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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (100 page)

BOOK: Halcón
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Para empezar, comprendí que el primitivo antiguo lenguaje gótico de aquellas mujeres se había mezclado y corrompido con la lengua escita, que era más antigua que el gótico; en cualquier caso, aquellas emwalis-karja eran mestizas, descendientes de aquellas godas de antaño que se habían unido a las escitas, amén de los hombres que habrían utilizado para la inseminación, que serían de muy diversas razas. Francamente, me sentí bastante aliviada al saber que aquellas horrendas mujeres no eran plenamente mis hermanas consanguíneas.

Y por la emsaggws de Morgh me enteré de otra cosa; que, aunque no se decía explícitamente, explicaba el motivo de su poco atractivo físico y su completa indiferencia respecto a la sexualidad y la feminidad. Por los antiguos libros de historia, sabía yo que los escitas, otrora un pueblo hermoso, inteligente y dinámico, se habían vuelto obesos, flojos y apáticos; hombres y mujeres se habían convertido en auténticos eunucos carentes de todo interés por los placeres del sexo; y, según esos libros, la lamentable combinación de pérdida de vigor e incapacidad para reproducirse era la causa de la decadencia escita.

Por consiguiente, me resultaba evidente que aquellas emwalis-karja no es que hubieran decidido volverse gordas, feas, brutas, vagas y asexuadas, sino que habían heredado tales características al mezclarse con los escitas; recordé que hacía mucho tiempo que me había llamado la atención una de las palabras de la lengua escita — emenanos— que significa «hombre-mujer», pues por entonces había pensado que se refería a un emnannamavi como yo. Ahora suponía que simplemente significaba una mujer viriloide y debía ser el vocablo escita equivalente a emwalis-kari.

Al salir de Lviv en persecuación de la pérfida Genovefa, pensé que me apartaba sin motivo de la misión que me habían encomendado, y, por el contrario, fortuitamente había hallado una información que no habría recogido de no haber ido allí. emAj, no es que me sintiera ufano por haber adivinado el origen de la antigua leyenda sobre las amazonas, porque sabía que los griegos ya hablaban de ellas siglos antes de que existieran las emwalis-karja, pero me complacía haber rastreado la contribución goda a dicha leyenda.

CAPITULO 10

Genovefa no llegó al lugar de las emwalis-karja hasta tres días después. Mientra tanto, yo fingía tratar de convertirme en una auténtica emwalis-kari con toda porfía.

Tal como había ordenado Madre Amor, me dediqué a comer aparatosamente todos los asquerosos guisos que nos servían las que se turnaban en la cocina, aunque después me alejaba sin que me vieran y lo vomitaba casi todo. De vez en cuando, hasta emulaba a mis hermanas metiendo la cabeza bajo una piel para inhalar un poquito del humo de emhanaf para que me brillasen los ojos y se me trabase la lengua como a ellas, pero sin que me afectara al juicio. Y aprendí algo de su dialecto escita, que en ciertos aspectos no era muy distinto del gótico. Decían emMadar Khobi en vez de emModar Lubo, na en vez de emne y emdokhtar en lugar de emdaúhtar, palabras que no me resultaban difíciles; otras eran más parecidas a las de la lengua alana, y creo que los alanos procedían de tierras persas, por lo que sí que eran vocablos raros para mí; pero aprendí a dirigirme a mis compañeras llamándolas emkhahar en vez de emsvistar y decirle al lazo arrojadizo emtanab en vez emde sliuthr, y a referirme a los pechos como emkharbuzé (palabra que significa melón y que describe perfectamente los senos de las demás, pero no los míos). Así, aprendí bastante como para poder conversar más con ellas, pero lo cierto es que las hermanas poco de interés tenían que contarme. Cuando abatía un conejo o un emauths-hana con la honda o pescaba una carpa con el sedal, me decían:

«Khahar Veleda, no te olvides de hacer ofrenda.» Y yo, le cortaba la cabeza y la depositaba en el informe tocón de ciprés que servía de altar a las dos deidades femeninas; y ése era el único culto religioso que tributaban a Tabiti y Argimpasa. Tabiti era el equivalente a la Vesta romana, diosa de la tierra, y Argimpasa era similar a Venus, diosa del amor y la belleza. Pero como las emwalis-karja poseían una tierra bien tosca y nada de amor ni belleza, no me extrañó que sus ofrecimientos fuesen tan escasos y poco ceremoniosos.

Y las mujeres me mostraron cómo hacían el emdokmé-shena o zambullido para recoger perlas; con su gruesa capa adiposa pueden resistir el frío del agua, pero es un estorbo para hundirse bien por sí solas. Así, la que va zambullirse, desnuda y con un cesto de mimbre, entra en el río cargada con una gruesa piedra que la haga hundirse hasta el fango del fondo en donde se crían los moluscos. Una vez abajo, aguanta mucho más de lo que es humanamente posible porque tras esos senos de melón posee dos buenos pulmones y puede llenar a rebosar el cesto con los azulados moluscos; luego, en la orilla tendrá que abrir muchos centenares para encontrar una perla; con el cuchillo tardarían medio día en abrir tal cantidad, pero con sus duras uñas los abren muy rápido, descartando los que sólo contienen carne —que suelen ser todos los del cesto— y así cesto tras cesto, hasta que a veces encuentran una perla. Las perlas no tenían el mismo bello color que las marinas, no eran tan brillantes y muy pocas eran redondas; la mayoría son de forma irregular, algunas tan pequeñas como un ojo de mosca y pocas tan grandes como la yema de mi dedo, así pues, la mayor parte de ellas se sitúan entre esos dos extremos. Dudo mucho de que hubieran podido comerciar con ellas de no haberse tratado de las emwalis-karja, temidas por los comerciantes de Lviv.

La tarde que estuve observando cómo sacaban perlas, me llamaron la atención otras cosas: unas plantas que crecían junto al río. Cogí un cesto que me dejaron y lo llené con aquellas plantas; las mujeres me miraban extrañadas, por lo que les dije:

—Son para sazonar la comida cuando llegue mi turno de guisar.

Durante el tiempo que estuve con las emwalis-karja, éstas no efectuaron ningún ataque a Lviv ni a ninguna otra población, así que no pude ver si realmente eran tan belicosas como dicen leyendas y mitos. Empero, mi tercera mañana entre ellas, las acompañé de cacería. Estábamos levantándonos, cuando una de las centinelas nocturnas, una llamada Shirin, vino a decir que había visto un voluminoso alce en el bosque. Madre Amor sonrió como un dragón hambriento y dijo que añadiríamos la carne del alce a

nuestra despensa. Señaló y nombró a una docena de hijas para que fuesen con Shirin a matarlo, y… me nombró a mí.

—Pero no las estorbes —me dijo—. Sólo observas y aprendes cómo se hace. Iré yo también —

añadió tras una pausa—. Así podré probar el caballo nuevo.

Se refería a mi emVelox, pero yo no protesté. Fue interesante ver, para consignarlo en mi trabajo histórico, que aquellas mujeres no montaban a pelo; ensillaron a emVelox con su buena silla romana y a los rocines suyos con sus correspondientes sillas desvencijadas. Cuatro mujeres hicieron falta para subir a la voluminosa madre a emVelox, y el animal relinchó en señal de protesta; pero ella se mantuvo bien erguida, pues andábamos a paso lento.

Llegamos a una elevación del terreno que dominaba un claro del bosque, una hoya de altas hierbas, en donde Shirin nos hizo gesto de que nos hallábamos cerca del lugar en que había descubierto al alce; nos detuvimos y Madre Amor agitó sus robustos brazos para distribuir a las cazadoras, que se dispersaron en distintas direcciones, mientras ella y yo aguardábamos montadas. Las emwalis-karja no cazaban como yo, desmontando y avanzando cautelosamente hasta estar cerca de la presa para disparar con certeza el arco; era evidente que unas cuantas iban dando un rodeo para acosar al alce por detrás y ahora se echaban sobre él al galope, pues transcurrido un rato oí ruido lejano de cascos y, al poco, veíamos al alce huyendo de ellas salir del bosque por el extremo del claro.

Pero a la mitad de la extensión de hierba, el animal cesó repentinamente en su carrera. Aunque no vi que le alcanzase ninguna flecha, fue como si hubiese tropezado con un muro, dio un violento salto de lado, y un segundo, para quedarse quieto sin caer, aunque revolviéndose furioso a diestra y siniestra como un pez capturado. El resto de las mujeres, mientras sus hermanas se alejaban a caballo, habían detenido los suyos a intervalos a ambos lados del calvero, pero yo no las vi hasta que el alce se detuvo, cuando los caballos comenzaron a salir nerviosos de la espesura. Pese a lo poco que estimaba a las emwalis-karja, me impresionó lo bien que manejaban el emsliuthr. Ocultas entre los árboles, y a caballo, los habían lanzado sin ruido y casi sin que se vieran a una distancia que bien sería de cuarenta pasos, y emsobre una presa que iba emal galope. A mí me habría parecido inconcebible, pero lo cierto es que habían inmovilizado al alce por la cuerna desde ambos lados y el animal se hallaba detenido debatiéndose en vano. Claro que ni unas mujeres tan robustas como aquéllas habrían podido sujetar mucho tiempo a un alce macho enloquecido, pero habían atado el extremo de los lazos a las sillas y los caballos aguantaban los tirones del animal; eran caballos acostumbrados a la maniobra, pues reculaban para neutralizar las sacudidas y cambiaban de posición con arreglo a los movimientos del alce para contrarrestarlos con su peso, y, aunque eran pequeños, no dejaban que los lazos se destensasen ni se saliesen de los cuernos, manteniéndolo inmóvil. Las tres o cuatro que no habían lanzado el lazo se llegaron a caballo a la presa, desmontaron y se acercaron a saltos, retrocediendo y adelantándose para esquivar sus embestidas y coces, hasta clavarle sus espadas en la garganta. Cuando Madre Amor y yo nos aproximamos, el animal yacía muerto en la hierba y era una mole de la que sobresalía el suave hocico y una inmensa cuerna palmeada. La madre no felicitó ni dio las gracias a las hijas por el éxito de la caza, sino que impartió órdenes:

—Tú y tú, cortadle la cabeza para ofrecérsela a Tabiti y Agrimpasa. Tú y tú, empezad a despiezarlo. Y vosotras dos a desollarlo.

Sin que me lo dijera, desmonté y me puse a ayudarlas; las espadas no lo habían matado limpiamente y la garganta del alce era una horripilante carnicería, cual si le hubiesen atacado los lobos, pero al menos el destrozo era en aquella única zona, por lo que el resto de la hermosa piel estaba indemne. Lo desollamos entre todas y acabamos la tarea antes de que las otras hubiesen terminado de tajar y cortar la enorme cabeza.

De las visceras sólo recogimos el hígado, carga suficiente para una amazona, y de haberlo dividido en cuartos se habrían obtenido unos trozos de excesivo peso para los caballos, por lo que lo troceamos e hicimos rodajas de las partes mejores, dejando el resto para los carroñeros del bosque. Cuando regresamos, ya transcurrido el mediodía, para el transporte de la ofrenda a la diosa fueron necesarios dos caballos y dos mujeres que llevaban la cabeza sujeta por las cuernas y colgando entre las dos. Y cuando se cansaban, se turnaban otras.

Al llegar al río, ya cerca del campamento, nos encontramos con Ghashang que venía galopando desde el Este; puso su caballo junto a emVelox, en cabeza de la columna, y dijo algo a Modar Lubo, tras lo cual, las dos retrocedieron hacia donde yo iba.

—Ghashang viene de ver a los emkutriguri para decirles que necesitamos un sirviente —dijo la madre—. Van a elegir a uno de sus hombres y tardarán un tiempo, porque esos salvajes lujuriosos se disputan el honor; pero el que elijan llegará dentro de un par de días.

—Mamnum —musité yo, casi a regañadientes, vocablo que en dialecto escita equivale a emthags izvis.

—Y te ordeno, emdokhtar Veleda —añadió—, que te esfuerces por concebir con el sirviente. Tienes que pagar nuestra hospitalidad siendo fértil.

Dicho lo cual, regresó a la cabeza de la columna, sin que pudiera preguntarle con sorna si es posible concebir por mandato. Ghashang, que seguía a mi lado, me dijo con su habla pesada:

—Es curioso cómo se equivoca Modar Lubo. Porque los hombres suelen pelearse por esa elección, pero es por que no les elijan. Nunca he podido saber por qué.

Estuve a punto de decirle que los emkutriguri, por salvajes que fueran, no eran tontos; pero me callé.

—Y lo más curioso —añadió ella— es que esta vez no se han mostrado muy reacios, pese a que no les he ocultado que eres nueva, extranjera, nada gruesa, muy suave, escuálida y pálida. Habría debido elogiar a los salvajes por su buen gusto, pero tampoco dije nada, pues en aquel momento oímos gritos procedentes del campamento, llamándonos, y no acogiéndonos contentas por la caza, sino apremiándonos a que nos diésemos prisa. Entre los nombres que voceaban oí el mío.

—¡Madar Khobi, de prisa…! ¡Khahar Veleda, ven a ver!

Estaban inquietas porque Genovefa acababa de llegar.

—¿Es éste? —inquirió Madre Amor con el ceño fruncido, y yo asentí con la cabeza.

—Pasó justo por debajo del árbol en que yo hacía guardia —añadió la que le había capturado, mostrándonoslo ufana—. Le lancé el emtanab. Ya lo creo que iba disfrazado. Incluso llevaba esto encima de las ropas de mujer.

—Eso es mío —musité yo, al ver en su mano las cazoletas de bronce. Ella me las entregó y continuó excitada relatando la captura.

—¡Y el empedar shukhté quería engañarme! Pero no me dejé engañar ni por sus palabras ni por su disfraz.

Miré a Genovefa, que estaba tendida en tierra en medio del claro, de arriba abajo, con la túnica desgarrada y el pecho descubierto, parte de su anatomía que presentaba el mismo aspecto que el cuello del alce, con la excepción de que no sangraba, sino que era una espantosa quemadura. Genovefa ya no volvería a ser la misma.

—Y luego me suplicó —añadió la mujer con fruición— cuando iba a hacerle la prueba; pero no me dejé convencer. El emkharbuté falso no ardió tan fácilmente como yo pensaba, pero insití, como ves, y al final lo conseguí. Además, Madar Khobi, ahora tenemos otro caballo, el que…

—¿Y todo eso lo has hecho tú sola? —la interrumpió la madre, airada.

La mujer puso cara larga y las hermanas que la rodeaban se apresuraron a gritar, acusándola:

—¡Ella sola, Modar Lubo!

—¡Lo ha hecho sola Roshan, la guarra egoísta!

—¡No nos ha llamado hasta que el hombre estaba ya mutilado y desvanecido!

—¡Sólo nos pidió que la ayudásemos a traerlo prisionero!

—¡Se ha divertido ella sola!

Madre Amor miró a la culpable y bramó:

—¡Esas diversiones especiales sólo se hacen cuando yo lo ordeno, y en mi presencia, y para que todas las compartan!

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