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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (23 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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—Yo también debo velar por la mía. No confío en ustedes.

La sonrisa de Bernstentein se hizo beatífica.

—Por supuesto, lo comprendo. Pero no le puedo hacer nada. Tendrá que confiar en nosotros. Lo único que puedo hacer es garantizarle que nadie intentará nada contra usted, siempre por supuesto que no vean su vida amenazada. Pero, claro, se trata solo de mi palabra. No puedo ofrecerle nada más.

David dudó. Miró de reojo a Isabelle. La muchacha permanecía atenta, con el ceño ligeramente fruncido, examinando a Bernstentein como si quisiera taladrarlo hasta lo más profundo de su alma.

—Está bien —dijo—. ¿Cómo iremos hasta allí? Bernstentein se levantó de su asiento. —Simplemente sígame. Mejor dicho, déjese llevar.

El fruncimiento del ceño de David se hizo más profundo. Pero luego pensó lo que habían hablado él e Isabelle con respecto al halo de protección que le confería su poder. Aquel trayecto no sería más peligroso que el vuelo en avión, pensó, si estaba atento y precavido. Esperaba al menos.

Se levantó y tendió la mano a Isabelle.

—Vamos.

Bernstentein se detuvo en seco.

—Espere. La entrevista es con usted solo. La señorita debe esperar aquí.

David notó que su irritación iba en aumento.

—No pienso separarme de ella en ningún momento. Viene con nosotros o no va nadie.

—Pero su poder...

—Al diablo su poder. Escuche, si quieren hacer negocios conmigo van a tener que hacerlos con ella también. Métase esto en la cabeza. Si no les gusta, dígalo ahora y nos marchamos.

Bernstentein dudó. ¿Estaba consultando con alguien? Permaneció unos momentos inmóvil, como escuchando. Finalmente asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo—. Pero esto va a complicar las cosas.

David se permitió una sonrisa.

—No creo que las complique más de lo que están ya.

———

Se dejó llevar, no sin ciertos recelos y una tensión interior que supuso que hizo el viaje un tanto fluctuante. Al menos, parecieron derivar un poco antes de aparecer al otro lado, fuera donde fuese. Pero Bernstentein no dijo nada, y David se abstuvo también de hacer ningún comentario.

Fue una sensación extraña aquel viaje. David nunca había utilizado el poder para trasladarse conscientemente de sitio (en su primera «traslación» —se estremeció ligeramente al recordarlo— había sido la Tierra la que se había movido, y no sabía lo que había ocurrido exactamente cuando regresaron al apartamento de Isabelle desde la pesadilla) hasta el día anterior, cuando viajó a varias ciudades para comprobar la situación de la compañía IVAC en ellas. Aquellas traslaciones habían resultado de lo más anodino: un ligero cosquilleo en la espina dorsal, algo así como un parpadeo, y allí estaba, en el nuevo lugar deseado. La cualidad automática del poder, y eso no dejó de sorprenderle, se revelaba en el hecho de que siempre había aparecido en las inmediaciones del lugar donde estaba situada la IVAC en aquella ciudad, pese a que desconocía completamente su ubicación. También era revelador, aunque ya no tan sorprendente, el hecho de que apareciera de repente en medio de una calle, a veces muy transitada, sin que nadie prestara la menor atención al hombre que, de repente, se materializaba de la nada delante de sus narices. El caso más espectacular había sido en Estocolmo, donde aparecieron en medio de la Storget, cortándole el paso a una decidida y gruesa matrona nórdica, rubia y alta y cuadrada como si todas las suecas tras cumplir los cuarenta años. La mujer, incapaz de frenar su impulso, chocó contra él; lo miró unos momentos, se ajustó maquinalmente la chaqueta del traje, pronunció por lo bajo algo que muy bien podía ser una disculpa, y siguió tranquilamente su camino.

Ahora, en cambio, fue diferente. Transcurrieron algunos segundos, quizá cinco o seis, antes de que aparecieran al otro lado. David se vio envuelto por una especie de neblina gris, con volutas más oscuras girando perezosamente a su alrededor, y sin ninguna sensación de movimiento. Aquello le hizo temer por unos instantes que Bernstentein les hubiera engañado de nuevo y les hubiera lanzado a algún limbo particular con la esperanza de abandonarles allí; una estupidez, pensó, pues había demostrado ya en una ocasión que sabía volver a casa, le llevaran donde le llevaran. Por unos instantes pensó en actuar y regresar inmediatamente al punto de partida, pero Bernstentein merecía un cierto margen de confianza. Aguardó, sin soltar ni por un instante la mano de Isabelle.

De pronto, el grisor se esfumó de su alrededor. Estaban en una amplia sala, una especie de anfiteatro. Había como un estrado, no muy alto, con una mesa larga y media docena de sillas detrás. Ante él, formando un amplio semicírculo, un par de docenas de hileras de asientos, amplios y mullidos, con un brazo abatible donde apoyar papeles y escribir. Se trataba, evidentemente, de una sala de conferencias.

En ella había una veintena de personas.

David las examinó atentamente. Había hombres y mujeres, aunque los primeros superaban a las segundas en la proporción de dos tercios a uno. Su edad oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años, aunque había un par o tres que parecían más jóvenes y uno, en una esquina, en la última fila, algo separado de los demás, indudablemente mucho más viejo. Ningún rasgo los distinguía particularmente. Ni sus ropas, elegantes pero clásicas y discretas, ni sus rostros, más o menos agraciados por la naturaleza pero sin caer en ningún caso en la belleza o la fealdad extremas, ni sus actitudes. No había ninguna aureola que los rodeara, distinguiéndolos del resto de los mortales. No al menos de forma visible. David lanzó una discreta sonda de su poder. Ante el estrado había una especie de barrera, invisible e impenetrable, que los aislaba de los demás.

Bernstentein estaba junto a él, al otro lado de Isabelle, que seguía sujetando fuertemente su mano.

Avanzó unos pasos hacia la concurrencia.

—Bien, éste es David Cobos. Todos, más o menos, ya lo conocéis. Quiere formar parte de nuestro grupo. En vuestras manos está decidirlo.

Siguió avanzando, y atravesó sin dificultad la barrera que David había detectado. Fue a sentarse en la primera fila, a un lado, dando a entender así que David iba a tener que enfrentarse a solas con el consejo.

—¿Qué hace aquí la mujer?—preguntó uno de los reunidos, un hombre de unos cincuenta años, alto, delgado y cetrino, vestido con un traje de sarga que lo hacía parecer más delgado todavía.

Su pregunta iba dirigida a Bernstentein, pero David decidió que ya era hora de intervenir. Avanzó unos pasos, hasta que su poder le indicó que estaba a unos pocos centímetros de la barrera.

—La mujer viene conmigo —dijo con voz fuerte—. ¿Tiene alguien algo que oponer?

Hubo un largo silencio. Luego, una mujer del fondo dijo:

—Lo miserable de su poder no la hace apta para estar aquí. No debía haber sido traída.

David sintió que la furia hervía en su interior. Miró fijamente a la mujer que había hablado. De pronto notó como si en la barrera que lo separaba de los demás se produjera un orificio que se iba agrandando, como cuando alguien quema una hoja de papel con la punta de un cigarrillo. Tuvo la idea de que él era el causante de aquel agujero, aunque no sabía cómo. Pero su furia se vertió por allí. La mujer pareció recibir un tremendo golpe que la envió hacia atrás, haciéndola rodar por encima de tres hileras de sillas. Quedó allá tendida, a todas luces inconsciente.

David miró a los demás.

—Mi poder suple todo el que pueda faltarle a ella. ¿Tiene alguien más algo que decir?

Hubo un ligero murmullo sostenido. Varias miradas se clavaron acusadoras en Bernstentein. Éste se agitó inquieto en su asiento.

—Pedí vuestra autorización —murmuró agriamente—. Me la disteis. No me culpéis ahora.

—Hablemos de asuntos importantes —interrumpió David—. Hasta ayer desconocía la existencia de esta... hermandad. Ignoro todavía cual es su finalidad en el mundo. Se me ha hablado que debo unirme a ella o... perecer. Ninguna de las dos cosas me satisface, por el momento. Pero puedo cambiar de opinión. Necesita saber más.

Observó que la pantalla invisible que lo separaba de los demás había sido rápida y cuidadosamente restablecida. Pensó que le costaría muy poco volver a abrir un agujero en ella, pero no lo hizo. Todavía no.

Uno de los hombres de la primera fila se puso en pie. Era de una edad indefinible, entre los cuarenta y los sesenta: pelo canoso, mirada penetrante, gafas de montura dorada (no las necesita, dijo una vocecilla dentro de David: los cristales no tenían ninguna dioptría), manos pausadas pero enérgicas. En el mundo de los negocios debía estar calificado como un ejecutivo de éxito.

—Nuestra misión es salvaguardar el mundo tal como es —dijo—. Impedir que gente como usted pueda alterarlo inconsciente o arbitrariamente más allá de limites reconocibles o permisibles.

Otro hombre, dos filas más atrás, se puso también en pie. Su rasgo más sobresaliente era su rostro de halcón.

—Lo que hizo desplazando cien parsecs la Tierra y todo el sistema solar fue algo estúpido como gratuito. —Miró de pronto a la mujer que había recibido el golpe de David, aún tendida entre las sillas, inconsciente, y tragó saliva. Se sentó con más brusquedad de lo normal.

—Todo lo que haya hecho hasta ahora ha sido fruto de la inexperiencia —hizo notar David—. Hace muy pocos meses que descubrí que tenía eso que ustedes llaman el poder. Ustedes mismos dicen que es necesario educarlo; yo todavía no he tenido oportunidad ni maestros. No pueden culparme por lo que haya hecho.

Hizo una breve pausa, miró a los hombres y mujeres reunidos ante él.

—Pero ustedes sí eran conscientes de lo que hacían cuando intentaron matarme en dos ocasiones, la segunda vez con reiteración. Fue una acción premeditada, y por ello doblemente condenable. ¿Qué tienen que decir al respecto?

El primero que había hablado seguía en pie. Parecía haberse erigido en el portavoz del grupo. Quizá lo fuera realmente.

—Creo que Bernstentein ya le explicó los motivos que nos impulsaron a esas... lamentables acciones. Lo sentimos. Creemos que lo mejor ahora es olvidad todo lo sucedido e intentar empezar de nuevo.

—Muy bien —dijo David—. Empecemos de nuevo. Por lo que he comprendido hasta aquí, pretenden convertir esa... hermandad en un monopolio.

—¿Perdón? —el otro hombre frunció el ceño.

David creyó que aquel era el momento para un golpe de efecto. Esperaba conseguirlo.

—Miren, creo que estamos planteando mal esta reunión. Ignoro quien ha pensado en este decorado para nuestra entrevista, pero no han sabido elegir bien. Yo no soy un conferenciante, ni ustedes un auditorio. Una mesa redonda quizá hubiera sido más apropiada, aunque por supuesto con tanta gente hubiera tenido que ser demasiado grande. Pero este estrado es una estupidez. Creo que lo mejo que podemos hacer es eliminarlo.

Actuó rápidamente, antes de que nadie pudiera captar o prevenir sus intenciones. La pantalla divisoria chisporroteó brevemente, causando un centenar de diminutos destellos, y desapareció. Al momento siguiente David estaba sentado abajo, en una silla materializada de la nada frente a las hileras en semicírculo; Isabelle estaba a su lado en otra silla semejante.

—Bien, esto está mejor. Creo que ahora podremos hablar en mayor igualdad de condiciones.

Hubo un leve jadeo continuado de sorpresa que flotó por unos instantes como una losa sobre los reunidos. Luego, con un poderoso esfuerzo, se recuperó la compostura.

—De modo, señoras y caballeros, que sigamos con el problema que nos ocupa. Según yo lo entiendo, y si ves que digo algo inadecuado corrígeme, por favor, Isabelle —miró a la muchacha, dando a entender claramente a todos que ella estaba allí con él y que no podía prescindirse de su presencia—, el poder es algo que ha sido monopolizado aquí en la Tierra. Ustedes lo han monopolizado. Por supuesto, las razones que aducen son altruistas: hay que evitar que algún loco incontrolado destruya inadvertidamente el mundo. Yo diría mejor: destruya su mundo. En cierto modo, la política de ustedes es la misma que la de los dictadores: su poder es absoluto, no admiten oposición. Si esa oposición se presenta, se elimina y resuelto el asunto.

»Sinceramente, debo confesarles que comprendo su punto de vista. Quizá, en sus circunstancias, yo actuaría igual. De hecho, creo que también estoy actuando así. Lo malo es que nuestros puntos de vista no son convergentes.

El que parecía haberse erigido en portavoz del grupo tironeó nerviosamente de las puntas de su impecable chaqueta de ejecutivo.

—Señor Cobos, su... esto... demostración de fuerza ha sido una buena actuación, y confieso que nos ha impresionado. Pero solo por un momento. Su poder es interesante, pero no es más que fuegos de artificio. Carece de profundidad.

—Cierto. Admito que me falta educación. Pero hace solamente cuatro días que llegué a lo que podríamos llamar el fondo de mi poder, y todavía no he tenido tiempo de practicarlo ni de acostumbrarme a él. Aún estoy aprendiendo. Pero suelo aprender rápido: siempre he sido un alumno aventajado. Estoy seguro de que mejoraré.

»Miren, creo que la mejor relación que podemos establecer entre ustedes y yo es la sinceridad. Hasta ahora hemos estado contándonos maravillosos cuentos de hadas. ¿Por qué no somos realistas por una vez?

—Nuestra posición es clara.

—Cierto. La mía también. Ustedes forman un poder establecido. Lo podríamos llamar, y perdónenme la redundancia, el poder establecido del poder. Han construido un mundo a su imagen y semejanza, y no deseo darle implicaciones teológicas a la frase. No quieren que cambie. Supongo que les habrá costado muchos años de esfuerzos y trabajo conseguir que el mundo sea tal cual es. Admito su esfuerzo. Acepto que, en estas condiciones, no estén dispuestos a tolerar que nadie interfiera en su obra. Son unos dioses celosos. Unos pequeños dioses celosos.

Sonrió a su audiencia, que se agitaba inquieta en sus asientos. Cada vez se sentía más seguro de sí mismo. Se daba cuenta de que aquellos hombres y mujeres aún le tenían miedo, pese a todas las afirmaciones de Bernstentein. El temor de los demás es la seguridad de uno mismo.

—Y de pronto aparezco yo —prosiguió—. Un talento salvaje. Susceptible de echar por tierra ese hermoso mundo que se han creado, su mundo. Es probable que sientan temor hacia mí, al menos al principio, pero lo que les motiva a actuar en mi contra no es el miedo. Quieren preservar su obra. Por encima de todo. Y la mejor forma, la más definitiva, es eliminar al intruso.

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