En busca del unicornio (11 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: En busca del unicornio
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Con cuya cuita y preocupación ya no pude dormir y pasé la noche gentilmente velando su sueño y sintiéndome a ratos dichoso y a ratos desdichado y respirando el perfume suave que echaba por sus narices al respirar y dándole a veces quedos besos por los desnudos hombros y por el pecho y la garganta.

Y a ella le salía un roncor como de gatita satisfecha. Y en clareando la mañana un poco, luego se despertó y quiso taparse la cara mas ya era tarde y le dije: "Doña Josefina metida en mi alma, ángel de luz que se le ha dado a mi corazón", y ella rompió a llorar como niña y vertió muchas y muy tiernas lágrimas y me confesó que se había enamorado de mí desde que nos viéramos la primera vez en Toledo y que había obligado a Inesilla a prestarle sus tocas y sayas para las visitas que me hacía. Y yo le confesé que también ella era mi dueña y señora y las otras cosas que suelen decirse los coamantes en estos dulces aprietos y llorando muy vivamente de nuestros ojos juntas las lágrimas tornamos a abrazarnos e hicimos nuevamente lo que hombre con mujer dos veces más y luego nos despedimos con muy tiernas razones. Y en saliendo ella, como ya amanecía el día y clareaba la mañana, yo me levanté luego y encontré que tenía las rodillas flojas. Y fui al cuarto paredaño donde fray Jordi y su lego habían tendido sus camastros, y ya despertaban y tomé a fray Jordi aparte y le comuniqué lo que ocurrido había y cómo ya no teníamos virgen para la procura del unicornio a lo que él no me pareció tan sorprendido y contrariado como yo pensara que se iba a mostrar y me dijo que ya había barruntado amor entre doña Josefina y yo, mas que ahora no cumplía ponerse a llorar sobre los tiestos rotos sino que lo que habíamos de hacer era buscar otra virgen más certificada que sirviera a nuestro propósito.

Y a otro día discretamente tratamos el negocio con Manolito de Valladolid, el cual ya había amistado con los alcahuetes de la ciudad, y él marchó a tener parla con ellos con oferta de pagar una crecida suma que, por cierto, no sabíamos de dónde la íbamos a sacar, por una virgen que no fuera de las remendadas que ellos de ordinario ofrecen al forastero incauto. Y los alcahuetes hicieron sus pesquisas pero la virgen no se halló, que siendo el moro gente de tan groseras costumbres y tan vicioso del loco amor, tanto el que es mozo sin edad como el que es viejo fuera de edad, todos se dan a amar a las mujeres locamente y luego compran los virgos de las doncellas pobres y antes de que esté madura la fruta luego le hincan el diente y antes que les despunten las tetas ya las tienen desvirgadas. Y como no era el caso cruzar el desierto con una niña de siete años, que fue lo único seguro que se pudo hallar, determinamos de buscar virgen en la tierra de los negros que fray Jordi, después de larga y profunda meditación, pensó que igual serviría que fuese negra o retinta que blanca, cuanto más que lavándola y acicalándola un poco, una negra puede parecer, si no se mira mucho, tan cumplida para el caso como una blanca. Con lo que quedamos si no contentos al menos muy conformados y pacientes y ya contábamos las horas que faltaban para cruzar el desierto por deseo de bien servir al Rey nuestro señor. Y determinamos que, pues ya no hacía al caso llevar por el arenal a doña Josefina y a sus criadas, que ellas se quedarían en Marraqués bajo la autoridad de la mujer de Micer Aldo Manucio, hasta nuestra vuelta. Y Aldo Manucio había hecho amistad grande con fray Jordi pues, aunque mercader, era hombre muy cristiano y devoto y fray Jordi cada día iba a su casa a decir misa y a comer luego golosinas con vino de Chipre y Aldo Manucio aceptó complacido lo de custodiar y albergar a las mujeres hasta nuestra vuelta y la tuvo por muy discreta determinación. Con lo que todos quedamos muy aliviados y contentos sino Inesilla que muy encarecidamente pidió licencia para acompañarnos por no apartarse de Andrés de Premió y yo, por tenerlo más obligado y esforzarlo más, se la di a pesar de que mi sentimiento era que una mujer no vendría más que a traernos cuitas y quebraderos de cabeza como a la postre así fue. Y Manolito de Valladolid amistó con un moro de nombre Alsalén el cual era muy gentil caballero mancebo, hijo de moro principal y también de su edad y porte, y se pasaban el día juntos habiendo en la mutua compañía mucho placer y ni a comer comparecía por la casa el Manolito y decía que como no había mejor cosa que hacer sino esperar, él estaba procurando instruirse en la lengua y costumbres de los moros para hacerse luego más servidero al Rey nuestro señor, que pensaba sentar plaza de truchimán cuando tornáramos a Castilla. A lo que yo no decía nada pero fray Jordi refunfuñaba una pieza y bajaba la cabeza y alguna vez lo sentí murmurar algo sobre no sé qué pecado nefando.

Y Paliques había amistado con un maestro de gramática moro que parlaba algo de castellano porque era natural de un pueblo cercano a Granada que dicen Illora, donde su padre tuvo cautivos cristianos que le enseñaron nuestra parla. Y en habiendo amistado con Paliques le dejaba un esclavo retinto que tenía para que se instruyese en la lengua de los negros con lo que Paliques iba muy adelantado pues ya queda dicho que tenía el seso más que despierto para aquellas algarabías. Sólo que andaba muy advertido de que los negros están muy divididos en castas y parroquias y pueblos y provincias y en cada sitio hablan una parla distinta y muchas veces no se entienden entre ellos siendo de una misma negritud y tinta, lo que no es extraño si bien se piensa pues lo mismo acaece acá entre cristianos donde un catalán es mal entendido en Castilla y un castellano es mal entendido en Valencia y un vascongado es mal entendido en todas partes.

Pasaron días en esta espera y holganza, que nosotros pasamos jugando a las cañas y danzando y festejando y habiendo otros muchos placeres así honestos como de los otros. Y llegó la Virgen de Agosto que es la Asunción de Nuestra Señora y micer Aldo Manucio dio fiesta para los cristianos en su corral donde acudimos todos muy lucidamente vestidos de nuestras mejores galas y hubo mesa y mantel y músicas moriscas y cristianas a los postres y grandes estrenas y mercedes y limosnas. Y ya abiertamente tomé asiento al lado de doña Josefina y todos vieron que éramos juntos en uno, que ya de antes lo barruntaban muchos, y hubo hablillas y sonrisas y parabienes que nos pusieron colorados, y chanzas y cancioncillas. Y yo hube placer de que escaseara el vino y no pasaran a mayores las burlas, con lo que todos fueron contentos y satisfechos a su voluntad.

Y de allí a siete días vino contra la ciudad aquel moro Abdamolica "el Bermejo" corriendo la tierra con gran copia de gente así de a pie como de a caballo. Y se cerraron las puertas del muro y se tapiaron algunas por dentro para mayor prevención. Y en saliendo los del Miramamolín por sus batallas vinieron a encontrarse en un llano que allí cerca se forma donde hay unos pozos. Y la gente de la ciudad se fue a las almenas y torres y desde los adarves de la parte de Poniente se veían los polvos de la pelea levantándose muy a lo lejos. Y a poco llegaron nuncios con las nuevas de que Abdamolica era desbaratado y vencido. Y luego vinieron otros y fuimos sabiendo que una parte de su gente se había pasado al otro bando porque estaba comprada. Y ya me hizo notar Sebastiano Mataccini, desde cuya azotea asistía yo al encuentro sin ver nada más que una nube de polvo en la raya del cielo, que los moros son así de alevosos y que un Rey de ellos nunca tiene seguridad, cuando va a batalla, si la mitad o más de los hombres que lleva no se pasarán al enemigo o volverán sus armas contra él procurando matarlo allí mismo. Y por esto pagan tan buenas soldadas a los cristianos que quieren servirlos, que se fían más de ellos que de los de su fe y nación. Con lo que quedé yo muy espantado y no poco advertido.

Y fue el caso que se vino encima de nosotros la oscuridad de la noche y nos retrajimos a dormir, pero la ciudad toda estaba encandilada como en fiesta grande y nadie cuidaba de descansar y de continuo pasaban por la calle músicas y danzas y cantos y alborotos y habían por todas partes griterío y luces con que los moros celebraban la victoria de Miramamolín igual que hubieran celebrado su derrota y la victoria de su enemigo Abdamolica. Y yo no pude pegar ojo del estruendo que de continuo hacían y me pasé la noche deseando que doña Josefina viniese a mí, pero esa noche no vino, que andaba consolando los miedos de sus criadas y rezando nueve rosarios a las Ánimas Benditas y a San Antonio y a Santiago como si la guerra estuviese en puertas. Y no había manera de dar ánimos a Inesilla, que no sabía qué habría sido de Andrés de Premió, y como desde la tarde no cesaban de pasar por la calle carros cargados de cabezas de los muertos, Inesilla, que aquello sentía, arreciaba el llanto y no tenía consuelo pensando que todos habían perecido en la pelea.

Y con las dichas cabezas cortadas, los moros alzaron un montón como pirámide de Egipto en medio de la plaza de Jemaa el Fna, y entonces vine a entender por qué en lengua morisca viene a decir "plaza de la asamblea de la muerte"; y allí se congregó gran muchedumbre de moros y de moscas y toda la ciudad fue a ver las cabezas y algunos tomaban una del montón y le daban de patadas y luego llegaban guardias que se las quitaban y las devolvían a la pila con las otras. Y cuando nosotros fuimos a verlas, otro día cerca del mediodía se había despejado algo la plaza y había unos criados del Miramamolín quemando palos de olor para aligerar la peste de la sangre podrida que ofendía grandemente a las narices. Y allí estuvieron las cabezas por espacio de tres días, hasta que la pestilencia de la carne muerta fue tanta que obligó a llevárselas lejos de la ciudad y enterrarlas en un estercolero.

Y a la tarde del otro día de la batalla vino Andrés de Premió con nuevas de cómo nuestros ballesteros habían peleado como buenos y habían cumplido mejor que los otros y quedaban muy recompensados y ricos de los regalos del Miramamolín y de la parte que del botín cobrado les tocaba, y algunos dellos mandaban ciertos presentes de perlas y oro para mí y para fray Jordi y para doña Josefina y los otros. Y que la única desgracia que teníamos era que Federico Esteban, el físico de las llagas, no parescía cuando más falta hacía que uno de los nuestros, Felipe de Oña, burgalés, había recibido un pasador por la cadera del que quedaba muy mal ferido, a lo que fray Jordi se hizo aparejar una mula y tomó su arquilla de los ungüentos y fue con escolta de dos ballesteros al sitio donde posaban las tropas, por curar y socorrer al herido.

Y al otro día de aquello empezaron a llegar muchos de los que habían peleado, que concurrían al alarde delante de los muros de Marraqués y todos traían grandes sartas de orejas de hombre metidas en alambres, colgando de la cintura, y todas las orejas eran derechas, que las izquierdas no valían, y los pagadores del Miramamolín armaron sus mesas en la puerta que dicen de Badoucala, a la parte de fuera, donde daba la sombra de las palmeras, e iban contando las orejas que cada uno traía y las iban echando en canastas y a cada uno pagaban una pieza chica de plata por cada oreja y luego las canastas se vaciaban en la lumbre y fuera sin cuento el número de las orejas quemadas, que no parecía sino que en todos los braserillos de la ciudad se estaba asando carne en día señalado, tal era el olor que se despedía y levantaba de aquellas carroñas. Con lo cual, los que habían peleado quedaron muy pagados y contentos y algunos dellos ricos. Y muchos de nuestros ballesteros vinieron a donde nosotros estábamos por hacer cortesía y nos mostraban sus sartas de orejas, contentos como niño con vejiga, y el que más tenía más las jaleaba, sino aquel Pedro Martínez, el jabeque, que teniendo muchas hablaba poco y estaba como triste.

Acabóse el alarde y, la tarde pasada, vino la noche y todos los moros andaban contentos y bulliciosos como los otros días y nosotros nos recluimos temprano por no andar mezclados con aquella chusma, cual era la costumbre de los cristianos de allá por excusar ocasión a desórdenes y escarmientos.

Al otro día, que fue viernes, vino otra vez a visitarme aquel Infarafi que nos traía los tratos con el Miramamolín y me trajo algunos presentes y otros para doña Josefina y fray Jordi y dijo que ya había llegado por fin la hora de salir la caravana a tierra de negros y que dispusiera a los míos para partir de allí a dos viernes, con la luna llena, como es costumbre, y me dijo que habíamos de proveernos de camellos y de pellejos de agua, que son unos pellejos de cabra cosidos que los moros llaman guerba, y de mantas y las otras cosas que son menester para cruzar el arenal. Y luego supe, por micer Aldo Manucio, cómo el Miramamolín había gastado en pagas y sobornos y premios todo su oro y su plata y tenía vacías las arcas y estaba en gran necesidad de más metales pues sus espías en la parte del Septentrión le traían hablas ciertas de cómo Abdamolica "el Bermejo" estaba juntando otro nuevo ejército más fuerte que el descabezado para venir a arrebatarle la ciudad y el mando. Y que en estas apreturas no podía hacer sino mandar por más oro y que ya había partido el recado y mensajería a los pueblos de alrededor que vinieran camelleros y camellos y que contaba con que mis ballesteros fueran de escolta de la dicha caravana con que en un mismo trato cumpliría con el Rey de Castilla y llevaría escolta de balde. Y aun, si nos dábamos maña en cazar pronto al unicornio que buscábamos, podríamos alcanzar a regresar con la misma caravana en un término de seis meses. Y con esto quedé yo muy avisado y en volviendo fray Jordi de sus caridades, tuve junta con los otros por informarlos y ver qué acordábamos hacer con los caballos y mulos, que no los podíamos llevar por no ser bestias que aguanten las fatigas del arenal.

Y lo que acordamos fue que los hombres los vendieran por comprar camellos, que nos serían de más menester. Mas yo estaba tan amistado con mi "Alonsillo" que no lo quise vender sino que se lo dejé a Aldo Manucio en sus cuadras, que muy amablemente me las ofreció por pupilaje del trotón, donde no le había de faltar paja ni cebada, hasta que volviéramos de la tierra de los negros. Y yo quedé con esto muy bien servido y obligado así como de la protección que en el tiempo de nuestra ausencia daría a doña Josefina y a las otras mujeres, fuera de Inesilla que vendría con Andrés de Premió, como queda dicho.

Y desta manera pasamos adelante con los preparativos y un buen día se me descolgó Manolito de Valladolid con el aviso de que él no iría a tierra de negros pues que ahora estaban tan ricos los ballesteros que no había menester de pagador ni había dineros con qué pagarles lo del Rey de Castilla y que, no siendo él hombre de armas ni de arrestos, antes sería un estorbo que una ayuda. Razones todas muy concertadas y discretas que me reprimieron de mi primer pensamiento que fue amarrarlo como a morcilla y llevarlo por la fuerza. Bien conocía yo que lo que Manolito quería era quedarse con aquel moro Alsalén, del que se había hecho uña y carne, y andaban juntos todo el día envueltos en un sahumerio de perfume que dellos como de fuente manaba y tomados de la mano o con el brazo de uno por el hombro del otro, dándose compaña hasta por el zoco y sin vedarse de la vista de nadie. La cual desvergüenza he de advertir que en tierra de moros no está mal vista.

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