Hacedor de mundos (19 page)

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Authors: Domingo Santos

BOOK: Hacedor de mundos
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—Tal vez esto le dé una idea —murmuró. Se concentró para que el escritorio, con todo lo que había encima, desapareciera.

Hubo algo parecido a un parpadeo, una oscilación, como una vibración en el aire. El escritorio siguió en su sitio.

—¿Decía? —murmuró suavemente Bernstentein.

David contuvo el aliento unos instantes, luego expelió el aire con lentitud.

—El conserje, abajo, nos dijo que su secretaria le había comunicado que tenía usted todas sus citas completas hasta dentro de doce días. ¿Por qué nos ha recibido?

El hombre sonrió beatíficamente.

—Bueno... su insistencia me ha llamado la atención. ¿Sabe?, muy pocos visitantes consiguen llegar hasta aquí sin cita previa.

—¿Sabe como lo hemos conseguido nosotros?

—No, y la verdad es que me gustaría saberlo.

—Me deshice de los dos guardias jurados que nos esperaban en el piso enviándolos abajo, desconcertados, sentados en el suelo del ascensor, sin saber si quiera lo que les había ocurrido. Luego hice que mi nombre apareciera incluido en la agenda de citas de su recepcionista de la entrada.

—¿De veras? —Bernstentein frunció el ceño. Se inclinó hacia un interfono, pulsó una tecla—. Hélène, tráigame la libreta de citas de Josephine, por favor.

Aguardó, mirando alternativamente a sus dos visitantes. La secretaria que los había introducido hasta ahí entró en la habitación trayendo una agenda en la mano. Se la tendió a Bernstentein. Éste la examinó brevemente, se la tendió a David.

—Aquí no veo anotado su nombre, señor... ¿Cobos, ha dicho?

David miró la agenda. En la página de aquel día, junto a las distintas horas, figuraban varios nombres. Ninguno era el suyo.

Alzó la vista hacia Bernstentein. Bien, así que estaban jugando al gato y al ratón. Aquel hombre también poseía el poder, y estaba utilizándolo para neutralizarle. Primero lo había hecho con el escritorio ahora con la agenda.

—¿Qué pretende con esto, señor Bernstentein?

El hombre al otro lado de la gran mesa enarcó las cejas.

—Creo que debería ser yo quien preguntara que pretende usted.

David miró a la secretaria, que permanecía eficientemente inmóvil al lado de su jefe, aguardando instrucciones. Este le hizo una seña despidiéndola. En silencio, la mujer recogió la agenda y se fue, cerrando suavemente la puerta tras ella.

—Hablemos claro, señor Bernstentein —dijo David—. Ignoro quienes son ustedes y que fines pretenden. Pero si sé que han intentado matarme dos veces, y han hecho desaparecer al doctor Payot y al padre de Isabelle. Marcel Dorléac dejó unos cuadernos que ustedes no pudieron hacer desaparecer, en los que figuraba su nombre y el de ésta compañía como relacionados con el... grupo, organización o como quiera llamarle que hace años contactó con él para amenazarle con respecto al uso que pudiera hacer de su poder. —hizo una breve pausa—. Sabe lo que es el poder, ¿verdad? Lo acaba de utilizar dos veces en muy poco tiempo.

El hombre se echó a reír. Juntó las yemas de los dedos ante su boca.

—Mi querido señor Cobos. Ésta es una honorable compañía de inversiones. ¿Está acusándonos de algo ilegal?

David se mordió los labios. Se dio cuenta de que no iba a conseguir nada hablando con aquel hombre: los circunloquios podían seguir durante toda una eternidad. Volvió a clavar los ojos en la mesa. Pensó en todo lo que decían los cuadernos de Marcel Dorléac sobre el poder, sus diversos grados y potencialidades. Coeficientes, lo había llamado el misterioso visitante. Recordó aquella frase relativa a él: «su poder tiene que ser inconmensurable». No sabía cual era su poder; no sabía tampoco cual era el poder del hombre que tenía ante sí, aunque estaba seguro de que lo tenía. Bien, su primer intento había pretendido ser una descuidada muestra de sus habilidades, pensada únicamente para impresionar. Tal vez ahora un pulso lograra algo más concreto.

Con el rabillo del ojo vio envararse al hombre. Se concentró en la mesa, forzando al máximo su voluntad. El hombre se agitó.

Le costó menos esfuerzo de lo que esperaba. La mesa, con todo lo que tenía encima, se volatilizó en el aire.

Isabelle lanzó una ahogada exclamación.

El señor Bernstentein, frente a ellos, pareció ahora más pequeño que antes. El sillón donde estaba sentado era un poco más alto de lo normal para paliar su baja estatura. Debido a ello, sus pies no llegaban al suelo sino que reposaban sobre una pequeña tarima de madera.

David sintió deseos de echarse a reír. Su interlocutor estaba blanco. —¿Qué pretende con esto? ¿Qué ha hecho con... con mi escritorio? —Simplemente quiero que se sincere usted conmigo, señor Bernstentein. —Voy a... —El hombre estaba francamente lívido—. Voy a...

—Sí, por supuesto. Llamar a su secretaria. A los guardias de seguridad. A la policía. ¿Con qué interfono? ¿Con qué teléfono? Sea realista, señor Bernstentein. El juego ha terminado. ¿O prefiere que lo continuemos?

Se concentró de nuevo. Esta vez no se preocupó tanto como la anterior: ya había medido su superioridad. Silla y tarima desaparecieron. Bernstentein cayó más ridícula que violentamente al suelo. David se levantó, se le acercó y le tendió una mano para ayudarle a levantarse. Instintivamente, el otro la aceptó. Puesto en pie, le llegaba a David a la altura del cuello.

—Bien, señor Bernstentein. Puede seguir jugando si quiere. Pero acaba de comprobar que su poder no tiene nada que hacer frente al mío. Piénselo: al igual que he hecho desaparecer la mesa y la silla puedo hacerle desaparecer a usted, como ustedes hicieron desaparecer a Marcel Dorléac. Y no dude que voy a hacerlo, a menos que responda honestamente a todas mis preguntas. Así que decídase. No voy a esperar mucho. Tiene usted... —consultó su reloj— treinta segundos.

El hombre tragó ostensiblemente saliva.

—No, espere..., no se precipite. Está bien. Pero no se ponga nervioso. Le diré todo lo que quiere saber. Pero piense que mi situación es delicada.

—Muy delicada —admitió David. Se sentía henchido por una nueva confianza en sí mismo. Se concentró de nuevo, esta vez casi sin preocuparse de lo que estaba haciendo, con la seguridad de que iba a lograrlo. El escritorio y la silla reaparecieron en su lugar. Bernstentein estaba sentado de nuevo en su sitio. Pero David no había podido resistirse a dos tentaciones. El teléfono y el interfono no volvieron a aparecer. Y la silla del otro no era ahora más alta de lo normal. Su corta estatura quedaba acentuada por el tamaño de la mesa que tenía ante sí.

—Está bien. Hablemos. ¿Quiénes son exactamente ustedes?

—Formamos una organización de control del poder. Nos llamamos la hermandad. La compañía de inversiones y sus distintas sucursales son solo una pantalla y una forma de legalizar nuestro dinero. Nuestra verdadera misión es cuidar que el poder no sea usado para fines impropios ni abusivamente.

—Entonces, hay muchas personas en el mundo que lo poseen.

El hombre dudó, luego negó con la cabeza.

—A un nivel lo suficientemente alto como para merecer ese nombre, no tantas. Pero si no estuvieran organizadas y controladas podrían hacer mucho daño.

—¿Cómo cuantas?

Carraspeó.

—No lo sé exactamente. Cien. Doscientas quizá. No son muchas, si tenemos en cuenta el total de la población mundial. Y estamos muy esparcidas físicamente.

David se inclinó hacia delante. Hacia mucho tiempo que aquella pregunta ardía en sus labios.

—Dígame, ¿qué es exactamente el poder?

9

Bernstentein dudó. Era evidente que se trataba de una pregunta difícil.

—No sé como explicárselo. Es muy difícil definirlo en pocas palabras. Creo que ni siquiera nosotros lo sabemos exactamente. Hay teorías, por supuesto, pero...

—Déjese de rodeos. Ya he leído suficientes teorías en los cuadernos del padre de Isabelle. Quiero hechos concretos.

El hombre tragó saliva.

—Bien, intentaré... hacérselo comprender. Como principio, hay que aceptar el hecho de que la realidad, como tal, no existe.

David guardó silencio. El otro esperó unos instantes, como si esperase alguna objeción. Luego, al ver que David no decía nada, prosiguió:

—Cuando digo realidad no me refiero únicamente a la realidad tal como la captamos. No quiero decir que la realidad sea otra y nosotros estemos viendo una pantalla que la recubre. Me refiero a la realidad en sí. A toda la realidad. A la realidad como concepto. El mundo, el universo me atrevería a decir, es una cosa amorfa. Maleable. En él hay algunos hombres que tienen el don de poder moldear esa cosa amorfa. A su antojo. Dentro de un cierto grado, que puede variar de unos a otros.

»Ésta es la base. El mundo que conocemos es el resultado de un número inconcreto, pero evidentemente muy numeroso, de esos moldeos sucesivos. Y en él hay todavía algunos seres que, teniendo esa facultad, ese poder, hemos convenido en llamarlo, siguen modelando. Cambian la realidad a su alrededor. A su antojo, y dentro de los límites que desean, hasta el techo que les permite su poder particular. Usted puede hacer desaparecer esta mesa y esta silla, o toda una sección militar encargada de estudiar su caso, o trasladar cien parsecs todo el sistema solar para que venga a recogerle cuando está en peligro de muerte. Esto es el poder.

David seguía guardando silencio. El hombre se humedeció los labios. De pronto apareció entre sus manos un vaso con un líquido ambarino. Lo bebió de un sorbo.

—Disculpe —dijo. Lo hizo desaparecer—. Para que le entienda mejor, permítame ofrecerle una visión más global, que abarca desde un principio. Es una teoría, por supuesto, y verá que tiene muchos puntos de contacto con la mayor parte de las religiones. Pero está basada en la lógica, no en la fe, y por eso quizá es la que tiene más aceptación entre todos nosotros.

»En un principio, el universo era esa masa amorfa y maleable de que le he hablado, una oscuridad y un vacío puros. Pero ese universo contenía una entidad que poseía el poder. Esa entidad no quería estar a oscuras y en medio del vacío, de modo que decidió crear el universo tal como lo vemos ahora. Y creó los soles, y los planetas, y la vida en esos planetas. Quizá al principio fue como un juego, pero pronto se sintió interesado por su creación, del mismo modo que un niño se siente interesado por los juguetes que va moldeando con su plastilina.

»Muchos de nosotros identificamos a ese ser primigenio, a ese poder original, con Dios. Por supuesto, no se trata del Dios de luengas barbas con las tablas de la ley bajo la mano, omnipotente, omnisciente y eterno, en que nos ha hecho creer la religión católica. Es un dios más cercano a los racionalistas: veleidoso, a veces irritable, seguramente mortal, que creó este universo, trasteó un poco con él, y cuando se cansó lo abandonó a su suerte, como un niño que abandona un juguete del que se ha cansado. ¿Dónde está ahora ese dios? Nadie lo sabe. Tal vez haya muerto. Quizá se haya ido a otro universo maleable para probar de nuevo su obra de creación. Puede que esté dedicado a sus propios asuntos, sean éstos los que sean, y se limite de tanto en tanto a echarnos una ojeada distraída para ver si seguimos y como seguimos. Pero eso no importa ahora.

»Lo que importa es que, con su creación, dejó algo de su semilla. Quizá lo hizo concientemente, o tal vez fuera un mero azar. Algunos opinan que se trata de algo que forma parte de la naturaleza misma de las cosas, y que al crear su universo no pudo evitar el dejar algo de su esencia en él. Sea como fuere, desde el principio de los tiempos empezaron a surgir entre los hombres individuos que tenían destellos de ese poder original. Podían hacer cambiar las cosas a su alrededor. Supongo que muchos ni siquiera se dieron cuenta de la existencia en ellos de ese poder, y transcurrieron sus vidas sin llegar a conocer su potencial. Otros si se dieron cuenta, e hicieron cosas: así surgieron los videntes, los profetas, los que hacían milagros. Otros finalmente no consiguieron nunca controlar sus acciones, y en ocasiones causaron auténticos desastres que luego no supieron cómo arreglar.

»Por supuesto, jamás sabremos con exactitud quienes fueron esos hombres en la antigüedad, aunque las obras de algunos de ellos nos permiten suponer que dispusieron de él. Grandes figuras de la historia debieron juguetear durante toda su vida con esa maleabilidad del mundo que les rodeaba. Aunque nunca tendremos la certeza de ello porque, como supongo que habrá observado, cuando algo cambia lo hace enteramente, sustituyendo a lo anterior de tal modo que su recuerdo desaparece incluso de la memoria de aquellos que vivieron la otra realidad.

David alzó una mano.

—Eso es algo que nunca he comprendido.

Bernstentein suspiró.

—Bien, en realidad nadie lo comprende. Sabemos que ocurre así, y punto. Uno de nosotros lo comparó una vez con la reescritura de la historia que han efectuado a lo largo de los tiempos muchos países totalitarios. Cuando alguien cae en desgracia, no solo se le destruye físicamente: se le elimina del pensamiento de los demás. Se queman sus obras, se borra su mención en los libros de historia, se tacha su nombre en lo anales. Aquí sucede algo parecido, pero en el mundo real y de una forma automática. Es algo que tiene que obedecer a alguna ley oculta de equilibrio de la naturaleza. Otro de mis compañeros de hermandad lo ha comparado con la ejecución de un largo y complejo programa de ordenador. El programa es el mundo, el operador es el hombre que posee el poder, y los datos que introducimos en la máquina la realidad que nos circunda. Cuando efectuamos alguna variación en la ejecución del programa, este modifica automáticamente todos los elementos de cálculo relacionados con esta variación, sin que nosotros tengamos que preocuparnos de ir haciéndolo manualmente uno por uno. Luego, cuando acudimos al dato en cuestión, encontramos el nuevo valor: el antiguo ha desaparecido por completo. Como si no hubiese existido nunca.

Isabelle dejó escapar una leve exclamación. David la miró con el rabillo del ojo, pero estaba demasiado absorto en las palabras del otro hombre.

—Está bien. Prosiga.

—Ya no hay mucho que añadir. Hasta hace unos pocos años, todos aquellos que poseían el poder actuaban por su cuenta, muchas veces sin saber exactamente que hacían, como quien toca de oído. Al final del siglo pasado fue cuando se produjo el cambio. Uno de los poseedores del poder, el profesor Heinrich Boher, se dio cuenta de que había algo fuera de lo común dentro de su cabeza. Era una mente eminentemente científica, dada más al análisis y a la especulación que a la acción. Se dedicó a investigar el fenómeno. Resultó que su coeficiente de poder era enorme, y lo fue educando y puliendo al tiempo que lo analizaba, como quien efectúa una vivisección. Sus investigaciones le pusieron pronto ante la evidencia de que existían otros hombres en sus mismas condiciones en el mundo. No tardó en crear toda una red de corresponsales para buscar a esos otros hombres. Esos corresponsales, por supuesto, no sabían nada de lo que estaban buscando realmente: su misión era simplemente informarle de todos los hechos que se apartaban de lo normal en cualquier parte del mundo. Eso le creó una cierta fama de buscador y coleccionador de hechos insólitos y malditos, y muy pronto se encontró con legiones de corresponsales espontáneos que se unieron voluntariamente a las filas de sus buscadores. El análisis de todos los casos que le eran sometidos le permitía desentrañar cuales eran resultado de la actuación de personas que, como él, poseían el poder. Contactaba con ellas, las llamaba a su lado. Muy pronto creó a su alrededor una escuela de hombres y mujeres que poseían sus mismas cualidades, y con ello formó una especie de Academia de élite.

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