Authors: Domingo Santos
David seguía profundamente dormido. Debía estar agotado. No quería despertarle. La tensión y el esfuerzo habían sido demasiados, necesitaba recuperarse un poco. Solo era cuestión de un poco de tiempo.
Los sonidos de la calle le llegaban tan ahogados que eran casi imperceptibles. Alargó una mano hacia la repisa al lado de la cabecera y accionó un mando. Una música muy suave flotó en la habitación. Relajante, como correspondía. Volvió a mirar al hombre, cuya distendida expresión era tranquilizadora. Su mano se posó suavemente sobre el pecho masculino, acariciando el fino vello y descendiendo hasta el ombligo. Se detuvo allí, indecisa de seguir más abajo.
David abrió los ojos.
—Hola.
Isabelle sonrió.
—Hola.
Él alzó una mano, la pasó alrededor del cuello de ella y la atrajo hacia sí. Su beso fue suave, casi delicado. Dejó que ella alzara un poco la cabeza, pero no la soltó.
—Lo pasamos difícil, ¿eh? —su sonrisa era la de alguien que ha superado una prueba difícil y la recuerda con un estremecimiento pero también con un cierto orgullo.
—Ya lo creo —admitió ella—. Pensé que nos habían ganado.
—Nunca —y en el tono de su voz había una petulancia que estaba muy lejos de sentir.
Ella apoyó de nuevo la mano en el pecho de él. —¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó. La sonrisa de David se hizo lobuna.
—Se lo que me gustaría hacer. Pero reconozco que por el momento hay otras cosas más importantes. —la atrajo de nuevo y le dio otro beso—. No quiero darles demasiadas oportunidades de hacernos de nuevo lo que nos hicieron.
—¿Crees que pueden volver a intentarlo?
—Nadie sabe. Han demostrado que pueden localizarnos en cualquier momento, de modo que es inútil intentar ocultarnos. Hablamos de ir a tu casa y ver lo que podíamos descubrir respecto a tu padre. Creo que ahora es el mejor momento.
Isabelle miró hacia la ventana.
—Sí, creo que tienes razón. ¿Pero no crees que antes deberíamos comer algo? Aunque solo sea para reponer fuerzas. Si debo encontrarme de nuevo con el monstruo del millón de bocas, me gustaría hacerlo con el estomago lleno. Al menos así podré vomitar.
David se echó a reír.
—De acuerdo.
Se bañaron, juntos en la estrecha bañera, restregándose jabón el uno al otro, y David sintió deseos de volver a la cama de agua, pero el mismo había dicho que había otras cosas más importantes que hacer. Isabelle tenía ropa en el apartamento, pero él tuvo que ponerse la misma que llevaba el día anterior, de modo que se dijo que iba a tener que comprarse ropa nueva o volver al hotel a recoger su equipaje: ahora ya no importaba delatarse o no. Aquel pensamiento le hizo sonreír para si mismo: inconscientemente había dado por sentado el trasladar su base de operaciones del hotel al apartamento de Isabelle. Ciertamente, cualquier lugar es mejor que una habitación de hotel, pero ¿estaría ella de acuerdo? Bien, se lo preguntaría..., cuando tuviera ocasión.
Salieron. David estaba en alerta constante, dispuesto a repeler cualquier indicio de ataque, fuera de la clase que fuera: no creía que ellos se dieran tan fácilmente por vencidos. Entraron en un restaurante cercano y pidieron el plato nacional francés: steak avec frites para los dos; una cerveza para él, agua mineral para ella. Eran las dos y media de la tarde. El camarero les miró con un cierto reproche, luego miró su reloj de pulsera.
—Perdone, pero estamos en nuestra luna de miel —dijo David. Y se echó a reír. La muchacha le coreó.
Comieron con apetito: no hay nada mejor para vaciar del todo los estómagos que enfrentarse a un gran peligro. Luego David pidió un café bien cargado («non à la française»), e Isabelle un té. Media hora más tarde salían del restaurante.
Isabelle tenía su aerocoche estacionado cerca del apartamento, en una pequeña calle lateral. David dudó unos instantes en tomarlo, pero pensó que, si iban a ser victimas de algún nuevo ataque, igual se produciría si viajaban en su propio coche, en un taxi o en algún otro transporte público. Así que tanto daba arriesgarse de una forma que de otra. Mientras ella conducía, pensó, él podía estar atento a cualquier posible peligro.
Tomaron el vehículo y se dirigieron a Roissy. David iba pendiente del tráfico, no demasiado intenso, en busca de algún kamikaze o cualquier otro fenómeno sospechoso. No parecía ver nada anormal. Todo estaba tranquilo a su alrededor. Demasiado tranquilo.
—¿Crees que volverán a intentarlo? —preguntó de pronto Isabelle.
—¿El qué? —David, pendiente de cualquier signo sospechoso a su alrededor, fue tomado por sorpresa.
—Lo que hicieron... esta noche pasada. —No quería mencionarlo más explícitamente, y tampoco sabía como hacerlo—. ¿Piensas que pueden intentarlo de nuevo?
—No el mismo truco, supongo. Ahora estamos prevenidos. Pero pueden probar con cualquier otra cosa. —Dudó unos momentos—. Imagino que las posibilidades son infinitas.
Isabelle se estremeció ligeramente.
—¿Cómo crees que lo consiguieron?
—Bueno, supongo que nos pillaron desprevenidos —dijo David—. Si no, no se explica por qué no lo hicieron antes, o no han vuelto a hacerlo después.
—Pero luego te dormiste.
—Sí. Pero tal vez el sueño no sea ninguna ventaja para ellos. No sé.
No quería hablar de aquello. Ella lo comprendió y guardó silencio. Siguió conduciendo.
Llegaron a Roissy. El pueblo se había salvado de la gran inundación, y su vetustez típica francesa contrastaba enormemente con la nueva planta de casi todos los edificios de París. El aeropuerto cercano al pueblo había sido abandonado hacía tiempo, y la extensión de sus pistas se había convertido en un gran parque, a cuyo alrededor se fue extendiendo el núcleo urbano cuando, tras la gran inundación, mucha gente decidió abandonar su residencia en la capital e instalarse en las afueras. Marcel Dorléac había sido uno de ellos. Su vivienda era una casa de dos plantas, sencilla pero agradable, con un pequeño jardincillo a su alrededor, en el lindero del parque del antiguo aeropuerto Charles de Gaulle. Isabelle hizo posarse el aerocoche ante la puerta, y antes de bajar examinó atentamente el edificio.
—No parece que haya nada anormal —señaló.
David bajó del vehículo por el otro lado y contempló también la casa.
—No podemos ir por el mundo recelando de todo —gruñó, sin pensar que él había hecho todo el camino hasta allí tenso y atento a cualquier indicio sospechoso que se produjera a su alrededor—. Vamos.
Entraron en la casa. En el vestíbulo, David miró en torno.
—¿Por dónde empezamos? —dijo.
Isabelle se alzó de hombros.
—Por donde quieras. La verdad es que no creo que vayamos a encontrar nada que nos pueda ser útil.
Dos horas más tarde David tuvo que darle la razón.
La casa poseía una ligera aura femenina muy parecida a la del apartamento del Boulevard Saint Michel. Pero David no hizo ningún comentario al respecto. Si alguna vez había poseído una personalidad más acorde con su padre esta debía haber desaparecido con él, de modo que era inútil intentar buscarlo. A medida que iban recorriendo las habitaciones, ella las iba identificando. Un salón en el primer piso había sido el cuarto de trabajo de Marcel Dorléac. Su dormitorio seguía siendo un dormitorio, pero sin el menor toque personal, como si se tratara de una habitación prevista para invitados. La maquinilla de afeitar y todos los demás complementos exclusivamente masculinos habían desaparecido del cuarto de baño. Por supuesto, no había ninguna foto suya. E incluso, señaló Isabelle, su colección de pipas del comedor había cedido el sitio a una colección de recuerdos de viaje al extranjero de Isabelle, viajes que ésta había hecho realmente, pero de los que nunca se le había ocurrido coleccionar ningún souvenir.
—Sean quienes sean ellos, se toman muchas molestias con los detalles —murmuró David.
—Siempre —afirmó Isabelle—. Mi padre decía que se trataba de algo automático. No sé exactamente el alcance que quería darle a esa expresión, pero le concedía mucha importancia. Lo consideraba algo fundamental.
David había pensado también mucho en aquello, pero ante la imposibilidad de hallarle ninguna explicación racional había terminado dejándolo momentáneamente de lado. Había cosas más practicas en que pensar.
—Tu padre debía tener cuentas bancarias —dijo de pronto. Tal vez alguna caja de seguridad. Títulos de propiedad. Acciones, bonos o cosas parecidas. Su registro civil. Su partida de nacimiento, la de matrimonio. Su cartilla del servicio militar. ¿Has comprobado algo de eso?
Isabelle negó con la cabeza.
—No tuve tiempo. Apenas vi que había desaparecido junto con todo lo que se relacionaba con él y leí la nota, fui en tu busca.
—Sí, claro. —David consultó su reloj—. Ya es demasiado tarde para acudir a los bancos, y los organismos públicos atienden al público solamente hasta el mediodía. Tendremos que dejarlo para mañana.
—¿Crees que vale la pena intentarlo? Estoy convencida de que habrá desaparecido todo.
David se alzó de hombros.
—Hay que probar cualquier posibilidad. Piensa que tu padre es el único nexo de unión que puede llevarnos hasta ellos, si es que alguna vez llegó a descubrir quienes eran. Si no hallamos nada, estamos completamente perdidos. Y no estoy dispuesto a esperar que golpeen de nuevo, si puedo impedirlo de alguna forma.
—Sí, tienes razón. Pero me siento bastante escéptica sobre los resultados. ¿Sabes?, han sido muchos años conviviendo con mi padre y con lo que era su obsesión. Supongo que esto me da una perspectiva distinta a la tuya. Y pienso que si, en tantos años, mi padre no llegó a averiguar nada digno de comunicármelo, ¿cómo podemos nosotros descubrirlo en tan poco tiempo?
—Bueno, pienso que ellos nunca persiguieron a tu padre hasta anteayer. En cambio, parece que a nosotros no quieren dejarnos tranquilos. Esto marca una diferencia.
Isabelle asintió con la cabeza.
—Sí, eso es cierto. Y quizá mi padre supiera más de lo que se atrevió a decirme, en su intento de protegerme. Está bien, agotaremos todas las posibilidades. Es lo único que podemos hacer.
De modo que no se dieron por vencidos, y examinaron de nuevo toda la casa, hasta los últimos rincones. Obtuvieron tan poco resultado como la primera vez. Cuando terminaron ya había oscurecido.
—Será mejor que cenemos algo —dijo Isabelle, dirigiéndose a la cocina. David la siguió. La muchacha abrió la nevera en busca de algo para cenar, luego el congelador. Tras examinar lo que había sacó tres cajas idénticas.
—Quiche lorraine —dijo—. Friorizada y preparada para comer. El plato preferido de mi padre. No son perfectos después de todo.
—Una comida no es nunca algo personal, a menos que sea realmente exótica —observó David—. A mi también me gusta. ¿Por qué no la comemos para cenar? Será como un homenaje a su memoria.
Isabelle asintió sin decir nada. Mientras abría dos de las cajas y metía su contenido en el microondas, David preparó los platos, los vasos y los cubiertos. Diez minutos más tarde estaban sentados en el comedor, cenando. Ya habían dado las noticias de la noche, por lo que no valía la pena poner la televisión. De todos modos, era poco probable que dieran algo de interés para ellos.
Al llegar a la casa habían hallado en el buzón el periódico del día anterior, que la muchacha no había recogido por la mañana al irse, y el de éste. David los examinó. Hablaban del accidente, pero no decían nada que no supieran ya. Recortó la lista de victimas y la guardó en el bolsillo; tal vez les fuera de alguna utilidad.
Después de meter los platos en el lavavajillas y guardarlo todo, Isabelle apagó las luces de la planta baja de la casa.
—Será mejor que nos vayamos a dormir ya, si mañana queremos hacer todo lo que hemos previsto. Los bancos abren a las nueve.
Le tendió la mano. David siguió al piso superior. La muchacha abrió la puerta de su dormitorio.
—Solo hay una cama —dijo David—. Y es individual.
Isabelle sonrió.
—¿No has dormido nunca en la estrechez? ¿O prefieres dormir en la habitación de... invitados?
David negó con la cabeza. Entraron en la habitación.
———
La noche transcurrió sin novedad. David, sin embargo, durmió poco e intranquilo. De tanto en tanto se despertaba sobresaltado, con la impresión de hallarse de nuevo sumido en la oscuridad y el vértigo; entonces, la pequeña lamparita que Isabelle había dejado encendida, la estrechez de la cama y el cálido contacto del cuerpo de la muchacha junto al suyo lo tranquilizaban. Isabelle tampoco debió dormir mucho ni bien, pues no dejó de agitarse, y más de una vez fue ella quien lo despertó con alguno de sus movimientos.
Se levantó a las seis, incapaz de seguir más tiempo en la cama. Llenó la bañera con agua muy caliente y se metió dentro, y sintió la relajación del agua abriendo sus poros. Se amodorró un poco en el ligero vapor que ascendía de la bañera. Cuando abrió los ojos, Isabelle le contemplaba desde la puerta. Llevaba puesta una bata blanca de toalla con un cinturón también de toalla. Se le acercó.
—No me despertaste —dijo.
—Dormías tan a gusto —murmuró él.
La muchacha soltó el cinturón de su bata y la dejó deslizar por sus hombros.
—Hazme sitio —dijo—. Yo también me merezco un baño de relax.
Se metió en la bañera, en el lado opuesto al de él, doblando ligeramente las piernas por encima de las del hombre. Se sentó y se dejó deslizar un poco hacia atrás, hasta que el agua le llegó a la altura de los pechos.
—Ayer te dormiste enseguida —dijo. Su tono no era de reproche; simplemente constataba un hecho.
David recordó: Se habían metido en la estrecha cama, ella lo había abrazado, y él se había quedado casi inmediatamente dormido. Enrojeció ligeramente.
—Lo siento —dijo—. Estaba cansado. La tensión, supongo.
—Sí. —Se inclinó hacia delante, apoyando las manos en el pecho de él, y le besó. Volvió a echarse hacia atrás—. Pero no creas que ahora voy a dejarte escapar. ¿Sabes?, en el fondo soy una pervertida. Me gusta hacer el amor en el baño más que en la cama. Te lo advierto para que no te sorprendas. —Se dejó resbalar lentamente hacia atrás hasta que el agua llegó hasta su cuello.
———
David hizo notar que necesitaba comprar ropa interior, calcetines y camisas. Aquel era el tercer día que se ponía la misma ropa, y no podía seguir así: debía apestar. Isabelle dijo que saldría a comprarle algo mientras él preparaba el desayuno. David negó con la cabeza.