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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (24 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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»Sin consultarle, por supuesto.

»De hecho, creo que las nobles finalidades que atribuyen a su hermandad, discutibles en sí mismas, no son más que una endeble fachada que han puesto ante los ojos de los demás, o tal vez ante los suyos propios. El autentico objetivo de ustedes es mantener la inamovilidad de las cosas que han creado. Mantener el status quo. Luchar contra todo aquello que pueda poner en peligro la frágil estabilidad de su concepción del mundo. Cuando aparece alguien con el poder, lo ignoran si es demasiado débil, lo absorben si les conviene, o lo destruyen si es lo bastante fuerte como para causarles problemas. No preguntan. Se atienen estrictamente a la máxima del «dispara primero».

El portavoz esbozó una ligera sonrisa que podía ser de suficiencia.

—Todo el mundo vela por sus propios intereses. No puede culparnos por ello.

El hombre del fondo a la izquierda, el que parecía mayor que los demás, habló. No se levantó de su asiento para hacerlo.

—Señor Cobos, no ha venido usted aquí para juzgarnos. Hemos aceptado esta reunión porque el señor Bernstentein nos convenció de que podía ser útil para todos el llegar a una alianza. Al parecer, usted desea unirse a nosotros.

David se sintió momentáneamente desconcertado. Miró a Isabelle. La muchacha parecía muy atenta a los rostros de los reunidos, como si quisiera desentrañar sus pensamientos a través de sus expresiones.

—Nunca dije quisiera unirme a ustedes. Lo único que quiero es que me dejen tranquilo.

Hubo una ligera pausa.

—Sabe muy bien que eso es imposible —dijo el hombre de mayor edad.

—Usted ha pedido franqueza —dijo el portavoz—. Muy bien seamos francos. Olvidemos ideologías y metas y finalidades y objetivos. Vayamos a los hechos. Usted está aquí. Es una realidad. Y constituye un peligro para la estabilidad del mundo. Mientras siga actuando por su cuenta. Ante nosotros tenemos solamente dos caminos. Puede integrarse a nuestra hermandad, y entonces el peligro desaparecerá. O puede negarse a ello, y entonces tendremos que combatirle. No hay otra alternativa.

—¿Qué ocurrirá si elijo unirme a ustedes?

—Deberá aceptar nuestras condiciones. Y le advierto que son duras y estrictas. Y que el castigo a las transgresiones es siempre la destrucción.

—¿Es así como renuevan sus rangos? —dijo Isabelle. Sus palabras sorprendieron a todos, incluso a David.

El portavoz se limitó a enarcar una ceja. Fue otro de los reunidos, una mujer ya entrada en años, más bien gruesa, quien respondió:

—Explíquese mejor.

—El señor Bernstentein nos dijo que el poder concede a quienes lo poseen una inmortalidad de hecho, sujeta solamente a accidentes imprevistos. Calculo que, tras tantos años, con la cantidad nueva de gente que debe haber ido apareciendo, su hermandad tendría que estar un tanto repleta. ¿Cómo han mantenido controlada la explosión demográfica? Supongo que empleando la máxima del dispara primero y pregunta después, fundamentalmente, pero no excluyo que algunos de los recién llegados tienen que haberles interesado hasta el punto de reclutarlos, de modo que su grupo debe haber ido aumentando a un cierto ritmo. ¿Qué han hecho entonces para mantener el número de socios y evitar los problemas de las asociaciones demasiado numerosas? ¿Revisar las antiguas listas de personal e ir señalando los miembros que ya les eran inútiles? ¿Librarse de los elementos que les inspiraban menos confianza? ¿O simplemente ir eliminando a los miembros potencialmente peligrosos a medida que eran detectados? Ustedes mismos han dicho que son estrictos. Sí, estoy segura de que lo son.

Se produjo un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en Isabelle. David pensó que hasta entonces no se le había ocurrido pensar en aquello, pero que era lógico.

—¿Quiénes de los que están aquí tienen la vida sentenciada para dentro del próximo año? —terminó Isabelle, remachando el clavo.

David pensó que era el momento de volver el agua a sus cauces.

—Vamos a mi caso en particular —dijo—. Yo no quiero unirme a ustedes, pero parece que no tengo otra alternativa, ¿verdad? ¿Qué me ofrecen?

—Entrar a formar parte de nuestra hermandad. Creo que es suficiente.

—¿Y qué me piden a cambio?

—Que se atenga absolutamente a nuestras reglas.

—¿Cuáles son esas reglas?

—Oh, hay muchas, pero todas pueden resumirse en una: jamás hacer uso del poder (a partir de un cierto nivel, por supuesto) sin el consentimiento de los demás. Es decir, no actuar nunca por su cuenta.

—Entiendo. —David intentó ver hasta qué punto ocultaban algo aquellas palabras—. Pero puedo prometer esto, y mucho más, y luego no cumplirlo. ¿Qué garantías tienen de que cualquier nuevo miembro se atendrá a lo prometido?

—La nuestra es realmente una hermandad. Cuando nuevo miembro es aceptado en ella, se pone en manos de todos los demás. Sin reservas.

—¿Está dispuesto a aceptar esto, hermano? —era de nuevo el más anciano.

—Todavía no confío lo suficiente en su sinceridad —admitió David—. Me han dado demasiadas pruebas de falsedad en sus actuaciones.

El hombre suspiró.

—Entonces lo sentimos. Por usted, principalmente. Aunque por nosotros también. Su caso no dejaba de ser interesante.

Había un tono ominoso en sus palabras. David miró al hombre, luego miró al portavoz. Ambos tenían los ojos clavados en él. Observó que todos los demás también. Sintió un extraño escalofrío.

En aquel momento Isabelle gritó con voz agudamente excitada:

—¡David, es una trampa!

Y el mundo estalló a su alrededor.

———

Apenas tuvo tiempo de lanzar su mano adelante y sujetar la de la muchacha. Se vio envuelto en llamas. Gritó. Sintió que sus ropas ardían. Su pelo también. Pero algo en su interior le decía que todo aquello tenía que ser subjetivo. En ningún momento había relajado su poder. No podían haberle alcanzado. ¿O sí?

Algo en su interior le dijo que la suma de muchos poderes individuales hace un poder enormemente mayor. ¿Era para eso que lo habían atraído allí? ¿Para tenerlo al alcance de su fuego concentrado? ¿O habían conseguido debilitar de alguna forma su poder? Pero había anulado fácilmente su estúpida pantalla protectora. Que tal vez hubieran puesto como un señuelo para confiarlo.

Pero ahora no era momento de consideraciones teóricas. Su poder estaba actuando ya de forma automática... una característica que tendría que investigar... cuando tuviera un momento. De pronto, el fuego fue sustituido por el hielo. Se vio sumergido en una suave luminosidad azul, de una cualidad casi líquida. Al principio fue un alivio. Luego empezó a tiritar.

Sus ropas no se habían quemado, su pelo tampoco. Seguía aferrando firmemente la mano de Isabelle.

Intentó hablar. Moduló las palabras, pero ningún sonido brotó de su boca. ¿Había sido él quien había causado aquella inmersión en hielo, como una reacción automática al fuego que lo consumía? ¿O era un nuevo ataque de ellos?

Fuera como fuese, tenían que salir de allí.

Se concentró en ello. Sentía los miembros entumecidos; no podía esperar mucho tiempo. Sus oídos captaron como un crepitar de cristales rotos, un sonido parecido al que se produce cuando arrojas unos cubitos de hielo en una bebida demasiado caliente. El azul a su alrededor se oscureció.

Debían salir de allí. Pero le tenía miedo a la profunda oscuridad negra que había conocido ya una vez. No quería volver allá.

La temperatura a su alrededor aumentó. Había como un brillo rojizo allá a lo lejos, como si fuera un sol lejano, pero no se divisaba ningún disco, solo una luminosidad difusa que se esparcía por todo el lejano horizonte. Estaban tendidos en una superficie carmesí oscuro, lisa, casi elástica. Se dio cuenta de que respiraba dificultosamente.

—¿Te encuentras bien, Isabelle?

Su voz tenía una extraña resonancia blanda. Miró a la muchacha, tendida a su lado. Isabelle asintió con la cabeza, jadeante. Tenía el rostro desencajado.

—Ha sido horrible —murmuró—. Me di cuenta, vi... no sé, algo que me puso los pelos de punta. Por eso te grité. Y luego todo estalló en llamas.

David asintió. Tenía la garganta seca.

—Eso nos salvó. Aunque me di cuenta cuando ya casi era demasiado tarde.

Isabelle miró a su alrededor.

—¿Dónde estamos ahora? ¿Qué es esto? ¿Otro de sus escenarios diabólicos?

—No lo creo. Juraría que es esto obra mía. No me preguntes cómo lo he hecho ni qué es. Estaba tan descontrolado que supongo que actué por puro instinto. Tal vez sea ese limbo particular del que hablan, la materialización de algo que siempre he llevado en mi subconsciente: un lugar amorfo, yermo, solitario y seguro donde retirarme. ¿Sabes?, el rojo siempre ha sido mi color preferido.

Tras la tensión de los últimos momentos sentía en todo su cuerpo una extraña lasitud. Isabelle no pudo evitar una sonrisa.

—¿Crees que estamos fuera de su alcance?

—Me gustaría saberlo. Pero de todos modos no estamos peor que en aquel anfiteatro. Lo único que necesitamos ahora es saber como volver a casa.

Miró atentamente el suelo, como si buscara algo. Al cabo de unos breves instantes se formó en la elástica blandura una pequeña protuberancia y de su punta emergió un chorrito de agua. El agua se deslizó serpenteante por la superficie y se alejó.

David hizo un gesto con la mano.

—¿Desea beber un poco, señorita?

Isabelle bebió. David la imitó. El agua tenía un ligero sabor áspero. Bien, uno no podía hacerlo todo perfecto.

Miraron a su alrededor, como buscando algo, no sabían el qué. Todo parecía tranquilo y desierto. El cielo (si realmente era un cielo) era un poco más luminoso ahora, más claro en el horizonte, completamente plano. El suelo también parecía haber adquirido un tono carmesí más vivo, distinto del color sangre oscuro que había tenido al principio.

—El lugar es muy agradable para un picnic, pero nos dejamos la cesta de la comida en casa. ¿Volvemos?

Isabelle asintió.

—Sí, creo que sí. Si podemos, claro.

—No lo dudes.

David era el primero en dudarlo. Podían intentarlo, por supuesto, pero no le atraía en absoluto la posibilidad de aparecer de nuevo en aquel anfiteatro. Tampoco le hacía mucha gracia volver a la oficina de Bernstentein. Pensó: un lugar seguro, no importa donde ni cual. Cerró fuertemente los ojos, como si aquello pudiera ayudarle en su concentración. Sujetó fuertemente la mano de Isabelle.

La muchacha lanzó una exclamación de sorpresa.

David abrió los ojos y miró. El apartamento de Isabelle, en el boulevard Saint Michel, le devolvió la mirada.

Es lógico, pensó. Allí era donde había conocido realmente por primera vez a Isabelle, y en las profundidades de su mente el lugar estaba asociado a paz, tranquilidad, relajación. A nivel inconsciente, era el sitio ideal donde ir.

Todo estaba tranquilo en el apartamento. Las luces se habían encendido automáticamente ante su presencia, aunque no habían entrado por la puerta. La suave música de la cadena de alta fidelidad empezó a difundirse en el aire.

Se volvió a Isabelle.

—Bien, creo que...

El infierno se desató a su alrededor.

La muchacha chilló. David se volvió en redondo, contemplando desorbitado como todo el apartamento entraba en una erupción ígnea. No se trataba de un incendio: un mueble, unas cortinas, un tapizado, prendiéndose y transmitiendo las llamas a otros elementos hasta formar un fuego de grandes proporciones. Todo el apartamento entró simultáneamente en ignición: muebles, cortinas, tapizados, paredes, cuadros, suelo... con una brusquedad tan asombrosa como imposible.

Y este fuego era real.

El grito de Isabelle resonaba aún en los oídos cuando actuó. El espantoso calor estaba empezando a sofocar sus sentidos; sintió un vahído, intentó sobreponerse, las cosas empezaron a girar a su alrededor, se dio cuenta de que mantenía todavía la mano de Isabelle fuertemente aferrada y aquello le alivió, pues en el shock no había pensado siquiera en mantener el contacto, el calor recedió pero no hubo hielo esta vez, el frescor fue como un bálsamo, y se encontraron de nuevo de pie en un recinto cerrado, esta vez en penumbras, con solo rendijas de luz atravesando las cerradas ventanas que daban a la calle.

Reconoció el lugar: el salón de la casa de Roissy. Otro lugar de refugio para su mente inconsciente. Quizá allí...

La oscuridad se iluminó con repentinas llamas a su alrededor, el salón se convirtió en un infierno de fundentes muebles, crepitantes alfombras, paredes que parecían querer desmoronarse, ígneas, sobre él.

—Oh, ya basta —gimió en voz alta. Sus palabras se perdieron en el repentino rugir que brotaba en torno suyo.

Esta vez no se trataba tampoco de una ilusión: el fuego era real. El peculiar olor a quemado que se desprendía de sus ropas, del vello chamuscado del dorso de sus manos, era inconfundible. Tenían que huir inmediatamente de allí si no querían morir abrasados.

Pero no se puede huir eternamente, dijo con determinación algo dentro de él.

Así que fue de nuevo el vahído, el vértigo, la sensación de permanecer unos instantes suspendidos al borde de la nada, con la mano de Isabelle aún firmemente sujeta en la suya, un leve atisbo de rojo y carmesí y blandura y lisor que se esfumó rápidamente, y allí estaban de nuevo. En el anfiteatro.

David parpadeó.

———

Estaban todos, casi en las mismas posiciones en que los habían dejado. Quizá no hubieran transcurrido ni un segundo desde que huyeran de aquel lugar, aunque podían haber pasado horas. Pero, de alguna forma, el tiempo parecía haberse inmovilizado en aquel lugar, como a la expectativa, aguardando su regreso. Todavía resonaban las últimas palabras del viejo, antes del grito de Isabelle:

—Entonces lo sentimos. Por usted, principalmente. Aunque por nosotros también.

Parecía como si el portavoz quisiera decir también algo. Antes, el estallido de las llamas ficticias y una reacción automática de huida ante ellas las había cortado en seco. Ahora...

Ahora la situación era muy distinta. El olor a humo que impregnaba sus ropas era real. El vello chamuscado de sus manos también. La ardiente suela de sus zapatos irradiaba aún hacia sus pies el calor que había absorbido de los suelos incandescentes del Boul. St. Mich y de Roissy. Todo aquello había sido real, la intención clara.

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