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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (27 page)

BOOK: El último teorema
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Cuando logró captar la atención de todo el mundo, se explicó:

—Te han llegado invitaciones de todo el planeta, Ranjit. ¿Por qué no aceptas unas cuantas?

Él pestañeó al oír la propuesta y, volviéndose a Myra, preguntó:

—¿Qué opinas tú? ¿Quieres que hagamos un viaje de novios de verdad? Por Europa, América… Por donde te apetezca.

Ella lo miró y, con aire pensativo, recorrió con la vista a cuantos estaban sentados a la mesa antes de decir:

—Me parece estupendo, Ranjit. Pero si vamos a hacerlo, tiene que ser cuanto antes.

Él la observó con curiosidad, aunque enseguida se volvió para preguntar sobre las invitaciones disponibles. De hecho, estaban ya a punto de irse a dormir cuando se le ocurrió preguntarle:

—Te hace ilusión, ¿no? Porque si no quieres…

Ella lo hizo callar colocándole un dedo sobre los labios y besándolo a continuación de forma inesperada.

—Lo que pasa es que si vamos a hacer un viaje largo, creo que será preferible que lo hagamos pronto. Más tarde podría ser más complicado. No tenía intención de decírtelo hasta que lo confirmase el médico, pero como no voy a verlo hasta el viernes, te diré que estoy casi segura de estar embarazada.

CAPÍTULO XXI

Luna de miel, segunda parte

E
n tanto Myra y Ranjit viajaban a Londres, de donde los separaba un trayecto tan largo y extenuante como le había descrito Gamini años antes, el mundo seguía su propio curso, que no era otro, huelga decirlo, que el de la muerte y la destrucción. Habían reservado el vuelo por la ruta más larga, lo que suponía hacer escala en Bombay para que Ranjit pudiera visitarla, aunque fuese a la carrera. Sin embargo, el avión tomó tierra con cuarenta minutos de retraso después de tener que esperar, volando en círculo, a recibir el permiso necesario del aeropuerto. En el valle de Cachemira se habían producido fuegos de artillería, y comoquiera que nadie sabía lo que planeaban los agentes del movimiento clandestino paquistaní en el interior de la India, la pareja pasó todo el tiempo que estuvo en la ciudad encerrada en la habitación del hotel, viendo la televisión. Ésta tampoco ofrecía noticias muy esperanzadoras. Las unidades del ejército norcoreano del Dirigente Adorable, resueltas a ir más allá de crear incidentes a lo largo de la frontera que compartía con Corea del Sur, se habían armado del valor necesario para morder la mano que daba de comer a su nación, la del único Estado que podían considerar amigo en todo el planeta: la República Popular de China. Y aunque nadie parecía capaz de adivinar qué debían de estar tramando, lo cierto es que habían emprendido, en grupos de apenas una docena, cuatro incursiones diferentes en territorio chino para acampar en donde nada había más que colinas y peñas.

Tres horas más tarde, Myra y Ranjit embarcaban en el avión que iba a llevarlos a la capital británica; y ya en el aire, sobrevolando el litoral paquistaní de camino al aeropuerto inglés de Heathrow, supieron que había cesado la lucha en Cachemira y que las fuerzas norcoreanas habían dado media vuelta para regresar a sus barracones sin que nadie hubiese llegado a entender cuál había sido su intención.

Por fin se hallaron en suelo londinense. La ciudad no los decepcionó exactamente: Ranjit no pudo por menos de quedar tan fascinado por sus excelentes vistas como los millones de personas que la habían visitado a lo largo de cientos de años. Tanto los monumentos célebres que constituían una visita obligada para todo turista (la colosal catedral de San Pablo, la Torre de Londres, el Parlamento, la abadía de Westminster…) como otros lugares que, sin tener tanto renombre, poseían para él un interés particular: la Escuela de Economía y cierta «soberbia mansioncita» situada a algunas manzanas de allí, en la calle Arundel, porque ambas habían alojado a Gamini Bandara en un tiempo en que él no había podido albergar esperanza alguna de ir a conocerlas. Cuando Myra lo persuadió para ir a ver el Real Jardín Botánico de Kew, quedó maravillado ante los ciclópeos invernaderos del lugar. Lo encandilaron, casi sin excepción, las estructuras célebres de la ciudad; pero no le hicieron ninguna gracia los espacios descubiertos que se extendían entre ellas y que tuvo que atravesar a fin de ir de una a otra, en los que reinaba, dado que estaban en el mes de noviembre, un frío terrible y difícil de soportar.

Aquella experiencia desmoralizadora no se asemejaba a ninguna de las que pudiese haber conocido en toda su vida. Acaso en ocasiones podía haber sufrido un breve escalofrío en la punta del peñón de Svāmi cuando el viento soplaba con fuerza, o cuando acababa de salir de zambullirse en la rompiente a una hora muy, muy temprana de la mañana. ¡Pero jamás como aquello! Tal era el frío, que los restos de la nieve caída la semana previa, y aun los de la anterior a ésta, se acumulaban ennegrecidos en los límites de los aparcamientos y las lindes de las extensiones de césped por no haber llegado a calentarse lo bastante para acabar de derretirse.

Aun así, las tiendas londinenses estaban bien surtidas de prendas destinadas a caldear al más friolero, o mantener al menos parte de su calor corporal. Con ropa interior de tejido térmico, guantes y abrigos con el cuello de piel, se le hizo llevadero caminar por las calles de la ciudad, y también Myra vio las cosas de un modo diferente enfundada en el primer abrigo de visón de su vida.

Fueron a conocer a sir Tāriq, quien había invitado a Ranjit a ingresar en la Real Sociedad Matemática en nombre de la institución y a viajar a Londres para poner a los demás integrantes al corriente de su hazaña, y había proporcionado los fondos con los que estaban cubriendo los gastos. Sir Tāriq al-Dīwānī resultó ser un anciano rollizo con el cabello rebelde de un Albert Einstein, corazón afable y el acento refinado de quien se ha formado en la Universidad de Oxford o en la de Cambridge.

—A fin de cuentas —acabó por confesar—, mi familia llegó a Londres hace cuatro generaciones.

Al darse cuenta de que Ranjit se hallaba aterido las más de las veces, exclamó palmeándose la frente:

—¡Buena la he hecho! ¿Cómo se me ocurre dejar que le asignen un hotel lujoso en lugar de uno acogedor? Esto hay que arreglarlo de inmediato.

En consecuencia, el matrimonio se trasladó a un establecimiento flamante, aunque no tan a la moda, de South Kensington. A Myra la desconcertó un tanto tal circunstancia, hasta que, durante cierta charla que mantuvo con el conserje, éste, sonriente, hizo saber a Ranjit que sir Tāriq había elegido aquel hotel en particular por estar bien situado respecto de determinados museos de la ciudad, caso de que desearan ir a verlos durante su estadía, y además, por servir de alojamiento habitual a jeques del petróleo y su nutrido séquito, quienes ocupaban toda una planta, cuando no dos, y odiaban el frío en mayor grado aún que Ranjit, no ya en sus habitaciones, sino en los vestíbulos de hotel, las escaleras de emergencia y aun en los ascensores. Y se daba la circunstancia de que los propietarios del establecimiento profesaban un odio aún mayor al hecho de no poder ofrecer a aquellos árabes dadivosos cuanto pudiesen desear.

Sin ser ninguno de aquellos jeques pródigos, Ranjit no pudo por menos de alegrarse de poder disfrutar de los efectos de sus dispendios. Su humor mejoró de forma considerable en el transcurso de los dos meses siguientes; lo bastante, de hecho, para sacar tajada de la segunda gran ventaja del hotel: su proximidad a no pocos museos. El de Historia Natural, aunque ventoso, le resultó deleitable, y lo llevó, al fin, a prestarse a emprender la odisea urbana que lo conduciría al mismísimo Museo Británico, sito en la parte de la ciudad que había habitado Gamini. Su magnificencia lo convenció, a despecho de las corrientes heladas que lo poblaban, de que, al fin y al cabo, los países fríos podían aventajar en determinados aspectos a los cálidos.

No todo fue turismo, claro: la conferencia que había de ofrecer ante la Real Sociedad Matemática le dio mucho en que pensar, si bien lo que dijo en ella no difería mucho de lo que había expuesto en Colombo. Además, habían solicitado su presencia dos revistas:
Nature
, por ser la primera en publicar su artículo, y
New Scientist
, que había convertido la cita en algo ineludible al prometer llevarlo a la mejor taberna de la margen del Támesis en que se hallaba la redacción. También hubo un par de ruedas de prensa, concertadas mucho antes por De Saram desde Colombo. Y aun así, pese a que podían verse fotos de ellos en todos los quioscos de periódicos de la capital inglesa y de cuando en cuando también en la tele, Myra logró convencerlo de que pusiera a prueba la calidez de su ropa interior permaneciendo de pie ante el Palacio de Buckingham a la caída de la tarde a fin de contemplar el cambio de la guardia. De regreso al hotel, Ranjit hubo de admitir que ninguno de sus miembros mostraba signos de hipotermia tras aquel suplicio, y señaló asimismo que las cámaras del resto de los turistas habían apuntado en su totalidad a los centinelas, haciendo caso omiso de ellos.

—Es verdad —concluyó— que podemos recorrer la ciudad a nuestro antojo sin que nadie nos preste la menor atención. Me encantaría de veras este lugar si alguien tuviese el detalle de llevarlo unos mil kilómetros hacia el sur.

* * *

Comoquiera que no parecía haber nadie dispuesto a hacer tal cosa, tras pasar varias horas abrigándose para recorrer el espacio que mediaba entre el vestíbulo del hotel y un taxi, y desde éste hasta el vestíbulo de cualquier otro edificio, se dio por vencido. En consecuencia, después de hablar en privado con sir Tāriq y poner conferencia telefónica con su abogado, anunció a Myra:

—Nos vamos a Estados Unidos, a lo que llaman las Tres Aes y Una Ce (la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, ¿no?). El mes que viene celebran la convención nacional, y De Saram lo ha organizado todo para que asistamos a ella. No quiero decir que vayamos a abandonar Londres, Myra. Al menos, de forma permanente: haremos todo lo que nos queda pendiente aquí, pero cuando mejore el tiempo.

Por lo tanto, embarcaron en primera clase (merced a otra de las generosas aportaciones de la Real Sociedad, que aceptaron prodigando sinceras muestras de agradecimiento a sir Tāriq) en el vuelo de la empresa resultante de la fusión de la American Airlines y la Delta que partía hacia el aeropuerto neoyorquino John F. Kennedy a las dos de aquella tarde. A las dos y veinte minutos dejaban atrás Inglaterra para aproximarse a la costa oriental de Irlanda.

Ranjit se deshacía en gestos de solicitud.

—No te he hecho correr demasiado, ¿verdad? ¿No te habrás…?

La mueca elocuente que hizo con la boca bastó para que ella se echara a reír. Alzando su vaso para que el auxiliar de vuelo lo rellenase de zumo de naranja, cosa que éste hizo con diligencia, aseveró:

—Me encuentro perfectamente. Y es verdad que podemos volver a Inglaterra cuando haga más calor. En junio, por ejemplo. Pero ¿estás seguro de que lo mejor es viajar a Estados Unidos?

Ranjit acabó de untar en un bollo nata cuajada y mantequilla de fresa y se echó el resultado a la boca.

—Claro que sí —respondió cuando aún no había dejado de masticar—. He consultado las previsiones meteorológicas de Nueva York. Ahora mismo tienen una mínima de nueve, y esperan alcanzar una máxima de dieciocho. ¡Hasta en Trinco íbamos a pasar más frío!

Sin saber bien si reír o llorar, Myra dejó el vaso y dijo:

—Cariño, tú nunca has estado en Norteamérica, ¿verdad?

Inquieto de súbito, Ranjit se volvió para mirarla a los ojos.

—¿Qué quieres decir con eso?

Ella alargó la mano para acariciar la suya.

—Sólo que parece que no te has dado cuenta de que, en determinados aspectos, siguen haciendo las cosas a la antigua. Por ejemplo, siguen empeñándose en medir la distancia por millas y no por kilómetros, y espero que esto no te siente mal, pero para la temperatura aún se aferran a la escala Fahrenheit en lugar de hablar en grados Celsius como el resto del planeta.

CAPÍTULO XXII

El Nuevo Mundo

A
la colosal decepción térmica que supuso para Ranjit el clima de Nueva York fue a sumarse lo desalentador, más aún de lo habitual, de las noticias internacionales, que no paraban de irrumpir en la suite, bien provista de aparatos de televisión. Sudamérica, por ejemplo, había puesto fin a la relativa tranquilidad de que había disfrutado en lo tocante a la guerra. Según explicó a Myra y Ranjit uno de sus anfitriones norteamericanos, lo que había cambiado era que Estados Unidos había rebajado la mayor parte de los crímenes relacionados con la droga, y de delitos graves había pasado a considerarlos, a lo sumo, faltas. Tal mudanza había despenalizado casi todas las mercancías de los traficantes colombianos, y en consecuencia, había hecho posible que cualquier adicto estadounidense adquiriese las sustancias que necesitaba en la farmacia más cercana, de un modo barato y sin que hubiesen de mediar las mafias, quienes, por consiguiente, habían acabado por quebrar. Asimismo, había dejado de tener sentido que los camellos de barrio regalasen muestras del material a los niños de doce años, pues tal cosa ya no les garantizaba una cartera de clientes dependientes para el futuro, dado que a ninguno de cuantos pudieran llegar a engancharse se le iba a ocurrir emplearlos de proveedor. De ese modo, la proporción de adictos estadounidenses fue menguando con lentitud a medida que morían o se rehabilitaban los antiguos sin ser reemplazados por otros nuevos en número considerable.

Sin embargo, ésta era sólo la cara amable de la legalización de las drogas. De entre las consecuencias negativas, la peor era que los carteles, privados de los beneficios procedentes de sus plantaciones de coca, pusieron la mira en la sustancia, igualmente adictiva, que estaban exportando sus vecinos venezolanos. A fin de cuentas, el petróleo movía más dinero del que había habido jamás en el ámbito de la droga. Y en consecuencia, los reductos de narcotraficantes que quedaban en Colombia comenzaron a infiltrar grupos armados en los yacimientos del país contiguo. El ejército de Venezuela, relativamente pequeño, y a menudo fácil de comprar, hacía ver en ocasiones que estaba resistiendo; pero la verdadera motivación se hallaba del lado de los colombianos, y otro tanto ocurría con casi todas las victorias.

A todo esto había que sumar, claro está, las últimas diabluras protagonizadas por la Corea del Norte del Adorable Dirigente, amén de los brotes de violencia que habían vuelto a manifestarse en los fragmentos irreconciliables de lo que otrora había sido Yugoslavia, o los conflictos cada vez más brutales que estallaban en diversas partes de la antigua Unión Soviética, en Oriente Próximo…

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