Authors: Domingo Santos
—Muy bien —dijo—. Ya me ha dicho cual es su opinión sobre el caso. ¿Debo considerarlo como un veredicto?
—Más bien como un diagnóstico. Lo suyo puede ser calificado de enfermedad.
David se echó a reír.
—¿Y cuál es el tratamiento?
De Veer dudó. Adelantó una mano y volvió a tomar la copa de coñac. Se puso a juguetear lentamente con ella, haciendo rodar el líquido de su interior. David sintió deseos de arrebatársela de un manotazo, luego pensó en emplear el poder, pero no se atrevió. No quería enfrentar su poder al del otro: podía perder, como había perdido Bernstentein con él.
—Somos muy celosos de no trabar la marcha del mundo —dijo finalmente De Veer—. Usted lo haría, consciente o inconscientemente. —Levantó una mano, y la otra, la que sujetaba la copa de coñac, tembló ligeramente—. No, no me diga nada. Sabemos que ya ha tenido pensamientos al respecto. Además, tenemos miles de años de experiencia a nuestras espaldas. Puede jurarme lo contrario, pero sabemos que llegaría un momento en que hallaría algo que no le gustaría, o se creería capaz de mejorar alguna cosa, y tarde o temprano caería. La tentación de jugar a dios es muy fuerte: la hermandad sabe mucho de esto, nos ha dado bastantes ejemplos dentro de sus limitaciones. Quizá tardara usted un año, o quince, o cien. Pero caería.
»No lo podemos permitir. David se mordió los labios. —¿Y cómo piensan impedirlo?
—Éste es el problema. No aceptamos los métodos de la hermandad. La vida es algo sagrado para nosotros; por eso no intervenimos en el mundo más que en casos de estricta necesidad. Pero hay otras soluciones.
Había un tono de fariseísmo en su voz. Nadie que considere la vida como algo sagrado puede intervenir en los asuntos del mundo sabiendo que eso eliminará inevitablemente vidas, pensó David.
De Veer parecía leer sus pensamientos.
—Solamente actuamos cuando las vidas que pueda hacer desaparecer nuestra acción son infinitamente inferiores de las que desaparecerían si no actuáramos. En cierto modo, lo que decía la hermandad es cierto: los hombres, a nivel general, son meros comparsas en este mundo. Marionetas. A nivel mundial, es preciso aplicar la ley de los grandes números.
David no tuvo que esforzarse mucho para captar el cinismo inherente en aquella frase. Pero estaba demasiado preocupado por otras cosas como para concederle excesiva importancia.
—Me gustaría que fuera más explícito —señaló, endureciendo los músculos. De Veer notó su actitud—. ¿Insinúa acaso que mi muerte puede ser justificada según sus altos estándares por el ahorro de otros miles de futuras e hipotéticas muertes?
El hombre negó con la cabeza.
—Ya le he dicho que su muerte física repugnaría a nuestras conciencias. Nunca podríamos llevarla a cabo.
—Entonces, ¿qué propone para mí? ¿Una lobotomía?
—Ninguna lobotomía puede anular el poder. —Lo dijo como si ya hubieran intentado alguna vez aquel método—. No existen métodos físicos de anular el poder, excepto anulando a la persona.
—Lo cual nos devuelve al principio. ¿Qué le ha impulsado ha venir aquí?
—Nuestra necesidad de resolver esta cuestión de alguna manera. No podemos permitir, sobre todo ahora que la hermandad ya no existe, su presencia en este mundo, con todos los riesgos que ello comporta. Su muerte nos repugna. Así pues, solo queda otra solución.
—¿Cuál? —la voz de David era tensa.
—El exilio.
Hubo un largo momento de silencio, en el que David no supo si echarse a reír o lanzarse contra el hombre. Intentó una breve sonda: había como una barrera rodeando la alta, delgada y elegante figura sentada frente a él, invisible y dura como una roca. El hombre había dicho que sus poderes eran parejos, y no tenía por qué haber mentido.
—Explíquese mejor —dijo David, intentando mantenerse controlado.
—Es muy sencillo. El universo fue creado originalmente solo para el hombre. Ya se que desde hace años se habla de la pluralidad de los mundos habitados y de que no estamos solos en el universo. No es cierto. Estamos realmente solos en el universo, como lo están demostrando las constantes expediciones galácticas. En numerosos planetas se ha hallado vida en los más distintos estadios de su evolución, pero en ninguno vida inteligente. El alma es una creación humana, y como tal fue insuflada, por el primer creador del universo, exclusivamente a la humanidad de la Tierra. Todo lo demás no es otra cosa que mero decorado..., un subproducto automático del acto de la creación.
»Pero este universo-decorado es enorme, y contiene centenares de miles de planetas idénticos a la Tierra. Un hombre con el poder podía convertir cualquiera de ellos en un paraíso terrenal en un abrir y cerrar de ojos. El hombre que arrastró a lo largo de cien parsecs todo el sistema solar para salvar su vida podría hacerlo perfectamente.
David frunció el ceño.
—¡Está usted loco!
—En absoluto. Estoy hablándole completamente en serio. Piénselo. La idea es atractiva. Sabemos cuáles son sus planes..., o al menos los de la señorita Dorléac. —hizo una breve inclinación de la cabeza hacia la muchacha—.Nosotros también hemos teorizado al respecto, pero nuestra postura es que no hay que forzar la evolución. En su mundo, ustedes podrían hacerlo. Si no quieren estar solos podrían llevarse consigo a gente de la Tierra, o simplemente crearla allí, a su gusto y conveniencia. Y si no les gustaba el resultado podrían borrarlo todo en cualquier momento y empezar de nuevo a partir de cero.
—Lo que usted propone es monstruoso —dijo Isabelle con un hilo de voz.
—Solamente lógico, mi querida señorita. Les ofrezco una salida honorable a esta situación. Es más de lo que les ofrecería mucha gente. Es más de lo que les ofreció la hermandad.
—¿Y si nos negamos? —dijo David secamente.
—Entonces el problema será más difícil de resolver. Quizá debamos recurrir a procedimientos que nos repugnen. Mire, señor Cobos, su poder es grande, pero resulta fácilmente superable por los poderes de nosotros siete unidos en uno solo. En este mismo momento podríamos cogerle y proyectarle a través del espacio hasta cualquiera de los mundos que pueblan el firmamento. Pero esta solución no nos sirve, porque podría regresar a quien cualquier momento gracias al poder. Podríamos lanzarle a la superficie de un planeta devastado por una terrible guerra creada apresuradamente en su beneficio, como hizo un exaltado miembro de la hermandad, y esperar que esa guerra lo matase para no tener que mancharnos directamente con su sangre, pero seguiría siendo un asesinato. Podemos, por supuesto, aplastarle aquí mismo como si fuera un insecto desagradable y reducirle a una masa informe y sanguinolenta con nuestros siete poderes concentrados, pero puede estar tranquilo al respecto: no lo haremos, ya le he explicado los motivos.
—Pero yo sí podría hacerlo con ustedes —dijo David en tono amenazador.
—Ciertamente, podría terminar con nuestras vidas, uno a uno, utilizando el poder, si nos atrapara desprevenidos y supiera como localizarnos. Por eso precisamente he venido aquí de esta manera: para no ofrecerle indicios de nuestra identidad y situación. No puede atacarnos si no puede llegar hasta nosotros, y no puede llegar hasta nosotros si no sabe quienes somos y donde estamos. Es precisa una localización exacta de la persona para poder seguir su rastro. Los de la hermandad sabían como hacerlo, llevaban años practicándolo, era la base de su operatividad; pero usted aún desconoce la técnica. Yo puedo desaparecer de aquí en este mismo momento y usted no sabrá jamás donde localizarme, y mi nombre se lo aseguro, no va a decirle nada: ni siquiera sabe si es el verdadero. En cambio, nosotros le tenemos siempre en nuestro punto de mira. Podemos alcanzarle en cualquier momento. Y somos siete contra uno.
—Pero lo que nos propone es ridículo —dijo Isabelle—. Suponga que aceptamos su absurda proposición de ir... a colonizar un lejano planeta. ¿Qué seguridad tienen de que no volveremos a la Tierra en cualquier momento, cuando deseemos hacerlo?
De Veer (o cual fuera su nombre) sonrió.
—No podrían, porque desconocerían las coordenadas.
—Esto es absurdo —dijo David—. Si eso es así, y si tienen el poder que dicen sobre mí, ¿por qué entonces no nos envían directamente donde les plazca, sin pedir nuestro consentimiento y sin darnos posibilidad de retorno?
—Ya le dije al principio que el mundo no es tan sencillo como parece. Nuestro poder posee una especie de radar interno, disculpen la comparación pero es la que mejor entenderán ustedes, que nos mantiene siempre orientados con respecto a unas coordenadas base. Piense que gracias a esa especie de radar pudo usted volver a la Tierra tras el intento de la hermandad de alejarle de ella a otros mundos extraños, y gracias a él también pudieron huir del anfiteatro a las dos localizaciones de la señorita Dorléac en París y Roissy y luego regresar al anfiteatro. Este mecanismo es automático, y funciona independientemente de nuestra voluntad o nuestra consciencia.
—¿Entonces?
—Para llevar a cabo ese exilio del que le he hablado precisamos de su adquiescencia. Necesitamos que usted se abra a nosotros para poder bloquear este localizador durante el trayecto. Solamente de esta forma sabremos que no podrá regresar luego a la Tierra.
David lo miró fijamente.
—Está usted loco —fue su único comentario.
El visitante suspiró.
—No, en absoluto. Simplemente, hemos estado meditando mucho su caso, y ésta es la única solución que le vemos al asunto.
David inspiró profundamente.
—Será su solución. Para mí hay otra mucho más sencilla.
De Veer alzó una ceja inquisitiva.
—Yo no quise este poder —dijo David—. Tampoco lo rechazo, por supuesto, pero no hice nada por conseguirlo. Si lo tengo, y me es útil, bienvenido sea. Todavía no sé que voy a hacer con él, o si voy a emplearlo alguna vez para otra cosa que no sean las nimiedades normales de la vida cotidiana. Todo lo que he hecho hasta ahora con él ha sido defenderme de los ataques que he sufrido, y casi siempre de un modo instintivo. Yo no busqué nada de lo ocurrido. Ahora necesito tiempo para reflexionar. Todavía estoy algo aturdido. Y usted no ha venido a arreglar las cosas precisamente.
—Lo sé. Pero esto no es algo que pueda demorarse. Ha de tomar una resolución.
—¿Qué resolución? No deja usted ninguna alternativa. «Exilio». Suena casi como si hubiera dictado sentencia.
—¿Qué ocurrirá si nos negamos? —dijo de pronto Isabelle. Sus ojos parecían clavados en la distancia.
—Yo no les aconsejaría que lo hiciesen —dijo el hombre. Se levantó en un solo movimiento fluido—. Consideren esto como un aviso leal. Piensen en lo que les he dicho, y decidan lo que es mejor. Todo lo que sigamos hablando a partir de ahora es superfluo. Volveré dentro de unos días a recoger su respuesta. Por su bien, espero que sea afirmativa.
—¡Aguarde! —dijo David, adelantando una mano. Pero el hombre desapareció, se esfumó en el aire, dejando un aroma indefinible como a ozono y algo más, un efluvio imposible de identificar.
Junto a ellos quedaba la mesita octogonal, la bandeja de plata, las copas y la botella, como prueba tangible de la realidad de todo lo que acababa de ocurrir.
David permanecía tendido en la oscuridad, mirando fijamente al invisible techo de la habitación. Isabelle, a su lado, respiraba pausadamente, sumida en un profundo sueño. Al menos ella podía dormir, pensó, no sin una cierta envidia.
Habían transcurrido tres días desde la inesperada visita de De Veer. Había sido como un mazazo para la pareja. Un nuevo giro de ciento ochenta grados a toda la realidad a su alrededor.
—Todo es una sarta de mentiras —había dicho Isabelle, casi furiosa—. El Dalai-Lama, Buda, Cristo... ¿cómo puede concebirse algo así?
Y luego, un poco más tarde:
—Siete. Los siete días de la creación. Las siete iglesias, los siete ángeles, los siete sellos y las siete plagas del Apocalipsis. Los siete sacramentos, los siete pecados capitales. Los siete sabios de Grecia. Las siete maravillas del mundo. Los siete metales de los alquimistas.
Lo había mirado con ojos brillantes.
—David, todo es un bluff. No sé lo que ha pretendido ese hombre, pero intenta engañarnos de algún modo. Intenta engañarte. No podemos confiar en él.
David estaba de acuerdo. Pero, ¿qué podían hacer? Una de las cosas que había dicho el hombre, al menos, era cierta: le tenían localizado a él, mientras que él no podía localizarles a ellos. Eso marcaba una gran diferencia.
No creía tampoco en su declaración de principios contra la muerte y la violencia. Si realmente eran tan poderosos como afirmaban, si podían acabar con él de un plumazo, ¿por qué no lo habían hecho ya? Si no les importaba enviarle al exilio eterno, no debía importarles tampoco eliminarle de cualquier otra forma. Sobre todo teniendo en cuenta su peculiar filosofía sobre los individuos y las masas.
No, la respuesta era obvia. No podían eliminarle. Como no habían podido hacerlo los miembros de la hermandad. Por eso habían urdido aquel estúpido plan. Querían que les abriera la puerta de atrás. Conseguir que les dejara entrar, se abandonara. Un golpe rápido, y todo habría acabado. Un final limpio y satisfactorio.
Estaban locos si pensaban que iba a acceder a sus pretensiones.
Pero esto no resolvía el problema. Cuando ya creía que todo había terminado, se encontraba enfrentado a un nuevo peligro. Tan desconocido como el anterior. Y al parecer mucho más poderoso.
Y tal vez no fuera el último. Aunque lo superara, ¿cuán alta era la escala del poder? ¿Hasta donde llegaba? ¿Tenía realmente algún final?
Aquel pensamiento le producía escalofríos. Era muy consciente de su condición. Era un intruso, que había aparecido arrasando en el mundo elitista del poder, como un bárbaro podría aparecer armado con una metralleta en medio de un ejército en plena parada militar. En eso también había tenido razón el visitante. Era un talento salvaje, que a duras penas podía controlar su poder, que ni siquiera sabía hasta dónde podía llegar con él. Muy lejos, indudablemente. ¿Cómo hasta descubrirles? ¿Fueran quienes fuesen y estuvieran donde estuviesen?
Había un medio muy fácil de conseguirlo, pensó con una sonrisa. Bastaba con hacer desaparecer a todo el mundo sobre la Tierra. Los siete que quedaran serían ellos.
Al instante siguiente el pensamiento le estremeció. ¿Sería capaz de hacer realmente algo así?