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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (21 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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—No, señor Cobos. No puede hacer nada contra nosotros. Puede que individualmente nos pudiera vencer a todos uno a uno, pero como organización, como hermandad, está indefenso. ¿Quiere saber una cosa? Nuestra primera reacción ante usted fue de temor, es cierto. Hicimos un primer intento de eliminar su cuerpo físico, y fracasamos. Hicimos un segundo intento de desterrarle a un mundo hostil donde sus aún crudos poderes no pudieran evitar su muerte, y también fracasamos. Fueron dos errores. Pero esto nos hizo ver las cosas desde una nueva óptica. Ahora ya no le tememos.

El cerebro de David trabajaba a toda presión. Se daba cuenta de que el otro estaba intentando acorralarle, aunque no podía ver para qué.

—Pero tengo otro recurso. Usted mismo ha dicho que soy un talento salvaje. Piénselo: podría destruir el mundo.

—Cierto. Pero no puede destruirnos a nosotros. Mire, aunque mi afirmación le parezca un tanto henchida de soberbia, somos como dioses. Dioses pequeños, es cierto, pero dioses al fin y al cabo. Todo lo que podemos ver a nuestro alrededor es obra nuestra. Una obra compleja formada por la acumulación de un gran número de voluntades a lo largo de mucho tiempo, pero obra nuestra. Puede que lo que voy a decirle le parezca brutal, pero es cierto. Este mundo que vemos a nuestro alrededor no existe. Ni las personas que lo pueblan. Son simples creaciones, personajes de una novela, o mejor de un film tridimensional. Son prescindibles.

Meros objetos. Marionetas. Comparsería. Tan solo nosotros existimos, y existimos únicamente hasta el grado que nos marca nuestro poder. Puede usted destruir el mundo, es cierto. Pero destruirá a los comparsas. Nosotros seguiremos. Y podremos volver a crearlos. No será igual a éste, es cierto, pero seguirá siendo nuestro mundo. Y procuraremos que usted no esté en él.

Hubo un largo y tenso silencio. David buscó algo que decir. Fue Isabelle quien habló:

—¿Por qué eliminaron a mi padre? Él no les había hecho nada.

Bernstentein suspiró.

—Puede que mis palabras le parezcan crudas, señorita Dorléac. Pero hay que ser realistas. Aquellos que poseen un poder insignificantes son meros peones en este juego. A veces hay que sacrificarlos. En el caso de su padre, podía contarle al señor Cobos demasiadas cosas. No nos interesaba que lo hiciera.

—Pero ahora ya lo sabe todo, usted mismo se lo ha dicho, de modo que su desaparición es inútil. ¿No pueden hacerlo volver?

—Crea que nos gustaría, pero es imposible. Los efectos del poder son irreversibles. Uno no puede volverse atrás.

—Pero David ha devuelto esta mesa y esta silla...

—Oh, sí. Pero hablamos de cosas inanimadas. Ya les he dicho que buena parte del poder actúa de forma automática. El señor Cobos tenía la imagen de la mesa que había hecho desaparecer, y no tuvo ningún problema en restituirla con el poder. En restituir su imagen externa. Pero no es la misma mesa que antes. Recuerdo que mi mesa tenía una entalladura en una esquina... ahora no está. Es muy posible que el contenido de sus cajones haya variado. Y si pudiéramos compararlas microscópicamente veríamos que no están formadas por la misma madera. Hemos hecho experimentos al respecto y puedo asegurárselo. Y no olvidemos que una persona es algo mucho más complejo que una mesa. Oh, sí, por supuesto, podríamos devolverle a un hombre que tuviera la apariencia de su padre. Tendría también su nombre, buena parte de su historia, su registro civil y sus antecedentes. Incluso sus recuerdos o la mayoría de ellos. Pero no sería el mismo hombre de antes. Se trataría de un sosías. No creo que usted quiera esto, señorita Dorléac.

Isabelle se mordió los labios. Miró a David. Este luchaba aún por controlar sus pensamientos.

—No —murmuró—. Creo que no lo querría.

Bernstentein iba recuperando cada vez más su aplomo.

—Dese cuenta de la situación señor Cobos —dijo—. Hemos fracasado dos veces, pero cada vez le conocemos mejor. Le confieso que en su entrada aquí me sorprendió al primer momento. Ignoro cómo pudo averiguar mi nombre, aunque supongo que debió tratarse de su padre, señorita Dorléac. Era un hombre curioso Marcel Dorléac. La IVAC tenía delegación en París, por supuesto, y Dorléac estuvo haciendo investigaciones sobre ella, incluso en una ocasión se presentó allá con el pretexto de pedir asesoramiento sobre unas inversiones y estuvo haciendo un montón de preguntas. Pero no sabía nada concreto sobre nosotros. Supongo que debió existir alguna razón para que le hiciera encaminar hacia mí en vez de hacia Monsieur Despierres, nuestro delegado en París, que por supuesto es otro miembro de nuestra discreta hermandad. Sí, puede suponerlo y acertará: todos los delegados de la IVAC a lo largo y ancho del mundo son miembros activos. Pero no crea que esto va a servirle de nada: ahora ya están prevenidos, y no podrá tomarles por sorpresa como hizo conmigo al primer momento. E imagino la pregunta que está rondando por su mente: no, ésta de Ginebra no es nuestra delegación principal. De hecho, si alguien se le ocurriera investigar a fondo nuestra compañía, descubriría con sorpresa que no existen unas oficinas centrales. Oh, claro que fiscalmente existe una sede central en cada país, pero nuestras transacciones internacionales forman una malla inextricable de la que no puede deducirse nada, y por supuesto —sonrió— ninguna inspección fiscal encuentra nunca nada anormal en nuestras contabilidades. En este sentido somos una empresa realmente modélica.

David adelantó su cuerpo en su asiento, envarándose ligeramente.

—Pero tienen un jefe, ¿no? Un director, un caudillo, un líder, como quieran llamarlo. Alguien que toma las últimas decisiones.

Bernstentein se alzó ligeramente de hombros.

—Es posible que en algún momento determinado haya prevalecido la opinión de alguien sobre la de los demás. Pero desde la muerte del profesor Boher nunca ha habido un jefe nominal. Jamás hemos tenido un líder elegido.

—¿El consejo lo forman todos los miembros?

—No, por supuesto. Solamente aquellos con el coeficiente más alto.

—Entonces existe una élite.

—Puede llamarlo así si lo desea.

—¿Cuántos forman este consejo?

—Su número varía según las circunstancias. Aparecen algunos, desaparecen otros... en estos momentos somos una veintena.

—Pensé que la posesión del poder podía liberarles de la desaparición y de la muerte —dijo de pronto Isabelle.

—Bien, puedo decirle que a partir de un determinado coeficiente de poder somos, en efecto, virtualmente inmortales. Al menos en teoría. El poder nos otorga dominio casi total sobre nuestro cuerpo. Jamás necesitamos acudir al médico, por ejemplo: podemos detectar nuestras dolencias y curarlas fácilmente. Incluso cualquier herida es susceptible de curar en unos segundos sin dejar el menor rastro —David recordó su pie roto, hinchado y dolorido en medio de la herbosa llanura, allá en su pesadilla de realidad—. Pero no podemos prever los accidentes. Entre las facultades que nos otorga el poder no existe la precognición. Cualquiera de nosotros puede morir irrecuperablemente si el avión en el que viaja estalla repentinamente en el aire, sin darle tiempo a tomar ninguna acción. Todos los que morimos lo hacemos por accidente. Es una eventualidad que aún no hemos podido prevenir..., aunque estamos en ello.

David pensó en su vuelo hasta Ginebra y la tensión que había mantenido durante todo el camino. El otro hombre pareció adivinar su pensamiento. Sonrió.

—Sí... hubiéramos podido eliminarle físicamente mientras venía hacia aquí. No lo hicimos. Se preguntará por qué. Bien, creo habérselo dicho ya. Ya no le tememos.

Se puso en pie; tuvo que dar un pequeño saltito para alcanzar el suelo. Rodeó su escritorio y se acercó a David.

—Escuche. En el fondo creo que podría formar parte usted de nuestra hermandad. Pero, como le he dicho, yo no puedo decidir por todos los demás. Pese a la mala jugada que me hizo presentándose aquí más bien violentamente y quitándome la mesa y —sonrió— acortándome la silla, me empieza a caer usted bien. ¿Sabe?, reconozco que, cuando me di cuenta de que tenía el poder, hasta que mis camaradas me contactaron, yo era un poco como usted. Quizá por eso le comprenda. ¿Por qué no hacemos una cosa? No puedo garantizarle nada, por supuesto, pero puedo intentarlo. Déjeme ponerme en contacto con los demás miembros del consejo. Pediré una reunión. Expondré su caso. Les diré que quiere usted entrar a formar parte del grupo, y que desea conocerlos a todos ellos. Que esta dispuesto a aceptar en principio nuestras condiciones. Sé que voy a encontrar muchas reticencias. Pero tal vez consiga algo. Entonces le avisaré.

—Me está pidiendo que dilatemos el caso.

—Sí, lo sé. Pero hay cosas que no pueden hacerse al instante. Primero tengo que convencerles, y sé que con tres o cuatro de ellos voy a tener que emplearme a fondo. ¿Confía en mí?

David le miró directamente a los ojos.

—No.

Bernstentein se echó a reír.

—No me podía esperar otra cosa. Y no se lo reprocho. Pero creo que es la única alternativa que le queda. Olvidemos todo lo pasado. Quiero ser su amigo, de veras. Piénselo. Puede aceptar mi propuesta..., o lanzarse pendiente abajo. Es su elección. Yo no puedo tomar la decisión por usted.

David miró a Isabelle. La muchacha parecía como ensimismada. Se dio cuenta de que había hablado muy poco durante toda la entrevista, y solamente de asuntos que la atañían directamente.

—Está bien. —dijo—. ¿Cuánto tiempo necesita?

—Veinticuatro horas. El tiempo de contactar con los demás, tener una reunión de urgencia y llegar a un acuerdo. ¿Qué le parece si vuelve aquí mañana a las cinco? Y no hace falta que se moleste en incluir su nombre en el dietario de la entrada: ya me encargaré yo de ello.

11

—Nos ha estado engañando —dijo Isabelle.

Habían salido de las oficinas de la IVAC y del edificio de acero y cristal. David se sentía exultante pero al mismo tiempo inquieto. Habían conseguido lo que buscaban al acudir allí, pero un rincón de su cerebro le decía que algo no encajaba como debería.

—¿Qué quieres decir?

Se habían sentado en la terraza de un café, en la misma acera del edificio, un poco más allá. En aquel punto la avenida formaba una curva, siguiendo la orilla del lago, de modo que desde allí podían ver toda la fachada del inmueble. Los dos necesitaban algo fuerte para reponerse un poco. David pidió coñac, aunque tenía el estómago vacío. Isabelle se limitó a su habitual té con limón.

—No puedo definirlo exactamente —dijo la muchacha—. Hay algo raro en su actitud. Ha estado lleno de contradicciones. Siguiendo una especie de camino sinuoso, como si fuera adaptándose a las circunstancias..., o como si estuviera recibiendo instrucciones mientras hablaba.

David contemplaba fijamente la gran puerta del edificio de IVAC. Las enormes láminas de cristal se abrían y cerraban constantemente. La gente entraba y salía, personas a las que nunca habían visto y que probablemente nunca volvería a ver. Había muchas oficinas en el inmueble, pensó. La IVAC solamente ocupaba un pequeño espacio en uno de los pisos, la forma ideal de pasar desapercibida.

—Sí, yo también tengo la misma sensación; pero no acabo de captar...

Isabelle dio un sorbo a su humeante té.

—Sus cambios de actitud fueron demasiados y demasiados bruscos. Y algunas de las cosas que dijo no encajan entre sí. Al principio actuaron contra ti porque te tenían miedo. Muy bien. Luego el miedo se les pasó, y decidieron dejar de perseguirte. Muy bien también. Mientras acudíamos en avión a Ginebra hubieran podido eliminarnos fácilmente, según sus palabras: no lo hicieron porque ya no lo consideraron necesario. Entonces, me pregunto, ¿por qué le sorprendió tanto nuestra presencia cuando aparecimos en su despacho? ¿Por qué al principio intentó negar toda conexión con ellos y luego se abrió de plano? Es indudable que sabían que veníamos aquí, y aunque no sospecharan al principio que nuestra intención era acudir a la IVAC, nuestra presencia en la oficina de Bernstentein no hubiera debido pillarle por sorpresa. ¿Sabes qué creo? No esperaban que viniéramos aquí, o pensaban que, aunque lo hiciéramos, no conseguiríamos franquear las barreras hasta Bernstentein. Y tu truco con la mesa y la silla les acabó de convencer que la cosa era más seria de lo que parecía.

David iba bebiendo su coñac a pequeños sorbos, haciendo girar lentamente el líquido dentro de su copa. Parecía ensimismado en sus pensamientos. Isabelle prosiguió:

Tal vez sea demasiado dada a las elucubraciones, como mi padre, pero déjame hacer un poco de resumen hipotético de la situación. Imagino, pese a lo que nos ha dicho Bernstentein, que cuando descubrieron por primera vez tu existencia menospreciaron un tanto tu importancia. Creyeron que podrían dominarte fácilmente... eliminarte, quiero decir. Luego, tras sus primeros fracasos, empezaron a ser conscientes de la realidad. Se dieron cuenta de que eras mucho más de lo que habían supuesto. Y entonces fue cuando empezaron a tener miedo.

»David, creo que Bernstentein es simplemente un peón, como los que él mismo mencionó. Por eso le sorprendió nuestra aparición en su oficina. Son otros los que dirigen toda la operación. Esos mismos a los que dice que tiene que consultar.

—Sí, yo también he pensado lo mismo. Pero me pregunto: si realmente me temen todavía, ¿por qué no acabaron con nosotros en el avión? Hubieran podido hacerlo muy fácilmente; cada vez me doy más cuenta de ello.

—No, David. Ese creo que es el punto fundamental de la cuestión. No podían. ¿Te has detenido a pensar en algún momento en lo grande que puede que sea realmente tu poder?

———

David la miró en silencio por unos instantes. Su copa de coñac estaba vacía. De pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Llamó al camarero.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—David, ¿recuerdas los cuadernos de mi padre? Están llenos de hipótesis, a cual más descabellada. Pero cada vez pienso más que no son tan descabelladas. Conocía muy bien a mi padre, y no era una persona que se dejara llevar por la fantasía. Cuando deducía algo, por absurdo que pudiera parecer a primera vista, era porque tenía bases suficientes para sustentarle.

—No te lo discuto, pero...

—Escucha: si recuerdas todas las alocadas suposiciones que puso mi padre en los cuadernos, y piensas en todo lo que nos ha dicho Bernstentein, verás que buena parte de lo que acabamos de saber no hace más que confirmar lo que mi padre había imaginado que podría ser. No iba tan desencaminado. De hecho, creo que no iba nada desencaminado.

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