Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Mas tú, sobreponiéndote a esa pasión y lumbre que en tu corazón sé que arde, has de poner los negocios del Rey delante de los tuyos, honor antes que amor, como cumple a caballería y lealtad, antes que vida o ganancia. Y sobre esto no diré más: discreto eres y sabrás entenderme".
Esto dicho, mi señor el Condestable hizo una pausa y continuó diciendo: "Contigo van a ir cuatro ballesteros de la ciudad y el físico Federico Esteban, todos en tu obediencia y pagados a medias por el concejo y por mí, por más obligar al Rey, del que esperamos ciertas mercedes, y por más asegurar el buen acabamiento de tu empresa. Éstas que te doy son cédulas para que puntualmente les hagas cobrar sus soldadas, que serán iguales a las de otros reales ballesteros. Juzga con severidad y reprime con prontitud y si alguna vez te alza la voz o la mano uno estando en tierra pagana, cuélgalo sin más en una horca de palo, y si palo no hubiere ni árbol, dale luego garrote de torniquete para que su muerte sirva de escarmiento a los otros, y no te andes con miramientos que ya sabes qué clase de gente es".
Todo esto lo escuché yo con grave semblante. Hizo un breve silencio el Condestable y me tomó del brazo mirándome adentro de los ojos y añadió: "Y reprime los naturales ardores del amor porque hasta que tengáis el cuerno de la virtud de doña Josefina debe conservar su doncellez intacta".
A todo asentía yo gravemente y a lo último sobre asentir me puse colorado como la grana y no sabía yo decir ahora si la severidad con que mi señor el Condestable me lo recomendaba era fingida o no. Pero nada quise contestar por no parecer rústico o falto de luces, así que me limité a escuchar y asentir como discreto.
Otro día de mañana salimos, en muy lucido tropel, por la puerta de Santa María y toda la ciudad se echó al campo y bajó para vernos partir, con gran multitud y ruido de atabales, trompetas bastardas e italianas, chirimías, tamborinos, panderos y locos y ballesteros de maza, todos juntos en estruendo tal que no había persona que una a otra se pudiese oír por cerca y alto que en uno hablasen. Y el Condestable mi señor y la condesa y la otra gente de su casa, así como la caballería y prez de la ciudad, con gran gentileza, salieron a despedirnos y acompañarnos hasta donde acaban las huertas del Poyo y de la Ribera, que es el mojón que se dice de la fuente, donde el Condestable y yo nos abrazamos con lágrimas en los ojos y yo quise besarle la mano pero él la apartó y luego me despidió muy tiernamente abrazándome otra vez como hijo. Con lo que tomamos el camino de Andújar y los demás retornaron a la ciudad derramándose cada cual a su posada. Y los nuevos que venían con nosotros, aparte del físico de las llagas que queda dicho, eran los ballesteros y criados del Condestable Sebastián de Torres, Miguel Ferreiro y Ramón Peñica. Y este Peñica que digo era de los fieles del rastro que saben seguir por el campo y las veredas el camino de las gentes y las bestias.
Y mi señor el Condestable me regaló antes de la partida un jubón de rico brocado y una ropa de estado hasta el suelo, de muy fino velludo azul, forrada de cibellinas muy finas, y un sombrero de fieltro negro muy bueno y un bonete morado que calzar gentilmente debajo del sombrero. Y mi señora la condesa se encomendó mucho a doña Josefina y le regaló un muy rico brial, todo cubierto de fina chapería y una ropa de carmesí morado para encima y una guarnición grupera de muy fino oro sobre terciopelo negro. Y todos los otros que a la tierra del moro y del negro bajaban les alcanzaron igualmente grandes entrenas y mercedes y limosnas de mi señor, de manera que todos fueron contentos y satisfechos a su voluntad. Y con esto y los dulces sones del caramillo de Federico Esteban, muy bien acordados con los de la flauta de Manolito de Valladolid, fuimos marchando por las navas que llaman de Torre Olvidada.
Y Manolito parecía de mejor semblante que los días pasados e iba muy contento de la música que entrambos adobaban.
Y a la hora de almorzar, cuando ya el sol se había subido en somo del cielo y apretaba, que parecía que nos quería derretir los sesos, de lo que fray Jordi iba quejoso a causa de su mucha grosura, llegamos al lugar y castillo que llaman de la Fuente del Rey, donde paramos a guisar de comer y a saludar al alcaide, un Pedro Rodríguez para el que llevábamos ciertas mulas con bastimentos de parte de mi señor el Condestable. Y el dicho alcaide mandó matar dos gallinas y aderezar comida para la gente de respeto que íbamos. Y siendo las hambres de fray Jordi muy buena, que venía malacostumbrado de los días pasados, y la pitanza escasa, con maravillosa celeridad dimos acabamiento y sepultura al discreto banquete, alabando, como gente bien criada, a las gallinas, que eran de Arjona, mas el huesped, cuando advirtió los huesos pelados, mandó freírnos huevos y chorizos y torreznos, que es lo que en los pueblos se usa para salir de compromisos, y con ello y más vino traído de la frontera taberna hubo hartazgo y completa satisfacción para todos.
Sino que yo, por arreglar el daño, le di unos maravedíes a la mujer del alcaide que nos servía y fray Jordi le puso por escrito una oración que era muy buena contra la tiña, por remediar un hijo tiñoso que tenía.
Con ello quedaron muy servidos todos y partímonos contentos nosotros y, después de abrevar las caballerías en una fuente que le dicen de Regomello y que es de agua casi amarga, seguimos nuestro camino y andadura y en pasado el lugarcillo que dicen de la Cañada de Zafra, allí compré una orcilla de miel, con mientes de regalársela a doña Josefina cuando ocasión hubiese por ser ella, según tenía notado, muy golosa y aficionada a los azúcares y dulces de sartén.
Con esto pasamos adelante y cuando ya la oscuridad de la noche quería venir, retrajímonos a pernoctar a un lugar que dicen de la Higuera de Arjona, que es de los calatravos, y allí nos estaba aguardando el aposentador de la orden el cual por carta y mensajería de mi señor el Condestable ya estaba noticioso de nuestra llegada.
Y el dicho aposentador había dispuesto unos pajares donde podrían dormir los ballesteros y peones y criados y unos decentes aposentos para los demás en unas casillas que allí están. Mas yo, no fiándome de los calatravos, no fuese a haber engaño o celada de su taimado maestre, mandé luego llamar a Andrés de Premió y le dije que dispusiera las tiendas de la ballestería fuera de los dichos pajares, por hacer noche buena para dormir al raso, y allí montamos el real cerca de las eras, y pernoctamos sin apartarnos mucho del camino y con guardas dobladas. Fuéronse algunos ballestas al pueblo a comprar vino y a la vuelta los hice llamar y contáronme que un criado del maestre, que tenía un parche en el ojo derecho y le faltaban dos dedos de una mano, les había pagado una jarra de vino queriendo sonsacarlos sobre qué gente llevábamos y adónde íbamos, y ellos le habían contestado conforme a la verdad que sabían, que era lo de que nuestra doña Josefina iba a bodas con un mandamás moro de cuya conversión a la fe de Cristo se habían de seguir grandes provechos para nuestra religión, y más no les pudieron sacar porque ellos más no sabían. Y por lo otro que me contaron, y por ciertos barruntos que en diversas ocasiones me fueron viniendo, iba yo sacando en claro que la ballestería recelaba que el motivo de nuestra gran prevención y viaje era distinto de lo dicho, y era que íbamos a escolta o descubierta de las minas de oro que el moro tiene en África y que todo ello andaba ya concertado por el Rey nuestro señor y el sultán de los moros que allí manda, y que de todo ello se derivaba el viajar tan a salvo, con menguada tropa y hasta llevando mujeres en el hato. De lo que yo no quise desengañar a nadie, pues tanto me daba que pensasen una cosa como otra siempre que no recelasen ni dijesen palabra de lo del unicornio.
Y así, a otro día de mañana, desclavamos las estacas, tiramos los mástiles, liamos las tiendas y, recogiendo nuestros fardajes, pasamos adelante sin tropiezo ni qué contar y a media mañana remontamos un cerrillo, por el pedregoso y difícil camino, y dimos vista a la sierra Morena, alta y azul y a partes gris, y a su falda vimos, tendida como blanca sábana al alegre sol mañanero, la ciudad de Andújar que es de las más ricas, hermosas y principales desta tierra. Y fue el caso que en acercándonos a Andújar nos salieron al paso, por donde está el puente viejo del arroyo Salado, pieza de hasta cuarenta o cincuenta mujeres de la vida, o sea rameras, las cuales al olor de la tropa acudían a hacer su granjería y dejaban despobladas y en barbecho las mancebías de la ciudad. Y yo, por congraciarme con la ballestería, que venía algo quejosa de los muchos calores del día y del escaso rancho que recibieran en la Higuera, les di suelta por espacio de una hora, y perdiéronse ellos derramándose por el campo, por entre las peñas y matas que allí hay, a hacer por la vida dando franquicia al masculino ardor con aquellas mercenarias, entre grandes risas y subidos cánticos. Y fray Jordi se pasó aquel rato dando conversación a doña Josefina, que era una niña inocente, porque no se percatara de lo que estábamos aguardando. Y mientras aquello pasaba, Federico Esteban, más como amigo que como físico de las llagas, le untaba aceite a Manolito de Valladolid en sus partes más asentadas, que las llevaba escocidas y él se quejaba de que no estaba hecho para la caballería cabalgada y que si sufría aquellas lacerías y menguas era por amor y reverencia al Rey nuestro señor, en su servicio e interés, y por la afición que a mí tenía. De lo que yo, en oyéndolo, no sabía si alegrarme o preocuparme.
Pasamos adelante y en llegando a donde está el camino de las aceñas, que ya se olían los frescos cañaverales de la rumorosa orilla del Guadalquivir, vimos venir a nosotros una lucida tropilla tañendo alegres músicas. Y era el alcaide de Andújar, Pedro de Escavias, gran amigo y servidor de mi señor el Condestable, al que yo conocía bien. Y tuve gran alegría de verlo y nos abrazamos y cambiamos noticias de la gente que conocíamos a dos, y regalos y parabienes, y detrás vinieron ciertas mulas con los serones cargados de pan recién hecho, que sólo el aroma a laurel tostado que salía de entre el esparto llenaba de jugos la boca. Y mandé que se repartiera con generosidad a la ballestería y a los criados y mozos de mulas de lo que todos holgaron mucho.
Y aunque Pedro de Escavias porfiaba que entráramos en su ciudad por festejarnos y agasajarnos, yo me excusé de hacerlo porque iba todavía el sol alto y podíamos atrochar camino si seguíamos luego, y el buen Pedro de Escavias nos acompañó gran trecho, hasta donde arranca el camino de Marmolejo, y por el camino nos fue cantando muy discretamente algunos versos que él mismo había compuesto en loor de la belleza de doña Josefina de lo que ella, que en homenaje llevaba el rostro descubierto, se ruborizó y mostró gran placer. Y el tal canto resultó muy especiado y memorable pues fue acompañado a vihuela y trompeta por Manolito de Valladolid y el físico Federico.
Y habiendo estos y otros placeres seguimos el camino, todos muy alegres.
E iban los hombres cantando a ratos las soeces canciones que entonces usaban los soldados sobre menospreciar el miembro viril del Rey nuestro señor y otras calumnias gruesas que por vergüenza no asentaré en los papeles. Y a veces salían liebres y ellos las corrían, sin alcanzar una, entre grandes chanzas y risas. Y con estos esparcimientos se fue viniendo la tarde y, sin apretar el paso, llegamos muy desahogadamente al lugar y castillo que dicen de la Villa del Río, donde mostré salvoconducto real y luego nos dieron cobijo y leña y cebada para las bestias. Y de allí a dos días, sin que pasara nada que merezca el escrito, llegamos a la noble ciudad de Córdoba, lugar de mucho señorío y pensamiento, donde yo antes nunca estuviera. Y allí pernoctamos en el convento que dicen de Santa Anastasia, cuyo abad era hermano del Canciller del Rey nuestro señor y estaba ya avisado de que llegaríamos. Y nos recibió como si el propio Rey fuera venido, proveyéndonos de todo lo necesario para nuestra comodidad y regalo y allí hallamos posada muy bien aderezada y asentámonos luego a comer y fuimos muy bien servidos y todos abastados de muchos pescados y vinos y frutas de diversas maneras y para las bestias hubo paja y cebada, con lo que todos quedamos contentos y satisfechos a voluntad.
Y hecha colación, luego salimos a ver la iglesia Mayor de la ciudad que es obra de moros y cosa meritoria y espantable de ver, la más grande sala que hombre imaginarse pueda, toda puesta sobre una muchedumbre de columnas que levantadamente sostienen los altos techos. Y los dichos techos son llanos, de maderas y vigas muy labradas y pintadas a primor, de vivos colores concertados, que no parece sino que uno va discurriendo por un bosquecillo de palmeras cuando, en la hora de la tarde, ya es poca la luz y brilla el sol enrojeciéndose a lo lejos por la raya del horizonte. El cual brillor sería, en el caso que cuento, el de los vidrios pintados que las ventanas de la dicha iglesia ha.
Y de allí a otro día de mañana dijo misa fray Jordi de Monserrate, la cual todos oímos con gran devoción, en la que Manolito y Federico Esteban tañeron músicas muy acordadamente. Y luego, en tornando a la posada, cargamos nuestros hatos y una abastada carga de panes recién horneados, para yantar por el camino, y tomamos el de Sevilla que es de buen arrecife morisco, siguiendo a vueltas el apacible Guadalquivir, por donde regaladamente proseguimos.
Así íbamos haciendo leguas y jornadas en la andadura de Sevilla donde habíamos de embarcarnos para tierra de moros según trazado estaba. Y yo iba dejando puntualmente las cartas que llevaba del Rey y del Canciller real y de mi señor el Condestable, en los lugares y personas destinatarias dellas. Y donde no había carta que dejar, allí mostraba el salvoconducto y franquicia del Rey, con su cinta bermeja y su sello emplomado, y con esto allanábanse todos los caminos, abríanse puertas y concertábanse voluntades, con lo que iba yo tomando confianza en la empresa y en el mando hasta que acabé creyéndome merecedor dél y dejé de achacarlo a la voluble Fortuna o a la pensante Providencia que todos los negocios humanos conciertan y no sabemos cómo ni por qué.
Y con esto poca cosa acontecía que fuera de contar sino que otras dos veces volvió a mover tumulto aquel gran bellaco de Pedro Martínez de Palencia, "el Rajado" y yo hube gran enojo de ello, mas, en notando que muchos ballesteros lo tenían por su jefe natural y lo obedecían más que al sargento Andrés de Premió, no lo quise castigar con rigor y procuraba apaciguarlo y contentarlo y atraérmelo, de lo que, como se verá, acabaría derivándose daño mío y él de todo murmuraba y de todo iba quejoso y los que lo seguían dejábanse henchir las orejas de viento.