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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (22 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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El camarero se les acercó. David miró interrogativo a Isabelle. Ésta se alzó de hombros. David pidió dos bistecs con patatas fritas y una botella de vino. El camarero se fue.

—David, estoy pensando en el aura descrita por mi padre. ¿Recuerdas? Esa especie de halo que al parecer nos envuelve a todos los que tenemos el poder, y que alcanza una distancia mayor o menor según sea nuestro... ¿cómo lo dijo Bernstentein?... coeficiente de poder. La mía alcanza a penas un metro; la de mi padre más. La tuya... bien, de momento lo ignoramos. Pero hay que suponer que existe, y que es mucho más poderosa que las nuestras.

»Esta aura forma como una capa de protección en torno a nosotros. Gracias a ella yo sigo recordando todo lo referente a mi padre aunque el resto del mundo lo haya olvidado completamente. Gracias a ella también no desapareció la nota que él me dejó advirtiéndome de tu llegada y de lo que le podía pasar, ni la llave de la caja de seguridad y en consecuencia los papeles que había allí. Y gracias a ella también, tu mismo lo dijiste, mientras yo permanezca dentro de la influencia de la tuya me hallo a salvo, mientras que mi padre y el doctor Payot, cuando se salieron de su radio, se hallaron a merced de... ellos —se resistía a llamarlos «la hermandad»—. Recuerda una de las hipótesis de mi padre: la fuerza de esta aura no reside solamente en su extensión, sino también en su intensidad. Ignoro si esto fue algo que simplemente supuso o bien hizo alguna prueba para confirmarlo. Pero tiene que ser cierto, puesto que mi padre desapareció a pocos cientos de metros de ti. Así que podemos suponer que no se trata de que tu aura alcance hasta más lejos que la mía, sino que es mucho más intensa.

—Muy bien, no te lo discuto. ¿Y?

—Déjame seguir las huellas de mi padre y teorizar un poco más allá de lo que él lo hizo. Esta aura tiene que constituir también una fuerza de protección. Supongo que impide que ellos puedan penetrar hasta ti. Esto implica el que no pueden eliminarte. Estoy convencida de que, si en el avión no han intentado nada contra nosotros, no ha sido porque no quisieran, sino simplemente porque no pudieron. Del mismo modo que Bernstentein no pudo impedir pese a que lo intentó que hicieras desaparecer su mesa y su silla.

El camarero trajo los dos bistecs —gruesos y saignants, como le gustaban a David— y un Côtes du Rhône. David jugueteó unos instantes con tenedor y cuchillo antes de dar el primer corte. Se dio cuenta de que, de pronto, tenía un hambre atroz.

—Es posible —murmuró, metiéndose el primer trozo de carne en la boca.

—Es seguro —dijo Isabelle—. Estoy convencida. Así como del hecho de que quien maneja toda la operación no es Bernstentein, que no es más que un peón dentro de la organización de ellos, aunque pertenezca al cacareado consejo. Ginebra tiene que ser una sucursal más de la IVAC (de ellos, de la hermandad), sin más relevancia que París, Atenas o Nueva Delhi. Supongo que mi padre se limitó a coger al vuelo y seguir las pistas que consiguió, fueran cuales fuesen, y estas le llevaron a Ginebra y a Bernstentein como hubieran podido llevarle a Lausana y al señor X y o a Moscú y al señor Y. Supongo que el buscaba hombres y no empresas, y por eso su atención estaba centrada en Bernstentein y no en la IVAC, y estoy segura también de que su visita a la delegación de París fue siguiendo la pista de Bernstentein y no de la empresa. Lástima que las cosas se precipitaran al final: no tuvo tiempo de completar su investigación. —Hizo una pausa significativa.

David alzó la vista de su plato. La mitad de su bistecs había desaparecido ya.

—¿No comes? —preguntó.

Isabelle sonrió.

—Supongo que el uso del poder consume energía. No me sorprende que tengas hambre. Pero yo no he utilizado el mío.

David enrojeció ligeramente. Dejó a un lado cuchillo y tenedor.

—Creo que tienes razón en lo que dices. Eso explica la actitud de Bernstentein y sus cambios a lo largo de la entrevista. Supongo que tiene que existir algún tipo de comunicación instantánea entre ellos, telepática o lo que sea, y a través de la cual Bernstentein ha estado en contacto permanente con los otros mientras hablaba con nosotros, y esto le ha permitido ir orientando la conversación según las circunstancias. Esto explica también sus aparentes contradicciones. Durante todo el tiempo ha estado representando un papel.

—Exacto. —Isabelle atrajo su plato hacia ella y tomó el tenedor y el cuchillo—. La carne tiene muy buen aspecto.

Aquellos giros en la conversación de la muchacha desconcertaban a David. Miró su plato.

—Sí. Realmente, está muy buena. —Volvió a coger los cubiertos.

Isabelle habló con un trozo de carne suspendido en el aire, pinchado en su tenedor.

—David, estoy convencida de que no es cierto que ellos hayan perdido su miedo hacia ti. Al contrario: creo que ahora te temen más que nunca. Porque han podido evaluar exactamente el alcance de tu poder.

David frunció el ceño.

—¿Y cuál es el alcance de mi poder?

Isabelle se llevó el trozo de carne a la boca.

—Me gustaría saberlo —dijo, pensativa—. Pero tiene que se muy grande para preocuparles de esta forma.

———

La gente ya casi había dejado de entrar y salir por la puerta del edificio de la IVAC. Era pasada la hora de cierre de las oficinas, y los que salían ahora eran los empleados de las distintas dependencias del inmueble. David vio salir a la recepcionista, luego a la secretaria de Bernstentein. Pero éste no salió.

Quizá se hubiera marchado directamente en su escoba voladora, pensó.

Tras el bistec había pedido un café bien cargado, y luego otro. Isabelle había seguido con su té, ahora ya frío.

—Temo lo que pueda ocurrir mañana —dijo la muchacha, contemplando pensativa el poso de su taza—. Puede que se trate de una trampa. No creo que tengan intención de admitirte en su... circulo.

David encontró exageradas las palabras de Isabelle. Pero había aprendido a confiar en la intuición de las mujeres.

—Es posible —admitió—. Pero no debemos preocuparnos por ello. Si mi poder es tan grande como parece, puedo vencerlos fácilmente. Incluso es probable que no se atrevan a intentar nada contra mí. Quizá solo quieran negociar.

—Esperemos que así sea. —Isabelle no sonaba demasiado convencida.

David miró su reloj. Eran ya las siete de la tarde. El viento había cesado, y el surtidor del lago volvía a lanzar su alto chorro hacia el aire, en un perenne e infructuoso intento de alcanzar la bóveda del cielo.

—Creo que será mejor que busquemos un hotel. Y tenemos que comprar algo de ropa y útiles de aseo personal antes de que cierren las tiendas. Nos hemos venido con lo puesto.

Isabelle asintió con la cabeza. Era curioso cómo las necesidades practicas de la vida se anteponían muchas veces a los problemas más trascendentales, pensó. Aunque en las novelas de aventuras no se prestara demasiada atención a esos detalles nimios, ¿podía el héroe de turno enfrentarse adecuadamente a los mil peligros que le acechaban si no había podido ducharse y afeitarse por la mañana? Sonrió ante aquel pensamiento.

—Siempre te queda el recurso de fabricar lo que necesites —dijo alegremente, sabiendo que a él, ignoraba por qué, le repugnaba utilizar el poder para aquellas nimiedades.

Pagaron y se fueron. Había un hotel a una manzana de distancia; reservaron una habitación. David se registró como «señor y señora Cobos». Isabelle no pudo evitar una ligera sonrisa divertida. Luego, en unos grandes almacenes, no muy lejos, compraron todo lo necesario: jabón, ropa, peines, cepillos de dientes. Regresaron al hotel y lo dejaron todo en la habitación. Luego salieron de nuevo: era demasiado pronto para retirarse.

Fueron a la ciudad vieja, y durante un tiempo pasearon por las tortuosas y agradables calles empedradas. Cada cual estaba sumido en sus pensamientos, y no necesitaban compartirlos: eran los mismos. Entraron en una de las muchas tabernas típicas y pidieron una fondue de queso. El vino de la fondue más el acompañamiento alegró sus espíritus. La cálida atmósfera levantó sus ánimos. Cuando salieron, ya oscurecido, veían las cosas de una manera más optimista.

Volvieron al hotel. En la habitación, isabelle ordenó las cosas que habían comprado de esa forma que solo las mujeres saben hacer. Luego, en la cama, desnudos puesto que entre sus adquisiciones no habían previsto los pijamas, Isabelle dijo:

—¿Sabes?, no puedo dejar de pensar en el gran proyecto en que mi padre soñó toda su vida. Sobre todo ahora, después de lo que sabemos.

David jugueteando distraídamente con su pezón izquierdo, la miró interrogador.

—¿Qué proyecto?

—La de una nueva raza basada en el poder —dijo ella—. Como en muchas otras cosas, no estaba simplemente soñando. Creo que tenía razón. Si el mundo funciona a base de la selección natural, ese es el camino.

David frunció el ceño.

—Parece como si estuvieras hablando de un experimento científico.

—Hay experimentos científicos muy gratificantes —dijo Isabelle sonriendo—. No sé las potencialidades que pueda haber en mí, pero las tuyas parecen dignas de ser tomadas en cuenta. Estoy segura de que mi padre diría que es una locura dejar pasar la ocasión. Y por mi parte —había un brillo especial en sus ojos— debo confesar que no me disgustaría intentarlo.

David fue a decir algo, pero en aquel momento una idea golpeó su mente. La misma idea debió pasar también por la cabeza de la muchacha, pues de repente su rostro se ensombreció.

—Me pregunto —dijo Isabelle, con el ceño fruncido— si esa idea no se les habrá ocurrido ya a ellos.

12

Al día siguiente, tras una noche decepcionante en muchos sentidos, salieron temprano del hotel. No tenían nada quehacer hasta las cinco de la tarde, pero David quería efectuar algunas comprobaciones. No le dijeron nada nuevo más allá de lo que ya sabía. IVAC, empresa de inversiones, figuraba registrada en Suiza como una filial de IVAC, inversiones internacionales, con sede central en Nueva York. Movido por un súbito impulso, David hizo uso de su poder de una forma que no había ensayado nunca y que no sabía si y cómo iba a funcionar. Funcionó, y bien. En un abrir y cerrar de ojos Isabelle y él estaban en Nueva York, y tras una serie de tanteos que le llevaron doce minutos averiguó que en Estados Unidos la IVAC era una empresa de inversiones con sede central en Estocolmo y con sucursales en las principales ciudades del país. Un viaje de cinco segundos y un tanteo de siete minutos (iba adquiriendo práctica) le revelaron que la IVAC sueca tenía su sede central en Bruselas. Decidió que no valía la pena seguir por aquel camino.

De nuevo en Ginebra, el siguiente paso fue dirigido a Bernstentein. Isaac Bernstentein era ciudadano suizo: casado, dos hijos, con domicilio en Chêne-Bourg, un barrio residencial en las afueras de la ciudad. Un ciudadano anodino, miembro activo de Padres de Alumnos de la escuela donde iban sus hijos, cristiano practicante y colaborador frecuente en las actividades cívicas de su comunidad. Un ciudadano modelo.

Todos los caminos estaban muy efectivamente bloqueados. Ellos no dejaban ningún resquicio a una investigación en profundidad. Por supuesto, habían tenido años para prepararse.

Se preguntó cómo habría conseguido Marcel Dorléac la pista que le había llevado hasta Bernstentein. Bueno, pensó, un descuido lo puede tener cualquiera. Y el padre de Isabelle se estaba revelando, cada vez más, como un espíritu muy metódico e inquisitivo.

Así que no les quedaba otro camino más que esperar. Eran ya las doce. Solo faltaban cinco horas.

Comieron en un restaurante tranquilo de la ciudad vieja. David no quería volver junto al lago hasta que fuese la hora. Pasearon un poco por entre las tiendas de anticuarios, admirando las muestras de un pasado ido que eran ofrecidas ahora como objetos de lujo para diletantes ociosos. Isabelle se enamoró de un viejo lavamanos de porcelana decorada en azul con una base de madera oscura ostensiblemente restaurada hasta el punto de parecer nueva, excepto por las huellas de la carcoma. Las líneas del aguamanil eran delicadamente femeninas, rotundas, como una antigua diosa de la fertilidad. La jofaina estaba ligeramente resquebrajada por un lado, como corresponde a toda buena antigüedad que se precie. El conjunto reflejaba ese encanto particular de las cosas creadas no por su utilidad sino por su belleza, y que en la actualidad no servían para nada pero parecían imprescindibles para llenar un rincón vacío y muerto en una habitación falsamente clásica, junto a la puerta del cuarto de baño.

A las cinco menos veinte estaban sentados en la terraza del café junto al edificio de la IVAC. David pidió u coñac; Isabelle un té con limón. A las cinco menos cinco pulsaban el botón del sexto piso en el ascensor de la escalera de la derecha del amplio vestíbulo del edificio. El conserje les miró indiferente desde la fortaleza de su mostrador, al fondo.

En el rellano del sexto piso no les aguardaba nadie. La recepcionista de la IVAC les lanzó una mirada tan indiferente como la del conserje.

—Un momento, señor Cobos —dijo apenas verles, sin siquiera consultar su agenda—. El señor Bernstentein les recibirá en seguida.

La puerta del fondo se abrió. La secretaria de Bernstentein les hizo señas de que pasaran.

Bernstentein les estaba aguardando sentado tras su mesa. El sillón había recuperado su altura normal, y el teléfono y el interfono ocupaban su lugar en el sobre de la mesa. La sonrisa que le dirigió a David hubiera podido servir de modelo a un nuevo retrato de la Mona Lisa.

—Bien, todo está resuelto. Acceden a mantener una reunión con usted. Todavía no están convencidos, por supuesto: siguen opinando que es usted un peligro. De modo que ahora es misión suya hacerles cambiar de opinión. Yo ya no puedo hacer nada al respecto.

David miró suspicaz a su alrededor. La habitación parecía inofensivamente pacífica.

—Muy bien. ¿Cuándo es la reunión?

—Ahora. Nos están aguardando.

David frunció el ceño.

—Espere. ¿No va a ser aquí?

Bernstentein dudó tan solo una fracción de segundo.

—No, por supuesto. Siempre hemos eludido llamar la atención sobre nuestras actividades. Se ha habilitado un lugar especial para la reunión.

—¿Dónde?

Bernstentein carraspeó.

—No puedo revelárselo. Es una de las condiciones que impusieron para aceptar que la reunión se celebrara. Velan por su seguridad, compréndalo.

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