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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (31 page)

BOOK: El último teorema
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Incluso habían proporcionado a Myra el nombre de tres agencias distintas de asistentas, pero a la postre ella las había rechazado a todas.

—El apartamento no es muy grande —dijo a Ranjit—. ¿Qué hay que hacer: pasar la aspiradora, cocinar, hacer la colada, lavar los platos…? No es gran cosa, para nosotros dos.

Él estuvo de acuerdo.

—Seguro que te las arreglas —anunció, haciéndose así merecedor de una mirada glacial de ella, quien corrigió:

—Seguro que
nos
las arreglamos. Veamos: yo voy a encargarme de la cocina, que se me da mejor que a ti, y tú podrías lavar después la vajilla, ¿verdad? En cuanto a la ropa… Sabes cómo funcionan la lavadora y la secadora, ¿no? De todos modos, en las instrucciones lo explican todo a la perfección. Y en lo que respecta a cambiar a la niña y darle de comer, cuando estés en casa podemos turnarnos, y cuando no, lo hago yo.

Uno a uno, fueron repasando todos los quehaceres domésticos, desde cambiar bombillas o reponer los rollos de papel higiénico hasta el pago de las distintas facturas. No resultó difícil, pues ninguno de ellos deseaba tener al otro atado a una labor que lo mantuviese alejado de sí un minuto más de lo necesario y lo privara así de su voz y su compañía.

* * *

En aquel momento, la flota de los unoimedios navegaba por el espacio a su velocidad máxima, que equivalía a la de la luz multiplicada por 0,94 (es decir, 0,94
c
). En la escala temporal de la mayoría de los seres extraterrestres, estaban a punto de llegar a su destino. Sin embargo, comoquiera que la humanidad desconocía este hecho, los nueve mil millones de personas que la conformaban siguieron ocupándose de sus menesteres cotidianos.

* * *

Entonces, cierta noche, mientras los Subramanian acababan de lavar los platos después de la cena, llamaron al portero automático.

—¿Señor Subramanian? Soy Henry, el conserje. Hay aquí un señor que pregunta por usted. No ha querido dar su nombre, pero dice que usted sabrá quién es si le digo que es el ex novio de Maggie. ¿Lo hago pasar?

—¡Gamini! —gritó Ranjit dando un salto—. ¡Claro que sí! Deje entrar a ese hijo de perra, pero pregúntele antes qué va a querer beber.

Aun así, cuando llegó el visitante pudieron comprobar que no se trataba de Gamini Bandara, sino de un hombre mucho mayor que llevaba un maletín cerrado encadenado a la muñeca derecha. Lo abrió y, sacando de él un circuito integrado, se lo entregó a Ranjit.

—Reprodúzcalo, si es tan amable —le pidió—. Yo no estoy autorizado a verlo; así que esperaré fuera. En cambio, la señora Subramanian sí tiene permiso, y —añadió con una sonrisa educada— no me cabe dudar de que la pequeña no va a revelar ningún secreto.

Una vez que el mensajero se retiró al pasillo, Myra introdujo el circuito en el reproductor, y entonces apareció Gamini en la pantalla con gesto sonriente.

—Siento haber tenido que usar esta artimaña de novela negra, pero estoy andando en la cuerda floja. Estamos respondiendo ante cinco gobiernos nacionales diferentes, además del personal de seguridad de la propia ONU, y… Bueno; ya os lo contaré todo en otra ocasión. El caso es que el otro trabajito del que habíamos hablado está ya disponible, en caso de que lo quieras. Dudo que digas que no: tendrías que estar muy loco. De todos modos, antes de responder todos los interrogantes, aún tiene que ocurrir una cosita… No, no: a decir verdad, lo que tiene que ocurrir es grandísimo. No puedo decirte lo que es, pero lo sabrás cuando lo veas en las noticias, y entonces podrás despedirte de Pasadena. Relájate, Ranjit: eso es lo único que me dejan decir los servicios de información, aparte de que os quiero a todos.

Y con esto volvió a apagarse la pantalla.

Diez minutos más tarde, después de que el mensajero recuperase el circuito y se marchara, Myra sacó de lo alto de un mueble la botella de vino que guardaban para las grandes ocasiones y, tras llenar dos copas y haber quedado satisfecha después de aguzar el oído en dirección al dormitorio en que descansaba Natasha, preguntó:

—¿Sabes qué está ocurriendo?

Ranjit brindó con ella y bebió un sorbo antes de responder.

—No. —Entonces, tomó asiento en silencio y sonrió—. De todos modos, si no puedo confiar en Gamini, ¿en quién voy a confiar? Vamos a esperar a ver qué pasa.

Myra asintió con un gesto y, tras apurar el vino, se levantó para ver a la niña mientras decía:

—Al menos, da la impresión de que no va a haber que esperar mucho más.

* * *

Y estaba en lo cierto. Tres días después, Ranjit (que hacía cuanto podía por hallar unos cuantos números primos más con los que pudiesen manejarse los criptógrafos, dado que su conciencia apenas lo dejaba trabajar) oyó un gran tumulto provocado por la mitad del personal, que trataba de acceder a la sala situada al fondo del pasillo. Todos se arracimaban en torno a las noticias, que mostraban una procesión de veintenas de vehículos militares que atravesaban un hueco abierto en una valla desconocida.

—Es Corea —informó uno de los que estaban más cerca de la pantalla a fin de acallar las preguntas—. Están entrando en Corea del Norte. Callaos, que oigamos lo que dicen.

En efecto: estaban irrumpiendo en tierras del Dirigente Adorable, y ninguna de las unidades de su ingente ejército parecía tener el menor interés en detenerlos.

—Pero ¿qué locura es ésta? —quería saber el hombre que había al lado de Ranjit—. Ha tenido que pasar algo gordo.

Aunque no había mirado a Ranjit en busca de la respuesta, éste contestó sonriente:

—Seguro que sí: algo muy gordo.

CAPÍTULO XXV

El Trueno Callado

A
unque en los documentos del Pentágono tenía su propio nombre, quienes lo inventaron, quienes lo construyeron y quienes lo pusieron en marcha lo conocían como el Trueno Callado.

Amparado por la oscuridad de la noche, el aparato despegó del lugar en el que había sido creado, el viejo campo de aviación que la compañía Boeing poseía en las afueras de Seattle (Washington), y puso rumbo al oeste a una velocidad que alcanzó sin dificultades los mil kilómetros por hora. Si volaba en aquel momento del día no era para evitar ser visto por ningún enemigo, pues tal cosa era imposible ya que todo el mundo, hostil o amigable, tenía el cielo plagado de satélites de observación con los que seguir cada uno de los movimientos del resto del planeta. Sea como fuere, aún no había clareado cuando, varias horas más tarde, acabó de cruzar el Pacífico y cayó («como una piedra», según definición del piloto) hasta quedar a nivel del mar. Una vez allí, se deslizó sobre las aguas que se extendían entre las islas de Honshu y Hokkaido y entró así en el mar del Japón.

Fue entonces cuando la nocturnidad se trocó en ventaja para la dotación del Trueno Callado, pues al impedir que fuera visto con nitidez por los periodistas de ninguna de las islas, evitaría que su imagen se colara en las casas de todos los espectadores a la hora del desayuno. Los radares de las modestísimas fuerzas armadas japonesas de Aomori y Hakodate se iluminaron, claro, a su paso; pero poco importaba: la nación carecía del armamento necesario para hacer frente a algo como aquello, y de todos modos, doce horas antes, en el más estricto de los secretos, se había notificado a los generales nipones que Estados Unidos tenía intención de enviar una aeronave experimental, y se les había hecho saber que la nación estaría por demás agradecida si hacían la vista gorda.

Una vez internado en el mar del Japón, el Trueno Callado volvió a alzarse hasta alcanzar los doce mil metros. Las costas occidentales de aquellas aguas eran, efectivamente, rusas, y los radares en ellas apostados, mucho más numerosos y potentes, por supuesto, que los del Japón. No obstante, los espadones de aquel Estado tampoco se alertaron, pues sabían que dicho aparato no representaba amenaza alguna (al menos para ellos).

Cuando el piloto y el navegante coincidieron en que habían alcanzado su objetivo, el Trueno Callado redujo la velocidad al mínimo necesario para mantenerse en el aire y comenzó a poner en batería su armamento. Este no era más que una bomba nuclear de modesto rendimiento y un tubo de cobre hueco que apenas alcanzaba el ancho de un cuerpo humano. Y aunque tales elementos habrían desconcertado incluso a los especialistas militares de dos lustros antes, eran cuanto necesitaba el aparato para hacer su trabajo.

En el sistema de orientación de aquel ingenio apareció un mapa de la Corea del Norte del Dirigente Adorado, y sobre él, un óvalo largo y estrecho que representaba la huella del arma. Con todo, ninguno de los seres humanos que tripulaban el Trueno Callado tenía la mirada puesta en él de manera directa, por la sencilla razón de que allí dentro no había nadie: su capitán y el resto de la dotación se hallaban en Washington, y lo observaban desde una pantalla de televisión.

—Correcto, en mi opinión —dijo el piloto, de origen estadounidense, al bombardero, quien curiosamente era de nacionalidad rusa—. Despliegue el demarcador.

—De acuerdo —respondió éste con los dedos en el teclado numérico.

En torno a los límites del óvalo comenzaron a hacerse visibles formas negras que coincidían con el curso del río Yalu, al norte y al oeste, y al sur y al este, con la frontera surcoreana y con el litoral del Pacífico. No representaban, obviamente, nada tangible, pues nada hecho de materia alguna podría resistir tal cometido. De hecho, la creación de los campos electrónicos que iban a desempeñar la función de delimitador había constituido una de las partes más complicadas de la construcción del Trueno Callado.

—Hecho —comunicó el bombardero al piloto.

—¿Seguimos en posición? —preguntó entonces este último al navegador chino para santiguarse en cuanto oyó su respuesta afirmativa (pues, si bien se tenía por católico no practicante, seguía habiendo ocasiones en que se sentía tan devoto como el que más)—. Dispare —ordenó al bombardero.

A continuación, por primera vez en la historia del mundo, perdió la guerra una nación (de forma total e irrevocable) sin que hubiera un solo herido.

* * *

En realidad, tal cosa no es del todo cierta, pues en los dominios gobernados por el Dirigente Adorable murieron algunos enfermos de corazón que, por desgracia para ellos, llevaban marcapasos en el momento de la explosión electromagnética, portadora de más energía que un relámpago (con todo, los únicos norcoreanos que disfrutaban de la posibilidad de adquirir avances tecnológicos tan costosos —tan «occidentales»— eran, casi en su totalidad, oficiales de alta graduación a los que, por cierto, nadie echó de menos). También hubo un puñado de desventurados que volaban en avioneta en aquel momento y también perecieron al estrellarse en consecuencia (y que, al ocupar puestos tan elevados como los anteriores, tampoco fueron objeto de duelo). En total, el último cambio de régimen de Corea del Norte se produjo con muchas menos víctimas que las que tenían lugar cualquier fin de semana en las carreteras de Occidente.

Bastó una fracción de segundo para que quedasen inutilizados todos los sistemas telefónicos del Dirigente Adorable. Las más de sus líneas eléctricas sufrieron cortocircuitos, y toda arma de complejidad mayor que una escopeta quedó condenada a no efectuar jamás un solo disparo (y el país poseía una cantidad ingente de todo género de armas). Sin teléfono ni radio, nadie podía saber lo que estaba ocurriendo sino hasta donde alcanzaba la voz. La nación había dejado de ser una amenaza para nadie, porque en aquel trozo de tierra no había quedado nada que pudiese considerarse nación en toda regla.

En aquella guerra inexistente se dio, cierto es, una batalla de escasa envergadura. El causante fue un coronel obstinado apostado en las afueras de Kaesong. Incapaz de comprender, claro, lo que estaba ocurriendo, reconoció al menos que sus fuerzas se hallaban en peligro, e hizo lo que habrían hecho muchos de cuantos gozaban de su misma graduación: repartió entre sus hombres los pocos fusiles y pistolas que aún estaban en condiciones de hacer fuego y les ordenó atacar en dirección a la frontera.

No llegaron muy lejos. De hecho, ni siquiera pudieron alcanzar la mitad de los densos campos de minas que protegían la línea de demarcación entre naciones. Media docena de cuantos avanzaban en primera línea murieron al estallar éstas, y una veintena más, cuando las tropas surcoreanas comenzaron a disparar al verla aproximarse. Poco después bajaron las armas al ver que los atacantes seguían acercándose, pero con paso mucho más lento y cauto y las manos sobre la cabeza.

A esas alturas, todo el planeta había empezado a tener noticia de cuanto estaba ocurriendo. Y también fuera de nuestro planeta estaban tomando nota.

* * *

El resto de la galaxia sólo oyó el fragor electrónico de aquella arma cuando llegó hasta ellos con la lentitud (trescientos mil kilómetros por segundo, o ciento ochenta y seis mil millas, que seguían diciendo los más anticuados y los estadounidenses) propia de la luz. La flota de los unoimedios, que se hallaba a quince años luz de la Tierra en aquel momento, acabó por toparse con aquel estruendo, y supo que lo habían originado los mismos seres a los que ellos iban a aniquilar.

Con todo, los terrícolas no tenían noticia alguna de este hecho, como ninguno de los archivados, ni de ninguna otra raza de cuantas se hallaban sometidas a la hegemonía de los grandes de la galaxia, tenía conocimiento de lo que acababa de ocurrir en Corea del Norte. En consecuencia, al oír aquel estridente eructo electrónico, extrajeron conclusiones razonables aunque no por ello menos erróneas. En realidad, hicieron falta años para que aquel ruido blanco electromagnético llegase a los planetas en que habitaba cualquiera de tales especies, y en particular a aquel repliegue de las corrientes de materia oscura que servía de hogar al grupo más cercano de grandes de la galaxia. Y lo cierto es que esto último no tuvo un efecto muy positivo; de hecho, pudo llegar a tener consecuencias trágicas, muy trágicas.

El motivo era la naturaleza del arma que sus propietarios llamaban Trueno Callado. Hasta aquel momento, los ingenios militares humanos no habían supuesto peligro alguno para ellos: poco podía su efecto, al depender de explosiones químicas o nucleares, preocupar a aquellos seres no bariónicos. Las partículas con que funcionaba el Trueno Callado, sin embargo, eran harina de otro costal, por cuanto podían hacer mucho daño a parte del arsenal de los grandes de la galaxia. No la menudencia primitiva que acababa de dejar fuera de combate al Dirigente Adorable, por supuesto, sino las variantes mucho más avanzadas que, sin lugar a dudas, iban a desarrollar en breve aquellos latosos humanos si se lo permitían. Y por descontado, no iban a permitírselo, siendo así que ya habían hecho las diligencias necesarias para exterminarlos por entero. Consumado este cometido, habrían acabado con el problema.

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