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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (25 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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David no dudó. Los miembros reunidos de la hermandad seguían contemplándole fijamente, como cuando el primer fuego ficticio lo había lanzado en una instintiva autodefensa a su limbo particular. Ahora, por una fracción de segundo, aquellos ojos se desorbitaron y reflejaron un indecible terror, el terror que solo puede nacer del conocimiento real e ineludible de lo que va a venir a continuación. Fue un instante pasajero, cortado cuando veinte antorchas brotaron entre las hileras semicirculares de asientos.

Hubo un grito unánime, que ahogó el grito de sorpresa y pánico de Isabelle. Pero David seguía sujetando fuertemente su mano, y apretó más fuerte aún, transmitiéndole confianza. Sus ojos estaban fijamente clavados en la veintena de repentinas antorchas humanas, y en ellos brillaba la ira, el odio y la determinación. Más tarde dudaría de si aquella había sido una decisión consciente o un mero arrebato de su mente inconsciente ansiosa de aplicar la ley del talión. De todos modos, la diferencia no era mucha. Se sentía demasiado furioso por todo lo ocurrido como para que sus sentimientos conscientes se apartaran mucho de los inconscientes. Nada más lógico, justo y normal que el de los autores de lo que les había ocurrido pagaran con su misma moneda. Mientras contemplaba la veintena de antorchas humanas retorcerse y gritar y derrumbarse y consumirse, sintió una satisfacción que más tarde le produciría estremecimientos. Pero se mantuvo firme, contemplando su justicia vengadora, mientras a su lado Isabelle se debatía e intentaba liberarse de la mano que la sujetaba, y luego abandonaba sus intentos y contemplaba con ojos alucinados el espantoso espectáculo que se desarrollaba ante ella.

No tardaron mucho en arder y consumirse, como si fueran leños secos. El anciano de la esquina fue el último en convertirse en humeantes pavesas, como si fuera el que más se hubiera resistido a la incineración. Y luego hubo un instante de silencio antes de que el tapizado de los asientos empezara a crepitar, alcanzado por el fuego transmitido por los cuerpos que ya no desprendían llamas pero seguían ardiendo, presagiando un incendio que iba a generalizarse por toda la gran habitación.

A David no le importaba. Aquél podía ser un lugar ilusorio o real, pero merecía ser destruido hasta sus cimientos. Y lo sería.

Contempló con hosca satisfacción como el fuego iba prendiendo en los asientos y generalizándose. Isabelle seguía a su lado, inmóvil, como alucinada, mirando sin ver el anfiteatro ante ella. Las llamas iban haciéndose cada vez más altas a medida que se extendían.

—Esto ya ha terminado —dijo de pronto David. Su voz era dura—. Ya podemos irnos.

No hizo ningún esfuerzo especial, no al menos de forma consciente. Su poder parecía estar funcionando cada vez de forma más automática según sus deseos. La imagen del anfiteatro osciló, pareció doblarse sobre sí mismo como el dibujo de un papel que se arruga y se oscurece ante la proximidad de una llama. Hubo una breve pausa ingrávida, y luego hombre y mujer se hallaron de pie sobre la mullida superficie carmesí, bajo el cielo rojo naranja que no era un cielo exactamente, con el pequeño chorro de agua brotando a su lado como un inverosímil manantial sin cauce, cuya agua se esparcía sin rumbo ni velocidad por la completamente plana superficie, formando someros charcos que resplandecían como manchas de sangre fresca en medio de una gran extensión de sangre coagulada.

—Aquí estarás segura —dijo David, sabiéndolo ahora con certeza, aunque no pudiera racionalizar el porqué—. Todavía tengo algo que hacer. Vuelvo en un momento.

Desapareció antes de que Isabelle pudiera abrir la boca para decir algo. La muchacha miró a su alrededor, y de pronto se sintió absolutamente sola y desamparada en aquel extraño lugar inhóspito y lúgubre del que no sabía como escapar. Pensó que tal vez David no regresará nunca, que podían estarle esperando allá donde iba y terminar definitivamente con él. El pensamiento le produjo una angustia insoportable, que no pudo apartar de sí. Sintió deseos de llorar, gritar, golpear aquel blando suelo elástico que no respondía a ninguna creación de la naturaleza. No hizo nada de aquello. Se sentó junto al manantial, en un lugar desprovisto de charcos, apretó las rodillas contra su barbilla, sujetándolas entre sus brazos, y aguardó, notando como sus dientes castañeteaban.

No tuvo que aguardar mucho. David reapareció unos pocos momentos más tarde, aunque la ausencia de toda forma de medir el tiempo en aquel lugar y su propia angustia le dieron la impresión de que había transcurrido media eternidad. Estaba enormemente pálido, pero la línea de su mandíbula reflejaba una decisión como nunca hasta entonces había visto en él. Se sentó a su lado.

—Ya está todo hecho —dijo, con una voz que era apenas un susurro. Se echó hacia atrás, se tendió en el elástico suelo—. Necesito dormir —murmuró. Cerró los ojos.

Isabelle no dijo nada. Contempló el cuerpo del hombre tendido a su lado, mirándole con una mezcla de ternura y horror. Aguardó.

David tardó mucho tiempo en volver a abrir los ojos. Su cuerpo se agitaba ocasionalmente, como sacudido por demonios interiores. De tanto en tanto gritaba. Sus gritos eran gritos de angustia.

13

Estaban tumbados en la amplia terraza de la casa, contemplando el mar. David se sentía henchido por una paz interior que muy pocas veces había experimentado y que llenaba toda su alma de sosiego. Por fin había acabado la pesadilla. Aunque Isabelle, a su lado, no pareciera haberse repuesto aún enteramente de ella.

Habían transcurrido quince días desde la reunión en la oficina de Bernstentein y luego el anfiteatro y todos los hechos subsiguientes. David había permanecido interminables horas tendido en el elástico suelo carmesí, con los ojos cerrados, no dormido ni inconsciente pero tampoco completamente consciente, intentando recuperarse del shock de lo que había hecho, luchando por reajustar su yo interno y someterlo al control entero de su voluntad.

Lo ocurrido en el anfiteatro le gritaba sin lugar a dudas que el poder, a veces, podía manifestarse por sí mismo, sin intervención de la voluntad. Éste era un rasgo que había que dominar. La ejecución de los veinte miembros de la hermandad había sido una acción puramente instintiva, brotada de un deseo visceral de venganza. No había apelado a una desaparición pura y simple, había exigido el acto material de la venganza física: ojo por ojo. Todavía resonaban en su cabeza los ecos de los gritos de los hombres y mujeres convertidos en antorchas vivientes, aún veía sus cuerpos retorcerse y encogerse y hacerse pequeños y derrumbarse sobre sus sillas, iniciando un fuego que terminaría destruyendo todo el anfiteatro. Todo aquello había sido un acto instintivo de su poder.

Pero no había sido instintiva su siguiente acción, cuando, deliberada y conscientemente, había dejado a Isabelle en aquel limbo naranja, rojo y carmesí donde sabía que estaría segura, y había vuelto al mundo de la realidad para terminar su obra. Había necesitado una profunda concentración, pero no demasiado tiempo. Su objetivo era lo suficientemente preciso como para que no comportase problemas. Cuando hizo la verificación para asegurarse de que realmente se había cumplido lo deseado, la compañía IVAC había desaparecido de un plumazo de todo el mundo, sus registros legales tan eliminados como si no hubiera existido nunca, su personal esparcido en otras compañías o también desaparecido, no importaba. Las oficinas del sexto piso del edificio en Ginebra estaban ocupadas ahora por una compañía de seguros que llevaba quince años allí, las de París por alquilar después de que la empresa de importaciones que la ocupaba se hubiera trasladado a otras dependencias más grandes, las de Nueva York ocupadas por un departamento gubernamental de educación, y así todas las demás. Las huellas de la IVAC y lo que representaba en el mundo habían desaparecido por completo.

David ignoraba la extensión de las ramificaciones de la hermandad (se había acostumbrado ya a personalizarla con este nombre abandonando la designación más genérica y ambigua de ellos, ahora que sabía —o al menos eso creía— quienes eran), pero suponía, basándose en la lógica, que una vez descabezada, eliminado su consejo rector, el peligro que representaba era despreciable. Por supuesto, los miembros de la hermandad con poderes inferiores que debían pulular por todo el mundo se habrían encontrado de pronto desconcertadamente perdidos. Al contrario del resto del mundo, ellos no olvidarían la existencia de la IVAC, y aunque no supieran lo ocurrido a su consejo rector (si su final no les había sido transmitido de alguna forma) y a sus múltiples oficinas, se preguntarían que extrañas fuerzas habían actuado para forzar un cambio tan bruscos y radical en la realidad que a ellos atañía. Bien, aquello era un problema a tener en cuenta. David no dudaba de que, entre los poseedores del poder supervivientes esparcidos por todo el mundo, no tardarían en producirse intentos de contacto —si no existían ya— para crear un sustituto al IVAC y restablecer la hermandad. Bueno, tendría que ocuparse de aquello a su debido tiempo. Había que impedir que la hermandad renaciera de las cenizas, o al menos canalizarla si lo hacía.

Aquel pensamiento le había sumido en profundas meditaciones en los días siguientes a la ejecución (buscaba otra palabra que hiriera menos en su interior, sin encontrarla) de las cabezas visibles de la hermandad. ¿No estaba pretendiendo él, ahora que no existía oposición, convertirse en el dictador de una nueva hermandad sustituta? ¿No quería que todos los poseedores del poder en el mundo se doblegaran a su voluntad, del mismo modo que había hecho indudablemente el anterior consejo? ¿Qué pretendía exactamente, cambiar un amo por otro?

No había dormido mucho en aquellos quince días transcurridos. El insomnio es una de las principales secuelas de las grandes preocupaciones. Sobre todo porque, en la oscuridad y la inmovilidad, la mente da rienda suelta a los pensamientos que ha refrenado durante el día.

Cuando, en el suelo elástico y carmesí de su limbo particular, se sintió con fuerzas suficientes para enfrentarse de nuevo con la realidad y abrió otra vez los ojos, Isabelle seguía aguardándole pacientemente, sentada a su lado junto al absurdo chorrito de agua del pequeño manantial, inquieta por él pero incapaz de hacer algo para sacarle de su sopor. Intentó sonreírle, pero su sonrisa fue lastimosa. Agitó la cabeza. Lo único que se sintió capaz de decir fue:

—Lo siento.

Ella atrajo su cabeza hacia su pecho y lo abrazó fuertemente, y así permanecieron largo rato, en silencio, pero transmitiéndose todas las cosas que no podían decirse con palabras.

Luego volvieron al mundo de los vivos. El segundo y el tercer fuego habían sido efectivamente reales. El apartamento del boulevard Saint Michell y la casa de Roissy habían ardido completamente. La policía no se explicaba el hecho, puesto que el fuego no se había iniciado en un lugar concreto y luego se había extendido al resto de la vivienda, sino que toda la vivienda había empezado a arder simultáneamente, como si tuviera una batería de quemadores bajo el suelo. El edificio del Boul. St. Mitch. Había ardido casi por completo, afectando a otros diecisiete apartamentos. La casa de Roissy, aislada de las demás por su jardincillo, había ardido en solitario hasta convertirse en pavesas. Como los veinte miembros del consejo, pensó David. Había sido una justicia ecuánime, dijo para convencerse a sí mismo.

Lo que más desconcertaba a la policía era el hecho de que ambas viviendas, que habían ardido con escasos minutos de diferencia, estuvieran a nombre de una misma persona, Isabelle Dorléac, que había desaparecido y no había podido ser hallada por parte alguna. No, los restos de su cuerpo no habían aparecido entre los escombros. Se suponía algún tipo de venganza, la acción de una mafia local.

—¿Qué hacemos ahora? —había preguntado Isabelle al saber las noticias. No parecía angustiada; solamente desconcertada.

—No lo sé —dijo sinceramente David.

Habían deambulado por París durante todo el día, y por la noche habían tomado una habitación en un hotel del centro. David se había registrado como Monsieur et Madame Dupont, y el recepcionista no había puesto ninguna objeción, como era de esperar. En la cama, David se había dormido casi inmediatamente, para despertarse a media noche atormentado por una alucinación, gimiendo y temblando ante veinte hogueras que le rodeaban y avanzaban hacia él como si quisieran englobarle y transmitirle su fuego. Isabelle le abrazó fuertemente e intentó calmarle, y consiguió que al final se durmiera de nuevo. Pero no dejó de agitarse y murmurar durante todo el resto de la noche.

Al día siguiente decidieron abandonar París. Ya no había nada allí que retuviera a Isabelle, excepto la caja de seguridad en el Crédit Lyonnais, y era una imprudencia intentar ir a buscar su contenido. Cosa que, dijo David, podía hacer él en cualquier momento utilizando su poder.

Un poder que, se daba cuenta, dominaba cada vez más y con mayor facilidad. Aquello le daba nuevos alientos pero también le asustaba. Habían decidido ir a España, y aunque podía hacer que se trasladaran en un abrir y cerrar de ojos a cualquier lugar de la península, eligió efectuar el viaje en un medio tan lento y anacrónico como el tren. Aquello le daba la sensación de que pese a todo seguía siendo todavía una persona normal. Isabelle no puso ninguna objeción. En el compartimiento, reservado para ellos solos, leyeron periódicos y revistas y pensaron; hablaron muy poco. En la frontera nadie puso impedimento a sus pasaportes que los identificaban como el de señor y señora Rodríguez, unos pasaportes completamente legales por otra parte: David se había ocupado de ello. No había querido utilizar su auténtico nombre por miedo de que, en París, la policía hubiera relacionado de algún modo su nombre con el de Isabelle, aunque fuera a través de un lazo tan tenue como el botones del hotel Imperial Concorde que había traído su equipaje a Roissy. Por ese mismo motivo, David no sentía deseos tampoco de regresar a su casa en Madrid. Además, no quería reanudar los contactos con su pasado. Tenía la impresión de que lo mejor que podían hacer era intentar emprender una nueva vida.

Bajaron del tren en Gerona, y David alquiló un aerocoche. En Figueras retiró todo el dinero que tenía a su nombre en Madrid y lo cobró en efectivo, borrando después cuidadosamente, con su poder, toda huella de la transacción. Siguieron camino hacia Tossa de Mar, donde David había pasado algunos veranos felices en su infancia. Allí abrió una cuenta a nombre de David e Isabelle Rodríguez en un banco de la localidad, donde ingresó todo el dinero que había retirado en Figueras, y se dirigió a una agencia inmobiliaria. Aquel mismo día había alquilado una casa entre Tossa y Sant Feliu, un precioso chalet en la parte superior de un acantilado que dominaba una pequeña calita aislada a la que se podía acceder por una escalera tallada en la roca, cuatrocientos peldaños. El dueño de la casa había querido instalar un ascensor, les dijo el agente de la propiedad, pero el precio de la instalación resultaba prohibitivo. David dijo que no importaba: el ejercicio sirve para despejar la mente. Y eso era lo que más necesitaba.

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