—¿Y la otra base de la flota en Taurunum? —inquirió Oppas consternado.
—¿No has estado acaso allí, barquero? Taurunum está en el río Savus frente a la asediada Singidunum y es muy posible que corra su misma suerte. Y el emnavarchus no es tan tonto como para dejar allí los barcos si no se logra rechazar a los sármatas definitivamente.
—¡Por la Estigia! —gruñó Oppas—. Había contado con encontrar allí mercancía para llevarla de regreso.
—El emnavarchus no ha prohibido que viaje nadie por el Danuvius —dijo el centinela, encogiéndose de hombros—. Yo sólo tengo órdenes de disuadir a los que lo intenten.
El patrón y los cuatro marineros se volvieron a mirarme y no con buena cara. Era comprensible, pues Singidunum, que era donde yo me dirigía, se hallaba a medio camino del tramo sin vigilancia del Danuvius. Durante el diálogo con el centinela, yo había estado afilando mi espada corta con una piedra de amolar y seguí haciéndolo indolentemente mientras decía:
—Oppas, si otros barcos siguen el consejo y abandonan la navegación, habrá mucha mercancía esperando —incluso echándose a perder— y te pagarán muy bien el transporte.
— em¡Balgs-daddja! —dijo con un bufido—. Me atacarán los piratas antes de que haya podido remontar lo bastante el río, o me echarán a pique. emNe, ne, en las actuales circunstancias sería una locura seguir navegando.
—Entre las circunstancias está el hecho de que te he pagado el pasaje —dije sin perder la calma.
— em¡Aj! Sin carga que mis hombres y yo podamos traernos, para, si es posible, entregarla y que nos la paguen, os he cobrado la mitad de lo que debía haber pedido.
—Eso no se dijo al hacer el contrato —repliqué impasible, sin dejar de afilar la espada—. Además, al pagarte lo que me pediste casi no me han quedado emnummus en la bolsa —era cierto—. Tienes que cumplir el contrato.
Aunque había dejado atrás a Thornareikhs, seguía recurriendo —y aún lo hago— a esa útil estratagema que había aprendido encarnando al personaje. Es decir, adoptar una actitud autoritaria, convencido de que te van a obedecer y la gente casi siempre obedece. Añadí:
—Te concedo una cosa, que me desembarques cerca de Singidunum evitando acercarte a la zona de riesgo, pero yo determinaré dónde. Tengo que ver la ciudad, por lejos que sea, antes de desembarcar. No quiero echar pie a tierra en un bosque alejado.
Oppas replicó indeciso entre dientes:
—¿Y si optamos por desembarcaros aquí? ¿Y si decidimos echaros por la borda?
Sus hombres asintieron con la cabeza, murmurando amenazas.
—Ya os dije que iba a Singidunum a luchar contra los sármatas —repliqué, arrancándome un pelo de la cabeza y pasándolo por el filo de la espada para cortarlo en dos—. No me vendrá mal hacer un poco de práctica previa; y me imagino que la barca, aun sin tripulación, me llevaría a mi destino.
—¡Bien dicho, mozuelo! —gritó el centinela desde la torre—. Yo en tu caso, barquero —añadió
para Oppas—, me arriesgaría a pesar de los piratas y los bárbaros.
Así, Oppas, gruñendo y profiriendo incontables blasfemias, ordenó a sus hombres que dejaran de retener la barca con las pértigas; el resto del viaje no fue muy agradable; el patrón y yo ya no volvimos a conversar amigablemente y sus hombres no hacían más que murmurar descontentos. A partir de ese momento, procuré no darles nunca la espalda y de noche dormía como me había enseñado Wyrd, con la espada desenvainada a mano y una piedra en el puño sobre la escudilla y la otra enrollada al ronzal de emVelox para notar si tenía un sobresalto por algún motivo.
Aunque la navegación de Mursa a Singidunum era tan sólo un tercio de la distancia entre Vindobona y Mursa, dadas las particulares circunstancias, aquella etapa del viaje me pareció durar muchos más días y noches. Empero, nadie nos atacó, y sólo en contadas ocasiones vimos alguna barca de pesca que, temerosa, se mantenía en la orilla, por lo que teníamos el Danuvius para nosotros solos; era como si hasta los piratas hubiesen decidido quedarse en tierra hasta ver retirarse a sármatas y ostrogodos. Una mañana, a primera hora, la barca dobló un cabo, los marineros clavaron las pértigas para detenerla y Oppas señaló con el dedo hacia la derecha sin decir nada: a la vista estaba la base naval de Taurunum, casi idéntica a la de Mursa, con la salvedad de que muelles y embarcaderos se veían desiertos y sin barcos. Más adelante, el Danuvius se ensanchaba hasta casi el doble al confluir con él el Savus, y más allá de la confluencia, apenas visible por la distancia y la niebla matinal, se hallaba Singidunum. Un promontorio triangular se elevaba desde la orilla hasta convertirse en vasta llanura que acababa en vertiginoso acantilado; todo el promontorio lo ocupaba una fortaleza teóricamente inexpugnable, protegida por el acantilado en uno de sus lados y por el río en los otros dos. Desde tan lejos no apreciaba
muchos detalles —seguramente las afueras residenciales de la ciudad se hallaban en la falda de la elevación—, pero sí que veía una formidable muralla cerrando el punto más alto del altiplano, donde debía estar la ciudad propiamente dicha; escruté la panorámica a ver si veía allí columnas de humo, pero no detecté ninguna. Bien, si los sármatas habían tomado la ciudad, como se decía, no iban a estarla incendiando; pero sí la sitiaban la ostrogodos, como se afirmaba, verdaderamente no lo hacían con mucho empeño ni ruido.
—Podéis desembarcarme —le dije a Oppas—. Pero no tengo la menor intención de cruzar a nado el Danuvius ni el Savus.
— em¡Vái! ¿Queréis que os deje en la orilla misma de Singidunum? ¡No pienso acercarme tanto!
—Muy bien; pues ordena a tus hombres que remonten el Savus y me dejas los más cerca de la ciudad que consideres prudente, que allí desembarcaré.
Los marineros gruñeron y lanzaron más maldiciones que nunca, al tener que afanarse realmente con las pértigas por primera vez en todo el viaje, pero, aún de malhumor, hicieron lo que el patrón les dijo. Yo, mientras tanto, ensillé y embridé a emVelox, cargué en él mis cosas, me colgué la espada y preparé el arco con las flechas. Cuando llegamos a un trozo apropiado de la ribera del Savus, a unas dos o tres millas romanas del lado del acantilado de Singidunum, la barca se aproximó a la orilla y Oppas echó la rampa en las aguas poco profundas. Desembarqué el caballo, caminando de espaldas para no perder de vista a la tripulación, y les dije con voz animosa:
— emThags izewi, compañeros de viaje. Quedan algunas provisiones pagadas por mí, pero os las dejo para vuestro consumo en agradecimiento al buen servicio.
Escuché un refunfuño general, Oppas recogió la pasarela, los hombres retiraron las pértigas del lodo y la barca se alejó corriente abajo por el Savus hacia el Danuvius. Aguardé hasta estar seguro de que ninguno de los hombres intentaba arrojarme algún proyectil y saqué a emVelox de la orilla, conduciéndolo hacia el bosque. Al llegar a un sendero paralelo al río, monté, metí la punta de las botas en los estribos de cuerda y —dispuesto para la guerra o lo que se terciase— dejé que el ansioso emVelox desentumeciera sus músculos a galope tendido hacia Singidunum.
Sin embargo, antes de llegar vi algo impresionante. emVelox me llevó hasta una arista boscosa en la que bruscamente cesaban los árboles y allí le detuve para contemplar a mis pies una hondonada en la que sucedía algo curioso. No había más que algunas arboledas esparcidas y el resto era yerba y matorrales, por lo que veía con toda claridad lo que acontecía unos tres estadios más abajo de donde yo estaba; en dos de aquellas arboledas, separadas por unos trescientos pasos, se había refugiado dos grupos que se lanzaban furiosamente flechas. No podía saber exactamente cuántos eran, pero veía también una veintena de caballos, todos con armadura de guerra, atados en el lado más protegido de las dos arboledas. Hice retroceder un poco a emVelox de la cresta para que no me vieran, y seguí mirando. Pero quería hacer algo más que mirar, pues tenían que ser ostrogodos contra sármatas, y yo, naturalmente, estaba de parte de los ostrogodos; pero ¿quiénes eran quién? No veía banderas, los caballos con armadura eran inedintificables y el follaje me impedía ver a los guerreros. Tampoco me era posible saber quién ganaba ni si había heridos por aquella lluvia de flechas que proseguía a más y mejor, cruzándose en el aire, ya que a los arqueros no iba a faltarles munición, dado que les bastaba recoger las que les caían encima; al cabo de un rato comencé a pensar que era testigo de un combate en tablas, interminable y pueril. Pero, finalmente, los de un bando parecieron cansarse del inútil intercambio de flechas y salieron de su refugio cargando con la espada. De la veintena que serían, dos cayeron a flechazos, retorciéndose en tierra. Los del otro grupo no salieron de la arboleda a rechazar el ataque ni siguieron disparando flechas, sino que escabulleron por detrás de los árboles, montaron de un salto y huyeron al galope. Ahora sí que veía quiénes eran los ostrogodos y quiénes los sármatas; y debía haberlo imaginado por el hecho de que uno de los grupos no quisiera entablar combate con la espada. Los que se habían lanzado al asalto espada en mano tenían que esgrimir magníficas espadas góticas «serpentiformes» que ahuyentaban a sus enemigos; aunque también veía ahora que los que huían a caballo llevaban corazas de escamas hechas de peladuras de casco de caballo, que Wyrd me había dicho era un invento sármata. Sí,
aquéllos eran también mis enemigos. Como los atacantes ostrogodos parecían contentarse con entrar en la recién evacuada arboleda —seguramente para rematar a los sármatas que pudiera haber heridos— y no intentaban perseguir a los fugitivos, decidí hacerlo yo.
Puse a emVelox al galope cuesta abajo en diagonal para interceptar a los sármatas antes de pudieran salir del terreno abierto e internarse en el bosque, y al cruzarme en su camino los hombres se me quedaron mirando, sorprendidos al ver un jinete solo con caballo sin armadura y sin nada que le identificase; sus miradas de sorpresa se tornaron en miradas de preocupación, desconcierto y terror al ver que comenzaba a tirarles flechas sin dejar de avanzar al galope.
Como he dicho, no era yo aún tan hábil disparando rápido y certero como lo había sido Wyrd, y casi todas mis flechas no dieron en el blanco, pero hice caer a dos sármatas del caballo antes de que el resto tuviera tiempo de reaccionar dispersándose en todas direcciones. Aun así, logré alcanzar a otro de un flechazo en la espalda, sin que ninguno de los que huían intentara lanzarme una flecha, y bien sabía yo que no lo harían. Salvo los hunos, cuyas piernas cubiertas por bandas les aseguraban un buen agarre al caballo, no había ningún jinete capaz de disparar flechas certeras cabalgando.
Ningún guerrero, en verdad, salvo los hunos y yo, que iba firmemente unido al corcel por el artilugio de las cuerdas para los pies. Y, como había dicho Wyrd, sólo un arco huno como el que yo había heredado podía lanzar con fuerza una flecha tan lejos y atravesar la coraza sármata. Los huidos habrían podido detenerse, desmontar y haberme asaeteado con buenas posibilidades de alcanzarme, y matarme, sin coraza como iba, pero comprendí por qué no lo hicieron al volverme hacia atrás en mi silla. Cuatro ostrogodos habían vuelto a montar y cabalgaban ya hacia mí con sus largas lanzas contus en ristre; no iban cubiertos con corazas de escamas, sino con corpinos de cuero y casacas de cuero acolchadas, y cubrían sus piernas con polainas blancas atadas con tiras de cuero cruzadas de abajo arriba; no llevaban casco cónico como los sármatas, sino uno muy parecido al romano, sólo que con orejeras más anchas y una pieza plana de metal que iba desde la frente hacia abajo para proteger la nariz. Lo único que un guerrero ostrogodo dejaba ver eran sus fieros ojos azules y la ondulada barba amarilla. Detuve a emVelox y aguardé a que llegasen.
Uno de ellos hizo un gesto a los otros tres, que fueron a alancear a los sármatas que yo había desmontado para asegurarse de que eran hombres muertos. El cuarto se detuvo cerca de mí y dejó la lanza en el soporte de la silla para saludarme, cosa que hizo alzando el brazo derecho, pero con la mano abierta y extendida y no con el puño cerrado a la manera romana; imaginé que sería el oficial de la tropa, pues llevaba un casco con muchos adornos cincelados y en los hombros lucía dos ricas fíbulas en forma de león rampante, adornadas con piedras preciosas. Yo le devolví el saludo y él se me quedó mirando un rato.
Era un guerrero impresionante, oculto por el casco y la barba, erguido con su amplia armadura en aquel caballo con gualdrapas; me sentía cohibido por aquella mirada, como suponía que debían sentirse los pequeños animales del bosque sorprendidos fuera de sus madrigueras por mi rapaz emjuika-bloth, pero su temible aspecto desapareció al soltar una carcajada, diciendo:
—Al principio creíamos que eras un huno errante, un huno que se había vuelto loco y atacaba solo y sin armadura, pero cuando vimos las cuerdas que te permiten usar el arco sin dejar de cabalgar, y con tanta precisión como los hunos, recordé que en cierta ocasión me burlé de esas cuerdas tuyas. Pero no volveré a hacerlo.
—¡Thiuda! —exclamé.
em—¡Waíla-gamotjands! Bienvenido a la guerra, Thorn. Te invité a que te unieras a nosotros y aquí
estás, y nada más llegar te portas prodigiosamente.
—Y tú, no menos; aparte de que veo que ya ostentas rango de jefe —repliqué yo—. Y tu barba sí
que ha espesado hermosamente desde que te vi.
— emAj, tenemos muchas cosas que contarnos. Vamos, cabalguemos hasta la ciudad e iremos charlando.
Sus tres hombres nos siguieron a respetuosa distancia, y, como no íbamos de prisa, el resto de los ostrogodos se nos unieron también. Unos conducían los caballos capturados a los sármatas muertos, pero algunos iban envueltos y rígidos sobre los caballos, muertos o gravemente heridos, y otros cabalgaban erguidos ayudados por sus compañeros.
—¿Todo este tiempo has estado en Vindobona? —preguntó Thiuda—. Siendo Thornareikhs, habrás gozado de una asombrosa hospitalidad.
— emJa, así fue, emthags izvis —contesté, sonriendo—. Y lo digo tal como suena: emthags izvis. Porque a Thornareikhs no le habrían acogido así si tú no le hubieses allanado el camino. Pero prefiero que me cuentes tus aventuras. ¿Diste con tu padre? ¿Está contigo en la guerra?
—Le encontré, emja. Pero no está conmigo. Y suerte que le vi, porque no tardó en morir de unas fiebres.
— emVái, Thiuda. Lo siento.
—Y yo. A él le habría gustado morir en combate.