Recordé que Dengla había invocado a Baco, y es bien sabido que los romanos que desplazaron a los etruscos de la península de Italia los consideraban —y siguen considerando a su dispersa población—
gente con sórdidas supersticiones muy arraigadas y dada a la brujería. Así pues, Dengla y Melbia eran bacantes, y como era sábado por la mañana, era al templo de Baco donde acudían los viernes por la noche. Me preguntaba yo qué clase de culto rendían los creyentes allí toda la noche.
—¿Te gustaría saberlo? —me dijo Melbai de pronto, una vez que las tres llegamos a casa—. Muchacha, me he dado cuenta de que nos has visto salir del templo. Hay mucha gente puritana que está
deseando ver lo que sucede en el interior, y me apuesto algo a que tú también. Se da el caso de que soy Venerable o sacerdotisa de los adoradores de Baco y puedo hacer que entres. A lo mejor te gustan los ritos y deseas iniciarte.
—Es un simple dios menor, dios del vino —contesté con indiferencia—. Ya sé que sus devotos son mujeres, pero no veo qué puede ofrecerme de interés su culto.
—No es simplemente el dios del vino, Veleda —terció Dengla—. Es también el dios de la juventud, la fiesta y el gozo. Las bacantes bebemos mucho vino, pero la música, los cantos y la danza nos embriagan de un modo mucho más ardiente y alcanzamos el estado que los griegos llaman emhysteriká zélos o pasión del vientre, bueno, en realidad, de algo más que del vientre… de todo el cuerpo y los sentidos. La mujer se excita hasta un éxtasis de ferocidad salvaje y adquiere tal fuerza que con las manos desnudas puede partir a un niño de los que se ofrecen en sacrificio.
—Encantador —dije secamente.
—Y tampoco todos los adoradores son mujeres —añadió Dengla, como si yo no hubiese dicho palabra—. En la antigüedad era así, pero hace siglos que una mujer de Campania tuvo una visión en la que el dios la instaba a iniciar a sus dos hijos adolescentes, y desde entonces al rito asisten los dos sexos. Habrás visto que del templo salían algunos hombres, Veleda. O tal vez no sea exacto llamarlos hombres, porque sus venerables son todos eunucos; algunos de ellos se castraron ellos mismos para poder acceder al sacerdocio. Pero los adoradores laicos son todos emfratres stupri.
—Mucho más encantador —comenté.
—Pues es divertido verles actuar —añadió Dengla, disimulando la risa.
—Y Baco no es un dios menor —prosiguió Melbai—. Lo que sucede es que actualmente en el imperio romano está vergonzosamente relegado. Quizá sepas, muchacha, que los griegos desde la antigüedad le veneran como Diónysos, aunque tal vez no sepas que nosostros los etruscos venerábamos ya antes al mismo dios con la advocación de Fufluns; las ceremonias de su culto son aún más antiguas, pues proceden del antiguo Egipto, en donde mucho antes de Fufluns, Diónysos y Baco, se le adoraba en forma de la diosa Isis.
Otra divinidad de sexo mutable, pensé. Tal vez, en mi condición de hermano-hermana emmannamavi debiera presentarle mis respetos.
—Y el viernes que viene —añadió Dengla con ansia— es nuestra noche más santa del año, la noche de la emDionysia arkhióteza, la bacanal. No puede haber mejor ocasión para que vengas al templo.
—Yo creía que las bacanales las había prohibido el Senado hace muchísimo tiempo —repliqué, sorprendida.
—Sí —añadió Dengla con desdén—, se promulgó un edicto, pero simplemente para acallar a los hipócritas de entonces. Las bacantes se limitaron a hacerse notar menos para pasar desapercibidas, pero no por eso se anuló la fiesta, ni interesa a las autoridades que cese.
—Al fin y al cabo —terció Melbai— constituyen un escape para las emociones y deseos libidinosos de las personas proclives al emhysteriká zélos, emociones y ansias que, de otro modo, podrían ser nocivas al orden público.
—Además —dijo Dengla, señalando a sus gemelos, que se encogieron—, Filippus y Robein cumplen doce años el martes y así gozarán del honor de ser iniciados en los ritos el próximo viernes, que no es un viernes cualquiera, sino la noche de la Gran Dionisíaca. Haznos el honor de asistir, Veleda. A ti te gustan bastante los chiquillos y ya no volverás a verlos, a menos que sigas asistiendo al culto en el templo.
—¿Vas a llevar a tus hijos a esa guarida de emfratres stupri para dejarlos allí?
—¿A qué más pueden aspirar estos truhanes? Dedicarán su vida a servir a Baco.
—Sirviéndole, ¿cómo?
—Ya lo verás si vienes a la bacanal. Tienes que venir.
Y fui.
Durante aquellas semanas había llevado a mi habitación en casa de la viuda algunas prendas femeninas más con complementos, de algo mejor calidad que la ropa con que me presenté allí la primera vez; decía siempre que eran compras que hacía con mi «jornal». Así pues, el viernes de la bacanal, cuando me hallaba tan nerviosa como cualquier mujer que va a acudir a un sitio desconocido, le dije a Dengla:
— Supongo que he de ponerme mi mejor vestido.
— Como quieras — contestó ella sin gran énfasis — , pero da igual porque te desvestirás antes de que concluya la noche.
— ¿Ah, sí? — dije un tanto alarmada.
— emEheu, no te escandalices. ¿Por qué las chicas de tu calaña os mostráis siempre tan pudibundas cuando se trata de hacer algo distinto a trotar las calles?
— Ya te he dicho, emcaia Dengla que no soy puta.
— Y yo te he dicho que conmigo no tienes por qué guardar las apariencias. Sé de sobra que no hay un peletero que pueda pagarte un jornal que te permita comprarte ese «mejor vestido». Pero, aunque lo hayas robado, a mí me trae sin cuidado, con tal de que no me lo robes a mí. Yo he adquirido muchos de mis mejores vestidos y otras muchas cosas de valor con el mismo procedimiento. De todos modos, no es necesario que te desvistas durante los ritos, aunque llamarás más la atención y será una desconsideración no hacer como los demás; pero si sigues la costumbre romana, puedes quedarte con una prenda interior. Tampoco es necesario que… participes en los ritos si no quieres. Muchos fieles devotos asisten a los actos como simples observadores y parece que alcanzan un grado elevadísimo de emhysteriká zélos simplemente mirando. Bueno, Veleda, si quieres cambiarte, ve ya a hacerlo porque no tardaremos en marcharnos. Melbai ya se ha adelantado para vestirse de sacerdotisa. Recogeremos a los mellizos y los llevaremos bien asidos del brazo para que no se escapen, que esos imbéciles están más asustados que si fuesen corderitos camino de una cueva de lobos.
Yo pensé que em«lupa» en latín significa loba, pero se emplea en el habla coloquial con el significado de «mujer lasciva», aunque sea una difamación para los lobos; no era de extrañar que los corderitos tuviesen miedo. Pero me puse mi mejor ropa interior y un emamiculum y mi mejor adorno femenino: las cazoletas de bronce que había comprado en Haustaths. Luego, obedientemente, así a uno de los mellizos y los cuatro nos encaminamos al templo de Baco.
El interior estaba, tal como había dicho Dengla, un poco oscuro, con una sola antorcha a cada lado de la amplia nave. Pero se veía lo suficiente y noté que los únicos muebles eran en su mayoría mullidos divanes, quizá unos cuarenta, esparcidos en una amplia zona sobre el suelo de mosaico; había entre ellos grandes floreros con lirios, margaritas y primaveras, todas flores blancas que destacaban en aquella penumbra. También había unos pebeteros en los que ardían piñas en brasa, y recordé lo que en cierta ocasión me había comentado Wyrd sobre las virtudes afrodisíacas de aquel incienso resinoso. Al fondo de la nave, en donde yo pensaba que sería el sitio de un altar o un estrado, no vi más que una inmensa mesa de mármol que habría sido digna de una elegante taberna, pues tenía encima una pirámide de diez toneles de vino con sus correspondientes grifos y una serie de vasos, cubiletes y bandejas llenas de uvas de diversos colores.
— ¿Pero de dónde vienen las uvas si aún no estamos en verano? —inquirí, mientras nos sentábamos con los niños en un diván.
—¿Es que no sabes que si se guardan las uvas maduras entre un montón de raíces de rábano se conservan meses enteros? Porque, claro, nosotros tenemos que tener uvas todo el año para consumirlas en honor del dios del vino.
Un grupo de mujeres, sentadas en un diván próximo a la mesa, comenzó a tocar una música suave; a medida que mis ojos se fueron acostumbrando a la tenue luz, vi que una pulsaba una lira, otra agitaba un sistro, otra percutía suavemente un tambor en el regazo, una cuarta soplaba una siringa y la última hacía sonar dulcemente una flauta. Y las cinco estaban desnudas.
Me pareció que había un notable formalismo en las ceremonias báquicas. Ya había bastantes personas cuando llegamos nosotros y siguieron entrando más después, solas y en parejas, aunque casi todas eran mujeres, y habría a lo sumo unos doce hombres. Todos los asistentes, antes de tomar asiento, se dirigían a la mesa y se servían un vaso de vino, haciendo repetidos viajes a los toneles, seguramente por la prisa en que se daban en beber para desembarazarse cuanto antes de su timidez o inhibición. Dengla bebía como la que más, haciendo libar también a los mellizos e instándome a mí a hacerlo. Yo fui a servirme un vaso y volví a llenarlo varias veces por no mostrarme descortés, pero casi todo lo vertía disimuladamente en un florero cercano.
También, por no parecer curiosa, no volví la cabeza a hacia otra parte ni miraba a la gente, pero advertí fácilmente que no todas las bacantes eran de la emplebecula, pues, sin necesidad de volverme veía varias mujeres con vestidos elegantes y reconocí a tres de ellas que había visto en banquetes y convites a los que había asistido en mi papel de Thornareikhs; eran mujeres de esa clase que ya he mencionado con desdén: las estúpidas que siempre andan consultando astrólogos. Reconocí también —sin salir de mi asombro— en un viejo muy gordo al empraefectus Maecius.
Vaya, me dije, la viuda Dengla no se entera de los secretos de los poderosos con artes de brujería; ninguna necesidad tenía de ello para extorsionarlos, pues le bastaba con amenazar divulgar que Maecius y aquellas damas —y probablemente otras personas que yo no había visto— eran asiduos a las bacanales. Melbai ya me había mencionado una regla rigurosísima de los bacantes: que ninguno de los asistentes a los ritos revelase a nadie la que sucedía en el templo. Puede que Melbai y los demás no lo hicieran, pero yo pensé que Dengla era muy emcapaz de traicionar su confianza si de su interés se trataba. Al cabo de un rato, las cinco músicas desnudas dejaron de tocar y cesó el murmullo de las conversaciones y libaciones. Acto seguido, las mujeres volvieron a tocar con más fuerza lo que resultó ser el himno a Baco, una melodía no del todo armónica, sino bastante discordante; se abrió una puerta detrás de la mesa de mármol y sacerdotes y sacerdotisas hicieron su entrada. Una de ellas era Melbai, y todas arrastraban a un cabrito que balaba aterrado. Las bacantes los saludaron al grito de em«¡To!», «¡Salve!» y
em«¡Euoi», más algún que otro em«¡Háils!», gritos que estuvieron repitiendo mientras los catorce recorrían el perímetro de la nave. No lo hacían con paso solemne, sino tambaleándose y tropezando como si estuviesen ebrios, a veces a punto de caerse encima de los cabritos.
—Siempre son catorce venerables —dijo Dengla con voz pastosa, acercando su boca a mi oído para hacerse entender por encima del griterío—, porque a Baco niño le criaron las catorces ninfas de Nisa, y, naturalmente, le sacrificamos cabritos, porque el dios detesta las cabras que le comen las viñas. Los catorce llevaban coronas de hiedra y parra y, sobre los hombros, capas de piel de pantera. Nada más; y una piel de pantera no cubre mucho. Las casi desnudas sacerdotisas no tenían mucho que admirar, al ser de la edad de Melbai y tan feas como ella; había dos sacerdotes eunucos, blancos, gordos y fofos, y el otro debía ser el que se había castrado ya de mayor, porque era muy delgado, pero tan viejo, que yo me pregunté por qué se habría molestado en castrarse. Los venerables que no tiraban de un cabrito enarbolaban en su mano lo que Dengla me dijo que era un emtirso, una especie de cetro largo rematado con una pina.
—Ya sé que la pantera es un animal sagrado para Baco —dije en voz alta para hacerme oír por encima de los gritos, los balidos y la música disonante—, pero ¿ qué representa la piña?
—Representa el emescariado —contestó ella, con un hipido y risita de beoda. Cuando la procesión de venerables hubo dado la vuelta a la nave, llegando otra vez al altar, trece de ellos se colocaron junto a la pared y el viejo se dirigió con paso decidido hacia la mesa de mármol. Las músicas dejaron de tocar y el griterío de los fieles cesó progresivamente, mientras el sacerdote se servía vino y daba un prolongado trago. Luego, comenzó a recitar algo que supuse sería una invocación o una homilía báquica.
em—¡Enoi Bacche! ¡Enoi Bacche! —dijo casi chillando, y continuó perorando casi todo en griego, idioma en el que yo no estaba muy versado, pero, en cualquier caso, el vino entorpecía de tal modo su lengua, que dudo mucho que un griego auténtico le hubiese podido entender. Otras partes del sermón las hizo en un idioma que no acabé de identificar y que debía ser la lengua de los emrasa o los egipcios; pronunció una breve frase en latín que me sorprendió bastante por ser de la Biblia, del evangelio de san Lucas, una frase que dijo a voz en grito:
— em¡Benditas sean las estériles y los vientres que no han concebido y los pezones que no han dado emde mamar!
Debía ser una parte del sermón instando a contestar a los fieles, porque todas las mujeres, Denga incluida, contestaron en diversos idiomas: «¡Así sea!» y «¡Bienaventuradas!»
Tras una chachara incomprensible, el sacerdote concluyó:
—Ahora a cantar, a bailar, a festejar y a beber más. em¡Euoi! ¡lo!
Se quitó el manto de pantera, la música estalló en un alegre cántico lidio y el viejo fue el primero en saltar al espacio libre para ponerse a bailar desenfrenadamente agitando como un poseso sus descarnadas extremidades. Los dos eunucos gordos y cinco o seis de las venerables, entre ellas Melbai, se despojaron también de la capa y se pusieron a bailar, dejando a las otras sujetando los atados y aterrados cabritillos que no paraban de balar. Muchos de los adoradores —los más embriagados— se unieron a la danza,
haciéndolo tan desenfrenadamente como el viejo y algunos con más gracia, despojándose de una y otra prenda al tiempo que gritaban el nombre del dios em«¡Bacchus!», «¡Diónysos!» o em«¡Fufluns!», mezclado con chillidos de «¡Io!» y em«¡Euoi!»