La primera invitación inequívocamente amorosa de que fui objeto —aceptándola— vino de una dama de alcurnia a la que llamaré Dona. Diré que ésta era una mujer hermosa con ojos de color violeta, pero no daré detalles que puedan revelar su verdadera identidad.
Fui a sus aposentos con impaciencia aquella noche, aunque también algo preocupado. Incluso desvestirme ante ella me causó cierta turbación —no por mi miembro viril que ya era un ardoroso emfascinum— ni por mis senos de adolescente, porque constriñendo expresamente los músculos pectorales podía disimularlos. Era porque aún no tenía más que el vello púbico y el de las axilas y temía que Dona encontrase extraño la carencia de vello en el tórax, las piernas y los brazos y la ausencia de barba. Pero no debía haberme preocupado, porque ella se desvistió alegremente, quedándose con una sola prenda como imponía la modestia femenina, pero con gran desenvoltura, y lo único que se dejó fue una cadenita de oro en su esbelta cintura. Y vi que Dona tampoco tenía pelo, con excepción de las negras trenzas. Por su parte, se mostró sorprendida de que yo no fuese tan lampiño como ella, y así aprendí otra cosa: que era costumbre de las clases altas romanas la depilación completa de hombres y mujeres.
—Hacemos lo posible por no parecemos a esos bárbaros salvajes tan peludos como las pieles que visten —me dijo Dona, como una niña tímida—. ¿Por qué motivo no te depilas esos tres sitios, Torn querido?
—Es una costumbre de mi país; allí se considera adorno. Además, el vello me sirve para ocultar la falta de escroto y testículos.
— emAlius alia vía —dijo Dona, cambiando de tema—. Eres un joven muy atractivo —añadió, mirándome de arriba a abajo—. Esa pequeña cicatriz de la ceja es para comérsela, pero esa otra grande del brazo rompe la perfección de tu cuerpo. ¿A qué se debe?
—Es cosa de una dama —mentí yo—, que una noche, en su arrebato, no pudo contener su ardiente deseo y quiso degustarme.
— em¡Eaux! —exclamó Dona, con ojos brillantes de gata—. Ya me has excitado, Torn —y se estiró
como un felino en su mullido y espacioso lecho.
Y llegó el momento que más me preocupaba, porque yo no había copulado más que con una sola mujer y con falsos pretextos; y aunque aquella noche no haría con Dona nada que no hubiese hecho tiempo atrás con Deidamia, por aquel entonces yo era la hermana Thorn y me creía totalmente mujer. Ahora haría lo mismo como un varón, y con fruición, igual que Gudinando lo había hecho con Juhiza. Así, cuando nos estrechamos apasionadamente, descubrí que, al menos en algún recoveco de mi interior —no sé cómo explicarlo— recordaba el modo en que yo había orientado a Gudinando para que usara de los dedos, los labios y el emfascinum; y al mismo tiempo, para bien de Dona, recordaba también las atenciones concretas que más habían complacido a Deidamia y a Juhiza. Afortunadamente, esta rememoración no obstaculizó mi comportamiento como varón ni en modo alguno inhibió mi virilidad. Fui tan incansable como lo había sido Gudinando, y Dona respondió con la misma fruición e insaciabilidad con que había correspondido Juhiza.
Además, mientras ella y yo nos deleitábamos con mi masculinidad, yo volvía a tener la sensación de que éramos varias personas al mismo tiempo: Thornareikhs y Dona, Juhiza y Gudinando, la hermana Thorn y la hermana Deidamia, activas y pasivas, el penetrador y la penetrada, el dador y el receptor. Como había sucedido anteriormente, aquella sensación mía de que ambos éramos una mezcla de varias personalidades, de doble sexo y de funciones ambivalentes y alternantes, procuró a mi gozo una indescriptible intensidad suplementaria. Y creo que a Dona también debió procurarle algo, a pesar de que es muy posible que no fuese capaz de compartir esa sensación de una multiplicidad sobrehumana. En cualquier caso, cuando por fin pudo hablar coherentemente, dijo jadeante de gozo:
— em¡Macte virtute! Te recomendaré a mis amigas —añadió sonriente.
—Muy amable —añadí yo con solemne sorna—. Pero no creo que sea necesario, porque ya hay unas cuantas que se han mostrado predispuestas…
— em¡Eheu! ¡Calla, fanfarrón! A ver si te ves obligado a más compromisos de los que puedes aceptar. Te voy a contar la historia de un hombre que tenía dos amantes exageradamente posesivas. Una era una dama guapa pero mayor y la otra, una joven muy virtuosa. ¿Adivinas lo que le sucedió?
—Dona, ¿es algún enigma? Me imagino que viviría feliz para siempre.
—Ni mucho menos. Se quedó calvo muy pronto.
—No lo entiendo. Incluso un… ejercicio excesivo no motiva calvicie en un hombre.
—Ya te he dicho que sus dos amantes eran exageradamente posesivas. La mayor le arrancaba los pelos negros y la joven los pelos grises.
Dicho lo cual, se echó a reír. Dona era la clase de persona alegre y risueña, y su precioso cuerpo se agitaba tan tentador, que de inmediato hallé motivo para dejar de charlar. No daré más detalles de nuestro encuentro ni de otros sucesivos, ni de otras ocasiones con mujeres y muchachas de Vindobona, pero puedo afirmar que no me quedé calvo. Y así continué durante unos meses, disfrutando de ser Thornareikhs y sin dejar de ver, aprender y experimentar cosas nuevas. En diciembre, participé —con otras personas de la ciudad, desde el herizogo hasta el más humilde esclavo— en la celebración de los siete días de emsaturnalia. Las mejores familias daban en sus mansiones fiestas suntuosas que se prolongaban hasta el amanecer, y, aunque comenzaban con rígido formalismo, conforme discurrían las horas iban degenerando en ebriedad e indecencia.
La más notable de las que asistí fue la que dio el emlegatus Balburius a la legión Gemina. Como la principal excusa para las emsaturnalia es el ascenso del sol de su posición mas baja invernal, como el dios Mitra es para sus fieles el Deus Solis y como todos los soldados romanos siguen adorando a Mitra, la tropa celebraba la fiesta con auténticas orgías.
Estaba yo merodeando por uno de los barracones de la fortaleza, viendo la jarana de los soldados con las prostitutas que habían venido de los barrios bajos de la ciudad, cuando me abordó un emdecurio
bastante borracho; me pasó el brazo por los hombros y se puso a exhortarme para que abandonase mi religión, sin preocuparse cuál era, y me convirtiese al mitracismo.
—Tendrás que comenzar, naturalmente, por uno de los grados de prueba… hip… de cuervo, secreto o de soldado. Pero luego, con estudio, aplicación y la devoción debida… hip… te iniciarás al grado de león y serás confirmado. Si sigues estudiando y haces buenas acciones, puedes acceder al grado de persa, con lo que puedes aspirar a destino en ciertas legiones.,, hip… Aquí en la legión Gemina tenemos varios ordenanzas solares, de los que yo tengo el honor de ser uno de ellos. Y lo creas o no… hip… hasta tenemos un mitraísta del grado más superior y codiciado, el Padre. Ni que decir tiene… hip… que es nuestro estimado legatus. Bien, joven Tornaricus, yo estoy dispuesto a patrocinar tu fase de prueba… hip… ¿Qué me dices?
—Lo que te digo es ¡hip! —contesté, haciendo burla—. emDecurio, ordenanza del Sol, he conocido muchas personas que deseaban convertir a otros, y todas dicen lo mismo: «Adopta emmi Dios, emmi religión, emmi sacerdocio y emmi fe. Y yo les digo, igual que a ti, emthags izvis, benigne, eúkharistó, pero con todo respeto declino el ofrecimiento.»
Luego, en febrero, se celebraron las emlupercalia en la ciudad. Se dice que, en la antigüedad, la fiesta incluía el sacrificio ritual de machos cabríos, partiendo sus pieles en tiras para hacer látigos, pero ahora hace ya eones que las emlupercalia es una fiesta insípida; los látigos son de cintas de tela y lo único que subsiste de la antigua ceremonia es el hecho de que unos niños desnudos corren por las calles con los supuestos látigos y las mujeres se interponen a su paso para que las «azoten». Según la superstición, como los látigos se habían hecho con piel de machos cabríos libidinosos, los latigazos curaban la esterilidad femenina o acrecentaban la fertilidad; aparte de eso, las emlupercalia no eran más que un pretexto para celebrar fiesta y divertirse.
Después, en marzo, Vindobona y todas las ciudades del imperio tuvieron ocasión de festejo en un día que no estaba marcado con tiza roja en el calendario. La primera semana de aquel mes los mensajeros recorrieron todas las provincias anunciando que un tal Glycerius asumiría la púrpura imperial dieciséis días antes de las calendas de abril; nadie sabía gran cosa del tal Glycerius, salvo que había sido un militar salido del anonimato para hacerse cargo provisional del imperio tras las muertes casi simultáneas del emperador Antemio y del déspota Ricimero. Ahora iban a investirle emperador y se instaba a todos los ciudadanos romanos a celebrar su ascensión al trono aquel día de marzo, deseando al nuevo emperador
em«¡Salve atque flore!» Sería un desconocido sin importancia, pero en Vindobona bastaba cualquier pretexto para celebrar un emconvivium y, como era un festejo oficial, aun por delegación, todas las mujeres que acudieron a los actos vestían la estola y los hombres la toga. Yo me alegré de que mi sastre hubiera insistido en que me hiciera una.
No obstante, en honor a la verdad, empezaba a cansarme de aquella vida que era un continuo ajetreo de reuniones y festejos sociales, en los que siempre veía a la misma gente, y en la que únicamente ocupaba mis días en lo que esa misma gente denominaba «tejer la tela de Penélope». Así, decidí que ya había aprendido cuanto podía de aquella gente en cuanto a modales, conveniencias y preocupaciones de las clases altas; tanto su conducta como sus conversaciones me parecían de lo más artificial, afectadas y triviales.
Quería hacer amistades entre gente menos refinada pero quizá más auténtica. De los amigos varones que había tenido hasta entonces, el mejor de ellos, el viejo cazador Wyrd, había comenzado su vida como soldado raso en las colonias, y Gudinando, mi otro mejor amigo, casi de mi misma edad, preocedía del estrato social más bajo; esperaba, pues, que descendiendo otra vez a esos niveles pudiese encontrar gente de buen carácter con quien entablar amistad.
emAj, no pensaba desvincularme totalmente de los círculos selectos de Vindobona, pues no me encontraba hastiado de la amistad íntima de las muchas mujeres que conocía. Y, además, no podía dar un simple salto hacia la clase baja de la ciudad para congraciarme con la plebe. La emplebecula admira, envidia o detesta a sus superiores, pero sabe reconocerlos con certeza, aunque se trate del emillustissimus Thornareikhs; lo que me hacía falta era una nueva identidad que pudiera adoptar y abandonar cuando me interesara, y no requería un complicado disfraz; bastaba con que me transformase de hombre en mujer,
adoptase un nombre distinto, con ciertos afeites, más las ropas y el donaire de la fémina. Y eso a mí me resultaba más fácil que a nadie.
Necesitaría también otro domicilio para mi otro yo. Y recordé que cuando Thiuda había preguntado por un alojamiento barato, el posadero Amalrico le había indicado la casa de una viuda, y opté por preguntarle dónde estaba.
—¿La casucha de la viuda Dengla? —dijo, con gesto de repugnancia—. emVái, Señoría, ¿para qué
queréis ir ahí?
—Es para recoger ciertos mensajes secretos —contesté— y despachar la contestación, pues dispuse con mi criado Thiuda que la casa de la viuda fuese la dirección dicreta para establecer contacto.
— emGudisks Himins —musitó Amalrico—. Pues mucho me temo que vuestras comunicaciones hayan dejado de ser secretas, porque esa mujer las habrá abierto para leerlas y divulgarlas, o se habrá servido de ellas para su propia conveniencia.
—Mala opinión tienes de esa Dengla… —comenté, riendo.
—No soy el único, Señoría. En Vindobona son de la misma opinión nobles y villanos. Aparte de robar todo lo que puede, esa viuda es como un hurón que averigua los emdelicia y peccata de personajes eminentes y les sangra en oro con la amenaza de contar sus secretos. Dicen que se entera de ellos gracias a las más bajas artes de brujería. Lo haga como lo haga, sabe tantas cosas íntimas de magistrados y legisladores, que se ven impotentes para desterrarla de la ciudad y tienen que sufrirla. Bien, espero que haya logrado convenceros para que rehuyáis su compañía.
— emNi llis —respondí, riendo de nuevo—. Has azuzado mi curiosidad. Me gusta conocer cosas nuevas, y ver a un ser tan venal puede ser instructivo.
Mi estancia en casa de la viuda Dengla resultó bien aleccionadora, pero no estoy muy dispuesto a explicar a nadie lo que aprendí allí. Cuando una mañana llamé a su puerta, vestía mi viejo vestido de mujer y no llevaba más que unas cuantas cosas en un hatillo para estar seguro de que mi aspecto correspondía a mi nueva identidad de baja plebeya. Abrió la puerta desvencijada y rajada una mujercilla escuálida, aproximadamente de la edad de Amalrico. Vestía algo mejor que yo, aunque sin ninguna clase de lujo; era de rostro redondo y de tez cetrina, aunque casi no se advertía por la gruesa capa de emfucus, de tierra de Chian y almáciga; y seguramente el pelo ya había comenzado a encanecer, pero lo llevaba teñido de rojo con alheña.
— emCaía Dengla —dije respetuosa—, acabo de llegar a Vindobona y busco alojamiento unas semanas, y me han dicho que admites huéspedes.
Me miró de arriba a abajo, con mayor detenimiento que yo había hecho con ella y, sin siquiera preguntarme el nombre, me dijo:
—¿Tienes para pagar, muchacha?
Yo extendí la mano con unos emsiliquae de plata, y, aunque la codicia iluminó sus ojos, lanzó un bufido de desdén.
—Eso te llega para pagar el alquiler de una semana.
Me abstuve de decirla que era un latronicio, y añadí modosa:
—Espero ganar más.
—¿Puteando? —me espetó ella—. Si quieres traer aquí a tus emstrupatores te costará más —añadió, sin hacer objeciones morales al comercio carnal.
—No soy una emipsitilla, caía Dengla —repliqué con igual modestia, sin mostrar resentimiento ni alborozo—. Me quedé viuda muy joven, como tú, y esos emsiliquae es todo lo que mi esposo me ha dejado. Pero sé trabajar en la preparación del cuero y espero encontrar trabajo en el establecimiento de algún curtidor.
—Pasa. ¿Cómo te llamas?
—Me dicen Veleda.
Era un nombre del antiguo lenguaje que significa «desveladora de secretos» y pertenecía a una sacerdotisa poeta de la antigüedad germánica; había decidido no volver a usar el de Juhiza, que había sido el amor de Wyrd, y de la otra Juhiza, que lo había sido de Gudinando.