Halcón (101 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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La mujer puso cara de miedo.

—Es que no estabas… y él venía… Y como habías dicho lo de hacerle la prueba…

—Has sido una codiciosa, desleal, y has engañado no sólo a tus hermanas, sino a tu querida madre.

—Es que… es que… —balbució Roshan— podemos seguir divirtiéndonos. No ha muerto —añadió

meneando una mano temblorosa del prisionero—. ¿No ves? Aún respira. Se despertará y suplicará de nuevo.

—No tiene aspecto de hombre —me musitó Madre Amor, mirando despectiva aquel cuerpo atado.

—Puedes comprobarlo fácilmente —dije yo, señalando. Como Madre Amor era demasiado digna y demasiado gruesa para agacharse, hizo un gesto a Shirin que estaba a nuestro lado. Ésta se agachó y hurgó entre la falda de montar de Genovefa, pero las cuerdas la aprisionaban, por lo que cogió el cuchillo de desollar, aún ensangrentado del alce, cortó la tela y retrocedió ligeramente al ver el miembro viril, no muy viril en aquel momento, pero innegablemente masculino. Me alegré de que las cuerdas mantuviesen las piernas juntas y no se notara la ausencia de testículos.

—Dámelo —gruñó Madre Amor.

Shirin sonrió, relamiéndose, y aplicó el cuchillo. Aunque estaba bien amarrado y desvanecido, el cuerpo se retorció en un espasmo de dolor. Thor no volvería a ser Thor. En cierto modo al menos, el asesinato de la dulce Swanilda estaba vengado… y la muerte innecesaria del carbonero y el vil ataque a Maghib. Shirin tendió el miembro cortado a la madre, quien se limitó a mirarlo con asco y a arrojarlo a la hoguera más cercana.

—Mamnum, Madar Khobi. Ya me he librado de Thor.

—¿De Thor? —replicó ella, frunciendo el ceño.

—Así se llama. Tan orgulloso está, que hizo que el emlékar de Lviv se lo grabase en el cuerpo. Mírale la espalda.

La madre hizo otro ademán y Ghashang ayudó a Shirin a darle la vuelta y a cortar los restos de la túnica. Todas clavaron su mirada en la cicatriz en forma de martillo de Thor.

— em¡Bakh! ¡Bakh! —exclamó Madre Amor, fascinada—. Necesitaba una nueva piel para mi trono. Ésa lo adornará muy bien.

—¿Por qué no lo aprovechas antes de desollarlo? —dije yo—. Ahora que ya no es hombre, hazle esclavo de la tribu y cuando ya no resista, le quitas la piel.

—Aquí no hay tarea que pueda hacer un mercader —replicó ella con desdén.

—Perdona que te lo diga, pero podía hacer de excelente cocinero.

—¿Qué?

—Ya te dije que se ponía mis ropas de mujer y aprendió muy bien a guisar. Madre, ya verás lo bien que comes si te lo quedas para que pase el resto de su vida guisando para ti, para nosotras.

—¡Mercader, marido, afeminado y cocinero! —añadió ella, mirándole con desprecio y dándole una patada—. Ponle un tizón en la nueva herida para que se le cure —ordenó a Ghashang—. Y quita a este… emenarios… de mi vista. Haz guardia y avísame cuando se despierte. Veleda, si no te ha gustado lo que se guisa aquí, esta noche puedes guisar tú —añadió, malhumorada.

—Encantada —contesté, diciendo la verdad, pues había pensado proponérselo—. Madre, ¿quieres que guise la carne del alce? Tendría que estar oreándose una semana para… em¡Liufs Guth!

Fue una exclamación de sorpresa, pues me había vuelto la espalda, había sacado el cuchillo y se lo había clavado en el vientre a Rosnan. La mujer abrió desaforadamente los ojos por última vez y se derrumbó de espaldas, haciendo temblar el suelo.

—Hay que castigar la desobediencia —dijo Modar Lubo sin la menor emoción y sin que sus hijas abriesen la boca para protestar o lamentarse—. Y tú, Veleda, ten cuidado —añadió, clavando en mí su mirada de dragón—. Que hayas venido aquí y el librarte de tu Thor nos ha costado una hermana. Más vale que concibas con el sirviente y nos des una hija que sustituya a Rosnan.

Me limité a asentir con la cabeza. No era momento de hacer un comentario insolente sobre si tal cosa podía hacerse por simple orden.

Y Madre Amor no acababa de dar imperiosas órdenes. A Shirin le dijo, señalando el cadáver aún convulso de Roshan:

—Córtale la cabeza y ponía reverentemente con la del alce en el altar de ciprés. Shirin, sin inmutarse, se dispuso a hacerlo sin que tampoco ninguna de las otras protestara, pero a la madre no debió gustarle la cara que ponía yo, porque añadió:

—¿Tienes alguna otra queja?

— emNe, ne. Es que… pensé que las ofrendas que hacíamos a las diosas sólo se cortaban… como la cabeza del alce… de la caza para comer.

—Y así es. Esta noche cenaremos a Roshan. Por eso guisarás tú.

No sé la cara que pondría yo, pero, en cualquier caso, la madre se molestó en dar una explicación.

— emJa, nos comemos a las hermanas que mueren. Algún día me llegará el turno, y a ti también. Así

nos aseguramos que a las emwalis-karja que nos dejan se les ayuda en su feliz vida de ultratumba y van con Tabiti y Argimpasa, porque cuanto antes desaparezcan sus restos mortales antes hacen el viaje hacia la inmortalidad y al ser digeridas, su desaparición es más rápida que si se les entierra y tienen que pudrirse. Además, así estamos seguras de que el cadáver de nuestras hermanas no puede ser desenterrado y violado por un hombre.

Bien, pensé yo, ahora ya no puede causarme sorpresa ninguna nueva depravación de las emwalis- emkarja; pero lo cierto es que tenían un precedente en la costumbre de la antropofagia, pues recordé que el viejo Wyrd me había contado que algunos escitas también lo hacían. Sin duda, los antepasados de aquellas mujeres lo habían aprendido de ellos. Y todos conocen la historia de Aquiles y Pentesilea, según la cual el héroe troyano, después de vencer y matar a la reina de las amazonas, la deshonró fornicando su cadáver; pero no pude por menos de pensar que Pentesilea habría debido ser bastante más tentadora, aún muerta, que una Roshan viva.

—Más vale que empieces los preparativos, Veleda —me dijo Madre Amor—. Por tu experiencia, debes saber lo que se tarda en hacer la comida. Mira, las niñas ya empiezan a tener hambre. Shirin, cuando acabes eso, ayuda a Veleda al despiece.

Me abstendré de explicar con detalle lo que supusieron los preparativos de aquella cena; al menos me libré de tener que cortar la cabeza, pero, al ver que descartaba la grasa amarilla del vientre y las nalgas, mi ayudante Shirin puso cara de asombro.

— emVái, Veleda, ésa es la parte más sabrosa. La carne roja es dura y correosa. Además, esa grasa la aprovecha nuestro propio cuerpo, y a Roshan le alegraría saber que su sebo lo aprovechan sus propias hermanas. em¡Na, na! —me reprendió poco después—. No tires esos trozos, que una vez guisados son apetitosos bocados.

No diré lo qué eran aquellos trozos, pero lo único que me dejaron eliminar fueron las partes claramente incomibles como uñas, pelo de los sobacos y los trozos más sucios de las entrañas; luego, Shirin me enseñó el pozo en que guardaban las escasas verduras de que disponían y el emhanaf seco. A la carne desmenuzada añadí cebollas silvestres y berros y unas hojas de laurel para darle gusto. Desde luego que no tenía intención de probar tan horrendo guiso, y no por lo que en sí fuese, sino porque cuando lo teníamos cociéndose en los calderos al fuego y me puse a removerlo, le añadí otros ingredientes. Sí, espolvoreé el burbujeante condumio con las plantas que había recogido en la orilla del río para que se secasen. Conocía yo los efectos estupefacientes de la lengua de buey, y el viejo Wyrd me había dicho que la hierba lombriguera volvía loco a un caballo; y eché cantidad de ambas. Habría tenido mis prevenciones de incluirlas en un guiso para alguien de paladar normal, pues son amargas, pero no tuve reparo alguno, pensando en que aquellas omnívoras ni lo notarían. Efectivamente, todas andaban por el claro ya oscurecido relamiéndose de ganas, y las niñas, mayores y pequeñas, incluso babeando; y hasta había quienes olfateaban con fruición el aroma que desprendían los calderos y los miraban entre risas,

comentando cómo su hermana Rosnan, a quien una de ellas acababa de llamar «cerda», ahora comenzaba a oler como un apetitoso guiso de jabalina.

Cuando la comida ya estaba a punto, Ghashang vino a decir a Madre Amor que el esclavo había recobrado el sentido, pero que no hacía más que delirar.

—Lo único que dice es «entre las piernas… mira entre mis piernas». Yo no he querido mirarle entre las piernas.

Comprendí lo que Thor trataba de decir, pero Madre Amor no, por lo que se contentó con echarse a reír, diciendo:

—¿Echa de menos su emsvans, verdad? Déjale atado, Ghashang, pero vamos a ayudarle a recuperarse con algo de alimento.

Así, serví en una hoja plana una ración de Roshan para que se la llevaran. Luego, fui sirviendo a las demás de los calderos. Como era una noche ceremonial, todas participaban en la cena y ninguna estaba de guardia. Yo pensaba que unos despojos tan voluminosos como los de Roshan habrían debido bastar para que unas veintitantas mujeres y una docena de niñas de todas las edades cenasen dos días, pero estaba equivocada; devoraron los primeros trozos y pidieron más. Vacié todos los calderos y luego les di los huesos pelados para que los royesen, y, finalmente, rebañé los calderos y les serví los restos de grasa amarillenta, sin que ninguna de ellas se fijara en si yo comía o no. Cuando lo hubieron devorado todo, se sentaron por el claro y estuvieron eructando, y un par de ellas elogiaron mi guiso. Luego, Madre Amor me ordenó traer y repartir por los ruegos la ración nocturna de emhanaf, pero mayor cantidad, ya que las centinelas nos acompañaban. Me había quedado algo de lengua de buey y de hierba lombriguera y lo añadí mezclado a las hojas de emhanaf. Después me senté en la oscuridad a aguardar, pero no tuve que aguardar mucho.

Las mujeres que solían sentir más que otras los efectos del humo —así como las niñas— se tumbaron y comenzaron a roncar con una sola inhalación, y las que otras noches se habían puesto a cantar o a danzar pesadamente, volvieron a hacerlo hasta evolucionar dando saltos y aullidos casi tan frenéticas como las bacantes que yo conocía; las que otras noches se habían quedado sentadas charlando tonterías, ahora alzaban la voz, primero chillando y luego bramando, para acabar discutiendo enfebrecidas con la boca llena de espumarajos, discusiones que se convirtieron en auténticas peleas a puñetazos, patadas, arañazos y tirones de pelo. Madre Amor, al principio, trató de apaciguarlas con indulgentes reprimendas, pero no tardó en enzarzarse en una pelea con cinco mujeres, chillando, dando patadas y sacándoles los ojos mejor que ninguna. Aquí y allá iban cayendo algunas al suelo y allí se quedaban tiradas, roncando; otras dejaban de bailar o de pelearse y se apartaban del claro para tumbarse a dormir… Estaba segura de que todas acabarían roncando en cuestión de poco tiempo, pero no me esperé a verlo. Ya ninguna de ellas podía darse cuenta de lo que hacía; si la lengua de buey y la hierba lombriguera surtían los efectos deseados, las emwalis-karja seguirían en aquel estado demencial y de trastorno al día siguiente y quién sabe si algunos días más. Mientras tanto, no había ni centinelas que diesen la alarma de mi fuga; así, fui tranquilamente a cambiarme las ropas de Veleda por las de Thorn que tenía escondidas y lo hice con gusto, pues ya empezaba a hacer frío por la noche para ir por ahí desnuda de cintura para arriba. Cogí mis cosas e hice el bagaje, saqué a emVelox de entre los otros caballos, lo ensillé

y cogí el otro caballo recién llegado como acémila. Monté y me alejé despacio. No, no fui a decirle palabra alguna —ni para recrearme ni para decir adiós— a quien había sido Thor y Genovefa.

Cierto que antes había intervenido para impedir que fuese inmediatamente asesinado o desollado vivo, pero, emaj, no lo había hecho por piedad o remordimiento, ni para perdonarle o por el recuerdo de lo que aquella persona —o personas— había sido para mí. Lo había hecho consciente de que no había castigo más horrendo para un malhechor que el de pasarse la vida esclavo de las abominables emwalis-karja. No podía prever lo que le sucedería. Cuando las mujeres recobraran el sentido, seguramente se pondrían furiosas por lo que les había hecho y puede que hicieran blanco de su ira al cautivo; o si no le

mataban sin contemplaciones, quizá llegasen a descubrir lo que tenía entre las piernas y era imposible prever lo que harían. Tampoco imaginaba lo que sucedería cuando llegase el «sirviente» de los emkutriguri… No quise pensarlo ni tenía el mínimo interés en adivinarlo. Aunque yo era mujer a medias, podía ser tan frígida y arisca como una auténtica. Cabalgué en plena noche sin mirar atrás, sin escrúpulos y sin preocuparme por lo que pudiera suceder a ninguno de los seres que dejaba allá.

CAPITULO 11

No regresé a Lviv, aunque sabía que Maghib no habría aún curado de su herida, pues no quería aguardar allí ocioso hasta que se hallara recuperado. Recordé la predicción del Barrero de que si los rugios se encaminaban al Sur para aliarse a Estrabón contra Teodorico lo harían cuando se iniciara la cosecha y antes del invierno. Y en aquellas regiones nórdicas el invierno se aproximaba. Me dirigí directamente hacia el río Buk y lo seguí en dirección norte, sin que durante unas ciento cincuenta millas romanas encontrase un solo pueblo de modesto tamaño, sino alguna que otra choza y los habituales asentamientos de leñadores eslovenos a la orilla del río. Finalmente, dejé los densos bosques de árboles perennes y entré en una de las tierras más yermas que he cruzado en mi vida. Era una planicie de barro compacto con frías nubes grises en la que el camino discurría entre marismas y ciénagas de turba. Era comprensible que los godos en su migración no se hubieran detenido allí y hubiesen continuado hacia el Sur en busca de tierras más habitables.

Por ello, me complació sobremanera ver por fin un pueblo, pese a que sus habitantes eran casi exclusivamente eslovenos y el único alojamiento para viajeros un mísero emkrchma. El esloveno que hablaban era aún más atrozmente grotesco que el que había oído hasta el momento —el nombre del pueblo se escribía Bsheshch—, aunque los que lo hablaban eran eslovenos un poco mejores, de tradicional rostro ancho, pero más altos, de tez clara y rubios, bastante aseados y se denominaban polonos. Los que se alojaban en el emkrchma eran barqueros que aguardaban la carga y descarga de sus embarcaciones, pues Bsheshch es puerto del tramo navegable del Buk. Como estaba rendido de viajar por las ciénagas, cambié de buena gana el segundo caballo por el flete de una barca que nos llevase a mí y a emVelox hasta el golfo véndico.

La gran barcaza plana, cargada de lino, pieles y cueros, a merced de la corriente y a veces impulsada por pértigas, avanzaba más rápido que yo lo habría hecho por tierra; hasta que no estuvimos a tres o cuatro días de Bsheshch no quise preguntar al patrón lo que sabía de los rugios que vivían en la región donde él iniciaba el viaje. Me quedé pasmado cuando me dijo:

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