—Hace muchos… muchos años… un crudo día de invierno. Sigurd salió… con Beowa… Wiglaf… Heigila… en una barca de pesca. Cayó al agua… entre los emtoross… los compañeros le sacaron… en el bloque de hielo… y le trajeron… y así se quedó desde entonces…
—Qué trágico —musitó Frido-. ¿Era tu hijo, o tu nieto?
—Sigurd… ¡era mi marido! —espetó la vieja indignada.
—Oh, emvái, hará muchos años —dije yo—. Te acompañamos en tu dolor, emwiduwo Hildr, y admiramos tu devoto cuidado de Sigurd. Debes haberle amado mucho.
Yo habría esperado que la vieja hubiese lanzado un bufido, esgrimido una sonrisa afectada o hubiese reaccionado de un modo más propio de una viuda, pero lo que hizo fue agitar la antorcha y zarandearse los harapos de cuero, dando unos gritos que resonaron en la cueva, haciendo que Frido se arrimase a la pared atemorizado. Pero yo atiné en entender sus desgarradores lamentos.
—¿Dolor…? ¿Amor…? ¡Odio con todo mi corazón al despreciable Sigurd! ¡Mirad, señores, mirad a mi marido y miradme a mí! ¿Es justo acaso?
Al regresar al barco, el patrón dijo afable:
—Ya que hemos viajado tan lejos y hemos llegado a la isla, no tenemos prisa por volver, y podéis ir a tierra tanto como gustéis.
— emSaio Thorn —dijo Frido ilusionado—, podemos ascender al acantilado y explorar el interior.
— emNe —contesté—. emThags izvis, patrón, pero podéis levar el ancla cuando queráis y regresamos a Pomore —el hombre comenzó a dar órdenes—. Aquí concluye mi misión —añadí para el príncipe—. Es evidente que la historia de los godos no puede rastrearse más allá de lo que me ha contado la vieja Hildr. No necesito ver más de Gutalandia ni Skandza ni este Norte helado. Aprecio tu interés, joven Frido, pero caminar en invierno es muy arduo, aun en tierras menos inhóspitas que ésta, y no quiero poner en peligro tu salud y que tu madre me desuelle a latigazos.
Se hizo un breve silencio, en el que sucumbí a pecar contra las leyes del parentesco y la hospitalidad. Por muy remoto que fuese el parentesco godo entre la reina Giso y yo, estaba decidido a traicionarlo; por muy hosca que hubiese sida su acogida, no había faltado a la hospitalidad y yo estaba a punto de pagarla con una traición. Pero aguardé, esperando que el príncipe Frido propusiera la idea y no tuviera yo que insinuarla.
—¿Y qué harás ahora, emsaio Thorn? —inquirió él finalmente.
—Viajar hacia el Sur —contesté yo sin darle importancia, pero con total ambigüedad— para reunirme con el rey Teodorico y luego combatir con él y tu padre… cuando comience la guerra.
—¿Y cómo viajarás al Sur? Faltan dos meses para que el río Viswa se descongele.
— emAj, tengo un buen caballo, y en invierno no es tan difícil viajar a caballo. Se produjo otro silencio, y volví a aguardar.
—Yo también tengo un buen caballo —dijo él ilusionado.
Yo no dije nada y al cabo de un rato comenté sin gran énfasis:
—¿Vas a desobedecer a tu madre?
—Pues como… tú dijiste que… la guerra no es cosa de las madres. Se lo diré a la cara y luego…
—Un momento, Frido. Te aconsejo que no te enfrentes a ella —repliqué yo, aconsejándole que lo hiciese furtivamente, pues me parecía más conveniente, visto cómo el niño se amedrentaba ante la madre—. Llevamos todo lo necesario para el viaje. Cuando desembarquemos en Pomore, no tienes más que ordenar a uno de tus acompañantes que vaya a buscar nuestros caballos, como si quisieras hacer una entrada triunfal en palacio. Cargamos los equipajes y… nos alejamos al galope.
—Entonces, ¿voy contigo? —exclamó él entusiasmado. —Sí. Tengo ganas de llevarte con tu padre. Si no nos detienen, porque tu madre enviará la guardia a perseguirnos. — em¡Aj! —replicó él, riendo con desprecio—. ¡A ti y a mí no nos adelantarán al galope esos viejos gordos y torpes que lo único que saben es jugar a los dados! ¿De acuerdo, amigo Thorn ?
— ¡De acuerdo, amigo Frido! —contesté yo, dándole una palmada en la espalda. Sonrió aún más y señaló al cielo. —Mira, un emomen favorable.
Por primera vez durante el viaje se entreabrían las plomizas nubes, dejando ver retazos de cielo azul, y unos rayos de sol doraban los acantilados de Gutalandia, el puente del navio y los bloques de hielo que nos rodeaban. Los marineros izaban las velas en los dos mástiles y la lona brillaba como si fuese de oro; el barco dio un fuerte envite como animado también por regresar al Sur. Pero aquella noche, cuando Gutalandia ya había quedado perdida en el horizonte, vimos otro presagio, que habría debido considerar nefasto, si hubiese creído en los augurios. El cielo estaba totalmente despejado de nubes y era de un azul oscuro cuajado de luminosas estrellas. El barco avanzaba a toda vela rumbo sur, dejando una blanca estela de brillante espuma y sorteando de vez en cuando los emtoross más voluminosos; yo iba junto al piloto, admirando su habilidad y viendo la estrella Fenice que dejábamos atrás, cuando, de pronto, la estrella quedó oscurecida.
Poco a poco, con gran majestuosidad, el cielo se vio envuelto, desde el cénit hasta el horizonte y en todas direcciones, por unas luminosidades a guisa de cortinajes, visillos y velos iridiscentes y pálidos de color verde, azul y morado, que ondulaban y se estremecían, suavemente, sin ruido alguno, como en un sueño, cual una pieza de tul mecida por una débil brisa y no por el viento norte que seguía azotándonos. Fue una visión magnífica e indescriptible, pero me impresionó porque, de haber sido supersticioso o haber creído en los dioses, habría dado en pensar que los dioses morían y que aquellos cortinajes espectrales eran su sudario. Afortunadamente, antes de que pudiera decir o hacer alguna necedad, miré a los pilotos y vi que no estaban tan atónitos como yo, sino que miraban animados el fenómeno, comentándolo despreocupadamente.
Fui a ver si al pequeño Frido le había afectado el cósmico acontecimiento y le hallé tan alegre como los pilotos. Y cuando le musité algo a propósito de presagios celestes, debió notar mi reserva y preocupación, pues, con buen humor, me dijo:
— emSaio Thorn, si es un presagio, será de poca monta pues en nuestros cielos es frecuente, sobre todo en invierno. Es lo que los rugios llamamos los emmurgtanzem, los alegres danzantes. Aquello no explicaba lo que eran los alegres danzantes ni por qué danzaban —y nadie ha podido explicarme el fenómeno—, pero no iba a preocuparme algo tan inocuo calificado de alegre; olvidé mi temor y, en vez de acostarme, pasé la noche admirando el espectáculo. Y me alegro de haberlo hecho, porque por la mañana el cielo apareció con las nubes grises bajas y no he vuelto a ver los emmurgtanzem nunca más.
El viaje de regreso no fue tan monótono e incómodo como el de ida, porque, al tener el viento de popa, lo hicimos en la mitad de tiempo. Cuando llegamos a Pomore a primera hora de la tarde, mientras los marineros recogían velas y el barco se deslizaba hacia el muelle cada vez más despacio, vi a alguien que desde él agitaba la mano entusiasmado. Yo me temía que la reina Giso hubiese recibido aviso de nuestra llegada y estuviese esperándonos enfurruñada; pero no era Giso, sino mi antiguo acompañante Maghib. Por lo que le dije al príncipe Frido:
—Puede que podamos elaborar mejor el plan y emprender la huida más fácilmente.
—¿Qué quieres decir?
—Aún no estoy seguro, pero escucha. El patrón parece bien dispuesto a obedecer tus órdenes; dile que se apresure a atracar en el muelle, pero que no deje el barco muy bien amarrado y tenga a los remeros preparados. Luego, según hemos planeado, ordenas a uno de los guardias que nos traiga los caballos, pero diciéndole que lo haga en secreto y no diga nada en palacio de nuestra llegada, porque quieres dar una sorpresa a tu madre. Cuando vuelva con los caballos, ya sabré mejor lo que tendremos que hacer. Mientras, tú aguarda a bordo.
Frido hizo sin rechistar cuanto le decía y, en cuanto el barco tocó el muelle, yo salté a tierra y corrí
a saludar y abrazar al alborozado armenio. Nos dimos mutuamente palmadas en la espalda y yo dije:
—Me alegro de verte, Maghib. Espero que te hayas curado del todo.
— emJa, fráuja. Ojalá me hubiera recuperado antes para poder venir para informaros de que el ejército rugió pasó por Lviv poco después de vuestra marcha. Pero supongo que ya lo sabréis.
—Sí. ¿Tienes alguna otra nueva de Meirus o de Teodorico?
— emNe, fráuja. Sólo informes de viajeros diciendo que Teodorico y Estrabón preparan sus fuerzas para enfrentarse en primavera.
—Sí, no es ninguna novedad —dije yo, que no quitaba ojo del barco y vi en aquel momento a un guardia de la reina bajar a tierra y dirigirse apresuradamente hacia palacio—. Bien, tengo noticias para ti, Maghib. He tomado venganza por tu herida y el miserable Thor nunca volverá a molestarte —el hombre balbució unas palabras de gratitud en armenio, pero yo le interrumpí—. ¿Por qué has venido a esperar a este barco?
—Mi señora, la reina Giso, me dijo que habíais salido de viaje con su hijo y que era el único barco mercante que había zarpado. Por eso venía todos los días al muelle.
—¿Te lo dijo la reina? —inquirí yo, sorprendido.
—Como sabéis, llegué a Pomore con la carta del emfranja Meirus que me acredita como agente suyo para el ámbar, y me dijeron que se la entregase a la reina. Tengo entendido que ella supervisa todos los asuntos mercantiles por nimios que sean. Así, me concedió audiencia y le dije que os conocía y mencioné
también que había visto a su real esposo pasando por Lviv a la cabeza de sus tropas. Me concedió
graciosamente alojamiento en los aposentos que habíais ocupado en palacio y allí sigo instalado, y disfrutando de las lujosas comodidades, salvo que empiezo a cansarme de comer pescado y…
— ¡ emVái, Maghib! —le interrumpí—. He hecho creer a la reina que he venido en nombre de Teodorico Estrabón. ¿No habrás dicho algo que revele que soy un impostor?
— emNe, ne, fráuja. Al principio, la señora reina hizo algunos comentarios que me intrigaron, pero yo comprendí de qué se trataba y la he dejado creer que los dos somos partidarios de Estrabón y su aliado el rey Feva. No ha descubierto la impostura.
— emThags izvis —dije, tranquilizándome; y para recompensar los buenos oficios de Maghib, le conté
lo que había averiguado sobre las prospecciones de ámbar en la «tierra azul» de la localidad y sobre cómo lo trabajaban en los talleres, indicándole dónde estaban para que pudiese aprender más cosas de dicho comercio—. Estoy seguro de que tendrás gran éxito en el comercio del ámbar, visto que tienes iniciativa, pues debo decir que pareces haber intimado muy rápido con la señora reina.
—Parece que cuento con su favor —replicó él, modesto—. Creo que nunca había conocido a un armenio, ni había oído hablar de ellos y por eso no sabe que un emtetzte armenio no es digno de que una mujer repare en él. Incluso ha comentado admirada la longitud de mi nariz —añadió, con expresión de cordero, bajando la vista.
—Vaya, vaya —musité yo, sin dar crédito a lo que oía, pensando en las posibilidades—. Espero que, por tu parte, hayas elogiado la longitud de sus dientes —añadí, sin dejar de pensar en tales posibilidades.
—¿Cómo?
—Nada, nada. Así que la reina te favorece…
—Pues… me ha dicho incluso si había visto lo pequeña que es la nariz de su esposo a su paso por Lviv.
— em¡Gndisks Himins! —exclamé alborozado, dándole otra palmada en la espalda—. ¿A qué pierdes el tiempo hablando aquí conmigo? Ve y aprovéchate.
— ¡Ella es reina y yo un armenio! —gimió el hombre.
—Muchas damas nobles sienten debilidad por lo miserable. No seas débil de corazón, Maghib. Ve y que pueda sentirme orgulloso de ti.
—Pero… pero… ¿no necesitáis mis servicios?
—Me servirás así. Yo he concluido mi misión aquí y ahora tengo que apresurarme a volver con Teodorico —vi que regresaba el guardia con mi emVelox y el caballo castrado de Frido y me apresuré a darle instrucciones—. Me llevo ai hijo de la reina por razones que no tienes por qué saber. Giso montará
en cólera cuando se entere, pero se calmará un tanto si cree que lo llevo al campamento de Estrabón y Feva. De todos modos, debemos sacar la mayor ventaja posible y tú nos la procurarás —tú y tu larga nariz, por así decir— manteniendo entretenida a la reina Giso.
— ¡Pero se dará cuenta de mi complicidad, emfráuja! —exclamó él, desesperado—. Me colgará… de la nariz, por así decir.
— emNe. Ni siquiera sabrá que el príncipe y yo hemos estado aquí hoy, porque haré que el barco vuelva a zarpar —por encima de su hombro vi cómo Frido desembarcaba y los otros guardias bajaban nuestros equipajes, y seguí hablándole con más premura—. Esto es lo que harás: esfuérzate por lograr el favor de la reina, hoy mismo, y satisfaz su curiosidad respecto a tu nariz. Mantenía entretenida sin cesar cuantos días y noches te sea posible. Cuando se canse, o te canses tú, ve a esconderte en donde te he dicho, esa playa de la tierra azul, y haces una buena hoguera; el patrón del barco estará atento y el barco
regresará a Pomore, como si fuese la primera vez. Entonces, emja, la reina Giso se enterará de que su hijo y yo no hemos venido, pero ya habremos hecho mucho camino y nunca se le ocurrirá relacionarte con nuestra fuga. Ve y haz lo que te he dicho.
Maghib puso cara de consternación, pero asintió con la cabeza, me apretó la mano y se alejó con premura; me reuní con Frido, que estaba dando instrucciones a los guardias para que colocasen los equipajes detrás de las sillas, y le dije en voz baja:
—Ordena a los guardias que suban a bordo —lo hizo y ellos, murmurando, así lo hicieron—. Ahora dile al patrón que ponga rumbo a altamar hasta perder de vista Pomore y que se mantenga así sin que se le aviste hasta que vea un fuego en la playa en que tú me enseñaste la tierra azul. Y que sólo entonces regrese con los guardias al puerto.
— emSaio Thorn —replicó el pequeño, frunciendo el ceño—, como tú dices, el patrón acata mis órdenes, pero ¿podemos confiar en que las cumpla cuando ya no esté?
—Dile que se trata de una travesura, de una broma que le haces a tu madre. Me da la impresión de que le complacerá ayudarte.
Frido volvió a subir a bordo y, tras un breve coloquio con el hombre, regresó alegre, asintiendo con la cabeza.
—Tienes razón. Dice que le complace engañar a la reina. Parece que le ha tomado ojeriza en su breve encuentro.
—No sé por qué —comenté lacónico, prestando únicamente atención a que los remeros invertían los remos e impulsaban el navio de popa, apartándolo del muelle—. Muy bien —añadí—. Monta; pero no vamos, como habíamos dicho, a galope tendido. Vamos a ir tranquilamente al paso, sin llamar la atención, por las callejas.