Halcón (112 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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«hermano mayor» y no deseaba ser otra cosa. O tal vez porque pensé que sería una perversidad ayudarle a prepararse para el matrimonio con mi «sobrina» Thiudagotha, o porque, habiéndole hablado de la madurez, no fuese a demostrársela yo en vez de entregarme con mi habitual impetuosidad libre de toda traba. ¿O sería porque, quizá, en lo más íntimo de mi ser me decía maliciosamente que ya habría tiempo de hacerlo cuando fuese mayor? emAj, era muy complicado.

En cualquier caso, al rehusar la oportunidad mermaron mis deseos de aventura, al menos aquella noche; mientras seguía caminando por Singidunum, advertí miradas de deseo de otros varones, pero las esquivé pudorosa y seguí mi camino hasta dar con otro callejón solitario en donde volví a cambiar de ropa para regresar al campamento.

Hasta que nuestro ejército no reemprendió la marcha, y pasados un par de días, no se me acercó el príncipe Frido, quien, tras unas cuantas bromas, me dijo con timidez:

em—Saio Thorn, creo que ahora ya tenemos algo en común. Más de lo que teníamos, quiero decir.

—¿Ah, sí?

—Una amiga común en Singidunum; se llama Roscia.

em—Aj, no tan común —repliqué yo con sorna—. Muy liberal, si no recuerdo mal. Él asintió con la cabeza.

—Me dijeron que tenía el collar de Venus y, como no sabía lo que era, se lo pregunté. Ella se echó

a reír y me lo enseñó. Y luego me enseñó… pues… lo que significa el collar de Venus… El muchacho aguardaba que comentase algo y así lo hice.

—Frido, los hombres galantes no divulgamos los atributos, habilidad o entusiasmo de las mujeres que conocemos por su nombre. Sólo cuando se trata de putas anónimas está admitido hablar de ellas.

—Oh, emvái, no me reprendas —replicó, contrito—. Pero… si se puede hablar de mujeres anónimas, te contaré lo de otra de ésas en Singidunum; la que me llevó a donde Roscia. Era de noche y yo no estaba muy sobrio, así que sólo me acuerdo de sus atributos. Tenía una cicatriz en la ceja izquierda. Podía haber replicado cualquier otra cosa, pero sólo se me ocurrió decir:

—¿Ah, sí?

—Pues sí; era una cicatriz igual que la tuya. Se le notaba mucho. Y se me ocurrió pensar si tú no la conocerías también.

Lo único que hice fue echarme a reír.

—¿Conque una cicatriz en la ceja, eh? Si estabas borracho, no me extrañaría que hubieses visto cinco o seis cejas en cada rostro. Anda, vamos a alcanzar a los vigías a ver si cazamos algo bueno para comer.

A partir de Singidunum, el ejército siguió por la orilla norte del Savus, es decir, que nos hallábamos bien dentro de la provincia de Panonia y podíamos entregarnos tranquilamente al pillaje sin transgredir lo convenido; pero poca gente encontramos a quien quitar comida y poca cosa que arrebatarles. La noticia de nuestro avance nos precedía, y es proverbial que la gente que se halla en la ruta de un ejército sólo tiene dos alternativas: «huir o ayunar». Aquellas gentes, después de recoger la cosecha, habían optado por huir llevándose consigo productos, gallinas y ganado. De todos modos, no nos faltaron aprovisionamientos, pues los depósitos enviados por el río nos aguardaban a intervalos a lo largo del Savus, y aún había mucha caza y las orillas abundaban en hierba para los caballos. Ochenta millas aguas arriba de Singidunum, cuando nos aproximábamos a la ciudad de Sirmium, Teodorico envió en avanzadilla a un heraldo con la advertencia que habían empleado nuestros antepasados: em«Tributum aut bellum. Gilstr aíhthau baga. Tributo o guerra.» Aunque el grueso del ejército aún no avistaba la ciudad, el viento nos traía su olor y todos comenzamos a contener la respiración, bufando y lanzando maldiciones por el hedor; al llegar a ella, comprendimos a qué se debía. Parece ser que el terreno que la circunda es muy adecuado para la cría de cerdos, y por ello en toda Panonia —quizá

en toda Europa— Sirmium es el mayor centro de cría y exportación de carne porcina, piel de cerdo, cerdas para cepillo y toda clase de productos derivados.

La ciudad había accedido prudentemente a la primera opción que ofrecía Teodorico, pero, naturalmente, no nos recibió alborozada; sus habitantes no se habían apresurado como los campesinos a recoger sus cosas y a huir por las buenas, y al estar los almacenes de víveres tan bien repletos —y no sólo de cerdo, sino de trigo, vino, aceite, quesos y muchas cosas más— tuvimos de sobra para avituallar al ejército aquel invierno. Sin embargo, el arma defensiva de Sirmium —su mal olor— nos hizo desistir de ocuparla, devastarla, albergar tropas en las casas o molestar a ninguno de los habitantes, sino que asentamos el campamento de invierno bien lejos de ella y donde el viento no llevara el olor. Tuvimos también que prescindir de algunas de las diversiones y entretenimientos de que habíamos gozado en Singidunum, porque, aun después de habernos comido todos los cerdos de los corrales y acabado con la carne de los almacenes, la ciudad aún apestaba, y hasta las termas, las mujeres de los lupanares y las polillas nocturnas olían tan mal que no se podía uno acercar a ellas. Por eso nadie, ni tampoco yo ni el príncipe Frido, sintió la tentación de ir a la ciudad a bañarse o a buscar putas; los soldados se mantuvieron conscientes en sus puestos, haciendo sus deberes militares al sano aire libre todo el invierno.

CAPITULO 3

Cuando volvió el buen tiempo a principios de primavera, reanudamos la marcha hacia el Oeste. Pero no sería fácil, como habíamos esperado, hasta el linde de Venetia; a unas sesenta millas aguas arriba de Sirmium, en un lugar llamado Vadum, nos tendieron una emboscada fuerzas enemigas. Vadum no es ciudad, pueblo o asentamiento de ninguna clase; su nombre sólo significa vado, pues la ruta cruza desde la orilla elevada norte a la contraria en que el terreno está más llano. Y, naturalmente, nuestro numeroso ejército de hombres, caballos y carros, era más vulnerable al ataque en aquel punto, tanto más cuanto que el agua era tan fría que caballos y hombres se resistían a entrar en ella. Los enemigos ocultos aguardaron a que hubiesen cruzado a la otra orilla buen número de tropas, mojadas, tiritando y poco prestas al combate, la cuarta parte seguíamos vadeando el río y el otro cuarto se ocupaba de los preparativos para hacerlo. Y fue en ese momento cuando desde los bosques cayó sobre nosotros una lluvia de flechas, que en sus primeras andanadas tumbó a muchos hombres y caballos; pensamos que serían los legionarios de Odoacro que habían efectuado una marcha forzada sin saberlo nosotros, pero cuando los atacantes salieron del bosque —arqueros y soldados de a pie con espada y jinetes con lanza, dando gritos de guerra— vimos que llevaban coraza y casco muy parecidos a los nuestros y nos sorprendió más que la emboscada ver que se trataba de compatriotas godos. Luego, supimos que era una tribu de gépidos al mando de un reyezuelo llamado Thrausila. En cualquier caso, los guerreros de una sola tribu no podían ser lo bastante numerosos para alimentar esperanza alguna de vencer a un ejército de la envergadura del nuestro, pese a la ventaja de la emboscada. La retaguardia, que aún se hallaba en la otra orilla, y, por consiguiente, seca y en buena disposición, la constituían los rugios del rey Feletheus, gentes que, desde que habían salido de Pomore, ansiaban entrar en combate y llevaban todo aquel tiempo desanimados por la poca acción. Teodorico no había podido asignarles otras tareas que las de guarnición defensiva, servicios de escolta y algunas escaramuzas contra bandidos de los caminos y piratas del río; aquellos guerreros se hallaban aburridos, inquietos y ansiando pelear, y aquélla era su oportunidad, por lo que todos, desde Feletheus hasta el joven Frido y el más humilde escudero, entraron en combate con gran denuedo y detuvieron a los gépidos que atacaban, haciéndoles retroceder. Yo estaba con la tropa en medio del río y no participé aquel día en el combate, pero Teodorico e Ibba, que ya habían cruzado el río, acudieron en seguida a repeler el ataque, y, aunque nuestros ostrogodos estaban mojados y ateridos, superaban en tal número a los gépidos que los rechazaron sin dificultad y los vencieron sin tardanza. Al contar las bajas, vimos que ambos bandos habían perdido un centenar de hombres entre muertos y heridos y unos cuarenta caballos; en cuanto a los gépidos supervivientes, una vez cercados, desarmados y hechos prisioneros, supimos por qué nos habían atacado. Su rey, Thrausila, dijeron los prisioneros, nutría ambiciones para engrandecer su pequeño reino y, del mismo modo que el rey Feletheus, se habría aliado a Teodorico, pero, considerando que ningún ejército extranjero sería capaz de vencer a Roma y a las legiones de Odoacro, había optado por unir su suerte a quien juzgaba el bando vencedor; sabía muy bien que no podía vencer a nuestro ejército, pero creía poder diezmarlo, al menos para retrasar el avance y así ganarse la complacencia de Odoacro y recibir las mercedes tras la inevitable victoria de nuestros enemigos. Empero, aunque el tiempo hubiese dado la razón a Thrausila, nunca habría podido beneficiarse ni saberlo, pues él fue uno de los dos reyes que cayeron en Vadum. El otro fue el presumido y vanidoso (pero innegablemente valiente) rey Feletheus de los rugios.

Teodorico habría podido invitar a los gépidos supervivientes a unirse a nosotros, pues era una práctica común y eminentemente práctica tras las batallas entre naciones no romanas, pero se abstuvo de hacerlo en este caso, pues que habían tratado de entorpecer un propósito que iba a beneficiarlos a ellos

tanto como a los otros godos. Dejó en libertad a los prisioneros y los devolvió a sus tribus —con el deshonor de haber sido desarmados y rechazados— y les hizo una sugerencia antes de despedirlos:

—Tomad algunas esposas más entre las viudas de vuestros compañeros muertos y asentaos para llevar una vida tranquila y cómoda de padres de familia, que es lo único para lo que valéis. Nos detuvimos en Vadum el tiempo suficiente para sepultar a los caídos de ambos bandos; los cadáveres de los rugios y otros paganos muertos, como los ostrogodos arrianos gépidos, fueron quemados con la cabeza hacia el Oeste, tradición de los pueblos germánicos —mucho más antigua que la arriana, la católica u otra variedad cristiana— por creer que así los muertos siguen viendo «salir el sol». La Iglesia ansiaba abolir esa costumbre pagana de adorar el sol, pero, al no lograrlo, había decretado hipócritamente que a los cristianos se les enterrara con los pies dirigidos al Este, porque «allí es donde los cristianos deben acudir el día del Juicio Final».

Mientras enterrábamos a los muertos y los físicos y capellanes atendían a los heridos, Teodorico nos dijo a sus oficiales:

—Ahora que nuestros aliados rugios se han quedado sin rey, ¿qué pensáis? ¿Nombro a un hombre mayor y experimentado para que los mande? El muchacho no debe tener más de quince o dieciséis años…

—He visto al joven Frido esgrimiendo la espada en lo más arduo del combate —dijo Herduico— y creo que aún no es lo bastante fuerte para descargar bien los golpes, pero ataca con ganas con estocadas y tajos.

— emJa —dijo Pitzias—, rechazaba bien al anemigo y se defendía bien.

—Yo no le he visto luchar —tercié—, pero puedo afirmar que en otros aspectos se conduce como un adulto.

—Y tened en cuenta, Teodorico —añadió Soas—, que Alejandro, a quien tanto admiráis, mandaba el ejército en Macedonia a la edad de dieciséis años.

—Pues hecho está —dijo Teodorico de buen humor—. Que el muchacho demuestre su valía. emHabái emita swe.

Así, antes de partir de Vadum celebramos otra ceremonia de jura de emauths y el joven rey juró por Wotan que reinaría con prudencia y benignidad a su pueblo, y las tropas rugias juraron obedecerle y seguirle con valentía a donde las condujera. Empero, al comenzar el ritual, el joven Frido hizo una advertencia: «Quiero anunciar a todos los presentes que al asumir el reino de los rugios también asumo un nuevo nombre.» Sus palabras causaron cierto estupor, pues su actitud se semejaba a la de su pretencioso padre.

Pero el muchacho nos dirigió a Teodorico y a mí una mirada tranquilizadora y continuó diciendo:

—No deseo adoptar un nombre romanizado afeminado, sino que en el venerable estilo germánico, a partir de ahora seré Freidereikhs, rey de los Hombre Libres.

Al oír lo cual, todos los rugios se pusieron en pie aclamándole, e igual hicimos Teodorico y yo, los demás ostrogodos y nuestros aliados.

El joven Freidereikhs tuvo su primera experiencia de mando en el combate —o, mejor dicho, la primera lección de ese arte— en Siscia, la siguiente ciudad con que nos encontramos en el curso del Savus en la provincia de Savia. Los habitantes de Siscia, igual que los de Sirmium, no vieron con mucha complacencia la llegada de nuestro ejército y no escatimaron medios de hacernos ver que no éramos bienvenidos; la ciudad no tenía guarnición que pudiera resistirnos ni fuertes murallas que impidieran el asalto —y tampoco contaban con el olor repelente de Sirmium para ahuyentarnos— y sus habitantes adoptaron la táctica defensiva del caracol o la tortuga. En efecto, Siscia se encerró en un caparazón y nos desafió a que la hiciésemos salir de él.

Desde que los hunos la habían saqueado y devastado aproximadamente cincuenta años atrás, la ciudad no había vuelto a recobrar su importancia y prosperidad de antaño; pero en la época anterior a la llegada de Atila, Siscia había sido una de las principales cecas del imperio romano. Entre sus antiguos e imponentes edificios el de la acuñación de moneda seguía intacto, pero ya no se usaba para eso;

imponente construcción de piedra, con grandes puertas de roble y hierro, tejado de bronce ignífugo y dotada de ventanas de tronera, la casa de la moneda había sido inexpugnable incluso durante el asedio de los hunos. Y ahora, al saber nuestra llegada, los habitantes de Siscia habían guardado en ella todo lo que habríamos podido confiscarles, y la guardia interior había atrancado las puertas. Por ello, el edificio, en sus cuatro lados, nos presentaba un muro impenetrable, similar a la faz de los habitantes que circulaban por las calles; todos ellos demasiado viejos, mutilados o feos para correr el riesgo de la leva forzosa o del estupro. En la casa de la moneda habían confinado a los varones de edad para la guerra o el trabajo, a sus castas esposas, doncellas nubiles y muchachos vírgenes, junto con los objetos valiosos, las armas, las herramientas, las provisiones y todo lo que acumulaban en sus almacenes.

Con Teodorico, Freidereikhs y otros oficiales, di una vuelta al imponente edificio, examinando los posibles puntos vulnerables, pero no vimos ninguno. Cuando hubimos completado el recorrido nos salieron al encuentro cuatro ancianos, los padres de la ciudad, que se nos acercaron con la sonrisa blandengue y presuntuosa de que hacen gala muchos sacerdotes.

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