En busca del unicornio (13 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: En busca del unicornio
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Y en este Silete mandé hacer oficio por el ánima del dicho ballestero finado y esto así acabado y concluido partimos de allí y seguimos adelante por aquellos rastrojos, siempre sufriendo como buenos y esforzados las muchas y grandes calores. Y jurándolo por mi fe, porque me crean cristianos, certifico que no hay lugar más desolado y desapacible en la tierra que aquel arenal de los moros. Donde la hora del mediodía dura hasta casi la noche y el calor como la boca del horno abierta aflige y estrecha a hombres y bestias y es tan ardoroso el sol que la sombra se achica y el lumbror que levanta del suelo es como un humo y las piedras queman y quema el cuero y las hebillas y fierros dan vejigas y úlceras si se tocan por azar y el sudor va dejando una salecilla espesa como arena y el moco se seca en las narices y la garganta quema al echar las palabras. Mas, por cesar de prolijidad, dejo de explicar menudamente los actos que por el arenal pasaron.

El primer domingo del otro mes llegamos a un cerro grande que llaman Zeriba y desde su cumbre, que es muy pedregosa, se veían enfrente unos montes coronados de nubes, muy lejanas, como a tres días de camino, y en llegando a este lugar hubo gran algazara y grita en la caravana y hasta algunos camellos dieron berrea, en señal de contento, y vinimos a saber que detrás de las montañas aquellas estaba la primera ciudad del país de los negros que es una muy grande y famosa de nombre Tomboctú, de lo que hubimos gran placer y contento y fray Jordi salió de unas fiebres en que iba muy postrado y cobró ánimo y se vino a donde Andrés y yo caminábamos y propuso que aquel día se dijeran tres misas en lugar de la una acostumbrada y que se cantara un "Te Deum Laudamus" que entonamos todos los cristianos con mucha devoción y puestos de hinojos pues, ya salidos de aquellas privaciones y miserias, pensábamos que lo que viniera adelante sería cosa fácil y cumplidera de hacer.

Y después desto, ya con más ánimo, seguimos caminando los otros días y al quinto, que fue viernes, ya nos parecía ver la raya del horizonte con un blancor que sería el de los muros de Tomboctú, y a otro día vinieron a nosotros las gentes de aquella ciudad, mostrando tan grande placer y alegría de la venida de la caravana como suelen en Castilla hacer cuando comienza a llover si por algún tiempo las aguas son deseadas y se han detenido. Y ya metidos en medio del ruido y muchedumbre, entramos en Tomboctú y hallamos que allí no había muros blancos ningunos como pensábamos sino que una nieblecilla que las calores levantaban del suelo nos había engañado.

Tomboctú es una ciudad grande más que las nuestras suelen ser aunque, como la tierra es parda tirando a bermeja y las casas son todas de tapial malo y cañas y ramas y tienen en sus vejeces el mismo color de la tierra a la que vuelven disolviéndose y desmoronándose, es difícil decir dónde la ciudad empieza y dónde acaba el campo y la gente que la habita ha desertado de los arrabales y vive en medio, y alrededor hay muchas collaciones de casas y calles enteras menguadas y despobladas y arruinadas donde habitan hienas y otras alimañas y algunos malhechores hallan refugio. En esto se conoce estar muy disipada y destruida y haber sido más ciudad antes de lo que era cuando nosotros llegamos a ella.

Y los negros que allí habitan son tantos como los moros y otros cuarterones cruzados de ellos que no se sabe bien si tienen más de moro que de negro y todas las casas son igualmente pobres y no se ve a nadie más rico que el vecino, sino que todas parecen gente de poco pelo y venidos a tanto decaimiento y quebranto que no es cosa de poderse creer. Mas, a lo que pronto supimos, al país le llaman Chongay y por las jornadas de camino que iban de una ciudad a otra calculamos que sería más grande que Castilla y de hechura cuadrada y en cada esquina dél una ciudad, a las cuales ciudades llamaban, además de la nombrada Tomboctú, Gao, Salé y Genne. Y el Rey y los mandamases vivían en Gao muy encubiertamente y allí no podían ir los moros so pena de morir a manos del verdugo. Y Tomboctú era solamente el sitio donde se juntaban las caravanas y allí llevaban los negros sus mercaderías de esclavos y oro y marfil y pieles y nueces de cola. Estas nueces de cola son muy apreciadas entre los moros porque sus raspaduras dan calor al corazón lo mismo que el vino hace a los cristianos. Y a cambio de todas estas cosas, los negros solamente quieren sal y mucha sal y algo de paños y otras cosillas, en lo que se hecha de ver la gran necedad de esta gente que cambia lo mucho por lo poco y la sal por el oro.

Cuando llegamos a Tomboctú paramos en un corral grande, el más grande que nunca se viera, que estaba enfrente de una plaza que allí hay y dejamos fuera a gran copia de negros que salieron a vernos. Los cuales negros iban desnudos y en cueros si no fuera porque llevaban sus partes tapadas con un paño que apenas alcanzaba a vedarlas.

Y echamos de ver que las partes de los negros son más luengas que las de los cristianos y aun que las de los moros, en lo que hubimos no poco pesar, sólo que a Inesilla se le alegraban los ojos y Andrés la miraba severamente, mas ella decía que estaba alegre porque ya habíamos salido de las estrecheces y fatigas del desierto y no por otra cosa.

Y luego que hubimos aposentado nuestros fardajes y camellos y pertenencias en un lado del corral grande que el mayordomo de la caravana nos señaló, dejamos con ellas mucha guarda de ballesteros y los demás salimos con los otros y nos juntamos a los moros que iban muy desenfadadamente para donde decían que había un río. Y a dos tiros de ballesta de allí vimos mucha arboleda muy verde y muy espesa y alegre y detrás de dicha arboleda corría turbio y manso el río más grande que nunca se viera, ancho a maravilla que parecía pariente de la mar, tan ancho o más como el Guadalquivir cuando ya se llega cerca de la mar oceana, pero más sosegado de corriente y espeso de aguas. En el cual río nos metimos a bañarnos con gran algazara y grita y fiestas y era gran muchedumbre de caravaneros los que a un tiempo se bañaban estorbándose unos a otros y jugando con las aguas, y las aguas, que de ordinario bajaban pardas, tornáronse grises y aún más oscuras, como si ceniza hubieran, de la roña que los bañistas íbamos dejando en ellas. Y en esto y en descansar y holgar de músicas y ferias se nos pasó el día muy ligeramente. Y de las grandes panzadas de agua que bebíamos de una fuente generosa que cerca de la plaza está, los vientres se desataron y luego los más de nosotros quedamos muy quejosos de mal de vientre con grandes retortijones y salida de gachuelas aquella misma noche. Lo que produjo gran contento y burla de los otros, a los que sólo se les manifestó el mismo mal a la mañana siguiente. Con lo que ya todos quedamos muy bien servidos.

Es cosa de mucha enseñanza cómo Mojamé Ifrane, después que hubimos entrado en el arenal, ya no castigó a ningún caravanero por hurto o falta sino que puntualmente iba dictándole las faltas habidas al mayordomo y escribano que con él iba para el asiento de las mercancías. Y en llegados que fuimos a Tomboctú, se dio pregón y el escribano fue diciendo los nombres de los que habían merecido castigo y ellos fueron saliendo del corral grande y les iban poniendo grillos de los que por aquella parte comúnmente se usan para prender esclavos, que no son de hierro sino de madera y alambre. Y luego que los hubieron sacado a todos, que serían como treinta o pocos más, Mojamé Ifrane fue diciendo el castigo que había de darse a cada uno de ellos y que era de latigazos, menos uno al que le cortaron una mano. Y luego los desnudaron y vinieron los capataces con látigos de cuero, muy fieros, y les azotaron las espaldas con ellos, en medio de la plaza pública, con gran concurrencia de gentes así de negros como de retintos y moros. Y los penitenciados daban recios alaridos y sollozos, sin cuidar la gravedad que a varón conviene, que les estaban dejando los huesos del espinazo al aire. Y era cosa muy fiera de ver cómo les caían las tiras de carne al suelo y sangraban como cochinos en mesa de matarife.

Y al final del castigo les pusieron en las espaldas ciertas hierbas majadas que cortan la sangre y paños mojados y los llevaron a la sombra y les acudieron con agua de que bebieran. Y de todos ellos murieron dos del castigo y los otros quedaron muy marcados en las espaldas. Sobre esto es cosa muy común entre los negros ver espaldas llenas de rayas blancas y cicatrices que son de penitenciados, donde los humanos yerros se pagan caros.

A otro día de mañana acudieron los caravaneros al corral grande donde había puesto un chamizo de hojas y ramas para que Mojamé Ifrane estuviera regaladamente a la sombra y allí les fueron dando la paga de haber cruzado el arenal y la dicha paga se les da en sal o en alambre de cobre y luego ellos la comercian con los negros, cada uno por su lado, y así llevan también su ganancia. Y en esto Mojamé Ifrane me llamó y me dio tres sacos de sal por encargo del Miramamolín, que así se lo había asentado antes de partir. De lo que quedamos todos muy contentos y agradecidos y yo hice repartir la sal a partes iguales entre los ballesteros y peones y cada cual se fue a gastar su parte alegremente como mejor quiso.

Los dos primeros días de nuestra llegada montamos las tiendas en nuestro lado del corral y allí dormimos con los otros. Mas era tanta la multitud de gentes que entraban y salían y el alboroto de los camellos que allí estaban y la gran pestilencia del aire, porque nadie se cuidaba de sacar el estiércol del ganado ni estercoleros había ni albañales para hombres o bestias, que se dormían mal y con mucho ruido y molestia. Así es que luego acordamos mudar y buscando por la parte del río, por tener más acomodo con el agua, dimos con otro corral largo como tiro de ballesta de pico a pico, con tapia de tierra pisada, caído por un lado, que parecía a propósito para nuestro acomodo. Y tomando licencia de Mojamé Ifrane nos mudamos a él y allí montamos nuestras tiendas y acomodamos a los camellos y reparamos los portillos que en la tapia había con mampuestos y ladrillos crudos que tomábamos de otras casas arruinadas. Con lo que quedamos contentos y muy aposentados. Y luego establecí que no salieran a la ciudad hombres solos sino en cuadrillas de a diez por lo menos, y esto fue por excusarnos de las muertes y puñaladas y ruidos que cada día había en las callejas y entre las tapias, por causa de que no habiendo allí mas vida que la que traen las caravanas, concurría gran muchedumbre de gentes que iban creciendo de día en día, sin bocado que llevarse a la boca, y era de ver cómo eran capaces de echar a un hombre las tripas fuera por robarle un puñado de sal.

Y cada día venían más negras que negros y supimos que todas las mujeres de los pueblos de alrededor se hacían putas cuando llegaba caravana y estaban en Tomboctú hasta que era otra vez partida, con lo que regresaban a sus casas y a sus maridos e hijos asaz ricas y contentas ya que no muy honradas. Y vinieron ballesteros contando cómo habían yacido con negras y retintas y alabando mucho que era muy placentero. Y picado de la curiosidad fuime yo a probarlo y lo probé y hallé que era como hacerlo con mujer blanca, sino que las negras tienen sus partes más prietas y calientes por dentro y les huelen no a pescado pasado, como a las blancas, sino más bien a cecina de carnero rancia. Y tienen los pendejos de esa parte muy rizados, que más parecen bolitas de roña que pelo y no pierden esa hechura por más que se laven, aunque tampoco se lavan tanto.

Y habiendo tantas mujeres ofrecidas, no cobran mucho por yacer sino que con un puñado chico de sal van muy contentas y pagadas y aun piensan que el que se lo dio, siendo blanco y poco conocedor de los usos de la tierra, queda engañado. Y corren a esconderse entre la muchedumbre de la gente pensando que luego le va a pesar su liberalidad y largueza y va a ir detrás de ellas para reclamar la mitad de la sal. Y otra cosa maravillosa y digna de nota es cómo entre los negros hay dos o tres rostros y no hay más, no como entre los blancos que cada uno tiene su cara y por mucho que se busque no se encuentran dos iguales, como no sea en hermanos del mismo vientre. Por eso, los negros, para distinguirse entre ellos, van todos marcados de un modo u otro y unos tienen cicatrices en el rostro, que ellos mismos se hacen cuando son niños como si se bautizaran, y a otros les falta un dedo o media oreja o están señalados de pedradas o tienen un chirle o alforzas de látigo y otras señas igualmente buenas. Y es de notar que todos traen buenos dientes y muy blancos. Esto será del poco uso que dellos hacen, porque no tienen mucho que comer. Y tienen poca barba y las narices anchas en desmesura por lo que son buenos oledores, y los labios gordos más que es menester, con los que dan muy cumplidos besos. Y las mujeres jóvenes tienen más tetas y más enhiestas que las blancas así como caídas para arriba, y los hombres tienen, como queda dicho, su miembro más largo y esto debe ser porque desde que son niños lo llevan más suelto y volandero y no tapado y frazado entre paños como por discreción solemos llevarlo los cristianos y sobre ello más ligeramente hacen uso dél, siendo gente grosera y dada al fornicio y no sujeta al temor de Dios.

X

Y de allí a pocos días llamé a Paliques y fuime a ver a Mojamé Ifrane, que antes no lo hiciera ni quise hablarle por no importunarlo de sus muchas labores, y le dije que, estando ya descansados yo y mi gente, quería licencia para seguir adelante a donde se pudiese cobrar el unicornio.

Y Mojamé Ifrane nos recibió muy gentilmente con dátiles y leche, como suelen, y dijo cómo era mejor esperar a que vinieran ciertos negros de un pueblo distante que dicen Cuarafa y que son muy buenos pisteros y gente perita en los raros monstruos que pueblan el África y que entre ellos habría alguno más despabilado que, en pidiéndoselo él, luego se asentase para servirnos bien y llevarnos a donde con más comodidad pudiésemos cobrar el unicornio. Con lo que quedé yo muy obligado y volvíme a aconsejarme con los míos y todos fuimos de una opinión que era mejor esperar a lo que Mojamé Ifrane decía.

Y era de ver que cada día llegaban a la ciudad reatas de negros jóvenes atados por los pescuezos de dos en dos con grilletes de palo, como bestias en recua, y éstos eran los esclavos que habrían de tornar con la caravana y supimos que de cada cuatro que salieran tres morirían en el arenal y, como ellos lo sabían también, venían muy tristes y con gran pesadumbre de manera que daba pena verlos tan conformados a su negra suerte.

Y en pos de ellos venían otros con faltriqueras de cuero al pescuezo donde ligeramente llevaban oro en polvo, y otros con grandes frazadas de cueros malolientes a la cabeza y aún otros con otras cosas de más menudencia. Y todo cuanto traían se trocaba por sal y toda la ciudad era almoneda pregonada y porfiaban altercando los unos con los otros, moros con negros y retintos con negros y los negros entre ellos, con grandes voces y alboroto y mucho mover de manos y mesar de barbas y mucho asirse de brazos y empujarse que, en viéndolos de lejos, parecía que reñían. Y Paliques pasaba el día entre ellos muy entretenido tomando las parlas de muchos, unos de más cerca y otros de más lejos, con que me tenía contento y lo excusaba de todos los otros trabajos para que solamente estuviese atento a aprender las parlas, que algún día, barruntaba yo, nos iban a hacer mucha falta, como así fue. Mas los otros no siempre lo entendían así y murmuraban de mí. Y fray Jordi salía con su lego y con un criado negro que había tomado, al que llamaba el Negro Manuel, y recorría las arboledas del río y aún más allá en busca de yerbas, y hablaba con negros viejos, herberos y curanderos, que las conocían, y hacía cocimientos y jarabes y aprendía las virtudes de muchas hojas y raíces que nunca se vieran en tierra de cristianos, de las que él iba haciendo provisión para la vuelta y estaba muy contento con la mudanza. Y Andrés de Premió echaba panza como casado, de los guisos que le aviaba Inesilla y le había hecho una casilla en un rincón del corral y la había techado de cañas, como un juego de niños, y solamente miraba con un punto de envidia a los otros ballesteros que se iban a las negras cada tarde mientras él se quedaba en plática con Inesilla y con fray Jordi. En lo que yo advertía ser gran verdad que no hay hombre contento con lo que tiene, pues Andrés envidiaba a los ballesteros porque cada día se iban de negras y ellos lo envidiaban a él porque teniendo blanca suya no tenía necesidad de irse de negras.

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