En busca del unicornio (25 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: En busca del unicornio
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Y después desto mandé poner velas y guardas el arroyo abajo por si venían más negros enemigos contra nosotros y a los demás los dejé que cavaran un hoyo grande para los muertos. Y mientras esto hacían, otros juntaron mucha leña y quemamos el cuerpo de fray Jordi por mengua de avíos donde cocerlo. Y luego que estuvo muy quemado, tomamos los huesos largos y los de la cabeza y los pusimos en un saco.

Y habiendo enterrado sus otros restos con los muertos, luego pusimos en somo de la fosa una cruz de palo y pasamos adelante por no demorar allí más y andábamos muy alertados viendo que estábamos en tierras de grandes enemigos y daños. E íbamos cavilando lo que cumplía hacer y luego fuimos de un acuerdo de que la tierra de los moros debía estar muy cerca, viendo que había cazadores de esclavos, que no otros habían de ser los que pusieron fuego a nuestro campamento y mataron a los blancos y se llevaron a los negros, y en esto acordamos despedir luego a los retintos que con nosotros aún venían por excusarlos de desgracias y cautiverios siendo gentes que nos habían muy bien servido y que habían dejado sus casas y gente por venir con nosotros sin paga ni estipendio cierto. Y así di orden de descansar y les dije a los negros lo que tenía determinado y cómo habiendo cazadores de esclavos por allí y siendo nosotros pocos para los defender luego podrían cautivarlos a todos y venderlos a los moros. Y los negros parecían no entender hasta que el Negro Manuel se los explicó más menudamente. Y con esto me vinieron muy tristemente a besar la mano y dieron vuelta y marcharon por el camino que habíamos traído. Y el Negro Manuel se fue con ellos, el último de todos.

Mas, cuando hubo andado gran pieza, luego mudó de pensamiento y se tornó para con nosotros y dijo que nos dejaría y que había de ir conmigo a donde yo fuera llevando los huesos de fray Jordi y que desde aquel momento se daba a mí como esclavo por no ser esclavo de ningún otro. Y viendo su mucha fidelidad y la firmeza de su amistad y cómo honraba la memoria de fray Jordi, luego lo abracé y le dije que podía venir con nosotros no como criado ni esclavo sino como igual.

Y ya prestamente se vino la oscuridad de la noche y la pasamos sin cobijo, en un hoyo hondo que una palmera había dejado en la tierra al descuajarla el viento. Y dormí a ratos solamente y así hicieron todos porque cada cual se preguntaba en el silencio de su corazón qué nuevos quebrantos traería aparejados el nuevo día y los días venideros.

Mostrándose el alba, salimos del hoyo y comimos de lo poco que teníamos de la víspera y luego partimos, por seguir nuestro camino, arroyo abajo como si lo conociéramos, sabiendo tan sólo que los arroyos van a los ríos y los ríos a la mar. Y así anduvimos tres días sin topar ni ver a nadie, cazando un poco y andando leguas. Y al cuarto día de mañana vimos venir detrás de nosotros a uno de nuestros negros que se habían despedido. Y en llegando a donde estábamos se abrazó llorando a mis piernas y yo le dije que se levantara y hablara. Y él, entre gemidos, contó cómo los habían tomado los negros del Rey Monomotapa y los habían hecho esclavos, pero él había conseguido escapar. Y que había sabido, por parlas con los negros guardianes, que aquel Monomotapa era el gran señor de las minas y cada año necesitaba muchos esclavos para trabajar en los pozos. Y que este Rey sacaba oro y cobre y marfil que vendía a los moros y a gentes extrañas de muy lejos llegadas en casas de madera que flotaban sobre las aguas. Y había sabido que para llegar a donde la tierra acaba y hay sólo agua había que caminar más de cien jornadas. Y toda aquella tierra era del Rey Monomotapa.

Y luego que esto dijo comió algo y no quiso quedar más con nosotros pues temía que sus guardas vinieran en su seguimiento y así prosiguió adelante en su camino en busca de los otros negros que a sus tierras regresaban.

Con esto quedamos muy espantados de ver que si topábamos con tanta copia de gente armada como él decía que se juntaba, no escaparíamos fácilmente de la muerte. Y determinamos no seguir por el valle sino antes bien meternos por caminos más ásperos y difíciles por los montes fragosos donde no fuéramos vistos y donde más a salvo pudiéramos llegar al mar. Y desde que nos metimos por los cerros pasaron otros quince días antes de topar con persona y cada día caminábamos hacia donde sale el sol y nos deteníamos poco y a la noche dormíamos donde nos tomaba, mal aposentados pero contentos de estar vivos cuando tantos que quedaban atrás habían muerto.

Y acaeció que un día estábamos descansando en la hora de más calor cuando oímos una gran grita de negros y nos asomamos a ver qué pasaba y vimos a tres guardas negros con gorros de palma en las cabezas que iban en pos de otro que velozmente huía monte arriba. Y el que escapaba iba tan en cueros como su madre lo echó al mundo y los otros llevaban taparrabos y aunque tenían venablos en la mano y llegaban cerca dél no le tiraban porque querían cobrarlo vivo, en lo que entendimos que sería esclavo huido. Y como más negros no se veían venir por allí, fuimos de un acuerdo de socorrer al que escapaba con lo que armamos las ballestas y nos acercamos a los guardas por entre las matas y peñas, con gran recaudo y celada, y, cuando estuvieron a tiro, les mandamos a cada uno su virote de lo que murieron luego. Y el que huía, viendo que le hacíamos merced, dejó de correr y se vino a nosotros temeroso y luego se tiró al suelo de rodillas y se echaba puñados de tierra y hojas en somo de la cabeza, que es señal de sometimiento y humildad entre los negros. Y luego yo le dije al Negro Manuel que lo alzara y el otro, que nunca gente cristiana viera, abría mucho los ojos como si estuviera soñando, a la blancura de nuestros rostros y a las barbas luengas que traíamos que, aunque blanqueaban ya, todavía eran algo bermejas. Y luego el Negro Manuel le dio parla de quiénes éramos y él le dijo en su media lengua, que aún toda no entendíamos, que había escapado de una mina de oro que se llamaba Samori y que se había venido a las montañas cuidando juntarse con algunos negros huidos de los que en las espesuras vivían y se hacían bandidos. Y que los dichos bandidos tenían por jefe a uno que había sido esclavo y que se llamaba Tumbo. Y el dicho Tumbo le hacía muy cruda guerra a las gentes del Rey Monomotapa, matándoles los guardas y robándoles las viandas y el oro. En esto le dimos a comer al negro y él volvió a donde dejaba los muertos y les tomó ciertas ropas y un par de venablos y se fue sin volver la cara, dando muestras de mucho desagradecimiento y mala crianza. Y nosotros no nos demoramos más que lo justo para arrancarles los virotes a los cuerpos yacientes de los muertos y luego seguimos a buen paso por excusar encuentros con gente más fuerte si luego los mandaban a buscar a los que habíamos matado.

Y después de aquel suceso anduvimos otros pocos días sin llegar a parte alguna hasta que cierta atardecida vimos sobre nosotros, bajando del monte, de más alto de donde estábamos, a tan gran copia de negros armados que parecía que salieran como escorpiones y arañas de debajo de las peñas. Y sin decirnos palabra ya nos tuvimos por gente muerta. Mas luego vimos que el que venía delante de ellos y parecía su mandamás levantaba los brazos haciéndonos señal de paz. Y los otros no traían los venablos terciados como a batalla y no se retraían de nuestras ballestas sino que caminaban muy francamente en derechura a donde estábamos, sin recelo ni prevención. Y después vimos cómo delante de ellos venía aquel negro que salváramos los días pasados y él se reía y movía mucho los brazos por qué lo conociéramos y daba voces que era él. Y con esto notamos que aquéllos serían los bandidos que decía que iba buscando y ya sin reparos nos llegamos a ellos y el que venía delante se tocó el pecho y saludó y dijo que era Tumbo, a lo que yo respondí diciendo mi nombre y ya quedamos amistados. Y luego bajamos con ellos al llano y anduvimos dos leguas un barranco arriba, camino el más estrecho y fragoso del mundo hasta que vino lo oscuro y se hizo de noche y dormimos sin encender fuego. Y a otro día de mañana Tumbo dijo que él nos ayudaría a llegar al mar y viendo que no había malicia en él y que conocía aquella tierra, luego nos dejamos guiar por él.

Y a otro día mediado llegamos a una montaña apartada y cubierta de espesa arboleda y tomamos el camino pedregoso de una torrentera y de vez en cuando veíamos negros armados que eran los guardas y velas, en lo que conocimos que estábamos llegando a donde Tumbo tenía su posada y pueblo. Y casi en lo alto de la montaña topamos con algunas chocillas y cuevas debajo de los árboles de las que salían mujeres con las tetas al aire, como las negras suelen ir, y daban muchos gritos y saltaban y hacían alegrías de ver volver a sus negros sanos y rientes. Y luego se vieron viniendo detrás de nosotros y con ellas gran copia de niños chicos y grandes, todos en sus cueros, con mucha curiosidad y algarabía y éstos se llegaban a mesarnos los cuerpos y las barbas por la novedad.

Pero Tumbo se volvió luego y dio un bufido y los espantó a todos, más por alardear y enseñarnos su mucho mundo que por excusarnos de la molestia que nos hicieran. Con lo cual seguimos subiendo hasta una cueva grande que se abría en somo de las peñas, dentro de la cual había otras chozas y corrales de palos. Y allí se criaba aprisco de cabras y había muchas talegas de harina encima de unas tablas que al verlas nos dieron conformidad a nuestros corazones porque hacía más de un mes que no catábamos harina. Y luego salieron mujeres y estuvieron guisando muy bien de comer y fuimos muy bien servidos así de carnes y conservas como de otras muchas frutas verdes y secas, cuantas según el tiempo se pudieron haber. Y nos aderezaron buena posada en una choza de aquellas. Y en un aparte vino a mí Andrés de Premió, que a mi lado se sentaba, y dijo: "Paréceme que debiéramos darle alguna ballesta al retinto éste, porque no hace más que mirarlas y pienso que acabará por pedírnoslas". Lo que yo tuve por de muy buen juicio y acuerdo porque dándoselas de nuestro grado lo obligaríamos más a hacernos merced.

Con lo que tomando dos ballestas regulares se las tendí a Tumbo y él las recibió como niño con nido de tres huevos y casi se le saltaban las lágrimas del gozo que le daban y se llevaba muchas veces las manos al pecho para mostrar gratitud por la merced y tornaba a reír mostrando sus dientes muy pulidos y grandes, como de caballo. Y con esto era de despierto ingenio y no lerdo, de allí a tres días ya estaba hecho regular ballestero. Y después de aquello no nos quedaban más que nueve ballestas buenas que eran más que bastante para los seis cristianos que podían servirlas.

El pupilaje de Tumbo nos llegó a la Navidad, que allí es en tiempo de muy recias calores y que pasamos muy tristemente acordándonos cada día de los trabajos y fatigas pasados y de los hombres que habíamos ido dejando atrás y muy señaladamente de fray Jordi que otras veces por este día nos hiciera misa y sermón y nos diera de comulgar. Y nosotros siempre muy devotamente habíamos celebrado el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Y los días que vinieron después fueron de grandes lluvias y se levantaron espesas nieblas y pudimos salir poco de la cueva y allí estuvimos reponiéndonos bien del tasajo de cabra que comíamos y de las tortas de harina que las mujeres venían a hacernos y fuimos soltando la parla con Tumbo y con los otros negros, de todo lo cual vinimos a saber que en las tierras de allá enfrente hasta el mar vivía la gente de Monomotapa. Y el dicho nombre quiere decir en la lengua de los negros "el amo de las minas de oro". Y este Rey no era siempre el mismo porque en estando siete años, luego lo mataban y ponían a otro y esto era porque el Rey tenía que ser siempre vigoroso y joven pues de lo contrario creían que el oro de las minas vendría a menos y habría mengua de cobre y de marfil y de todas las otras mercaderías que vendían a los moros. Y pensaban que la prosperidad del reino dependía mucho de la de su Rey y señor. Y a esto y a otras cosas nos maravillábamos mucho y fingíamos que eran de gran razón mas luego, en nuestras hablas y juntas secretas, sacábamos en limpio que los cuatro pueblos grandes que por allí vivían tenían el acuerdo de que cada uno labraba las minas y todo lo demás de la tierra por siete años. Y al cabo del plazo mataban al Rey para poner otro de pueblo distinto. Y de esta manera habían acordado sucederse en la prosperidad de la tierra y en paz y armonía y mientras cada pueblo procuraba sacar el provecho de las minas para tener, llegado el momento de dejárselas al siguiente Rey, de qué comer y vivir el tiempo de la estrechez. Y los otros tres pueblos de muy buen grado cuidaban el sosiego del reino y que no faltaran los esclavos. Y perseguían a los que escapaban y les daban muy crueles tormentos al que tomaban hurtando o huyendo. Y afligían con pechos, parias y gabelas a otros pueblos más menudos que vivían detrás de las montañas. Y todo esto mucho nos maravillaba porque nunca en todos nuestros años de vagar por la tierra de los negros habíamos oído decir que un Rey fuese tan poderoso y tan concertado en sus asuntos. Mas todo lo achacamos a que lo habría aprendido de los moros y con esto crecíamos más la esperanza de que la tierra de los moros fuera lindera con la de Monomotapa.

Pasaron las lluvias grandes y vinieron los grandes calores y algunas veces salimos con los negros a correr el monte y a cazar y a traer harina que comprábamos a otros negros en un camino a dos leguas de allí, pagando con polvo de oro. Y fuimos notando que aquella tierra está muy sobrada de oro y que comúnmente los trueques se hacen con él y tiene menos valor que en Castilla porque por lo que aquí se comprarían treinta sacos de trigo candeal allí se compra uno y de una harina mala como de cebadas broncas y raíces que no se quiere parecer a la de trigo. Mas los negros no lo echan en falta porque nunca vieron trigo verdadero, que por su tierra no lo hay, ni saben qué cosa sea.

En todo este tiempo secreteaba yo muchas veces con Andrés de Premió sobre la conveniencia de proseguir el camino porque el servicio del Rey nuestro señor requería que no nos demorásemos más de lo necesario y ya que estábamos repuestos de las pasadas flaquezas, bien podríamos pedir un guía a Tumbo y partir de allí. Y Andrés y los ballesteros andaban algo renuentes por no salir a la aventura y a las fatigas dejando la vida regalada que allí llevaban, donde no les faltaban ya las negras con que yacer ni un pedazo de carne que comer cada día.

Mas, con todo, me despedí de Tumbo y le dimos otra ballesta para pagarles sus muchas gentilezas y él nos dio dos pisteros que nos guiarían hasta donde la mar estaba.

Y después de partir de allí, anduvimos tres días por ciertos caminos y a la cuarta noche Andrés de Premió vino a despertarme muy quedamente, poniéndome la mano en la boca, y me dijo cómo los guías eran idos llevándose las ballestas y que pensaba que aún no se habían partido mucho de allí y que fácilmente los alcanzaríamos. Y luego despertamos a los otros ballesteros y al Negro Manuel y salimos a perseguir a los fugados y en tal procura anduvimos casi dos horas hasta que ya quería amanecer el alba. Y tuvimos suerte en que había gran luna y uno de los ballesteros era aquel Ramón Peñica que era muy hábil en seguir rastros porque había tenido oficio de pistero cuando servía al Condestable. Y de pronto, en volviendo un quiebro que el camino hacía, vimos a los dos negros que subían muy a su salvo despaciosamente caminando por el reproche del cerro, con las ballestas al hombro. Y dimos en perseguirlos corriendo sin decir palabra porque no fuéramos sentidos, mas ellos nos sintieron y volvieron la cabeza y al vernos llegar se echaron a correr por escapar y aunque iban impedidos con las ballestas, como entrambos eran jóvenes y vigorosos, corrían más que nosotros y luego se nos fueron perdiendo menos uno al que el Negro Manuel dio alcance y tiró por el suelo luchando. Y luego nos llegamos a él y lo prendimos y lo sujetamos fuertemente atándole las manos con unas correas. Y éste llevaba tres ballestas que pudimos cobrar y todas las otras se perdieron aquel día. Y luego le pregunté que me dijera si el robo y traición había sido por pensamiento dellos y él negó y dijo que traían ese encargo de Tumbo y que ahora él no podría volver sin las ballestas porque los otros bandidos lo matarían de muy mala muerte por lo que nos pedía que hiciéramos merced en matarlo. A lo que nosotros no sabíamos si sería nueva astucia del negro por salir con vida. Y algunos pensaban que era mejor degollarlo allí mismo. Mas yo pensé, con Andrés de Premió, que rebanándole el pescuezo no teníamos ganancia alguna, mas llevándolo con nosotros podría guiarnos al mar. Y él se conformó mucho con esto y prometió no escapar. Con lo que volvimos a andar el camino perdido por donde sale el sol, muy menguados así de ballestas como de ánimo. Y así pasamos otros pocos días y un par de veces vimos gentes que pensamos serían de Monomotapa y estábamos escondidos y quietos sin osar respirar hasta que eran pasados. Y en este tiempo sólo comíamos una vez al día de la poca y mala carne que cobrábamos. Y así excusábamos de encender fuego más veces. Y mascábamos malamente algunas yerbas y frutos y raíces que ya sabíamos distinguir. Y con las privaciones y quebrantos otra vez íbamos enflaqueciendo y perdiendo de nuestras carnes. Y en estos días anduve aquejado de un mal del que se me movieron los dientes que me quedaban, que eran pocos y podridos y enfermos, con lo que a los pocos días los acabé de perder.

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