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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (17 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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David fue pasando rápidamente por todo aquel conjunto final de cuadernos. Tenía la impresión de estar penetrando él también en un callejón sin salida. No iba a sacar nada en limpio de todo aquello. Empezaban a dolerle los ojos. Isabelle se había levantado dos veces para preparar café y té, y luego proseguido su lectura conjunta. Apenas hablaban entre sí, no hacían ningún comentario sobre lo que leían. Cada vez que aparecía una alusión a Isabelle, a las esperanzas de su padre de conseguir descendencia de ella, David la miraba de reojo, pero la muchacha seguía leyendo, inmutable. Se preguntó si alguna vez habría pasado por la cabeza de su padre la idea del incesto. Era probable, pero estaba seguro también de que, si se había dado el caso, si en alguna ocasión había hecho realmente algún avance de aquel tipo, ella lo habría rechazado: no era una mujer que se prestara a algo así. Y el espíritu científico e investigador de su padre debió poner barreras también a tales pensamientos, si alguna vez se presentaron: no por repugnancia a transgredir unas barreras morales, sino por simples razones genéticas de consanguinidad. Marcel Dorléac, pese a todos sus sueños, había sido toda su vida un hombre eminentemente práctico.

Las teorizaciones del padre de Isabelle sobre el poder y la naturaleza y el alcance de ellos ocupaban las dos terceras partes de los últimos cuadernos, y su variedad solo era superada por su número. A menudo se contradecían. La base para la elaboración de una nueva teoría era a veces tan nimia como una noticia aparecida en la última pagina de un periódico, y que aparentemente no tenía nada que ver con el asunto. Cuando quedaban solamente dos cuadernos David sintió deseos de abandonar la lectura, o al menos postergarla. Deseaba echarse, cerrar los ojos y dejar correr por su cuenta la imaginación. Llevaba demasiado rato permitiendo que otra persona tirara de las riendas. Pero Isabelle cogió el penúltimo cuaderno cuando él cerró el anterior, y lo abrió. Siguieron leyendo.

Aquel cuaderno estaba fechado dos años antes; no era muy grueso, y no contenía nada de interés excepto nuevas elucubraciones, más atrevidas que las anteriores, y un enigmático párrafo: «He descubierto algo en Suiza. Creo que estoy tras la pista de ellos». Pero nada más, ningún otro indicio. David se sintió más decepcionado que nunca.

El ultimo cuaderno era aún más delgado, tan solo ocho paginas. Llevaba la fecha de una semana antes, lo cual hizo suponer a David que el padre de Isabelle había fechado los cuadernos, o al menos algunos de ellos, (los últimos al menos, no creía que hiciera treinta años que tenía alquilada aquella caja de seguridad), con la fecha en que los depositaba en la caja. La primera frase era un shock:

«He leído en los periódicos el rescate de un tal David Cobos, que fue descubierto en las inmediaciones de la Tierra cuando según él mismo su nave fue destruida por una explosión cuando se hallaba a más de cien parsecs de distancia de ella. Creo que finalmente he hallado a la persona que buscaba. Alguien que puede saltar cien parsecs en un abrir y cerrar de ojos tiene que poseer un poder extraordinario. Debo contactar con él antes de que lo hagan ellos. Aunque me temo que mis posibilidades sean pocas».

El cuaderno estaba casi exclusivamente dedicado a él. Describía sus intentos de establecer un contacto, sin que pudiera conseguirlo, primero por el bloqueo que habían establecido en torno a su persona las autoridades militares, y luego porque él no había permanecido demasiado tiempo inmóvil en un mismo sitio, sino que había estado viajando de un lado a otro. Y también, suponía, por otra razón:

«Creo que ellos están bloqueándome. No desean que lo contacte. Si es así, el pobre muchacho está perdido. Lo atraparán irremediablemente.»

—Nunca han intentado atraparme —murmuró David —. Ni siquiera han entrado en contacto conmigo. La primer evidencia que tuve de ellos un intento de asesinato.

Isabelle no dijo nada. Siguieron leyendo. Marcel Dorléac continuaba formulando hipótesis. Calculaba que el poder de David Cobos tenía que ser «enorme». Ponía un ejemplo que hizo estremecer a David hasta la médula de los huesos.

»Según los primeros indicios, David Cobos recorrió cien parsecs de distancia estelar en un parpadeo por la pura fuerza de su voluntad. Pero unas declaraciones hechas por él, y que han pasado completamente desapercibidas, me han hecho recapacitar, y la conclusión que se deduce de ellas me asusta. Cobos dijo a un periodista que lo entrevistó que había visto, sorprendido, que el cielo actual de nuestro planeta no es como él conocía, sino que parece deformado, cito sus propias palabras..., como si la Tierra se hubiera visto desplazada cien parsecs en el espacio en dirección a Argos. Ignoro si esto es cierto o no: yo recuerdo haber visto el cielo siempre igual, aunque puede que esté equivocado. Pero me inclino a creer que ese Cobos tiene razón.

»¿Cómo este desplazamiento de todo el cielo de la Tierra ha huido de mis recuerdos, como si yo fuera una persona normal? Tengo una teoría al respecto: aunque aquellos que poseemos el poder no nos vemos afectados por el reacondicionamiento de la realidad que nos rodea y recordamos las cosas como eran antes pese a que ahora sean distintas y todos los demás las acepten como si siempre hubieran sido así, cuando el cambio es de una magnitud mayor que el limite de nuestro poder, nos vemos atrapados por la corriente común y perdemos la conciencia del cambio. No he podido comprobar nunca esta teoría, la diferencia de poder entre mi hija, mi único sujeto de experimentación, y yo es demasiado pequeña como para que este fenómeno sea detectable, pero hay algo que me hace suponer la lógica de mi razonamiento: puesto que existen ellos, tiene que haberse producido algún cambio en el mundo. Si ellos fueron capaces de detectar mis primeros ensayos con la lotería nacional francesa, ¿por qué yo nunca he sido capaz de detectar sus cambios? No puedo concebir que jamás hayan provocado ninguno.

»La única explicación que se me ocurre es que yo me hallo demasiado por debajo de ellos como para captar sus manipulaciones, del mismo modo que he sido incapaz de captar el cambio en el cielo provocado por David Cobos. He sido arrastrado por la corriente general.

»Pero este hecho es terriblemente importante en sí mismo, aparte sus muchas implicaciones. Si lo que dijo Cobos a aquel periodista es cierto, eso significa que él no viajó cien parsecs de espacio que lo separaban de nuestro planeta en un abrir y cerrar de ojos, sino que hizo que no solo la Tierra, sino todo el sistema solar viajara esos cien parsecs por el espacio hasta él. Y todo ello de forma instintiva, ante el peligro inminente de su muerte. Esto significa que su poder no es grande, sino inconmensurable.

»Y significa que también ellos tienen que haberlo detectado inmediatamente. ¿Cuánto tiempo tardarán en actuar?

David suspendió la lectura del cuaderno; apoyó una mano sobre la hoja, cubriéndola, y miró a Isabelle.

—¿Crees que tu padre pudo tener razón en esto?

Ella agitó la cabeza.

—No lo sé, David... Sí parece que tu poder es grande, aunque esté poco... educado, como él decía. Pero si quieres saberlo con exactitud tendrás que comprobarlo por ti mismo.

—Oh, no puedo ir por ahí aplanando montañas, levantando cordilleras y lanzando la Luna tras la orbita de Mercurio. Isabelle, estoy desconcertado. Lo único que deseo es saber. Y las cosas se me presentan cada vez más oscuras.

Ella señaló el cuaderno.

—Ya estamos llegando al final. Sigamos leyendo. Tal vez encuentres algo más que termine aclarando tus ideas.

David asintió. Retiró la mano. Siguieron leyendo.

———

Marcel Dorléac había seguido de la mejor manera posible las andanzas de David Cobos por la Tierra. David ignoraba cómo había conseguido la información, pero no había perdido ni por un momento su rastro. Sin embargo, en todos sus intentos de contactarle, siempre había llegado demasiado tarde. ¿O había sido bloqueado por ellos, como había apuntado el mismo?

Luego venía la anotación deque había averiguado que iba a acudir a París, a ver al doctor Henri Payot. A partir de ese hecho trazaba sus planes. Él también acudiría a la consulta del doctor Payot. Pero no subiría. No quería ponerse demasiado en evidencia. Aguardaría en la calle, observaría entrar a David Cobos, y esperaría a que saliera. Entonces le abordaría. Su intención era contarle todo lo que sabía y pedirle su ayuda. Si aceptaba unirse a él, con su experiencia y el poder de Cobos podrían hacer grandes cosas. Quizá incluso pudieran derrotarles a ellos.

El cuaderno terminaba:

»No sé si mi plan tendrá éxito o no. Puede que ellos estén sobre aviso e intenten eliminarme. Quizá lo consigan: nunca he hecho nada tan arriesgado. De ser así, es necesario que alguien continúe mi labor. No sé si ese David Cobos querrá hacerlo o no, pero debo intentar convencerle de algún modo. Guardaré este último cuaderno en la caja de seguridad, con los demás, y le dejaré a mi hija una nota para que ella contacte a Cobos si yo no lo consigo. Ignoro si ellos saben de mi hija o le han prestado alguna importancia; aunque siempre he procurado mantenerla tan al margen de todo esto como he podido, desconozco hasta donde llega su conocimiento de mí y de mi entorno. Tal vez la ponga en un terrible peligro, ese mismo peligro que he intentado apartar de ella durante todos estos años, pero es necesario. Espero que ella prosiga mi labor, y espero también que la llave que lleva colgada al cuello la conduzca hasta esta caja de seguridad. Tal vez lo que hay en ella no le sirva de nada, o quizá sí, si Cobos accede a ayudarla. Pero es el resumen de toda mi vida. Es la escasa huella que he conseguido dejar en el mundo. No querría que se perdiera.

»Si lees alguna vez estos cuadernos, Isabelle, espero sepas comprender y quizá incluso perdonar a tu padre por todo lo que ha hecho. Todo fue motivado por amor.

Parecía una despedida definitiva, como si estuviera seguro de lo que le aguardaba. David vio lágrimas en los ojos de Isabelle. Pasó la última página.

En la tapa, por la parte interior, había garabateadas unas palabras. David las leyó.

«Escribo esto cuando voy a guardar ya este cuaderno en la caja de seguridad, en la bóveda acorazada del banco. Si te sirve de algo, Isabelle, lo único que he logrado averiguar de ellos en todos estos años, y lo he descubierto muy recientemente, es un apellido, Bernstentein, una dirección, el 120 de la avenida de los Franceses, en Ginebra, y el nombre de una empresa de inversiones, IVAC. Ignoro que conexión puedan tener con nuestro asunto, no he logrado penetrar más allá de ahí. Confío que tal vez tu tengas más suerte.»

David alzó unos ojos enrojecidos hacia Isabelle. Más de cuatrocientas paginas de letra menuda, a veces garabateada, a veces difícil de leer, para llegar a aquello, el único dato concreto, real y útil de todos los cuadernos, escrito en el ultimo momento en la contratapa del ultimo. Sintió deseos de echarse a reír.

—¿Quieres un poco más de café? —preguntó la muchacha.

Negó con la cabeza.

—Supongo que en Nuevo Orly habrá un servicio permanente de información. Lo que quiero es saber a que hora parte hoy el primer avión para Ginebra.

8

El primer avión para Ginebra salía a las diez cuarenta y cinco. David reservó dos billetes a su nombre. Luego consultó el reloj.

—Tenemos el tiempo justo —dijo.

Se ducharon rápidamente y se cambiaron de ropa. David recogió los cuadernos de Marcel Dorléac y volvió a meterlos en el maletín.

—Será mejor que los dejemos de nuevo en la caja de seguridad. Ahora ya sabemos todo lo que nos interesaba.

Para llegar a Nuevo Orly había que atravesar todo París. Por el camino se detuvieron en el Crédit Lyonnais y bajaron a las bóvedas acorazadas. El encargado se mostró tan obsequioso como el día anterior. Metieron los cuadernos de nuevo en la caja. David indicó al hombre que no se fuera mientras los guardaban: tenían prisa. Tras cerrar la caja con la doble llave, Isabelle volvió a colocarse su llave de oro en el cuello, esta vez con una cadena normal, con cierre: la otra había quedado inutilizada. Cinco minutos más tarde estaban de nuevo en la calle.

En Nuevo Orly cerraron sus reservas y aguardaron en la cafetería. Aprovecharon el tiempo para desayunar. Apenas hablaron. Isabelle permanecía extrañamente silenciosa y pensativa. Sin duda la lectura de los papeles de su padre, que para ella era, más que un diario, el testamento de un hombre que no había muerto, pero que ya no existía, la había impresionado profundamente. David respetó su silencio. Cuando anunciaron el embarque de su vuelo se dirigieron a la puerta indicada por los altavoces.

No llevaban equipaje. Ignoraban si iban a permanecer unas horas en Ginebra o varios días, quizá varias semanas, pero ninguno de los dos había pensado en coger una maleta, unas mudas de ropa, ni siquiera útiles de aseo. David pensó que, en último caso, podía fabricar todo lo que necesitase. En realidad, no sabía muy bien que iban a hacer a Ginebra. Por supuesto, ir a la dirección señalada por el padre de Isabelle, encontrar la empresa llamada IVAC, y localizar en ella a un hombre llamado Bernstentein. ¿Existirían realmente en Ginebra una compañía llamada IVAC y un hombre llamado Bernstentein? David no estaba muy seguro. Pero era lo único que tenían. En realidad, era lo que habían estado buscando: un camino que los condujera hasta ellos. Era seguir aquel sendero o quedarse en Roissy o en el apartamento de Isabelle o en el hotel Imperial Concorde o en cualquier otro sitio, y aguardar. David no tenía intención de aguardar.

Ocuparon dos asientos en la parte de cola. David aceptó un periódico francés de la mañana e Isabelle una revista. La salida se demoró diez minutos de la hora prevista, sin que, como suele ser habitual, nadie diera ninguna explicación. El avión estaba lleno en sus tres cuartas partes. El ligero murmullo de las conversaciones era un zumbido de fondo casi adormecedor.

David ojeo el periódico sin hallar nada interesante. Isabelle tenía la revista abandonada sobre su regazo, y miraba fijamente los letreros de «No fumar. Abróchense los cinturones», ahora apagados. El avión empezó a moverse por la pista, a una velocidad parsimoniosa. Giró para enfilar la pista de despegue, y pareció detenerse unos instantes. Los letreros se iluminaron. La voz de la azafata reiteró por los altavoces que no fumaran, se abrocharan los cinturones y colocaran los respaldos de sus asientos en posición vertical. Luego empezó a desgranar cansinamente las normas de seguridad para emergencias, mientras otra azafata señalaba no menos cansinamente las salidas de socorro al compás de la voz de su compañera. David, sin saber por qué, sintió un ligero estremecimiento en la espina dorsal.

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