En busca del unicornio (26 page)

Read En busca del unicornio Online

Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: En busca del unicornio
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otro día de mañana íbamos bajando un barranco seco por el que difícilmente se pasaba cuando el guía negro dijo que quería subir al repecho por ver si estaba despejado el campo al otro lado. Y nosotros, que ya habíamos ido cobrándole alguna confianza, lo dejamos ir. Mas, en llegando al somo de la loma, luego emprendió veloz carrera por escapar de nosotros por la otra cuesta donde no era visto.

Y esto advertido dije a Ramón Peñica y al Negro Manuel que fueran a matarlo. Y ellos subieron con sus ballestas armados por donde se había perdido y en llegando arriba le mandaron virotes ferrados de los que, aunque ya iba lejos, murió. Y con esto nos quedamos otra vez sin guía porque así lo dispuso Dios Nuestro Señor que bien sabía que no lo necesitaríamos para lo que había de venir.

Y esto fue que a otro día de mañana dieron sobre nosotros, con grande grita y retumbar de hierros sobre los escudos, una recia batalla de más de cien negros que habían estado acechando nuestro paso por cierto rio mediano. Y, en viéndolos llegar, luego nos pusimos en defensa concertadamente y los ballesteros armaron a toda prisa sus ballestas y les tiraron a los que más emplumados y vociferantes venían, como tenían enseñado de otras veces, y éstos murieron, mas detrás de ellos venían gran muchedumbre y fiera que no cejaba y aún dio tiempo a hacer otras dos cargas de virotes antes de que en llegando los enemigos a tiro de sus venablos lanzaran muy derechamente sus agudos hierros y mataran a los míos.

Y de éstos cayó a mi lado, mirándome desacompasadamente, aquel Ramón Peñica que tan bueno era, con más de diez venablos que le entraban por el pecho y le salían por las espaldas, chorreando sangre como un San Sebastián. Y a Andrés de Premió no le pude ver más la cara, que habiendo recibido algunos hierros cuando aún estaba en medio del río, la corriente se lo llevaba, hundida la cabeza, y con él al de Villalfañe y su trompeta y a otros dos, con los que el agua bajaba tinta y bermeja de la mucha sangre que manaban. Y con esto yo, que tenía el cuchillo en la mano, me vi rodeado de negros con muy fieras caras pintadas de albayalde y embrazados en las adargas blancas y dejando ver muchas lanzas cortas y venablos y mazas de hierro. Y sintiendo que ya no cabía servir al Rey nuestro señor más que muriendo dignamente y como hombre bueno, quise irme contra ellos para acabar allí, mas alguno avisado me dio un planazo en la mano y me desarmó y otros me cautivaron y prendieron y fuertemente me ataron. Y luego tomaron los despojos de los muertos y me llevaron con el Negro Manuel, que también lo habían apresado, al real de los negros, y corrían delante haciendo grandes fiestas y danzas de la alegría que nuestro prendimiento les daba. Con lo que nos fuimos barruntando que tenían habla de nosotros y que habían salido a buscarnos.

XVII

Y moviendo de allí a otro día muy fuertemente custodiados vinimos a dar en un real más grande que en un prado estaba, donde había casas de madera y más negros juntos de los que había visto en muchos años. Y el que nos llevaba luego nos entregó a otro negro alto y nervudo que parecía de más autoridad y éste le preguntó al Negro Manuel muchas cosas no cuidando que yo pudiera entenderlo mas yo lo entendía cabalmente. Y así fui sabiendo que el Rey Monomotapa había tenido noticia de cómo extraños hombres blancos que no eran moros ni de los otros que entraban por mar, habían pasado a sus estados. Y había mandado a muchas gentes armadas a muchos puertos y lugares en nuestra busca. Y que el mandato era que en tomándonos nos presentáramos delante dél porque había llegado a sus oídos el gran poder de los hombres blancos y que con ellos iba el Herrero Blanco que era hombre de virtud. Y por esta parla luego entendimos que los que tales cosas dijeran serían los negros que con nosotros venían y que fueran tomados cautivos meses atrás. Y en dejándonos solos, encerrados en una casa de madera sin ventanas, con muchos guardias a la puerta, hablé con el Negro Manuel y acordamos que yo haría que no entendía nada de aquellas parlas de negros y que él me hablaría en la lengua de Castilla, que ya muy bien había aprendido, cuanto los negros dijeran y quisieran saber y de este modo no lo mandarían a las minas ni nos separarían.

Y así nos tuvieron encerrados sin dejarnos salir de aquella oscuridad por tres o cuatro días. Y cada noche nos traían un cántaro de agua y algunas gachas y algo de carne que yo ya no podía comer por mengua de dientes y porque habían tomado de mí el cuchillo con que comúnmente me servía. Y a los cuatro días nos sacaron de allí con muy fuerte guarda y partimos sin saber qué camino ni adónde. Y además de los dichos guardas venían con nosotros dos sartas de esclavos cargados de espuertas que en somo de las cabezas portaban. Mas andando el camino uno de los guardas, que era muy reidor y lenguaraz, se fue aficionando a ir con nosotros y le contaba al Negro Manuel que aquellos esclavos llevaban oro. Y en un descanso de los que hacíamos nos lo enseñó. Y el oro tenía forma de dos barras grandes soldadas por un travesaño más chico. Y cada una de ellas habría de pesar tres o cuatro libras, y así las sacaban del horno que estaba al lado de la mina y cada esclavo llevaba ocho barras en somo de la cabeza. Y los esclavos habrían de ser quince o veinte, sujetos por los pescuezos con sogas y con grilletes de palo a las manos. Y los guardas que iban detrás y delante serían más de cien y algunos de ellos llevaban nuestras ballestas y el saco donde el unicornio iba con los huesos de fray Jordi. Y el guarda que hablaba con el Negro Manuel le dijo que Monomotapa nos quería con todo lo que tuviésemos aunque fuera una boñiga de venado, lo que nosotros pensamos que sería por la gran virtud que los negros creían que las cosas de los blancos habrían de tener. Y es de explicar aquí que muchos negros de aquella tierra groseramente creen que la virtud de las personas y su valor y su sabiduría se quedan impregnadas en las cosas que las dichas personas usan y con ellas pasan luego al que las cosas hereda. Y en esto son muy aficionados a las reliquias de gente grande y todos portan amuletos y vendas de virtud heredados de sus abuelos.

Y con esto pasamos adelante y de allí a diez o doce días llegamos a un valle grande con un río mediano. Y antes de llegar al valle habíamos cruzado por sitios donde había muchas chozas y salían negros y negras a vernos. Y en aquel valle había un pueblo grande y estaba todo lleno de chozas bien construidas con barro y árboles y techadas de paja. Y estas chozas estaban a los lados del río y muchas de ellas dentro dél, porque las aguas bajaban muy mansas. Y las dichas chozas se tenían en somo de algunos palos y era cosa maravillosa de ver la industria y concierto de su hechura.

Y por debajo de las casas podían pasar ciertas barcas muy angostas y largas y veloces que los negros usan, con las que cruzan el río de parte a parte y pescan. Y en las partes más altas de este dicho valle había muchas terrazas como bancales que seguían la forma del cerro. Y en estas terrazas se veía a los negros labrando la tierra muy aplicadamente como antes nunca viera en lo que conocí, como en otras cosas más menudas, que estas gentes eran más concertadas e industriosas que las que habíamos dejado atrás en otros lugares. Y pasando adelante, a la tarde, llegamos a donde había un alcázar grande de piedra levantado. Y el dicho alcázar no tenía almenas ni torres ni ventanas, sino un muro redondo que cerraba una gran plaza de armas. Y el dicho muro sería como cinco estados de alto y estaba hecho de losas chicas de piedra de grano que de lejos asemejaban ladrillos mas en acercándose se veía que no era sino piedra de grano ayuntada sin mortero ni argamasa alguna, como aquella puente del agua que viera en Segovia cuando me llamó el Rey nuestro señor.

Y este alcázar grande se llamaba, en la lengua de los negros, Cimagüe y era la posada del Rey Monomotapa. Y en llegando a él entramos por un reborde que los muros hacían, donde no había puerta sino que de arriba abajo por muy estrecho pasillo se terminaban los muros remetiéndose en redondo. Y yo miré por las quicialeras y las trancas que sostendrían la puerta y ni puerta había ni con qué barrerla, cosa que me maravilló mucho. Y en esto vi lo poderoso y confiado que habría de ser el Monomotapa de tener alcázar tan seguro que no había menester de puertas. Y en pasando por el hueco ya nos tomaron guardas nuevos y los que nos habían llevado dejaron allí las espuertas de oro y luego se fueron. Y los que salieron llevaban ciertos lienzos de muchos bordados tapándoles las vergüenzas y eran nervudos y fuertes, como de guardia real. Y luego entraron las espuertas del oro y nos metieron y dentro había una gran plaza y a un lado de la dicha plaza se levantaba una fuerte torre redonda, más ancha por abajo que por arriba, como horno de cocer yeso o de hacer tejas.

Y en somo de la dicha torre había un palenque de madera donde estaban dos negros con un tambor grande. Y en viéndonos entrar lo parchearon muy vivamente dos o tres veces, como mandando aviso. Y luego había muchas casas arrimadas al muro grande todo en derredor, unas redondas y otras más cuadradas y con ventanas chicas y techos de tablas. Y estas casas estaban hechas de la misma piedra de grano del muro y de ellas salieron muchas mujeres negras y algunos niños y pocos hombres, todos vestidos de tocas y paños muy coloreados de los que los moros hacen. Mas no eran moros sino negros de diversas tinturas. Y vinieron a nosotros con muchas risas a palparme las carnes y la barba, como siempre hacían. Mas con todo pasamos adelante hasta una casa grande que junto a la torre estaba. Y en la puerta de la dicha casa había dos poyos de piedra y encima tenían dos leonas hechas de marfil y adornadas con tachuelas de cobre por simularles como manchas, según algunas leonas las tienen por todo el cuerpo. Y tales bultos eran obra de mucho arte y maravilla, que no sabía yo cómo habrían llegado allí. Mas ya sospechaba que este Rey de los negros tenía grandes tratos con los moros y que de aquí era de donde los moros sacaban el oro con que comerciaban con los reinos cristianos y con los genoveses y que todos aquellos paños y algunas espadas buenas que se veían y las dichas leonas de marfil serían obra de moros así como el alcázar en que estábamos. Y estando en estos pensamientos salió a la puerta un hombre ricamente vestido de paño colorado y dijo algo a los guardas que nos traían y luego nos pasaron a la casa. Y entramos en una cámara muy grande como sala, donde no había mueble ni cosa alguna sino sólo los desnudos muros pintados de blanco y de azul. Y la mitad de la sala estaba tapada con un paño grande como cortina de lino blanca que bajaba del techo al suelo. Y en la pared frontera había ciertos hierros y cadenas metidos en el muro donde los guardas nos ataron por el pescuezo. Y delante de nosotros dejaron todas las espuertas de oro que traían y las ballestas y el saco de los huesos y el cuchillo que me quitaran y el del Negro Manuel. Y de cuanto nos toparon encima no faltaba nada que todo estaba allí. Y luego, en sonando palmas, se fueron todos y quedamos solos. Y no había más luz que la poca que entraba por la puerta y la de una lucerna de sebo con tres cabos que en una alacenilla de la pared ardía.

Y así estuvimos gran pieza de tiempo hasta que se apartó un cabo de la cortina y salió de detrás de ella el Rey Monomotapa. Y éste era un negro joven de como veinte años o algo menos. Y venía vestido con una camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas. Y tenía una gran panza que levantaba la camisa por delante como a preñada. Y en los pies calzaba pantuflas muy ricas de seda, moriscas. Y al pescuezo llevaba muchas sartas de abalorios de colores y algunos potes de amuletos y virtud. Y en somo de la cabeza un gorro largo de seda, también morisco, que le bajaba algo por las orejas, como yelmo militar. Y delante del rostro llevaba una barba de oro larga que le llegaba a la mitad del pecho. Mas en los carrillos, que desnudos traía, se le echaba de ver que era lampiño de su naturaleza, como muchos negros son. Y luego supe que aquella barba era entre los negros señal de realeza, como el cetro y la corona lo son en nuestros reyes cristianos. Y era una barba que semejaba estar peinada y trenzada muy menudamente y con mucho primor y atada con cintas de oro y en llegando al remate de abajo era más gorda, como si llevara un moño.

Y Monomotapa se vino a nosotros sin acercarse a más de un paso y me estuvo mirando con mucha atención todas mis desnudeces por detrás y por delante sin decir palabra, tocándome con una vara que en la mano traía cuando quería que me moviera, como a raro animal, y se demoró en el muñón del brazo y luego me miró a los ojos como si me preguntara cómo había cobrado aquella manquedad. Y luego fue al Negro Manuel y le preguntó si era yo el gran Herrero Blanco y él dijo que sí y le hizo que dijera cómo nos había encontrado y lo que habíamos hecho en los años que con nosotros estaba. A todo lo cual respondió el Negro Manuel mas no dijo nada del unicornio, como ya se lo había recomendado yo, sino que aquellos hombres blancos venían de una tierra muy lejana porque habían oído hablar de Monomotapa y de su reino y querían comerciar con él por traerle más ventajosos y mejores tratos que los que de los moros recibían. A lo que el Monomotapa rió y no supe yo si reía de alegría de oír tal cosa o porque se burlaba de nosotros y sabía que todo era embuste y maraña nuestra. Y lo que más asombro me puso fue que, en escuchándose la risa del Rey, luego rieron igualmente todos los que fuera de la casa aguardaban. Y luego, siguiendo la plática y parlamento, el Rey vino a toser un poco y lo escucharon afuera y tosieron todos. Y así averiguamos que es de ley en aquella corte que el cortesano ha de hacer lo que el Rey haga y reír con él y toser cuando tosa, y escupir cuando escupa y soltar aire cuando aire suelte. Y hasta ocurre que en habiendo un Rey cojo, todos los cortesanos han de cojear en su presencia. Y aquel día hablamos poco más y luego se fue el Rey al otro lado de la cortina y dio palmas y entraron cortesanos y guardias armados que nos soltaron y nos llevaron a una casa chica que junto a las puertas a la parte de dentro estaba. Y allí nos pusieron cadenas y grillos de hierro a la pared y nos dejaron estar todo aquel día.

Y a otro día de mañana, en habiendo luz, entraron guardias que nos llevaron nuevamente a la sala de Monomotapa. Y ya el oro de la víspera no estaba allí donde lo dejaran pero todas nuestras cosas sí, en un banco de madera arrimadas a la pared. Y nos dejaron solos, atados por el pescuezo al muro como la víspera, y volvió a salir Monomotapa y estuvo una pieza preguntándome por los negocios del Rey de Castilla por intermedio del Negro Manuel. Y quería saber cuántos reinos tienen los cristianos y cómo son los pueblos y el campo y cómo la gente y cómo los reyes y qué comidas comen y en qué casas moran y qué minas tienen y todos los otros extremos que preguntar quería. Y yo en todo le exageraba la abundancia de las mercaderías que en los reinos cristianos se crían, así de paños como de joyas y curtidos y espadas y ballestas y raros instrumentos. Y le elogiaba mucho que los cristianos eran gente de paz y de fiar más que los moros, con lo que procuraba persuadirlo para que quisiera mandarnos de vuelta en embajada. Mas a los cuatro o cinco días de repetidas aquellas inquisiciones y parlamentos y de que el Monomotapa saliera siempre a nosotros con la cara descubierta mientras que los otros cortesanos suyos no le podían ver el rostro, ya nos percatamos de que no tenía pensamiento de dejarnos salir vivos de allí. Y es el caso que estos reyes han de morir, como dejo dicho, cada siete años y, en llegando a ese término, luego, se envenenan para dejar que reine otro de distinto pueblo y con ellos han de perecer sus validos y mujeres y sus criados, que son los que han podido verles el rostro en el tiempo que son reyes. Y si alguno otro les acierta a ver el rostro por azar o descuido, luego ha de morir igualmente. Lo que nos certificó que si nos dejaba catarle la cara era porque su pensamiento era matarnos luego.

Other books

Awakened by Julia Sykes
The I.T. Girl by Pearse, Fiona
Subterranean by James Rollins
Shadow Play by Katherine Sutcliffe
Highland Sinner by Hannah Howell