Read Ernesto Guevara, también conocido como el Che Online
Authors: Paco Ignacio Taibo II
Tags: #Biografía, Ensayo
Ernesto recuerda a Chichina, y la recuerda como quien da por acabado un episodio, la imagina con un nuevo novio en su hacienda, donde debía estar pronunciando en esos momentos algunas de sus extrañas y compuestas frases a su nuevo galán.
En Iquitos cambian de barco y se suben a una motonave, El Cisne. Ernesto sufre un potente ataque de asma, llega a ponerse cuatro inyecciones de adrenalina al día. Finalmente, el 8 de junio arriban al leprosario de San Pablo, perdido en mitad de la selva.
En el leprosario no sólo dan consulta y atienden a varios pacientes, también estudian con los médicos, pescan en el río y juegan futbol con los leprosos. A lo largo del viaje, en su diario, Ernesto llevará un minucioso registro de los partidos y de sus actuaciones como portero.
El 14 de junio le celebran el cumpleaños 24 a Ernesto. El día de san Guevara. "Fúser estaba de moda." Su inhabilidad para el baile lo mete en líos. Le pide a Granado que le dé con el codo si es un tango lo que está sonando; a Alberto se le olvida la señal y lo codea cuando tocan una pieza brasileña para recordarle que ésa era una de las favoritas de la Chichina y lo manda a bailar una samba como si fuera un tango.
Tres días más tarde Ernesto logra una de las hazañas por las que daría la vida: cruzar a nado el Amazonas, una travesía en diagonal de unos 4 km aprovechando la corriente. Sale a la orilla jadeando, pero lleno de felicidad.
Al río Amazonas volverán unos días más tarde, cuando abandonan el hospital, en una balsa rudimentaria con una cabaña de ramas en el centro que les fabrican los leprosos, la Mambo-Tango, con la que navegan durante tres días río abajo. Queda para la historia una foto en que los dos argentinos se muestran orgullosos a bordo de la balsa, ambos apoyados en sus remos, Ernesto con camiseta de veneciano, Granado con pantalones casi bombachos.
Por ir durmiendo, la Mambo-Tango deriva siguiendo la corriente hacia Brasil y se ven obligados a cruzar el río en canoa para llegar a Leticia, en Colombia, donde vagando por el pueblo se encuentran con el gerente del Independiente Sporting de Leticia, a quien convencen de sus habilidades futbolísticas y aceptan en principio entrenar al club a tiempo sin definir y a sueldo por definir según los resultados. El 26 de junio comienzan a trabajar en el mejor empleo que han tenido en todo el viaje. Granado relata que el estilo del club se asemejaba al juego de los argentinos de los años treinta, "con el arquero clavado bajo los palos, los zagueros metidos dentro del área y la línea media corriendo toda la cancha." Los dos brillantes técnicos introducen la marcación hombre a hombre y en horas, tras un juego de práctica de la delantera contra la defensa, logran resultados maravillosos.
En los ratos libres los dos entrenadores leen una geografía y una historia de Colombia; por los periódicos y las conversaciones se enteran de la historia del Bogotazo, los enfrentamientos entre liberales y conservadores y la actual guerra de guerrillas campesina en los llanos.
Los entrenamientos continúan. Ernesto comienza a jugar de portero y mueve a la defensa para que se le quite la rigidez. Entre eso y darse una vuelta al hospital para ver casos de paludismo se van pasando los días. En el primer partido del Independiente Sporting pierden, pero el público se maravilla de los avances del equipo.
Llega finalmente la fecha de un torneo relámpago, cuyo primer juego ganan con gol de Granado, al que las masas locales bautizan "Pedernerita", en honor del crack argentino Pedernera, por su estilo driblador, y Ernesto está genial en la portería. En la final terminan cero a cero y tienen que definir el trofeo en una tanda de tres penalties. Ernesto detiene el tercero (me atajé un penal que va a quedar para la historia de Leticia), pero de poco servirá, porque el centro delantero de su club falla los tres.
Un día después, en el último entrenamiento, Ernesto, herido en la rodilla, se mueve durante la ceremonia de izar la bandera para buscar un papel con el cual cortar la sangre y un coronel le echa tremenda bronca. Puede ser que acabe mal la fulgurante carrera de los entrenadores. Granado piensa en ese momento que el temperamento áspero de Ernesto vencerá y se armará en grande, pero Guevara sonríe y traga (agaché el copete).
Es la hora de partir. A pesar de las ofertas para que sigan entrenando al club, cobran, venden lo que les sobra de la balsa y salen en avión para Bogotá en un carguero militar.
En Bogotá les sorprende la cantidad de policías con armas largas en las calles. Se siente el peso de la dictadura de Laureano Gómez. Comen en un comedor estudiantil, duermen en sillas en un hospital.
Por una tontería se enredan con las arbitrariedades de la policía colombiana, que los detiene amenazándolos con la deportación. En una noche Ernesto estaba haciendo un plano en la tierra con un pequeño puñal para orientarse en Bogotá, cuando unos policías los detienen y les requisan el cuchillo. Al tratar de reclamarlo al día siguiente, son detenidos de nuevo y amenazados, tratados en forma vejante. Granado se indigna no sólo por los abusos policiacos, también por la apatía de la gente que les recomienda que no se metan en líos.
De esta triste estancia en la capital de Colombia se rescata el que pudieron ver jugar al mítico Real Madrid contra el Millonarios. Logran entrevistarse con Alfredo Diestefano quien les regala, enloqueciendo a Ernesto, mate y dos entradas para el siguiente partido.
Como siguen sus escarceos con la policía por el rescate del puñal, terminan hasta negándoles el permiso para visitar el leprosario de Agua de Dios y sacándolos del hospital donde duermen. Hartos de Colombia y sus policías, el 14 de julio pasan la frontera Colombia-Venezuela por el río Táchira. El cruce resulta desagradable por ambos lados, preguntas innecesarias y estrujamiento del pasaporte, miradas inquisitorias del lado colombiano, displicente insolencia, rasgo al parecer común a toda la estirpe militar del lado venezolano y de pasada más broncas por el famoso cuchillo. Afortunadamente los aduaneros no se enteran de que traen una pistola en una de las mochilas.
Los precios venezolanos los obligan a tomar agua en Barquisimeto cuando los demás toman cerveza. El asma viene castigando a Ernesto. En el camino elaboran un primer plan: si Ernesto consigue con un pariente suyo que transporta caballos un viaje a Buenos Aires en avión de carga y Granados trabajo de médico, ahí termina por ahora la cosa. Si ambas cosas fallan, seguirán hacía México.
Granado presiona a Guevara para que vuelva a Buenos Aires y cumpla la promesa hecha a su madre de graduarse de médico. Parece que Ernesto tenía asumido el asunto, porque en una carta a Tita Infante escrita desde Lima se cita con ella en Buenos Aires, en agosto, para terminar la carrera. Y nuevamente, el 24 de julio, desde Caracas, le habrá de pedir a Tita que lo inscriba en la facultad.
De Caracas les sorprenden los brutales contrastes entre la riqueza y la miseria y, sobre todo, los coches (automóviles relucientes descansan en las puertas de viviendas completamente miserables). Viven en una pensión de mala muerte, se dejan odiar y odian a los burócratas de la embajada Argentina y recorren a pie la ciudad de arriba para abajo.
Ernesto se pierde en los ranchitos de los alrededores de Caracas, ranchos de adobe, miseria brutal, casas con fogón, negros a los que la gente llama "portugueces"... Intenta tomar fotos de una familia y la gente se niega. Cuando está jugueteando con la cámara a que les toma o no la foto, al enfocar a un niño en bicicleta, éste se espanta y se cae. Me alejo con cierto desasosiego porque son grandes tiradores de piedras.
Al final de la primera semana Granado consigue trabajo en el leprosario de un pueblo cercano, a 30 kilómetros de Cabo Blanco, y el representante del dueño de los caballos, con el que tiene relaciones el tío de Ernesto, no tiene inconveniente en transportarlo si consigue visa estadunidense, porque el vuelo de retorno a la Argentina se hace viajando al norte por Míami. En un brindis de despedida, con los conocidos que han hecho en esos días, Ernesto no puede evitar enzarzarse en una discusión con un periodista de la UPI y de pasada con la manera de pensar de toda la clase media venezolana. Termina con un bonito exabrupto: Yo prefiero ser indio analfabeto a millonario norteamericano.
No debe ser fácil el adiós entre Ernesto Guevara y Alberto Granado. Entre ellos se ha armado una amistad a prueba de enfermedades y de hambres. Se intercambian promesas de reencuentros. No lo saben entonces, pero tardarán mucho más tiempo del que piensan en realizarse.
Ernesto vuela de Caracas a Miami en un avión de carga que transporta caballos de carrera, se supone que estarán sólo un día en Miami, pero el avión tiene descompuesto un motor y se ve obligado a esperar la reparación con un dólar en el bolsillo.
Para sobrevivir termina pactando con una pensión a la que le pagará cuando retorne a la Argentina. Frecuenta la biblioteca, vive a dieta de café con leche, camina quince kilómetros diarios de la pensión en el centro de Miami hasta las playas, se mete en líos con la policía por apoyar a un puertorriqueño que habla mal de Truman...
Tita Infante recuerda que Ernesto le contó que "evocaba los 20 días pasados en Miami como los más duros y amargos de su vida. ¡Y no sólo por las dificultades económicas que le tocó vivir!"
Finalmente el avión es reparado y Ernesto retorna. La familia lo estará esperando en el aeropuerto de Ezeiza y lo verá desembarcar entre los caballos. En casa, de nuevo, el hijo aventurero. Está más delgado, y sin duda con un rostro más maduro, aunque no acabará de perder la eterna apariencia de adolescente. ¿Sólo eso? Poco tiempo después, al iniciar la reescritura de su diario, redactará: El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina (...) este vagar por nuestra "mayúscula America" me ha cambiado mucho más de lo que creía. José Aguilar lo confirma, y señala uno de los sentidos de su cambio: "Lo que sí noté después de su primer viaje fue que se interesaba mucho más por la cuestión política."
¿Qué tanto? ¿Qué política, qué proyecto? El diario trunco que ha escrito en estos ocho meses, termina con una muy vehemente y tremendista toma de partido: Estaré por el pueblo y sé porque lo veo impreso en la noche que yo, el ecléctico director de doctrinas y psicoanálisis de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas y trincheras, teñiré en sangre mis armas y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos.
Por ahora, sólo parecen palabras.
Entrada por salida
En Córdoba, 1948, a los 20 años.
A partir de septiembre de 1952, Ernesto Guevara trabaja en la Biblioteca Nacional, en la calle Rodríguez Peña de Buenos Aires, preparando sus exámenes, hora tras hora y de una manera enloquecida. Presenta el primero en octubre, tres en noviembre y diez en diciembre. Tita Infante recordará años más tarde su manera de estudiar: "Podía detenerse y profundizar mucho cuando el problema lo apasionaba: leprología, alergia, neurofisiología, psicología profunda... e igualmente podría preguntar por teléfono la víspera del examen..."
En enero del 53 realiza una última visita a la finca La Malagueña para ver a Chichina. ¿Ya están formalmente separados? ¿Hace Ernesto una propuesta que será rechazada? ¿Otra oferta matrimonial? ¿Ella no quiere compartir la locura de Ernesto? La separación será definitiva.
En ese mismo mes se publica la investigación sobre alergia en la que ha estaba trabajando en la clínica de Pisani. Allí sus compañeros recordarán las cosas más absurdas, el tipo de cosas que se recuerda cuando se hace la novela sobre un desaparecido: Un día llega a la clínica con un zapato diferente al otro, conseguido en un remate. Lee cosas extrañas: un libro de arqueología sobre los incas comprado con dinero que le dio su tía. Cuenta chistes verdes a las laboratoristas, le corrige la sintaxis a sus compañeros, coquetea con su compañera de trabajo, Liria Bocciolesi, a la que medio en serio medio en broma le propone que hagan el próximo viaje juntos, ¿cuál viaje? Un viaje, porque Ernesto, evidentemente, está de paso en la Argentina. Ha descubierto América Latina y el futuro de doctor en Buenos Aires le resulta pequeño y estrecho. Liria, muy tímida, se asusta de la oferta.
Comienza a escribir, a partir de su diario, sobre el pasado periplo latinoamericano, un librito que nunca terminará y que titula "Notas de Viaje", al que define en negativo como ni relato de hazañas impresionantes ni relato un poco cínico. Una visión fugaz no siempre equitativamente informada y cuyos juicios son demasiado terminantes.
El 11 de abril presenta su último examen, clínica neurológica. Horas más tarde llama por teléfono a su padre: —Habla el doctor Guevara.
La familia está contenta, parece que el camino se abre, el doctor Guevara colaborará con Pisani, y entonces:
—Viejo, me voy a Venezuela.
A Venezuela para alcanzar a Granado, donde lo espera la posibilidad de un trabajo de médico residente en un hospital para leprosos en Maiquetía. Y la familia piensa lo peor, el asma, el frío en las carreteras, viajando en trenes de segunda, hambreado.
Y lo peor será que no tiene duda. En Venezuela está Granado trabajando. Venezuela es cualquier cosa, cualquier cosa lejos. El vagabundo gana la partida.
Durante un par de meses entran y salen jóvenes de la casa familiar, se prepara la despedida. Conseguir plata, sacar el título, legalizarlo... Un viejo amigo de Altagracia, Calica Ferrer, sería el compañero esta vez. Ni hablaba de sus sentimientos, ni hablaba de mujeres. El 12 de junio se titula.
La despedida será una fiesta familiar, su hermana Celia cocina un curry. Los jóvenes bailan; Ernesto los observa esquinado, el baile era para él como un ruido incómodo. Mientra lo contempla en una esquina del cuarto y la fiesta crece en torno suyo, Celia, su madre, le dice a su sobrina: "Lo pierdo para siempre, ya nunca más veré a mi hijo Ernesto." Se equivoca. Pero el Ernesto que verá años más tarde será otro.
América sin retorno
En su segundo viaje por América Latina, alrededor de 1953.
En un día gris y frío Ernesto Guevara en compañía de Carlos Cauca Ferrer, con menos de 700 dólares en los bolsillos compartidos, se despide de la familia en la estación Retiro de Buenos Aires. Los que lo acompañaban guardarán la imagen del joven caminando por el andén que de repente alza su bolsa de lona verde y grita: ¡Aquí va un soldado de América! Cinematográficamente el tren comenzó a deslizarse por los rieles y Ernesto, ya sin mirar hacia atrás, se fue acercando hasta pescarse de la agarradera y subir en uno de los vagones para luego desaparecer.