Authors: Domingo Santos
Tal vez bastara con algo intuitivo, como las otras veces. Tan solo un deseo intenso..., la necesidad urgente de regresar.
Habían llegado al lindero del bosque. Sobre ellos, el cielo se había ido oscureciendo, y su color rojo carmesí había adquirido tonalidades violetas. El bosque parecía casi impenetrable en su densidad. David dudó.
—Espera —dijo a Isabelle—. No sé qué va a pasar, pero voy a intentarlo.
No necesitó decirle a la muchacha qué era lo que pretendía intentar. La atrajo hacia sí, la abrazó fuertemente: no quería perderla ni dejarla atrás, pasase lo que pasase. Clavó la vista en los troncos de los árboles, por fijarla en algún sitio, y se concentró. Debían regresar a su refugio, pensó intensamente. La habitación de paredes doradas y negras, el espejo en el techo, la moqueta roja, la cama de agua... pensó en todo ello, casi con furia.
Todo empezó a oscilar a su alrededor, como una imagen proyectada sobre una sabana agitada por el viento. El bosque se difuminaba..., lo estaba logrando. Se esforzó más, concentrándose en su idea fija: la habitación, el papel, el espejo, la cama de agua... Algo parecía querer estallar en su cabeza. Se dio cuenta, de pronto, de que había alguien luchando contra él. Incrementó su concentración. Todo lo que les rodeaba se oscureció y se sumergió en unas sombras inconcretas que, esta vez, no eran una oscuridad total. Isabelle jadeaba ansiosamente apretada contra su pecho. Forzó al máximo su poder de voluntad.
———
Isabelle lanzó un penetrante grito.
David supo inmediatamente del peligro a sus espaldas, antes incluso de verlo. Soltó a la muchacha y se volvió en redondo, echando mano del fusil.
Inmediatamente comprendió que el fusil, cualquier fusil, resultaba completamente inútil contra aquello. Era algo indescriptible. Quizá se tratase de un animal, pero estaba tan alejado de todo lo que el hombre ha podido llegar a soñar alguna vez, incluso en sus sueños más febriles y en sus leyendas más exaltadas, que no había palabras para definirlo. Era sinuoso, aunque no exactamente agusanado, y en ningún momento hacía pensar tampoco en serpientes. Su cuerpo era largo y cilíndrico, pero al mismo tiempo recio y grueso, y todo él era cara. O mejor dicho, tenía un incontable numero de caras, a juzgar por la enorme cantidad de ojos que miraban hipnóticamente, y por la enorme cantidad de bocas que se abrían y cerraban por todo su cuerpo, como ansiosas de morder, sorber, tragar, succionar... Todo el conjuro producía un ruido entre chasqueante y gorgoteante que ponía los pelos de punta. No tenía patas, al menos no se le veían por ninguna parte, y rodaba constantemente sobre sí mismo en todas direcciones, en una agitación febril. Su largo era el de un tren de mercancías y su diámetro el de un edificio de dos plantas, y se agitaba sin cesar, revolcándose sobre sí mismo, en un frenesí febril. Su piel era correosa y elástica a la vez, de un color verde sucio, y rezumante, tal vez por los jugos emitidos por sus innumerables bocas, que dejaban un rastro baboso en el suelo, o quizá por la exudación de todos sus poros. Y evidentemente, con tantos ojos a su disposición, les había visto.
El entorno en que se movía aquel monstruo también era de pesadilla. David se dio cuenta, con un rincón de su mente, de que había cambiado nuevamente de mundo de pesadilla. Un cielo gris plomizo, casi pizarra, gravitaba muy bajo sobre sus cabezas. El paisaje a su alrededor era un yermo roquedal, una sucesión de terrazas de esquistos salpicadas de enormes peñascos que se alzaban en una aparentemente interminable sucesión, como si quisieran alcanzar el bajo cielo. Ni un árbol, ni el menor asomo de vegetación. ¿Cómo podía subsistir una forma de vida como aquella en medio de esa desolación? Tal vez su metabolismo estuviera basado directamente en las sustancias minerales. Tal vez devorase peñascos. Pero ahora parecía mucho más interesado en ellos que en las rocas. ¿Un siempre bienvenido cambio en su dieta?
El monstruo rodó y se agitó y culebreó y pareció anudarse y desanudarse mientras avanzaba hacia ellos. David lamentó, al proporcionarse los trajes, no haber pensado en una bazuca en vez de un rifle. Pero ahora ya era demasiado tarde para quejas. El monstruo exudaba un olor azufroso que hablaba ciertamente de rocas trituradas, engullidas y digeridas por extraños jugos gástricos. David se plantó frente a la avanzante forma, sintiendo las uñas de Isabelle clavarse histéricamente en su espalda a través de la gruesa tela. Era inútil huir; la única solución era plantarse de cara e intentar usar directamente el poder contra él. Se concentró.
El monstruo se retorció violentamente, agitó su masa en todas direcciones y golpeó el suelo una y otra vez con todo su cuerpo, como si se sintiera respaldado por otra fuerza que le impelía a seguir adelante. La vibración bajo sus pies estuvo a punto de hacer caer a David, pero se mantuvo firme, concentrándose, deseando con todas sus fuerzas la desaparición para siempre del monstruo. El animal pareció disminuir ligeramente de tamaño; sus innumerables bocas se abrieron enormemente, como boqueando. Todos sus ojos estaban fijos en él. David forzó su voluntad hasta el punto de sentir vértigo, pero siguió, y siguió. El monstruo era un frenesí de agitación, pero no se acercaba a más de cinco metros de ellos, como si una barrera invisible le contuviera. Pareció disminuir algo más de tamaño, mientras el repugnante rezumar de su cuerpo formaba un charco en el suelo a su alrededor y sus exhalaciones alcanzaban una intensidad capaz de hacer perder los sentidos. Isabelle gimió quedamente a espaldas de David, como al límite de sus fuerzas. David reunió toda la voluntad de que fue capaz y la lanzó hacia delante, en un asalto final. El monstruo lanzó un agudo chillido, casi ultrasónico, el primer sonido que emitía, y David tuvo la impresión de que sus tímpanos se rasgaban. Se agitó una vez más en un espasmo de agonía, saltando hasta un par de metros de altura, y de repente pareció licuarse, deshacerse en una lluvia ácida que cayó como un breve chaparrón contra el suelo, dejando como único vestigio una breve exhalación vaporosa junto a las rocas y un atroz hedor imposible de describir. El silencio y la calma se adueñaron de nuevo del paisaje.
David se dejó caer al suelo jadeante. Aquello había sido más de lo que nunca sería capaz de soportar. Miró a Isabelle: la muchacha tenía los ojos extraviados, la boca entreabierta, la respiración agitada: estaba al borde del colapso. La atrajo hacia sí.
—Ya ha pasado todo —murmuró—. Tranquila. Ya ha pasado todo.
Pero no había pasado todo.
David fue consciente de la ligera vibración del suelo. Era algo apenas perceptible, pero que iba aumentando poco a poco de intensidad. Por unos instantes pensó en la proximidad de un terremoto: era lo único que les faltaba para redondear el cuadro. Tomó a Isabelle de la mano y se levantó. Miró a su alrededor. El cielo era más plomizo que nunca, y tan bajo que parecía como si quisiera aplastarles contra las rocas. No se veía ninguna actividad por ninguna parte. Pero la vibración se estaba convirtiendo en un retumbar que se acercaba por momentos. El suelo oscilaba visiblemente. Los peñascos se agitaban, y un par de ellos empezaron a rodar.
—David, tenemos que irnos de aquí —jadeó urgentemente Isabelle.
No hubo tiempo. De pronto, el suelo estalló a todo su alrededor.
Estalló impulsado por fuerzas internas. Entró en erupción como si de pronto un millar de volcanes hubieran cobrado vida a su alrededor, abriendo sus bocas y lanzando al cielo surtidores de roca. Y de pronto David comprendió lo que estaba ocurriendo. ¡Un número incalculable de monstruos como el que había logrado vencer habían estado abriéndose camino por debajo del suelo, y ahora emergían simultáneamente a la superficie, rodeándoles!
El espectáculo era tan horripilante que rozaba la fascinación. Multitud de serpenteantes cuerpos llenos de ojos y bocas se agitaron en torno a ellos, liberados de su prisión de tierra, y empezaron a mirar, boquear, rezumar y expeler su acre olor. Y, como movidos por una única voluntad, empezaron a avanzar al unísono hacia ellos, desde todas las direcciones.
Aquello era ya demasiado. Isabelle gritó, un grito agudo y penetrante que atravesó de parte a parte el cerebro de David. La atrajo hacia sí, en un inútil intento de protección, mientras contemplaba la avanzante horda que les cercaba. Tras el terrible esfuerzo que había necesitado para liberarse del primer monstruo, sabía que nunca sería capaz de vencer a toda aquella multitud.
Si no puedes derrotar al enemigo, huye de él, dijo una vocecita en su cerebro. ¿Huir? ¿Estaban rodeados? ¿Por dónde?
El poder.
Huir a otro lugar, escapar de aquella trampa mortal, ir a otro mundo, otro universo si era necesario. Quien ha podido recorrer treinta billones de kilómetros en una fracción de segundo puede hacer algo tan sencillo como esto. Su vida se halla de nuevo en un peligro tan grande como aquella otra vez. Y si además hay otra vida en peligro junto a la suya.
Los monstruos estaban ya a cinco metros de ellos, estrechando el círculo, empujándose unos a otros en su retorciente cabriolar, y esta vez no parecía haber ninguna pantalla invisible que los contuviera. Isabelle se había convertido en un peso inerte en sus brazos. Se concentró. Se concentró como nunca hasta entonces lo había hecho, hasta casi la obnubilación. Los monstruos se retorcieron y gimieron ante la presa que se les escapaba. Desaparecieron.
La oscuridad y el vértigo y la sensación de estar girando en medio de una nada infinita empezaban a serle ya familiares. Tuvo la impresión de que iba a perder los sentidos, y se esforzó en mantenerse consciente. Parara lo que pasase, tenía que seguir en plena posesión de sus facultades. Isabelle ya no era un peso muerto entre sus brazos, la ingravidez la hacía etérea, casi inexistente. Pero el calor de su cuerpo junto al suyo era lo único real en aquella existencia oscura y tétrica y girante. La habitación, pensó desesperadamente. El papel dorado y negro, el espejo en el techo, la moqueta roja. La cama de agua. Se centró en aquellos pensamientos como un ancla, como el único asidero que le quedaba. Se convirtieron en algo tan dolorosamente vívido en su mente que le hicieron daño.
No hubo transición. Sintió de pronto que volvía a adquirir peso, se descubrió reposando sobre algo blando y agitante. No hubo sensación de caída. Isabelle estaba aún entre sus brazos, de nuevo un peso inerte. Pero irradiando el mismo calor de siempre cuerpo a cuerpo. Y ya no había oscuridad.
Se descubrió contemplándose a sí mismo en el gran espejo que ocupaba todo el techo. Descubrió también que sujetaba a la muchacha casi convulsivamente. Una luz suave, roja y dorada, iluminaba la habitación. La tan querida habitación.
Todo ha sido un sueño, pensó. Una absurda pesadilla.
Pero seguía mirando a su propia imagen en el espejo del techo, abrazado a Isabelle, y ninguno de los dos estaba desnudo, y el rifle en bandolera se clavaba en su espalda, el machete en la funda del cinto de Isabelle se clavaba en su ingle, y las recias botas eran pesadas e incongruentes tendidos en una cama de agua.
Soltó a la muchacha, que seguía inconsciente. Se levantó y estudió la habitación. Nada parecía haber cambiado en ella. Aquello era tranquilizador. ¿Había vuelto realmente al mismo sitio y al mismo tiempo de donde habían sido arrebatados? Esperaba que sí.
Se quitó el fusil, el cinto con las armas, las botas. Luego se inclinó sobre Isabelle e hizo lo mismo con ella. Se tendió a su lado en la cama, boca arriba, y volvió a contemplar su reflejo en el espejo del techo. Parecían ridículos, vestidos con ropas de explorador. Permaneció unos instantes inmóvil, pensando. Luego volvió a levantarse y se desnudó, lenta y cuidadosamente. Por un momento se dijo que estaba haciendo el estúpido: bastaría con desearlo para que sus ropas desaparecieran del mismo modo que habían aparecido. Pero era diferente, reconoció. El montón de ropas allí en el suelo constituía un elemento de anclaje, eran la prueba de que todo lo ocurrido no había sido una imaginación pesadillesca. Cuando terminó de desnudarse hizo lo mismo con Isabelle, suave y delicadamente, extrayendo todo el placer de la operación. Al final de su tarea se dio cuenta de que tenía una erección tremenda. La reacción tras el peligro, se dijo divertido. Dejó las ropas de la muchacha junto a las suyas y volvió a tenderse en la cama. Isabelle seguía inconsciente, pero ahora parecía más bien dormida. La atrajo hacia sí, en un abrazo tierno, suave y relajante. Y permaneció así, con la cabeza de ella reposando ligeramente sobre su hombro y el calor y el contacto del cuerpo femenino reconfortantemente real a su lado, mientras contemplaba sus dos imágenes reflejadas en el techo y aquello le daba por primera vez desde que se había vuelto a ver en aquella habitación, el convencimiento que necesitaba de que realmente todo había pasado.
No debo dormirme, pensó, ante el temor de que si lo hacía aquello pudiera desencadenar de nuevo la pesadilla. Pero la tensión, el agotamiento y la erección que se empeñaba en no ceder eran demasiado para luchar contra ellos. Se esforzó, intentando mantener su mente ocupada, y no tardó en darse cuenta de que estaba librando una batalla perdida. Se resignó. Isabelle, muy apretada contra él, roncaba ahora suavemente. ¿Qué podía ocurrirles ya después de todo lo que habían pasado? Se dejó deslizar sin luchar en el tan necesitado descanso, y pocos minutos después estaba profundamente dormido.
Isabelle fue la primera en despertar. El sol entraba en ángulo por la ventana que daba al Boul. St. Mich. Y se reflejaba en la pared del fondo, reproduciendo a rombos la cuadricula de los cristales. Las contracortinas estaban medio echadas, por lo que la luz era tamizada. No sabía que hora era, nunca se le había ocurrido cometer la indelicadeza de incluir un reloj en la decoración del dormitorio, pero calculó que sería aproximadamente mediodía.
Miró a David, que dormía profundamente a su lado, boca arriba, la boca ligeramente entreabierta, el ceño un poco fruncido como si en su sueño estuviera pensando intensamente en algo. Observó que estaba desnudo, luego que ella también. Aquello le hizo sospechar por un instante que todo lo ocurrido había sido una pesadilla. Pero entonces vio las ropas amontonadas en el suelo, del lado de David: las botas, los cinturones y los fusiles y supo que todo había sido real. Tremendamente real.
Durante largo rato contempló a David, sin moverse, sin despertarle. El rostro del hombre era anguloso, un tanto tosco, con las cejas muy pobladas y juntas, revelando que nunca se había depilado el entrecejo como hacían todos los hombres de la época para seguir la moda, llegando incluso a depilarse también las cejas hasta dejarse solamente una línea fina que parecía trazada a lápiz. Pero el espacio tenía sus propias reglas estéticas. Su nariz tal vez fuera un poco demasiado grande, aunque no bulbosa, y no desentonaba con su barbilla firme y ligeramente hendida. Sus ojos, ahora cerrados eran de un azul profundo, y junto con su pelo castaño oscuro ligeramente rizado revelaban otras ascendencias aparte la española. Era de constitución recia, y viéndolo allí tendido, desnudo y relajado, sin un gramo de grasa superfluo, se dio cuenta de que aquello era lo que la había atraído hacia él desde el primer momento, cuando lo vio acercarse a ella en el salón del hotel: era tan distinto a los jóvenes de hoy, tan delgados y de rasgos tan finos que parecían afeminados. Su reciedumbre hablaba de una cierta brutalidad, una clara instintividad animal, pero también de una sinceridad casi infantil y una franqueza que no solía encontrarse en la sofisticada pero cerrada en sí misma sociedad de hoy. Antes de que se iniciara la pesadilla, mientras hacían el amor, había demostrado su preocupación por ella y por su placer antes que por el suyo propio, cosa que había hallado en muy pocos hombres. Pensó en los planes acariciados por su padre, y sonrió ligeramente: sí, no le importaría que fuera el padre de sus hijos..., si alguna vez se decidía a tener alguno. Sonrió de nuevo.