Ahí está! ¿No he descrito perfectamente el plan de batalla?
—No —replicó Teodorico tajante, y el muchacho puso cara larga—. La caballería en formación de jabalí, emja. Pero será la fuerza de diversión, la que lleve a cabo el ataque principal. —¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque la formación en manada de jabalíes es tradicionalmente para atacar, y así el enemigo creerá que eso es lo que hace. Mira, yo siempre procuro hacer lo más inesperado… salvo cuando creo que el enemigo espera que haga lo inesperado. En este caso, creo que no se lo esperan y, por consiguiente, mientras se disponen a repeler el ataque de la caballería de Ibba, le atacaré con la infantería de Herduico.
—¿Con soldados de a pie?
—Observa, joven príncipe. Las fuerzas enemigas constan totalmente de hombres a caballo, pero han elegido mal el campo de batalla, pues aquí el terreno es áspero y pedregoso, mucho más apropiado para combatir a pie que a caballo. Observa, además, el cielo, las condiciones atmosféricas y la hora del día.
Teodorico aguardó a que Freidereikhs contestase: —Media tarde, sol brillante y viento del Oeste.
—De lo cual se deducen otras dos ventajas. He enviado a Herduico con sus tropas a que ataque desde el Oeste de modo que el sol de la tarde dé en los ojos del enemigo y el polvo que levanten al correr a pie vaya también hacia el enemigo. Freideriekhs musitó admirado:
em—Ja, entiendo. Muy inteligente y muy práctico. emThags izvis, Teodorico. He aprendido unas cuantas cosas. Pero ahora, en cuanto a mis hombres —ya que los tuyos atacan de frente y de flanco— deja que lleve mis rugios a la retaguardia y acabe de cercar al enemigo. —No deseo cercarlo.