Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Y después de esto pasamos otras dos semanas de mucha holganza y ya no osaron los negros huidos acercarse al río. Y en este tiempo tuvimos mucha conversación con los negros Columba que vivían en las chozas. Y Paliques les preguntaba qué había para cada sitio que él señalaba: siguiendo el río abajo o remontándolo o pasando las montañas o yendo para donde el sol sale, y ellos a todo respondían lo mejor que sabían en su mucha ignorancia y parecíanos que decían verdad.
En esto quise mover yo de allí pronto porque veía que algunos ballesteros se habían aficionado a las negras y temía que quisieran traerlas luego, así que dispuse que siguiéramos para Septentrión, a donde Boboro había dicho que pastaban unicornios, detrás de las montañas, y con nosotros vino un muchacho negro de los de las chozas.
Y a éste le pusimos Morros por el mucho hocico que tenía, y parecía más noble que el otro guía.
En saliendo del río grande, a los dos días de marcha, entramos por la arboleda y dimos en unas navas tal largas que se perdía la vista por ellas y parecían no acabarse nunca si no fuera porque a lo lejos se veían montes grises. Y estas navas eran muy llanas, con pocos cerrillos, y estaban todas llenas de yerba espesa y alta y matas de diversas clases y hechuras y de vez en cuando había como bosquecillos de unos árboles chicos parecientes a los chaparros a los que era maravilla ver cómo se subían ciertas cabras por catar los frutos y nueces que crían.
Y en estas navas había muchas manadas de venados y cabras y toros y otras de unos mulos blancos con rayas negras como pintadas muy corredores, y nosotros, viendo en ellos nuestra salvación y acomodo si los domábamos, dimos luego en cogerlos. Y el negro Morros se reía mucho como si hiciéramos cosa la más graciosa y disparatada del mundo, y se tapaba los ojos como hacen en su pueblo con los niños y los locos. Y al final llevaba él razón porque, por más que corrimos, no se les pudo dar alcance ni se dejaron ensogar. Mas, con todo, ballesteamos un mulo por ver cómo era y vimos que era como burro padre pero las orejas más gordas y venteadoras y la carne más prieta y hecha que la de burro. Y Andrés de Premió certificó que en sus Asturias de Uvieu había burros de aquéllos, solo que, con las muchas aguas que allá los cielos de ordinario hacen, han perdido la color y las rayas. Y dijo que a estos mulos llaman asturcones y no se dejan domar y que se distinguen de un potro mediano en que tienen sus partes negras y más crecidas.
Y éstos y los otros animales se dejan cazar muy fácilmente pero hay que acercarse a ellos hasta tiro de ballesta viniendo de atrás porque son grandes venteadores y huelen mucho cuando el aire les viene de cara. Y con esto pasamos adelante viendo muchas maravillas en serpientes y raras yerbas y flores grandes mas que pecho de hombre y otras rarezas que nos ponían esperanza de que muy pronto habríamos de dar con unicornios. Y cavilábamos, cuando de noche estábamos en torno al fuego, que los habríamos de cazar como a los otros animales y que por fieros que fueran habrían de sucumbir a la recia ballestería que llevábamos sin necesidad de doncella que los amansara. Y con esto íbamos criando ánimos para sobrellevar las fatigas y quebrantos que cada día nos traía la marcha por lugares sin nombre ni personas. Y en cruzar aquella llanura echamos más de un mes, y en ese tiempo no topamos con seña alguna de gente y esto nos maravillaba mucho siendo la tierra tan buena y habiendo agua y caza en tanta abundancia.
El primer domingo de marzo hallamos un pozo con brocal grande de piedras en derredor y una vereda. Y acordamos seguir aquel camino y al poco trecho vimos algunas mujeres negras vestidas de largas tocas y fuimos a ellas y cuando estaban a un tiro de ballesta les dimos voces que éramos amigos, en la parla de los negros, y les hicimos señas. Mas ellas no entendieron y se alborotaron y escaparon con mucho susto y nosotros seguimos por la vereda adelante donde, a poco, dimos en un llano donde se descubrían más de cien chozas redondas con las paredes de barro y el techo de caña, como algunas que hacen los pastores en Castilla.
Y en torno a las chozas había una cerca baja de barro, menos que tapia, que no llegaría al pecho, buena para que no entraran animales al pueblo mas no para defensa de hombres. En lo que conocimos que sería pueblo de gentes pacíficas y así nos íbamos acercando cuando la gente se fue saliendo al camino en gran muchedumbre, todos negros de la negrura y tinte del traidor Boboro. Mas como venían mujeres y niños, nada temimos, sino que concertadamente y en buena ordenanza seguimos adelante. Mas yo dije que los traseros que en la zaga marchaban llevasen armadas las ballestas por si acaso. Y en llegando a tiro de piedra los negros se detuvieron y el que parecía mandamás de ellos se adelantó.
Y éste era un viejo liado en una manta y con los pelos pintados de alheña y abiertos como melena de león. Y levantó una mano, que es señal de amistad entre aquellas gentes, y los que venían detrás, que venían gritando muy extraños gritos, se callaron luego. Y es de ver que entre los negros hay muchas tinturas y pelajes pero todos tienen la misma costumbre de gritar cuando se juntan muchos que no parece sino que los estén despellejando. Y también patalean mucho sobre el suelo levantando grandes polvos. Y fray Jordi creía que, por causa desta costumbre, les han ido agrandando los pies y hasta ensanchando las narices, pues, cuando hacen fiesta festejada, se meten en muy recios polvos donde no podemos respirar los cristianos pero ellos sí respiran como digo, por la anchura de las narices.
Y luego que llegamos a medio tiro de piedra, se pararon los negros y nos paramos nosotros y se adelantó el mandamás y nos adelantamos Paliques y yo. Y Paliques temblaba algo. Y en llegando al negro yo le hice el saludo morisco que pensé que lo entendería, y éste es poniendo la mano derecha en el pecho y luego en la boca y luego en la frente. Lo que quiere decir que mis sentimientos y mis palabras y mis pensamientos están contigo y es la cosa más mentirosa y embustidora que nunca se viera, pues sabido es que cuando un moro te lo hace es mejor que no te fíes de él. Hícelo yo, por ver si el otro entendía, y él entendió y lo hizo también, por donde ya nos percatamos que había tenido trato con moros. Y luego habló Paliques y el otro entendió y Paliques dijo qué recado nos traía al país de los negros y cómo éramos criados del Rey más grande de los cristianos y cómo veníamos en pos de un animal llamado unicornio. Y el viejo todo lo entendió menos lo del unicornio, de lo que yo hube no poco pesar. Mas en eso se volvió y dijo algo a los que atrás quedaban y ellos se apartaron haciendo calle y pasamos por medio de la muchedumbre y nos pareció que eran gente respetuosa y algunos dellos alargaban la mano como niños temerosos y tocaban nuestras carnes, que nunca las vieron tan blancas, y pensaban que era ilusión o que las traíamos pintadas de polvos de albayalde y se maravillaban mucho de que fuera aquélla nuestra color natural. Y otros se espantaban de las barbas y subían manos a mesárnoslas mas yo di orden de que nadie lo tomara a ofensa pues la negrada no entendía lo que era en Castilla mesar barbas y que en esto debíamos consentirlos sin tomar ofensa, como se lo consentimos a los niños, y los ballesteros en todo fueron obedientes sino aquel Pedro Martínez, "el Rajado", que venía refunfuñando que yo los ponía en grandes peligros por tener las cosas en poco y que él no sufriría que le mesara las barbas ni su padre. Mas, por suerte, ningún negro le puso mano a las suyas porque las tenía ralas y entrecanas y le hacían una cara de catavinagres que a nadie, por más negro que fuera, apetecería llegarse a su rostro. Y con esto pasamos adelante y fuímonos entrando por entre las chozas y llegamos a una plaza que en medio dellas se hacía y a un lado de la plaza había una casa grande hecha del mismo adobe y cañas trenzadas que las otras, pero mucho más alta, que parecía iglesia si no hubieran sido los negros gente pagana, y enfrente della estaba una choza más ancha y muy adornada de abalorios y pieles curadas, que conocimos ser la posada del Rey. Y paramos delante y el Rey de aquellos negros salió a vernos y era el hombre más gordo que jamás se viera, que casi no podía andar de las mantecas que le colgaban del culo y de los brazos, y la panza la tenía no más chica que tonel de quince arrobas, y la papada le hacía tres pliegues en la sotabarba y le descansaba en el pecho, y las tetas las tenía como ama de leche. Y todo esto lo vimos porque, fuera de algunos adornos de ciertas cañas pintadas y marfiles, el Rey de los negros venía del todo desnudo y en cueros como su madre lo parió, menos un pañizuelo que alcanzaba a taparle las vergüenzas. Y el viejo que nos había traído dijo que aquél era el Rey Furabay, pero nosotros de allí en adelante lo llamamos el Gordo haciendo merced de que a los Reyes no es ofensa llamarlos por apodo. Y el viejo era su médico y su consejero y canciller y se llamaba Cabaca. Y le dio parla al Rey de quiénes éramos y del recado que traíamos y el Rey me hizo seña que me acercara a él y luego me estuvo gran pieza mesando las barbas y palpándome los brazos y acariciándome el pescuezo con aquellos sus dedos sebosos y suaves como negras butifarras o morcillas, y yo me dejaba hacer con paciencia y disimulaba el asco. Y detrás del Rey Gordo salieron hasta cuatro mujeres muy liadas en tocas de muchos colores y con el pelo muy trenzado en trencillas chicas como cordel y adornado de prolijos modos. Y dos de ellas eran gordas casi tanto como el Rey, pero las otras dos eran jóvenes y de armoniosas y justas carnes y Cabaca dijo que aquéllas eran las mujeres del Rey Gordo y fue diciendo los nombres dellas, sólo que yo sólo me quedé con los de las dos jóvenes que eran Asquia y Duma. Y las dos se parecían como hermanas porque, como ya dejo dicho de otras veces, entre la gente negra hay menos caras que entre la blanca, sólo que Asquia tenía el mirar más alegre que la otra y alargó un brazo como si titubeara si tocarme el pescuezo o no y yo le compuse mi semblante amistoso y ella se rió con una muy alegre y prometedora risa y el Rey Gordo se rió como invitándola a que me tocara y con esto ella tuvo licencia y me pasó la mano cálida y suave por el cuello, de lo que me subió un temblor por el estómago arriba y quedé muy confortado y los otros ballesteros muy envidiosos después del regocijo que habían tenido cuando el Rey Gordo me palpó como a caballo en feria. Y con esto dio plática el Rey Gordo, la cual entendió Paliques, y era que no sabía qué regalo habíamos traído para él, porque es costumbre del país que las visitas se hagan regalos y en esto los negros tienen los mismos malos usos que los blancos y yo, no sabiendo qué darle, determiné entregarle aquel vestido que me regalara mi señor el Condestable y que llevaba en mi hato de ropa estorbándome ya y sin habérmelo puesto desde que entramos al arenal. A la vista estaba que en el país de los negros no iba a encontrar ocasión de lucirlo y así lo saqué de su talega y se lo entregué y él lo tomó a gran merced y lo miró por muchos sitios y se reía como niño con vejiga y, aunque nunca se lo podría poner, por su mucha grosura, lo metió para su choza con grandes muestras de placer. Y en estas y otras pláticas sobre nuestro país y familias gastamos el tiempo hasta que el Rey Gordo, que mucho no podía estar de pie, nos despidió y nosotros fuimos con Cabaca y toda la otra gente a unas chocillas que allí cerca estaban, donde nos aposentaron muy bien aposentados, que era de mejor habitación que a lo que estábamos acostumbrados, y nos trajeron de comer gachas de mijo y frutos de diversas clases y nos hicieron muchas honras y fiestas y nos ordenaron muchos placeres y luego se fueron para que descansáramos.
Cuando pasamos una semana entre aquellos negros, determiné pasar adelante con guías ciertos hasta el país de los leones, donde Cabaca nos decía que estaría aquel unicornio por el que veníamos preguntando y que él nunca viera. Pero luego se fueron trabando distintamente las cosas, de manera que hubimos de estar con ellos sin movernos del sitio por más de un año. Y aunque esto se hizo muy en contra de mi voluntad, que yo sólo pensaba cada día en servir al Rey nuestro señor y en tornar pronto a Castilla, ahora diré como se aparejaron las cosas.
Llegó la Pascua, y los ballesteros no la festejaron como cristianos con penitencias y cenizas y ayunos sino que cada día ballesteaban y comían carne y se refocilaban con las negras muy desahogadamente y fray Jordi me venía con quejas que del lujurioso y vil acto los cuerpos son debilitados, según los autores de medicina ponen por cuento, y que el que a la tal delectación se da en gran cantidad pierde el comer y aun acrecienta por ardor y sequedad del fuego en el beber, como todo violento movimiento sea causa de sequedad y todo, sequedad y aductión, causa de destrucción, mas ni yo ni los ballesteros hicimos oído de lo que sabiamente se nos advertía, y Dios nuestro señor fue servido castigar nuestra impiedad con unas bubas que nos salieron por todo el cuerpo como viruela y se iban hinchando y reventaban y salía de ellas pus que hedía mucho y por la parte de las ingles se hinchaba la carne hasta no dejar que el aquejado anduviese ni osara ponerse de pie siquiera para hacer sus necesidades, y otros bultos salían en el pescuezo y los ojos se pegaban de legañosos. Y esta peste era conocida de los negros, sólo que ellos la sufren en su corta edad y mueren muchos niños della. Y de los nuestros murieron, en dos meses, catorce hombres, entre ellos Federico Esteban, el físico de las llagas, y el lego que servía a fray Jordi con lo que solamente quedaron dieciocho ballesteros; y Andrés de Premió también estuvo enfermo mas no murió y fray Jordi cada día ensayaba conocimientos y unturas y pomadas, mas no hubo manera de dar con el remedio y medicina porque las yerbas necesarias no se criaban allí, según decía, sino en ciertas partes de Cataluña y del país de Provenza, con lo que quedamos muy informados pero poco aliviados. Y en todo este tiempo el Rey Gordo nos trató muy bien y cada día nos mandaba comida de la suya y todas las cosas que para nuestra despensa eran menester muy cumplida y abundosamente. Con lo que quedamos muy agradecidos y por más obligarlo le regalé los tres camellos que estaban todavía con nosotros y que él mucho miraba y los otros fardajes y tiendas, que ya se veía que de nada nos habrían de servir en el país de los negros sino de estorbo. Y en llegando la fiesta de todos los Santos, yo mandé hacer oficio por las ánimas de todos los finados y los días siguientes hicimos misas por cada uno de ellos y todos las oíamos muy devotamente.
Y en este año que forzosamente estuvimos en aquel lugar, algunos aprendimos a chapurrear un poco la parla de los negros y nos maravillamos de los usos y costumbres de tales gentes. Y aquellos negros hacían boda de muchos mancebos con muchas doncellas, de manera que nunca se supiera de quién los hijos nacidos eran, sino que algunos nacieron más claros y mulatos y cuarterones y ésos eran hijos de los ballesteros, y hasta Inesilla parió aquel año de Andrés, mas el hijo que tuvo murió de allí a poco. Y fray Jordi amistó mucho con el viejo Cabaca y los dos mutuamente aprendieron de lo que el otro sabía de yerbas y cocimientos y ensalmos. Y salían juntos a donde los árboles más espesos estaban en busca de sus raíces y hojas y remedios. Y yo hice amistad con el Rey Gordo y cada día iba a verlo y le hacía ceremonias cortesanas de las que usábamos en Castilla, que es cosa probada que la lisonja a todo el mundo halaga y toda voluntad doblega, sea de una u otra color, y el Rey Gordo me regalaba cada día y me preguntaba lo que yo sabía de las estrellas y del arenal y de los barcos y naos que navegan por la mar, que él nunca viera, y sobre el Rey de Castilla y de las guerras que traemos con los moros y de todo le iba dando yo cuanta puntual según mejor podía. Y aunque hablara con él yo siempre tenía puesta las mientes en aquella Asquia su mujer, de tetas y muslos tan firmes que me tenía comido el seso, y sólo pensaba en ella cuando me acostaba con alguna de las otras negras del pueblo y hasta se me representaba en sueños cuando dormía, sólo que entonces, cuando iba a llegarme a ella como varón a mujer, la dicha Asquia se iba empequeñeciendo y menguaba como si fuera niña y luego más aún como muñeca cocida y luego más, hasta tornarse tan chica que no se podía ver, con lo que, aun siendo todo sueño, quedaba yo muy burlado y escarmentado de mis lujurias.