guarecían allí, mientras que era bajo un dosel donde se resguardaban los marineros que no tenían servicio y los dos timoneles. Pero los que estaban a los remos iban al descubierto y no muy contentos, ya que, aunque sus bancos estaban bajo el puente superior y tapados por arriba, tenían que soportar los crueles vientos y las corrientes que les azotaban a través de las troneras de los remos. No entendía yo las palabras rugias del canto que el capataz entonaba para acompasar el golpe de remos, pero imaginaba que era una prolongada maldición dirigida a Frido y a mí.
Conforme navegábamos rumbo norte, el tiempo y el entorno cambiaron a peor, el frío del aire creció, el cortante viento aumentó y el cielo plomizo se hizo más oscuro y cerrado. Si en el golfo Véndico el mar era espeso, ya en medio del mar Sármata era como fango; el agua se fue espesando con hielo granulado y el canto del capataz se fue haciendo más lento a la vista del esfuerzo de los remeros. Aunque los timoneles tuvieron poco trabajo en los tres o cuatro días primeros, ya que únicamente debían mantener el rumbo norte, también ellos comenzaron a encontrar difícil la tarea, pues ahora tenían que sortear inmensos bloques flotantes de lo que ellos llamaban «toross» o hielo prensado en capas, que formaba unos montecillos grisáceos tan grandes como el barco y a veces tan altos como él. Hasta Frido, tan entusiasmado al principio, después sólo subía al puente una vez al día por la mañana, para ver si el mar presentaba un aspecto más agradable, pero como continuaba la misma monotonía, pasaba la mayor parte del día abajo conmigo y el patrón, haciendo de intérprete mientras nosotros charlábamos y bebíamos cerveza. Los guardianes de la reina Giso no participaban en la conversación ni intentaron nunca llevar a la práctica su orden de mantenernos a Frido y a mí separados; si aquellos viejos gordos se hubiesen atrevido a hacerlo, los habría arrojado por la borda; y ellos debían imaginárselo. El patrón y yo charlábamos de muchas cosas sin importancia, pero con aquellas charlas obtuve algunos datos más para mi compilación histórica y otro nombre que añadir a mi lista de reyes godos primitivos.
—Fue el rey Berig —me dijo el hombre— quien mandaba los barcos que llevaron a los godos de Gutalandia al continente. Las viejas canciones dicen que eran tres barcos, pero yo lo pongo en duda, pues, de no haber tenido el tamaño del arca de Noé, tienen que haber sido muchos más, una flota entera. Muchas veces me he preguntado qué sería de aquellos barcos después de la travesía. ¿Quedarían abandonados en la ribera o regersarían vacíos a Gutalandia? emAj, de todos modos, de eso hace una eternidad y se habrán podrido.
Finalmente, tras no sé cuántos días, cuando el frío, la monotonía y el confinamiento se hicieron casi insoportables, el patrón, una tarde, interrumpió la conversación y, sin subir al puente ni recibir aviso alguno, dijo de pronto:
—Ya debe verse la isla. ¿Queréis subir a echar un vistazo? Frido echó a correr a cubierta y yo le seguí casi con igual entusiasmo. Sí, se avistaba tierra por primera vez desde que habíamos dejado Pomore. Allí estaba Gutalandia, emergiendo de la bruma grisácea de las aguas, al noroeste, a babor. Ojalá
pudiese consignar que vimos una tierra encantadora y atractiva como dicen son las Islas Afortunadas o Avalonnis, pero más parecía esa otra isla de fábula, la Última Thule. Gutalandia no era más que un elemento más del deprimente mar Sármata, uno de los míseros territorios que los godos habían lógicamente abandonado.
El príncipe y yo contemplamos el mar; o mejor dicho —como durante tantos días no habíamos visto más que el agua llena de aquellos islotes flotantes de emtoross—, contemplamos aquellos montículos de prieto hielo grisáceo, y de no habérsenos dicho, habríamos pensado que Gutalandia era un emtoross gigantesco. Desde lejos no podía juzgarse bien sus dimensiones, pero era una isla alargada, cuyos dos extremos se perdían de vista en la niebla, y era de altos acantilados que se alzaban a pico desde el agua; unos acantilados imponentes de roca gris a guisa de pilares juntados, pero aquí y allá había algunas columnas que destacaban de las otras y picachos y agujas que salían del agua, que se me antojaron los confines despedazados y mellados del mundo.
El patrón debió advertir nuestra decepción por haber efectuado un viaje tan largo y agotador para encontrarnos con tan magro paisaje y debió sentir cierto alborozo, pues es lo que él nos había dicho, pero rehuyó cortésmente repetírnoslo y se contentó con decir:
—Estoy seguro de que pisaréis la tierra de vuestros antepasados. El único puerto decente está lejos en la parte oeste y en esta época del año el hielo impide llegar a él. Por eso os he traído a esta ribera del este, en la que conozco una cala en la que hay fondo suficiente para amarrar. Además, ahí vive esa anciana goda demente que os dije, y tal vez podáis hablar con ella. A lo mejor resulta emque es antepasada vuestra.
Yo lo dudaba mucho; y que aquella vieja loca tuviera nada de interés que contarme, pero el patrón hacía cuanto estaba en su mano, y dejé que condujese el barco a la ensenada, lo que requería una buena concertación de los pilotos, los remeros y su cómitre —atentos a las órdenes que les gritaba el patrón— a fin de dirigir el barco entre los flotantes y amenazadores emtoross. Antes de que anocheciera, el marino había llevado el navio hasta un entrante en forma de media luna de la pared rocosa, en donde anclamos. Frido y yo nos despertamos temprano al oír un grito débil pero penetrante; pensando que sería el vigía del barco que daba la alarma, nos apresuramos a subir a cubierta y advertimos que el grito venía de tierra. En la orilla, una figura increíble efectuaba una especie de danza en la playa de guijarros, gesticulando y vociferando incoherencias. Nos acercamos al punto del barco en el que el patrón dirigía la maniobra de bajar una chalupa de cuero. Lo hacía sin prisas, y nos dijo sin ceremonias:
—No temáis peligro alguno. Es la vieja Hildr que se excita en demasía siempre que atraca aquí
algún navio, porque el patrón le trae provisiones como regalo. Creo que únicamente vive de eso y no sé
cómo se las arreglará el resto del año. El cocinero del barco metió en la chalupa un buen trozo de cerdo ahumado y un pellejo de cerveza, y el propio patrón nos llevó a Frido y a mí a tierra. Entre el barco y la orilla había poco trecho de agua y algunos trozos de hielo sin importancia; conforme nos acercábamos vi que los acantilados color ceniza estaban llenos de huecos y cuevas. Advertí igualmente la miserable morada de la mujer, un montón de restos de naufragios amontonados sin gran concierto al pie del acantilado y techados y recubiertos de algas secas.
Al poner pie en tierra, la mujer se nos acercó danzando, cubierta de harapos y una especie de cintas de cuero muy delgado. Sin dejar de bailar —con su pelo blanco al aire y meneando enloquecida sus escuálidas piernas y brazos— balbució palabras incomprensibles, agarrándonos de las mangas mientras sacábamos la chalupa del agua. Yo sabía que hablaba un dialecto del antiguo idioma, pero nada más; usaba muchas palabras de las que yo había visto en los manuscritos góticos, aunque nunca las había oído por boca de nadie, y las pronunciaba con alucinante rapidez. Quizá los oídos del pequeño Frido fuesen más agudos que los míos, pues me tradujo:
—Nos da las gracias por lo que le hemos traído.
El patrón sacó de la barca las provisiones que había escogido el cocinero, y la vieja, sin dejar de reír y danzar, las asió con ansia contra su pecho y echó a andar hacia su casucha diciéndonos que la siguiésemos.
—En agradecimiento, dice que nos va a enseñar una cosa interesante —tradujo Frido. Miré al patrón, quien asintió con la cabeza, sonriente.
—Vamos. A mí ya me lo ha enseñado muchas veces. Ya os he dicho que está loca. Seguimos a la anciana y tuvimos que ponernos a gatas para entrar en su choza. No había nada más que un fuego humeante de teas en un círculo de piedras y una yacija de algas y harapos. En aquel espacio apenas cabíamos los cuatro, pero detrás había otro espacio vacío y advertí que la choza se había construido apoyando los maderos de naufragios sobre la boca de una cueva del acantilado, poco más baja que un hombre.
Empero, aunque tuviese algo que enseñarnos, la vieja se puso antes a hacer otras cosas; sin calentar la tajada de cerdo en el fuego, la atacó a dentelladas con sus raídos dientes, a la par que echaba tragos del pitorro del pellejo de cerveza; era viejísima y tan arrugada, nudosa y fea, que habría podido ser una de las tres Furias de las que me habían hablado no hacía mucho. Tenía un solo ojo y una cuenca vacía, y la nariz casi le tocaba la barbilla cuando masticaba; pero no dejó de barbotar cosas mientras comía, aunque ahora hablaba más despacio y yo pude entender. Así, dijo con claridad y buen tino:
—El patrón os habrá dicho que estoy loca. Todos lo dicen. Y es porque recuerdo cosas antiguas, cosas que otras gentes no saben y por eso no las creen. ¿Voy a estar loca por eso?
—¿Qué cosas recuerdas, buena Hildr? —inquirí yo.
Sin dejar de masticar, hizo un gesto ambiguo con la mano, dando a entender que recordaba muchas. Luego, tragó y dijo:
— emAj, entre otras… las enormes bestias marinas que existían… el monstruo emkraken, el bicho emgrindl y el dragón emfafnir…
—Monstruos míticos —me susurró el patrón—. Supersticiones de marineros.
—¿Mitos? em¡Ni allis! —espetó la vieja—. Te digo yo que Sigurd harponeó y cogió con red muchos de ellos —dijo, al tiempo que, con gestos de gran señora, señalaba los harapos que vestía—. Sigurd mató
a esas bestias para comprarme finas vestiduras.
Mirando más atentamente las tiras de cuero, vi que eran de piel de tiburón.
—Buena Hildr —tercié yo—, eres una mujer goda. ¿Recuerdas a algunos de los otros godos que habitaban en Gutalandia?
— ¡Unos cobardes! —exclamó, escupiendo partículas de comida—. ¡Apocados! ¡Blandos!
¡Ninguno como mi Sigurd! Gutalandia era una tierra demasiado dura para ellos y huyeron. Algunos se fueron con Beowa, pero casi todos marcharon al Sur con Berig.
Yo ya había calculado que el rey Berig debía haber vivido en la época de Cristo, luego si la anciana Hildr decía recordarle, estaba loca o era viejísima.
—¿Por qué no marchaste con ellos? —dije en broma.
— em¡Vái! —replicó, clavando en mí su ojo legañoso—. ¡No podía dejar a mi Sigurd!
—¿Es que tu Sigurd era de la misma época que el rey Berig?
—¡Sigurd aún vive! —replicó a gritos, como si la hubiese ofendido.
El patrón seguía sonriendo y meneando la cabeza, y yo no quise insistir.
—Buena Hildr, ¿no recuerdas otros nombres de esa época, aparte de Sigurd y Berig?
— emAj, ja —respondió, mirándome de arriba a abajo con su único ojo y masticando antes de seguir hablando. Yo no había mencionado para nada la historia, pero, sorprendentemente, fue ella la que lo hizo—. Si supieseis el origen de las cosas, llegaríais a otros tiempos… antes de la historia… antes de Sigurd, Beowa y Berig… a la época en que se toca la noche del tiempo. Entonces no había godos, gentes ni seres humanos, sólo el Aesir —la familia de los antiguos godos—, Wotan, Tor y Tiw y los demás.
— emJa, conozco esos nombres —dije, cuando ella hizo una pausa para dar otra dentellada. Ella asintió con la cabeza y deglutió.
—En la noche de los tiempos el Aesir asignó a uno de sus parientes la paternidad de los primeros seres humanos; se llamaba Gaut y obedientemente fue el padre de los Gautar, los muchos pueblos, que con el tiempo fueron adoptando diversos nombres. Aquí en el Norte, los svear, los rugios, los seaxe, los lutar, los daneses…
Cuando hizo una pausa para echar un trago de cerveza, aproveché para decir:
—Ya, todos son pueblos germánicos. En el sur adoptaron los nombres de alamanes, francos, burgundios, vándalos…
—¡Observad —me interrumpió, apuntándome con el pitorro de la bota— que sólo los godos hemos conservado el nombre de nuestro padre al correr de los siglos! Sí, ha cambiado algo, emja, de gautar a gutans y luego a godos… pero lo conservamos.
Bueno, era el dato de historia más antiguo que me habían revelado, y yo mismo habría incurrido en cierta demencia consignándolo, al proceder de una loca, pero Hildr no parecía nada loca hablando del tema y hasta parecía ser tan longeva como para haber sido testigo de lo que ella llamaba «el principio de las cosas».
Atacó de nuevo la carne y dijo con la boca llena:
—Qué buena… está muy buena… —y debió recordarle algo, porque se apresuró a tragar para seguir hablando—. También del nombre de nuestro padre Gaut los muchos pueblos derivaron la palabra
«bueno».
A continuación, dejó la carne y la bota de cerveza y añadió:
—Venid, señores, que os llevaré a ver a Sigurd —y, cogiendo una tea del fuego, la aventó para que hiciera llama y con ella a guisa de antorcha entró en la cueva.
Frido, con cierto reparo, preguntó al patrón:
—¿Dices que ya te ha enseñado a Sigurd?
—Sí —contestó él sonriente—. Mi padre lo vio y mi abuelo debió verlo. Ahora lo verás tú. La vieja Hildr está loca, pero no es peligrosa.
Tuve que agacharme para entrar en la cueva, que no era muy profunda, y vi al fondo a la vieja sosteniendo la antorcha con una mano y quitando con la otra un montón de algas húmedas que dejó al descubierto un bloque largo y blanco que había en el suelo de piedra.
—Es Sigurd —dijo, señalándolo con su dedo marchito.
Frido y yo nos acercamos y vimos que era un bloque de hielo del tamaño de un sarcófago, y yo hice gesto a la vieja para que acercase más la antorcha, pero ella rezongó.
—No quiero que se derrita el hielo. Por eso lo tengo guardado aquí dentro todo el año y lo cubro con algas; para que no se derrita.
Cuando nuestra vista se adaptó a la oscuridad y la tenue luz de la antorcha, vimos que el bloque de hielo era un sarcófago y que la vieja tenía realmente un «Sigurd», o al menos un ser humano varón conservado. Pese a la irregular superficie del hielo, pudimos distinguir que vestía rudas prendas de cuero y que en vida había sido alto y fuerte; aguzando la vista pude advertir que tenía tez blanca y juvenil, pelo rubio abundante y que sus ojos abiertos y sorprendidos eran azul oscuro. Tenía facciones de joven campesino bobalicón, pero, desde luego, había sido guapo mozo y aún se apreciaba. Mientras, la vieja Hildr seguía charlando y, ahora que no masticaba, hablaba otra vez muy rápido y sólo la entendía algunas palabras y frases.